SALINGER |
La ternura entre el centeno
Detrás de Holden Caulfield y de sus andanzas por Nueva York hay algo que va más allá de la literatura. La emoción que provoca el personaje de J. D. Salinger, que murió hace unos días, poco tiene que ver con la moral
5 DE FEBRERO DE 2010
Estoy bastante seguro de qué es lo que diría Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, si se enterara de que todos andamos ahora hablando de él a cuenta de la muerte de su padre literario, J. D. Salinger: "Para serte sincero, me da cien patadas". Y a renglón seguido añadiría: "Si lo piensas bien, tiene su gracia".
¿Por qué se ha convertido Holden Caulfield en el ídolo de millones y millones de personas desde que vio la luz en 1951? ¿Qué alberga su relato para lograr esa devoción que despierta en muchísimos de sus lectores? ¿Por qué tantos volvemos, cada cierto tiempo, a leer una historia que ya conocemos de memoria? Hay una explicación literaria, por descontado: un talento narrativo excepcional. Pero eso no es suficiente para convertir a una novela en un fenómeno de masas. Detrás de Holden y de sus andanzas por Nueva York hay algo más, algo que va más allá de la literatura. Una emoción que me atrevería a calificar de moral.
Esa capacidad de hacer aflorar algo que late muy profundo se encuentra dispersa por todo el libro
Sartre se equivocaba: los demás no son el infierno, son el único paraíso posible
Enseguida volveremos a ello, pero antes demos un paseo por los alrededores del autor y por su mística. Poco después de que la novela lo lanzara a una fama que pronto descubrió que detestaba, Salinger abandonó Manhattan para encerrarse en un pueblecito de New Hampshire que ya no abandonaría en vida.
Pidió que eliminaran su foto de las sucesivas ediciones del libro. No dejó nunca de escribir, pero apenas publicó nada. Jamás concedió una entrevista, tan sólo un reportaje en una revista escolar del instituto local y una llamada por teléfono al New York Times en 1974 para quejarse de una edición no autorizada de su obra. Ese aislamiento alimentó su leyenda.
Al predicamento de eremita del autor -es el escritor esquivo en el que se basan películas de Hollywood como El Campo de los Sueños o Buscando a Forrester- le acompañó pronto la extraña aureola que se generó alrededor de su única novela.
Antes de matarlo, Mark Chapman le pidió a John Lennon que le firmara un libro. Era El guardián. También era El guardián el libro que leía el perturbado que intentó asesinar a Reagan. Y El guardián tiene un papel crucial en la película Conspiración, protagonizada por Mel Gibson, un papel relacionado igualmente con asesinatos y misterios policiales.
Hay en efecto una rumorología siniestra alrededor de la novela, pero no puede resultar más desencaminada, y pocas cosas iluminan con mayor claridad la locura del mundo en el que vivimos que el hecho de que a una novela tan hermosa y sensible como ésta le acompañe esa fama de violencia y misterio. El guardián entre el centeno es todo lo contrario a lo que su fama anuncia y, si algo encarna su protagonista, no es la rabia o la locura, sino -sobre todo- la ternura.
Las razones por las que cautivan Holden Caulfield y su breve escapada a Manhattan van más allá del indudable mérito literario en las que vienen envueltas, alcanzando ese nivel de complicidad, de empatía y de contacto con el lector que sólo las grandes creaciones logran. Por eso son legión los lectores que se emocionan al leerlo. Esa capacidad de hacer aflorar algo que late muy profundo se encuentra dispersa por todo el libro y, cuanto más lo lees, más la descubres aquí y allá, sorprendiéndote en detalles que antes te habían pasado por completo inadvertidos. De ahí que sea un libro de los que vuelve a leerse: una y otra vez su lectura desentierra algo de nuestro interior.
¿De qué se trata? ¿Qué es lo que Salinger logra extraer desde el fondo de nuestro ser? Holden es un adolescente, se encuentra en ese territorio entre la niñez y la madurez en el que uno empieza a entender que el mundo que durante años te han hecho creer que existía está lejos de ser real. Pero a él no le han fallado los que habitualmente fallan: no le han fallado sus padres, no le han fallado los profesores, no le ha fallado el sistema. No es feo, no tiene problemas con las chicas. Intelectualmente es brillante, ahí tampoco hay problema. Y es un niño bien, de una familia culta y rica. A Holden no le falló ninguna de esas cosas que dan lugar a una rebeldía moldeada por un fracaso concreto y por tanto dirigida a algo y por ello dominada. A Holden le falló el mundo en sí.
Conforme avanzas la lectura descubres que, por debajo de todas sus ocurrencias y disparates, por debajo de su total desorientación, el muchacho arrastra un desgarro brutal, un dolor indecible. Allie, su hermano pequeño, murió a los 10 años, cuando Holden solo contaba con 13. E intuyes que él sigue sintiendo su muerte con esa brutalidad emocional con la que sienten los niños. Y que no lo puede encajar. Y que está perdido, como lo estamos todos ante la muerte.
Y entonces sus despropósitos se tornan muestras de ternura. De una ternura desnuda con la que sólo podemos identificarnos, porque de alguna manera todos somos Holden intentando entender la muerte. No nuestra muerte, que también, sino sobre todo la de los otros, la de aquellos que amamos. Una encrucijada en la que todos somos como adolescentes que descubren de repente que el mundo que nos enseñaron de niños es mentira, y que la realidad es otra. Por eso Holden emociona, y lo hace a todas las edades y en todas las culturas, porque su dolor es el dolor ante la muerte, y no hay nada más universal que la muerte.
Pero, además, a esa primera identificación fundamental se le añade un elemento que es el que realmente hace grande a la novela. Se trata de una manera de ser, de una postura, de una decisión moral ante los otros. Holden tiene motivos de sobra para estar amargado, para devolver odio con odio, para alimentar con más incomprensión el sinsentido del mundo. Pero elige otra cosa, elige la generosidad, elige la misericordia. Y al hacerlo dibuja un ideal moral que nos emociona en el sentido más primario de la expresión. Porque, aunque no siempre estemos a la altura, todas nuestras entrañas morales intuyen que esa decisión es la decisión correcta, la que sabemos que deberíamos tomar nosotros mismos ante la vida.
Y es la decisión que, con una sencillez infinita, nos repetían en casa cuando éramos niños: sed buenos con los otros. Algo que quizás vamos olvidando conforme aceptamos hacernos adultos y, frente al corazón de los niños, nuestro corazón se va tornando "nuevo, roído de culebras", por decirlo con Lorca.
Por eso lloramos cuando Holden desvela cuál es su respuesta a la muerte de su hermano: lo que a él le gustaría es contemplar cómo otros niños como Allie juegan en un campo de centeno, e impedir que se hagan daño. Impedir que caigan en el precipicio, un precipicio que es la muerte, sí, pero que es también el mundo falso e hipócrita que los adultos a veces nos empeñamos en construir. Ésa es la respuesta que da a su desgarro, como si al dolor recibido no quisiera responder con más dolor, sino con todo lo contrario.
Y supongo que a sus lectores nos gusta volver a intuir esa grandeza moral que protagoniza un muchacho desorientado y sensible perdido en la Gran Manzana, porque adivinamos una semilla de ternura que nos dice que todavía somos capaces de amar. Que todavía somos capaces de entender que lo más valioso que podemos atesorar en esta vida es el encuentro con los otros y que, como con absoluta evidencia saben los niños, nada supone una felicidad mayor. Sartre se equivocaba: los demás no son el infierno, son el único paraíso posible. Es la canción de Phoebe la que tiene razón: "Cuando un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno...".
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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