con los esquimales
Durante cinco sábados seguidos, por las mañanas, Ginnie Maddox
había jugado al tenis en las pistas del East Side con Selena Graff, compañera
suya en la clase de la señorita Basehaar. Ginnie pensaba francamente que Selena
era la más boba de toda la clase-en la que abundaban ostensiblemente las bobas
de marca mayor-, pero al mismo tiempo no había nadie como Selena para traer
continuamente nuevas cajas de pelotas de tenis. Su padre las fabricaba, o algo
por el estilo. (Una noche durante la cena, para ilustración de toda la familia
Maddox, Ginnie había evocado la visión de una comida en casa de los Graff; la
escena suponía un criado perfecto que servía a todos por la izquierda, aunque
en lugar de un vaso de jugo de tomate dejaba una lata de pelotas de tenis.)
Pero esta historia de dejar a Selena en su casa con un taxi después del tenis y
luego cargar-en cada ocasión-con el pago de todo el importe del viaje, era algo
que a Ginnie le estaba alterando los nervios. Después de todo, la idea de coger
un taxi en lugar del autobús había sido de la propia Selena. Y ese quinto
sábado, mientras el taxi arrancaba dirigiéndose hacia el norte por la avenida
York, Ginnie dijo de pronto:
-Oye, Selena...
-¿Qué? -dijo Selena, ocupada en tantear con una mano el suelo del
taxi-. ¡No encuentro la funda de mi raqueta!-se lamentó.
Pese a la templada temperatura de ese mes de mayo, las dos chicas
llevaban abrigos sobre sus shorts.
-La guardaste en el bolsillo-dijo Ginnie-. Escúchame ahora...
-¡Oh, menos mal! ¡Me has salvado la vida!
-Oye -dijo Ginnie, a quien no le interesaba la gratitud de
Selena.
-¿Qué?
Ginnie decidió ir al grano. El taxi se estaba acercando a la casa
de Selena.
-No tengo ganas de cargar otra vez con el pago de todo el viaje -dijo-.
No soy millonaria, ¿sabes?
Selena puso primero expresión de asombrada, después de ofendida:
-¿Acaso no pago siempre la mitad?-preguntó con ingenuidad.
-No -replicó Ginnie rotundamente-. Pagaste la mitad el primer
sábado, a comienzos del mes pasado. Y desde entonces, nunca más. No quiero ser
mezquina, pero estoy viviendo con cuatro dólares y medio por semana. Y de ahí
tengo que...
-Yo siempre traigo las pelotas de tenis, ¿no es cierto? -preguntó
Selena con tono desagradable.
A veces Ginnie sentía ganas de matar a Selena.
-Tu padre las fabrica o algo así -dijo-. No te cuestan nada. Yo
no tengo que pagar hasta la más mínima cosa que. . .
-Está bien, está bien-dijo Selena levantando la voz y con un aire
de suficiencia como para asegurarse la última palabra.
En forma displicente, se revisó los bolsillos del abrigo.
-Sólo tengo treinta y cinco centavos -dijo, fríamente-. ¿Es
bastante?
-No. Lo siento, pero me debes un dólar sesenta y cinco. He
llevado la cuenta de cada...
-Tendré que subir y pedírselo a mamá. ¿No puedes esperar hasta el
lunes? Podría llevarte el dinero a la clase de gimnasia, si eso te hace más
feliz.
La actitud de Selena no invitaba a la clemencia.
-No -dijo Ginnie-. Tengo que ir al cine esta noche. Necesito el
dinero.
Sumidas en un silencio hostil, las dos chicas miraron por
ventanillas opuestas hasta que el taxi se detuvo frente a la casa de Selena.
Entonces Selena, sentada del lado de la acera, se bajó. Dejando apenas abierta
la puerta del automóvil, caminó con vivacidad y soltura hasta el edificio, como
si fuera una reina de Hollywood de visita. Ginnie, con la cara ardiendo, pagó
el importe del viaje. Después recogió sus cosas de tenis-raqueta, toalla y sombrero
para el sol-y fue detrás de Selena. A sus quince años, Ginnie medía alrededor
de un metro setenta y cinco y su calzado de tenis era del número 40. Al entrar
en el hall de la casa su sensación de torpeza caminando sobre suelas de goma le
daba un aire de oso. Selena juzgó preferible contemplar fijamente el indicador
de pisos del ascensor.
-Ahora me debes un dólar noventa -dijo Ginnie, acercándose al
ascensor con grandes zancadas.
Selena se dio la vuelta.
-Tal vez te interese saber -dijo- que mi madre está muy enferma.
-¿Qué le pasa?
-Prácticamente tiene pulmonía, y si te parece que me divierte
molestarla sólo por un asunto de dinero...-Selena pronunció la frase incompleta
con todo el aplomo posible.
A Ginnie esta información la desconcertó un poco, aunque no sabía
hasta qué punto podía ser verdad, pero no por eso cayó en sentimentalismos.
-Yo no se la contagié -dijo, y entró en el ascensor.
Luego que Selena tocó el timbre del piso, las hicieron pasar, o,
mejor dicho, la puerta fue entornada por una criada negra con la que, al
parecer, Selena no se hallaba en muy buenas relaciones. Ginnie dejó caer sus
cosas de tenis en una silla del vestíbulo y siguió a Selena. En la sala, Selena
se volvió y dijo:
-¿Te molesta esperar aquí? Tal vez tenga que despertar a mamá y
todo eso.
-De acuerdo -dijo Ginnie, y se dejó caer en un sofá.
-Nunca hubiera creído que podías ser tan mezquina -dijo Selena,
que estaba lo bastante enojada como para usar la palabra «mezquina», aunque le
faltaba valor para poder subrayarla.
-Ahora estás enterada -dijo Ginnie, y le abrió en la cara un
ejemplar de Vogue. Mantuvo en esa posición la revista hasta que Selena abandonó
la habitación, y después volvió a dejarla sobre el aparato de radio. Examinó el
cuarto con la mirada, redistribuyendo los muebles mentalmente, tirando lámparas
de mesa, quitando flores artificiales. En su opinión, era una habitación
totalmente horrible, lujosa, pero cursi.
De pronto se oyó una voz masculina que gritaba desde otra parte
de la vivienda:
-¡Eric! ¿Eres tú?
Ginnie supuso que era el hermano de Selena, a quien ella no
conocía. Cruzó sus largas piernas, arregló los bajos de su abrigo sobre las
rodillas y esperó.
Un joven con gafas, en pijama, descalzo, se precipitó en la habitación,
con la boca abierta.
-Diablos, creí que era Eric -dijo. Sin detenerse y con un aire
extremadamente lamentable, siguió a través de la habitación apretando algo
contra su pecho estrecho. Se sentó en el otro extremo del sofá.
-Acabo de cortarme este asqueroso dedo -dijo con cierta ansiedad.
Miró a Ginnie como si fuera natural que la joven estuviera sentada allí-.
¿Alguna vez te has cortado un dedo? ¿Hasta el hueso? -preguntó. Su voz chillona
contenía un verdadero ruego, como si Ginnie, con su respuesta, pudiera evitarle
la desagradable tarea de romper el hielo.
Ginnie lo contempló extrañada.
-Bueno, no precisamente hasta el hueso -dijo-. Pero me he
cortado.
Era el muchacho, o el hombre -le era difícil determinarlo-, más
cómico que había visto jamás. Tenía el pelo revuelto como si acabara de
levantarse, y una barba rala y rubia, como de dos días o más. Su aspecto era...
bueno, parecía un tonto.
-¿Cómo te has cortado? -preguntó Ginnie.
Con la boca floja y entreabierta, tenía la vista fija en el dedo
lastimado.
-¿Qué? -dijo él.
-¿Cómo te has cortado?
-¿Cómo diablos puedo saberlo? -dijo, dando a entender con su
entonación que la respuesta a esa pregunta era irremisiblemente oscura-.
Buscaba algo en la asquerosa papelera, y estaba llena de hojas de afeitar.
-¿Eres hermano de Selena? -preguntó Ginnie.
-Sí, diablos, me estoy desangrando. No te vayas. Tal vez necesite
una de esas inmundas transfusiones.
-¿Te has puesto algo?
El hermano de Selena apartó un poco la mano herida del pecho y se
quitó la venda para que Ginnie disfrutara de su aspecto.
-Sólo papel higiénico -dijo-. Para la sangre. Como cuando uno se
corta al afeitarse -de nuevo miró a Ginnie-. ¿Quién eres?-preguntó-, ¿amiga de
esa estúpida?
-Vamos a la misma clase.
-¿Sí? ¿Cómo te llamas?
-Virginia Maddox.
-¿Eres Ginnie? -dijo, observándola con los ojos entrecerrados
tras las gafas-. ¿Eres Ginnie Maddox?
-Sí -dijo Ginnie, descruzando las piernas.
El hermano de Selena volvió a fijarse en el dedo, evidentemente
su verdadero y único centro de atención.
-Conozco a tu hermana -le dijo con tono de indiferencia-. Es una
asquerosa esnob.
Ginnie se enderezó.
-¿Quién?
-Ya me has oído.
-Mi hermana no es una esnob.
-Vaya si lo es -dijo el hermano de Selena.
-No lo es.
-¡Ya lo creo! Es la reina. La reina de todas las esnobs.
Ginnie observaba cómo levantaba los gruesos pliegues de papel
higiénico y miraba por debajo.
-¡Ni siquiera conoces a mi hermana!
-¿Que no la conozco?
-¿Cómo se llama?... ¿Cuál es su nombre de pila? -preguntó Ginnie
enfáticamente:
-Joan... Joan, la esnob.
Ginnie se calló.
-¿Cómo es? -preguntó de pronto.
No hubo respuesta.
-¿Cómo es?-insistió Ginnie.
-Si fuera la mitad de bonita de lo que cree ser, tendría una
suerte endiablada -dijo el hermano de Selena.
Esta respuesta alcanzaba el nivel de interesante, según la
opinión secreta de Ginnie.
-Nunca la oí hablar de ti -dijo.
-¡No me digas! Se me parte el corazón.
-De todos modos, está comprometida -dijo Ginnie, observándolo-.
Se casa el mes que viene.
-¿Con quién? -preguntó él, levantando los ojos.
Ginnie aprovechó la ocasión:
-Con nadie a quien tú conozcas.
De nuevo empezó él a escarbar su obra de primeros auxilios:
-Lo compadezco -dijo.
Ginnie resopló.
-Sigue sangrando como un loco. ¿Crees que tendría que ponerle
algo? ¿Qué será bueno? ¿Crees que la mercromina servirá de algo?
-El yodo es mejor -dijo Ginnie. Luego, pensando que su respuesta
era demasiado cortés dadas las circunstancias, añadió:-Para eso la mercromina
no sirve de nada.
-¿Por qué no? ¿Qué tiene?
-Simplemente, que para eso no sirve, nada más. Ahí hay que poner
yodo.
-Pero escuece muchísimo, ¿no? -preguntó, mirando a Ginnie-. ¿No
quema como el demonio?
-Si -dijo Ginnie-, pero no te vas a morir por eso.
Sin ofenderse, al parecer, por el tono de voz de Ginnie, el
hermano de Selena dedicó otra vez su atención al dedo lastimado.
-Si quema, no me gusta -dijo.
-A nadie le gusta.
-Así es -dijo, asintiendo con la cabeza.
Ginnie lo observó por un instante.
-Deja de tocarte -exclamó repentinamente.
El hermano de Selena apartó la mano sana como si hubiera recibido
una descarga eléctrica. Se irguió un poco o mejor dicho, se repantigó un poco
menos. Fijó la vista en algún objeto situado en el otro lado de la habitación.
Una expresión casi soñadora inundó sus facciones irregulares. Metió la uña del
dedo índice de la mano sana en el intersticio entre los incisivos, sacó una
partícula de comida y se volvió hacia Ginnie.
-¿Ya has comido? -preguntó.
-¿Cómo?
-Que si ya has comido...
Ginnie negó con la cabeza.
-Comeré cuando llegue a casa -dijo-. Mi madre siempre me tiene la
comida lista cuando llego.
-Tengo medio bocadillo de pollo en mi cuarto. ¿No lo quieres? Ni
lo he tocado.
-No, gracias. De verdad.
-Vamos, acabas de jugar al tenis. ¿No tienes hambre?
-No es eso -dijo Ginnie, cruzando las piernas-. Es que mi madre
me tiene la comida lista cuando llego a casa. Quiero decir que, si no tengo
hambre cuando llego, se pone mala.
Al parecer, el hermano de Selena aceptó esa explicación. Por lo
menos, asintió con la cabeza y miró hacia otro lado. Pero de pronto se volvió:
-¿Y un vaso de leche? -dijo.
-No, gracias... pero te lo agradezco.
Luego, distraídamente, él se inclinó y se rascó el tobillo
desnudo.
-¿Cómo se llama ese tipo con el que se va a casar? -preguntó.
-¿Quién...? ¿Joan? -dijo Ginnie-. Dick Heffner.
El hermano de Selena continuó rascándose el tobillo.
-Es un capitán de fragata -dijo Ginnie.
-¡Qué bárbaro!
Ginnie lanzó una risita. Lo miró rascarse el tobillo hasta que se
le puso rojo. Cuando empezó a arrancarse con una uña una costrita que tenía en
la piel, dejó de mirarlo.
-¿De qué conoces a Joan? -preguntó-. Nunca te vi en casa ni en
ningún otro sitio.
-Nunca estuve en tu asquerosa casa.
Ginnie esperó, pero no hubo nada después de esta.
-¿Dónde la conociste, entonces? -preguntó.
-En una fiesta.
-¿En una fiesta? ¿Cuándo?
-No sé. En la Navidad del 42.
Con dos dedos sacó del bolsillo superior del pijama un cigarrillo
que parecía haber pasado allí toda la noche.
-¿Me tiras esos fósforos? -dijo.
Ginnie le pasó una cajita de fósforos que estaba sobre la mesa
junto a ella. Encendió el arrugado cigarrillo y guardó el fósforo quemado en la
cajita. Inclinando la cabeza hacia atrás, exhaló lentamente una enorme cantidad
de humo por la boca y lo inhaló por la nariz. Siguió fumando en este estilo «a
la francesa». Muy probablemente no era una escena de vodevil en un sofá, sino
más bien la exhibición privada de un joven que, en un momento u otro, podía
haber intentado afeitarse con la mano izquierda.
-¿Por qué dices que Joan es esnob? -preguntó Ginnie.
-¿Por qué? Porque lo es. ¿Cómo diablos voy a saber por qué?
-Sí, pero ¿por qué dices que lo es?
Volvió con cansancio la cabeza hacia ella.
-Escucha. Le escribí ocho malditas cartas. Ocho. No me contestó
ni una.
Ginnie vaciló.
-Bueno, a lo mejor tenía mucho que hacer.
-Claro, estaría ocupada como una laboriosa abejita de mierda.
-¿Tienes necesidad de hablar de esa manera? -preguntó Ginnie.
-¡Mierda, es verdad que hablo mal!
Ginnie se echó a reír.
-De todas maneras, ¿cuánto tiempo hace que la conoces?
-Bastante tiempo.
-Quiero decir, ¿la has llamado por teléfono o algo por el estilo?
-No.
-Bueno, si nunca la llamaste ni nada...
-¡No podía hacerlo, diablos!
-¿Por qué no?
-¡Porque ni siquiera estaba en Nueva York!
-Ah... ¿Y dónde estabas?
-¿Yo? En Ohio.
-¿En la universidad?
-No. Lo dejé.
-¿En el ejército?
-No -con la mano que sostenía el cigarrillo, el hermano de Selena
se dio un golpecito en el costado izquierdo del pecho-. La maquinita-dijo.
-¿El corazón?-preguntó Ginnie-. ¿Qué le pasa?
-No sé qué diablos le pasa. Tuve fiebre reumática cuando era
pequeño. Un dolor infernal en...
-Bueno, pero ¿no tienes que dejar de fumar? ¿No te dijeron que no
debes fumar más y todo eso? El médico le dijo a mi...
-Oh, te dicen un montón de chorradas -dijo él.
Ginnie dejó de ametrallarlo durante un breve momento. Muy breve.
-Y, en Ohio, ¿qué hacías?-preguntó.
-¿Yo? Trabajaba en una asquerosa fábrica de aviones.
-¿En serio?-dijo Ginnie-. ¿Te gustaba?
-«¿Te gustaba?» -remedó él-. Me encantaba. Adoro los aviones. Son
tan «ricos»...
Ginnie estaba demasiado interesada ahora como para sentirse
ofendida.
-¿Cuánto tiempo trabajaste? En la fábrica de aviones, quiero
decir.
-Diablos, no sé. Treinta y siete meses-se puso de pie y se acercó
a la ventana. Miró hacia la calle mientras se rascaba la columna vertebral con
el pulgar-. Míralos -dijo-. Imbéciles de mierda.
-¿Quiénes? -dijo Ginnie.
-Yo qué sé. Cualquiera.
-Si pones el dedo hacia abajo va a sangrarte de nuevo -dijo Ginnie.
La escuchó. Apoyó el pie izquierdo en el reborde de la ventana y
descansó su mano herida sobre el muslo en posición horizontal. Seguía mirando
hacia la calle.
-Todos van a esa inmunda oficina de reclutamiento -dijo-. En la
próxima pelearemos con los esquimales. ¿No lo sabías?
-¿Con quiénes? -dijo Ginnie.
-Con los esquimales... presta atención, ¡demonios!
-¿Por qué con los esquimales?
-Yo que sé. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Esta vez van a ir todos
los viejos. Los tipos de sesenta años. No podrá ir nadie si no anda por los
sesenta -dijo-. Les darán menos horas de trabajo, nada más... Es fenomenal.
-Tú no irías de todos modos -replicó Ginnie, quien no quería
decir más que la verdad, aunque sabía, aun antes de terminar la frase, que había
dicho lo que no debía.
-Ya lo sé -dijo rápidamente, y bajó el pie. Subió un poco la
ventana y arrojó el cigarrillo a la calle. Después se volvió-: Oye. Hazme un
favor. Cuando venga ese tipo, dile que estaré listo en dos segundos, ¿quieres?
Sólo tengo que afeitarme, nada más. ¿De acuerdo?
Ginnie asintió.
-¿Quieres que le diga a Selena que se dé prisa o algo? ¿Sabe que
estás aquí?
-Sí, ya lo sabe -dijo Ginnie-. Y no tengo prisa. Gracias.
El hermano de Selena asintió. Acto seguido echó una última y
larga mirada a su dedo herido, como para comprobar que estaba en condiciones de
efectuar el viaje de vuelta a su habitación.
-¿Por qué no le pones una venda adhesiva? ¿No tienes una o
cualquier otra cosa?
-Noo...-dijo-. Bueno. Cuídate -y salió de la habitación.
Pocos segundos después estaba de vuelta con el medio bocadillo en
la mano.
-Cómetelo -dijo-. Está bueno.
-En realidad, no tengo...
-¡Demonios, tómalo! No le he puesto veneno ni nada por el estilo.
-Bueno, te lo agradezco mucho-dijo Ginnie, aceptando el medio
bocadillo.
-Es de pollo -explicó de pie junto a ella, observándola-. Lo
compré anoche en una asquerosa Delikatessen.
-Tiene muy buen aspecto.
-Bueno, ¡cómelo, entonces!
Ginnie le dio un mordisco.
-Está bueno, ¿verdad?
Ginnie tragó con gran dificultad.
-Muy bueno -dijo.
El hermano de Selena asintió. Paseó la mirada por la habitación,
rascándose el pecho.
-Bueno, supongo que tendré que vestirme... ¡Maldita sea! ¡El
timbre! ¡Abur! -Desapareció.
Al quedarse sola, Ginnie miró a su alrededor, sin levantarse, en
busca de un buen sitio donde arrojar el bocadillo. Oyó que alguien venía a
través del vestíbulo. Metió el bocadillo en el bolsillo de su abrigo.
Un hombre de unos treinta años, ni alto ni bajo, entró en la
habitación. Sus facciones regulares, el corte de su traje, su cabello corto, el
dibujo de su foulard no daban ninguna información precisa sobre él. Podía
pertenecer a la redacción de una revista, o ser aspirante a redactor. Quizá
estuviera en el elenco de una obra de teatro que acababa de representarse en
Filadelfia, o tal vez trabajase en un bufete de abogado.
-Hola -dijo, cordialmente, a Ginnie.
-Hola.
-¿Has visto a Franklin? -preguntó.
-Está afeitándose. Me dijo que te dijera que lo esperaras. En
seguida sale.
-¿Afeitándose? Dios mío -el joven consultó su reloj. Luego se
sentó en un sillón tapizado de rojo, cruzó las piernas y se cubrió la cara con
las manos. Se frotó los párpados con las puntas de los dedos como si estuviera
muy cansado o como si hubiera estado forzando los ojos-. Esta mañana ha sido la
más horrible de toda mi vida-dijo, quitándose las manos de la cara. Hablaba
exclusivamente con la laringe, como si estuviera demasiado cansado como para
poner en sus palabras el aire de sus pulmones.
-¿Qué pasó? -preguntó Ginnie, mirándolo.
-Es demasiado largo de contar. Por norma, nunca aburro a la gente
que no conozco desde hace por lo menos mil años -miró vagamente hacia la
ventana-. Pero nunca intentaré, ni por asomo, juzgar a la naturaleza humana.
Puedes decírselo tranquilamente a quien quieras.
-¿Qué pasó? -repitió Ginnie.
-Es una persona que está compartiendo el piso conmigo desde hace
meses y meses y meses... Ni siquiera quiero comentar el tema... Este
escritor-agregó con satisfacción, acordándose probablemente de la maldición
favorita de una novela de Hemingway.
-¿Qué hizo? -repitió Ginnie.
-Francamente, ahora preferiría no entrar en detalles -dijo el
joven. Sacó un cigarrillo de su paquete, sin hacer caso de una pitillera
transparente que había sobre la mesa, y le prendió fuego con su propio
encendedor. Sus manos eran grandes. No parecían fuertes, ni hábiles, ni
sensibles. Y, sin embargo, las usaba como si tuvieran un poder estético propio,
incontrolable-. Me he propuesto no pensar siquiera en ese asunto. Pero estoy
tan furioso...-dijo-. Fíjate: aparece este personaje espantoso de Altoona,
Pensilvania, o de algún lugar así. Muerto de hambre, al parecer. Yo fui lo
bastante decente y bondadoso (soy el buen samaritano auténtico) para aceptarlo
en mi piso, un piso tan microscópico que apenas puedo moverme yo mismo dentro
de él. Lo presento a todos mis amigos. Dejo que llene toda la casa con sus
horrorosos originales, sus colillas, las porquerías que come y todo lo demás.
Lo presento a cuanto productor teatral hay en Nueva York. Le llevo y le traigo
sus inmundas camisas de la lavandería. Y encima de todo eso...-el hombre se
calló. Y el producto de toda mi amabilidad y decencia -siguió- es que se va de
mi casa a las cinco o a las seis de la mañana, sin dejar siquiera una carta,
llevándose todo, absolutamente todo lo que pudo coger con sus puercas manos -hizo
una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo y luego lo echó por la boca en
una delgada y silbante nube-. No quiero hablar de eso. En serio, no quiero-miró
a Ginnie-. Me encanta tu abrigo-dijo, ya de pie. Se acercó a ella y tomó la
solapa del abrigo entre los dedos-. Es precioso. Es el primer pelo de camello
realmente bueno que veo desde la guerra. ¿Dónde lo conseguiste?
-Lo trajo mi madre de Nassau.
El hombre asintió pensativo y retrocedió hasta su silla.
-Es uno de los pocos lugares donde se puede conseguir pelo de
camello realmente bueno -dijo. Se sentó-. ¿Estuvo mucho tiempo?
-¿Cómo?-dijo Ginnie.
-¿Estuvo tu madre allí mucho tiempo? Te lo pregunto porque mi
madre estuvo en diciembre. Y parte de enero. Generalmente yo voy con ella, pero
este año fue tan agitado que no pude ir.
-Estuvo en febrero-dijo Ginnie.
-Bárbaro. ¿Sabes dónde se hospedó?
-En casa de mi tía.
Movió la cabeza.
-¿Puedo saber tu nombre? Supongo que eres amiga de la hermana de
Franklin.
-Estamos en la misma clase -dijo Ginnie, contestando solamente la
segunda parte de la pregunta.
-Tú eres la famosa Maxine de la que Selena habla tanto, ¿verdad?
-No-dijo Ginnie.
De pronto el joven empezó a sacudirse los bajos del pantalón con
la palma de la mano.
-Estoy de pelos de perro de la cabeza a los pies -dijo-. Mi madre
fue a pasar el fin de semana a Washington y me dejó la bestia en el piso. En
realidad, es muy cariñoso. Pero tiene costumbres inmundas. ¿Tienes perro?
-No.
-Realmente pienso que es una crueldad tenerlos en la ciudad-dejó
de sacudirse el pelo, se recostó en el asiento y miró nuevamente su reloj-.
Este chico nunca es puntual. Vamos a ver La bella y la bestia, de Cocteau. Es
la única película que merece la pena que uno llegue a tiempo. ¿La has visto?
-No.
-Tienes que verla. Yo la he visto ocho veces. Genio puro genio -dijo-.
Hace meses que trato de que Franklin la vea -movió la cabeza con desencanto-.
¡El gusto que tiene! Durante la guerra, los dos trabajábamos en el mismo sitio
horroroso y él insistía en llevarme a ver las películas más increíbles del
mundo. Vimos películas de pistoleros, musicales...
-¿También trabajabas en la fábrica de aviones? -preguntó Ginnie.
-Sí, claro. Durante años y años y años. Por favor, no hablemos de
eso.
-¿Tú también tienes un problema cardíaco?
-No, por favor. Toco madera -golpeó dos veces un brazo del
sillón-. Soy fuerte como un...
Al entrar Selena en la habitación, Ginnie se levantó
inmediatamente y se dirigió a su encuentro. Selena se había puesto un vestido
en lugar de los shorts, detalle que normalmente habría molestado a Ginnie.
-Lamento haberte hecho esperar -dijo Selena sin sinceridad-. Pero
tuve que esperar a que mamá se despertara... Hola, Eric.
-¡Hola, hola!
-De todos modos, el dinero no lo quiero -dijo Ginnie, en voz baja
para que sólo la oyera Selena.
-¿Cómo?
-Estuve pensando. Después de todo, tú siempre traes las pelotas
de tenis. Me había olvidado.
-Como dijiste que yo, en cualquier caso, no las pagaba...
-Acompáñame a la puerta -dijo Ginnie, dirigiéndose a la puerta,
sin decir adiós a Eric.
-¿Pero no dijiste que esta noche ibas al cine y necesitabas el
dinero y qué sé yo?-dijo Selena en el vestíbulo.
-Estoy muy cansada-dijo Ginnie. Se inclinó y recogió todas sus
cosas de tenis-. Escúchame. Te llamaré después de la cena. ¿Haces algo especial
esta noche? A lo mejor, me doy una vuelta por aquí.
Selena la miró extrañada y dijo:
-De acuerdo.
Ginnie abrió la puerta del piso y caminó hasta el ascensor.
Apretó el botón.
-He conocido a tu hermano -dijo.
-¿De veras? ¿No te parece un personaje?
-Por cierto, ¿a qué se dedica? -preguntó Ginnie con fingido
descuido-. ¿Trabaja o qué?
-Acaba de abandonar los estudios. Papá quiere que vuelva a la
universidad, pero él no va a ir.
-¿Por qué no?
-No lo sé. Dice que está muy viejo y todo eso.
-¿Cuántos años tiene?
-No sé. Veinticuatro.
Se abrieron las puertas del ascensor.
-¡Te llamaré más tarde! -dijo Ginnie.
Una vez fuera del edificio empezó a caminar hacia la avenida
Lexington para tomar el autobús. Entre la Tercera y Lexington metió la mano en
el bolsillo para sacar el monedero y encontró el bocadillo. Lo extrajo y empezó
a bajar la mano para dejarlo caer en la calle, pero volvió a guardarlo en el
bolsillo. Pocos años atrás, le había llevado tres días tirar el pollito de
Pascua que había encontrado muerto en el serrín del fondo de papelera.
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