Paul Bowles
Un episodio distante
Traducción de Guillermo Lorenzo
Los
crepúsculos de septiembre habían alcanzado su máxima intensidad de rojo la
semana que el profesor decidió visitar
Aïn Taduirt situado en la parte cálida del país. Descendió en autocar
por la noche desde la meseta, con dos pequeños neceseres llenos de mapas,
bronceadores y medicinas. Diez años antes había pasado en la ciudad tres días,
el tiempo suficiente para establecer una amistad bastante sólida con el dueño
del café, que le había escrito varias veces durante el primer año tras su
visita, aunque nunca después. «Hassan Ramani», decía el profesor una y otra
vez, mientras el autocar daba tumbos atravesando al bajar capas cada vez más
cálidas de aire. Unas veces frente al cielo llameante de poniente y otras
mirando a las afiladas montañas, el vehículo seguía la polvorienta pista
descendiendo entre los desfiladeros, entrando en una atmósfera que empezaba a
oler a otras cosas aparte de al inagotable ozono de las alturas: azahar,
pimienta, excrementos recocidos por el sol, aceite de oliva ardiente, fruta
podrida. Cerró los ojos alegremente y vivió durante un instante en un mundo
puramente olfativo. El pasado distante retornó: qué parte de él, no podía
saberlo.
El
conductor, cuyo asiento compartía el profesor, le habló sin apartar la vista de
la carretera.
─Vous êtes géologue?
─¿Geólogo?
Ah, no. Soy lingüista.
─No
hay lenguas aquí. Sólo hay dialectos.
─Exacto.
Estoy haciendo un estudio sobre las variedades del mogrebí.
El
conductor se mostró despectivo
─Siga
bajando hacia el sur ─dijo─. Encontrará lenguas de las que nunca ha oído hablar
antes.
Cuando
atravesaban la puerta de la ciudad, la habitual nube de chiquillos surgió de la
polvareda y corrió gritando junto al autocar. El profesor se quitó las gafas de
sol y las guardó en el bolsillo; tan pronto como el vehículo se detuvo, saltó
de él abriéndose paso entre los indignados niños que tiritaban en vano de su
equipaje y se dirigió a paso rápido al Grand Hotel Saharien. De sus ocho
habitaciones había dos disponibles: una orientada al mercado y la otra, más pequeña
y barata, que daba a un patio minúsculo lleno de desperdicios y de barriles en
el cual de movían dos gacelas. Tomó la habitación más pequeña y vertiendo un
jarro entero de agua en la jofaina de estaño, empezó a lavarse el polvo arenoso
de la cara y de las orejas. El resplandor
crepuscular había desaparecido casi del cielo, y de los objetos estaba
desapareciendo el tono rosa casi ante sus propios ojos. Encendió la lámpara de
carburo y no pudo evitar un gesto de desagrado a causa del olor.
Después
de cenar, el profesor fue paseando hasta el café de Hassan Ramani, cuya
trastienda colgaba peligrosamente sobre el río. La entrada era muy baja y tuvo
que agacharse un poco para entrar. Había un hombre cuidando del fuego. Un
cliente daba pequeños sorbos su té. El qauayi pretendió que se sentara en otra mesa de la habitación
interior, pero el profesor siguió avanzando alegremente hasta la trastienda,
sentándose allí. La luna brillaba a través de la celosía de cañas y no había
ningún sonido afuera salvo el intermitente ladrido lejano de un perro. Cambió
de mesa para poder ver el río. Estaba seco, pero había charcas aquí y allá que
reflejaban el luminoso cielo nocturno. Entró el qauayi y le limpió la mesa.
─¿Pertenece
todavía este café a Hassan Ramani?
El
hombre respondió en mal francés:
─Falleció.
─¿Falleció…?
─repitió el profesor sin percibir lo absurdo de la palabra─. ¿De veras?
¿Cuándo?
─No
lo sé ─repuso el qauyi─. ¿Un té?
─Sí.
Pero no comprendo…
El
hombre había salido ya de la habitación y estaba atizando el fuego. El profesor
se quedó sentado, inmóvil, sintiéndose solo y tratando de convencerse a sí
mismo de que era ridículo hacerlo. Al poco regresó el qauayi con el té. Le pagó, dejándole una espléndida propina a
cambio de la cual recibió una grave reverencia.
─Dígame
─dijo mientras el otro empezaba a alejarse─. ¿Se pueden conseguir todavía esas
cajitas hechas de ubre de camella?
El
hombre pareció molesto.
─A
veces los reguibat traen cosas de
ésas. Aquí no las compramos ─y luego, con insolencia, añadió en árabe─: ¿Para
qué una caja de ubre de camella?
─Porque
me gustan ─replicó el profesor. Y, sintiéndose un poco extrañado, añadió─: Me
gustan tanto que quiero hacer una colección hacer una colección; le pagaré diez
francos por cada una que me consiga.
─Jamstache ─repuso el qauayi abriendo la mano izquierda
rápidamente tres veces seguidas.
─Ni
hablar. Diez.
─No
es posible. Pero espere a más tarde y venga conmigo. Puede darme lo que quiera.
Y conseguirá cajas de ubre de camella so es que hay alguna.
Se
fue a la parte delantera, dejando al profesor que bebiera su té escuchando el
creciente coro de perros que ladraba y aullaba a medida que la luna se elevaba
en el cielo. Un grupo de parroquianos entró en el café y estuvo sentado
charlando durante una hora aproximadamente. Cuando se hubieron marchado, el qauayi apagó el fuego y se detuvo junto
a la puerta poniéndose el albornoz.
─Venga
─dijo.
En
la calle había muy poco movimiento. Los puestos estaban todos cerrados y la
única luz procedía de la luna. De vez en cuando pasaba un transeúnte y saludaba
con un breve gruñido al qauayi.
─Todo
el mundo le conoce ─dijo el profesor, para romper el silencio entre ellos.
─Sí.
─Ojalá
todo el mundo me conociera ─dijo el profesor, antes de darse cuenta de lo
infantil que debía sonar aquel comentario.
─Nadie
le conoce ─dijo su acompañante con voz ronca.
Habían
llegado al otro lado de la ciudad, subiendo al promontorio que dominaba el
desierto, y a través de una gran grieta en el muro el profesor vio la
interminable blancura rota en primer término por zonas oscuras de los oasis.
Pasaron por la abertura y caminaron por una carretera sinuosa entre rocas,
descendiendo hacia el bosquecillo más próximo de palmeras. El profesor pensó: «Podría
cortarme el cuello. Pero tiene un café… seguro le descubrirían.»
─¿Está
lejos? ─preguntó sin darle importancia.
─¿Está
cansado? ─preguntó a su vez al qauayi.
─Es
que me esperan en el Hotel Saharien ─mintió.
─No
puede estar allí y aquí ─dijo el qauayi.
El
profesor rió. Se preguntó si aquello le parecería al otro un síntoma de
inquietud.
─¿Lleva
mucho tiempo en sus manos el café de Ramani?
─Trabajo
allí para un amigo.
La
respuesta entristeció al profesor más de lo que él hubiera imaginado.
─Ah.
¿Trabajará mañana?
─Es
imposible decirlo.
El
profesor tropezó en una piedra y se cayó haciéndose un rasguño en una mano.
─Tenga
cuidado ─dijo el qauayi.
De
pronto flotó en el aire el olor dulce y negro de la carne podrida.
─¡Ag!
─exclamó el profesor, sintiendo que se ahogaba─. ¿Qué es eso?
El
qauayi se había tapado la cara con su
albornoz y no respondió. Al poco dejaron atrás la pestilencia. Se encontraban
en un llano, más adelante el sendero estaba flanqueado por un elevado muro de
adobe. No había brisa alguna y las palmeras estaban completamente inmóviles,
pero tras las tapias se oía el ruido de agua corriente. El olor de excrementos
humanos era casi constante mientras caminaban entre los muros.
El
profesor esperó hasta que pareció lógico que preguntara con cierto grado de
irritación:
─Pero
¿adónde vamos?
─Pronto
─repuso el guía deteniéndose para recoger unas piedras en la cuneta─. Coja unas
piedras ─le recomendó─. Aquí hay perros malos.
─¿Dónde?
─preguntó el profesor, pero se agachó y cogió tres grandes y de afiladas
aristas.
Prosiguieron
en el mayo silencio. Dejaron atrás los muros y se abrió ante ellos el desierto
luminoso. Por allí cerca había un morabito en ruinas, con su diminuta cúpula
apenas en pie y la fachada destruida por completo. Detrás se veían grupos de
palmeras enanas, inútiles. Un perro cojo se le acercó corriendo enloquecido, en
tres patas. Hasta que no estuvo casi junto a ellos el profesor no escuchó su
gruñido grave y constante. El qauayi le
lanzó una gran piedra, dándole directamente en el hocico. Se escuchó un extraño
crujido de mandíbulas y el perro siguió corriendo de lado hacia otra parte,
tropezando ciegamente contra las piedras y revolviéndose en todas las
direcciones como un insecto herido.
Separándose
del sendero caminaron por un terreno erizado de piedras afiladas, pasaron las
pequeñas ruinas y se metieron entre los árboles hasta llegar a un lugar donde
el terreno descendía abruptamente ante
ellos.
─Parece
una cantera ─dijo el profesor, recurriendo al francés para la palabra
«cantera», cuyo equivalente en árabe no recordaba en aquel momento. El qauayi no respondió. Se quedó inmóvil y volvió la
cabeza como escuchando. Y, efectivamente, desde abajo, llegaba el sonido grave
de una flauta. El qauayi agitó la
cabeza lentamente varias veces. Luego dijo:
─El
sendero comienza aquí. Puede usted verlo bien durante todo el camino. La piedra
es blanca y la luna muy brillante. Así que puede ver bien. Ahora yo me vuelvo a
dormir. Es tarde. Puede darme lo que quiera.
Allí
de pie al borde del abismo, que a cada momento parecía más profundo, con el
rostro oscuro del qauayi enmarcado
por su albornoz e iluminado por la luna, el profesor se preguntó a sí mismo qué
era lo que sentía. Indignación, curiosidad, miedo, tal vez, pero sobre todo
alivio y la esperanza de que no se tratara de una treta, la esperanza de que el
qauayi de verdad lo dejaría solo y se
volvería sin él.
Se
separó un poco del borde y buscó en su bolsillo un billete suelto, puesto que
no quería enseñar la cartera. Por suerte tenía uno de cincuenta francos, lo
sacó del bolsillo y se lo entregó al hombre. Sabía que el qauayi se daba por satisfecho, así que no prestó atención cuando le
oyó decir:
─No
es bastante. Tengo que andar un largo camino hasta mi casa y hay perros…
─Gracias
y buenas noches ─dijo el profesor sentándose con las piernas cruzadas y
encendiendo un cigarrillo. Se sentía casi feliz.
─Deme
al menos un cigarrillo ─suplicó el hombre.
─Eso
sí ─dijo él con cierta brusquedad, ofreciéndole el paquete.
El
qauayi se acuclilló muy cerca de él.
No tenía una cara agradable. «¿Qué sucede?», pensó el profesor aterrorizado de
nuevo mientras le ofrecía su cigarrillo encendido.
El
hombre tenía los ojos semicerrados. Era el gesto más evidente de estar tramando
algo que el profesor no había visto jamás. Cuando el segundo cigarrillo estuvo
encendido, se aventuró a decir en árabe, que seguía en cuclillas:
─¿En
qué piensa?
El
otro dio una chupada a su cigarrillo lentamente y pareció estar a punto de
hablar. Entonces su expresión se convirtió en otra de satisfacción, pero no
dijo palabra. Se había levantado un viento fresco y el profesor sintió un
escalofrío. El sonido de la flauta ascendía de las profundidades a intervalos,
a menudo mezclado con el susurro de las palmeras al rozarse unas con otras en
la cercana espesura. «Estas gentes no son primitivas», se encontró diciendo
mentalmente el profesor.
─Bueno
─dijo el qauayi levantándose
despacio─ Guarde su dinero. Cincuenta francos es bastante. Es un honor
─entonces volvió al francés─: Ti n’as
qu’à discendre, to’droit.
Escupió,
se sonrió ─¿o es que estaba ya histérico el profesor? ─ y se alejó de prisa, a
grandes pasos.
El
profesor tenía los nervios de punta. Encendió otro cigarrillo y se dio cuenta
de que movía los labios automáticamente. Estaban diciendo:
«¿Es
esto una situación normal o estoy en un apuro? Esto es ridículo.»
Permaneció
sentado muy quieto durante varios minutos, esperando recuperar la sensación de
realidad. Se tendió en el suelo duro y frío y miró la luna. Era casi como mirar
directamente al sol. Si movía sus ojos un poco
podía conseguir una hilera de lunas más débiles en el cielo.
─Increíble
─susurró.
Luego
se incorporó rápidamente y miró a su alrededor. Nada demostraba que el qauayi hubiera regresado de veras a la
ciudad. Se puso en pie y se asomó al borde del precipicio. A la luz de la luna
el fondo parecía hallarse a kilómetros de distancia. Y no había nada que
sirviese como punto de referencia; ni un árbol, ni una casa, ni una persona…
Trató de escuchar la flauta, pero oyó sólo el viento contra sus oídos. Un deseo
violento y repentino de volver corriendo a la carretera se apoderó de él, y se
volvió para mirar en la dirección que había tomado el qauayi. Al mismo tiempo se palpó suavemente la cartera en el
bolsillo del pecho. Escupió por el borde del acantilado. Luego orinó y escuchó
atentamente como un niño. Esto le dio ánimos para empezar a descender por el
sendero del abismo. Resultaba curioso, pero no sentía vértigo, aunque
prudentemente se abstenía de mirar a la derecha, más allá del borde. Era una
bajada constante y abrupta. Su monotonía le producía un estado mental no muy diferente
del que había causado el viaje en autobús. Estaba de nuevo murmurando «Hassan
Ramani», una y otra vez, rítmicamente. Se detuvo, furiosos consigo mismo por
las asociaciones siniestras que el nombre le sugería ahora. Concluyó que estaba
agotado por el viaje. «Y por el paseo», añadió.
Había
bajado ya un buen trecho del gigantesco risco, pero la luna, que estaba justo
encima, daba tanta luz como siempre. Sólo quedaba atrás el viento, allá arriba,
soplando inconstante entre los árboles, por entre las polvorientas calles de
Ain Taduirt, entrando en el vestíbulo del Grand Hotel Saharien o deslizándose
bajo la puerta de su pequeña habitación.
Se
le ocurrió que debía preguntarse por qué estaba haciendo una cosa tan
irracional, pero era lo bastante inteligente como para saber que, puesto que lo
estaba haciendo, no era el momento de buscar explicaciones.
De
pronto el terreno se tornó llano ante sus pies. Había llegado al fondo antes de
lo que suponía. Siguió avanzando todavía con desconfianza, como si temiera otra
sima traicionera. Sería muy difícil verla en aquel resplandor uniforme y tenue.
Antes de que supiera lo que había sucedido, tenía encima al perro, una pesada
masa de pelaje que trataba de empujarle hacia atrás, una afilada uña rozándole
el pecho, una tensión de músculos contra él para clavarle los dientes en el
cuello. El profesor pensó: «Me niego a morir de este modo». El perro cayó hacia
atrás; parecía un perro esquimal. Cuanto saltaba otra vez, el profesor gritó en
voz muy alta. El perro se lanzó sobre él, se produjo una confusión de
sensaciones y dolor en alguna parte. Se oía también un ruido de voces próximas,
pero no lograba entender lo que decían. Un objeto frío y metálico era empuñado
brutalmente contra su columna vertebral mientras el perro todavía tenida
colgada de sus dientes una masa de ropa y tal vez de carne. El profesor sabía
que era el cañón de un arma y levantó las manos gritando en mogrebí:
─¡Llévense
el perro!
Pero
el arma lo empujó hacia adelante y
puesto que el perro, otra vez sobre sus patas, no volvió a saltar, dio
un paso adelante. El arma seguía empujándolo, él seguía avanzando. Volvió a
escuchar voces, pero la persona que había justo detrás de él no decía nada. La
gente parecía correr de un lado a otro; por lo menos eso era lo que le decían
sus oídos. Porque los ojos, según descubrió, seguían cerrados desde el ataque
del perro. Los abrió. Un grupo de hombres
avanzaba hacia él. Iban vestidos con las ropas negras de los reguibat. «Los reguibat son una nube contra la cara del sol» «Cuando un reguibat aparece, el hombre del bien se
da la vuelta.» En cuántas tiendas y mercados no había oído estas máximas
pronunciadas en son de burla entre amigos. Pero nunca a un reguibat, por supuesto, pues esas gentes no frecuentan las
ciudades. Envían a uno de los suyos disfrazado para organizar, con los
elementos más turbios de la ciudad, la venta de los objetos conseguidos. «Una
oportunidad ─pensó rápidamente─ de comprobar la veracidad de esas
afirmaciones.» No dudó por un momento que la aventura resultaría una especie de
advertencia contra aquella tontería por su parte, advertencia que, al
recordarla, iba a resultar entre siniestra y grotesca.
Detrás
de los hombres que se aproximaban vinieron corriendo dos perros rezongantes que
se lanzaron a sus pies. Le escandalizó notar que nadie le prestaba atención a
este quebrantamiento de la etiqueta. El cañón lo empujaba con más fuerza cuando
él intentaba esquivar el ruidoso ataque de los animales.
─¡Los
perros! ¡Llévenselos! ─volvió a gritar.
El
cañón lo empujó con mayor fuerza y el profesor cayó al suelo, casi a los pies
de la multitud de hombres que tenía enfrente. Los perros le tironeaban de las
manos y de los brazos. Una bota los hizo apartarse a puntapiés lanzando gañidos
y, después, con mayor energía, le asestó una patada al profesor en la cadera.
Luego vino un concierto de puntapiés de diferentes lados que lo hicieron
revolcarse violentamente durante un rato por la tierra. Durante todo este tiempo
sentía manos que se le metían en los bolsillos y sacaban cuanto había en ellos.
Trató de decir; «Tenéis ya todo mi dinero; ¡dejad de darme patadas!». Pero los
músculos faciales golpeados se negaban a obedecer; se encontró haciendo gestos
para hablar y eso fue todo. Alguien le propinó un terrible golpe en la cabeza y
pensó: «Ahora al menos perderé el conocimiento, gracias a Dios.» Pero siguió
consciente de las voces guturales que no podía comprender y de que le ataban
con fuerza los tobillos y el pecho. Luego se produjo un negro silencio que se
abría como una herida de vez en cuando dejando entrar el sonido suave y grave
de la flauta que repetía la misma sucesión de notas una y otra vez. De pronto
sintió un dolor atroz por todo su cuerpo: dolor y frío. «Así que, después de
todo, he estado inconsciente», pensó. A pesar de ello, el presente parecía
únicamente una continuación directa de lo que había sucedido antes.
Estaba
clareando débilmente. Había camellos cerca de donde se hallaba tendido; podía
oír su gorgoteo y su honda respiración. No se esforzó siquiera en abrir los
ojos, por si resultaba imposible. Sin embargo, al oír que alguien se acercaba,
descubrió que veía perfectamente.
El
hombre lo miró desapasionadamente a la luz gris de la mañana. Con una mano le
cerró las ventanas de la nariz al profesor. Cuando abrió la boca para respirar,
el hombre le cogió la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El profesor
boqueaba y trataba de recuperar el aliento; no comprendía lo que estaba
sucediendo. No pudo distinguir el dolor del tirón brutal que le causó el
afilado cuchillo. Luego se produjo un interminable atragantarse y escupir que
continuó automáticamente, como si él no tuviese apenas parte en ello. La
palabra «operación» no cesaba de darle vueltas en la cabeza; calmaba un poco su
terror mientras él se hundía de nuevo en las tinieblas.
La
caravana partió a eso de media mañana. Al profesor, que no estaba inconsciente,
sino en un estado de completo estupor, y seguía sintiendo náuseas y babeando
sangre, lo metieron doblado en un saco y lo ataron al costado de un camello. El
extremo inferior del enorme anfiteatro tenía una puerta natural en las rocas.
Los camellos, rápidos mehara, iban
podo cargados en este viaje. Pasaron por la puerta en fila india y remontaron
despacio la suave loma que conducía arriba, al comienzo del desierto. Aquella
noche, en una parada detrás de unos montes bajos, lo sacaron, todavía en un
estado que no le permitía pensar, sobre los andrajos polvorientos que quedaban
de su ropa ataron una serie de curiosas cinchas hechas con una hilera de tapas
de bote engarzadas unas a otras. Uno tras otro le fueron poniendo en torno al
torso, a los brazos y piernas, incluso sobre la cara, estos brillantes
cinturones, hasta que estuvo por completo envuelto en una armadura que lo
cubría con sus escamas circulares de metal. Hubo muchas risas durante esta
ceremonia de engalanamiento. Un hombre sacó una flauta y otro más joven hizo
una imitación que no estaba mal de una uled
naïl ejecutando la danza de la caña. El profesor ya no sabía lo que hacía;
a decir verdad, vivía en mitad de los movimientos que hacían esas otras
personas. Cuando hubieron terminado de vestirlo tal como deseaban, metieron
algo de comida bajo las ajorcas de hojalata que le colgaban sobre la cara. Pese
a que masticaba mecánicamente, la mayor parte acababa por caer al suelo. Lo
volvieron a meter en el saco y lo dejaron allí.
Dos
días más tarde llegaron a uno de sus campamentos. Allí había mujeres y niños en
las tiendas y los hombres tuvieron que alejar a los perros dejados allí para
protegerlos. Cuando vaciaron el saco donde estaba el profesor hubo gritos de
miedo, y los hombres tardaron varias horas en convencer a todas las mujeres de
que era inofensivo, aunque desde el primer momento no había quedado duda de que
era una posesión valiosa. Al cabo de unos días se volvieron a poner en marcha
llevándose todo consigo y viajando sólo de noche, mientras el terreno se volvía
más cálido.
Aunque
todas sus heridas habían sanado y ya no sentía dolor, el profesor no volvió a
pensar; comía, defecaba, bailaba cuando se lo pedían y daba brincos absurdos
arriba y abajo que entusiasmaban a los niños, principalmente por el maravilloso
estrépito de chatarra que producía. Y por lo general dormía durante los calores
del día, entre los camellos.
Dirigiendo
sus pasos hacia el sureste, la caravana eludía toda forma de civilización
sedentaria. A las pocas semanas llegaron a una nueva meseta, completamente
inhóspita y con escasa vegetación. Acamparon y permanecieron allí dejando en
libertad a los mehara para pastar.
Todos estaban contentos; el tiempo era más fresco y se encontraban sólo a unas
horas de una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de
llevar a Fogara al profesor y venderlo a los tuaregs.
Transcurrió
un año entero hasta que llevaron a cabo su proyecto. Para entonces el profesor
estaba mucho mejor adiestrado. Sabía dar volteretas con las manos, hacer una
serie de gruñidos terribles que, sin embargo, tenían cierto carácter
humorístico; y, cuando los reguibat le
quitaron la hojalata de la cara, descubrieron que podía hacer unas muecas
admirables mientras bailaba. Le enseñaron también algún que otro gesto obsceno
muy elemental que nunca dejaba de producir chillidos de delicia entre las
mujeres. Ahora solamente lo sacaban después de comidas especialmente copiosas,
cuando había música y regocijo. Se adaptó fácilmente a su sentido del ritual y
desarrolló una especie de rudimentario «programa» que representaba cuando le
llamaban: danzaba, daba volteretas en el suelo, imitaba a ciertos animales y
por último se abalanzaba sobre el grupo fingiendo estar encolerizado para ver
la confusión e hilaridad resultantes.
Cuando
se pusieron en camino tres hombre con él para ir a Fogara, llevaron cuatro mehara consigo y él montó el suyo a
horcajadas con la mayor naturalidad. No se tomó precaución alguna para
vigilarlo, salvo la de mantenerle entre ellos; pero siempre había un hombre
detrás, cerrando el grupo. Llegaron a la vista de las murallas al amanecer y esperaron
entre las rocas durante todo el día. Al anochecer el más joven se puso en
marcha y regresó a las tres horas con un amigo que traía un grueso bastón.
Trataron de que el profesor demostrara sus habilidades allí mismo, pero el
hombre de Fogara tenía prisa por volver a la ciudad, así que subieron a sus mehara y se pusieron en marcha.
En
la ciudad fueron directamente a la casa del aldeano y en su patio tomaron café
entre los camellos. El profesor volvió a hacer su demostración; esta vez el
espectáculo duró más y ellos se frotaron las manos. Llegaron a un acuerdo, se
pagó una cantidad de dinero y los reguibat
se retiraron dejando al profesor en la casa del hombre del bastón, que no
tardó en encerrarlo en un minúsculo recinto que daba al patio.
El
día siguiente fue un día importante en la vida del profesor, pues fue entonces
cuando aquel dolor volvió a agitarse de nuevo en su interior. Acudió a la casa
un grupo de invitados, entre los cuales había un venerable caballero, mejor
vestido que los demás, al cual se pasaban el tiempo alabando, besándole con
fervor las manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona se consideraba en
la obligación de hablar en árabe clásico de vez en cuando, para impresionar a
los demás, que no habían aprendido una palabra del Corán. Así que la
conversación transcurría más o menos así:
─Tal
vez en In Salah. Los franceses son imbéciles. La venganza de los cielos se
aproxima. No la precipitemos. Alaba al más alto y maldice a los ídolos. Con
pintura en la cara. Por si la policía quiere mirar de cerca.
Los
demás escuchaban y asentían con sus cabezas lenta y solemnemente. Y el
profesor, en su cuchitril, cerca de ellos, escuchaba también. Es decir, era
consciente del sonido del árabe que hablaba el anciano. Las palabras penetraban
por primera vez en muchos meses. Ruidos, y luego: «La venganza de los cielos se
aproxima». Y luego: «Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. Quédate con
tu dinero. Bien». Y el qauayi en
cuclillas junto a él al borde del precipicio. Y luego «maldice a los ídolos» y
más confusión de palabras. Se dio la vuelta resollando en la arena y lo olvidó.
Pero el dolor se había despertado. Se desarrollaba en una especie de delirio,
porque había comenzado a recuperar de nuevo la conciencia. Cuando el hombre
abrió la puerta y le empujó con el bastón, lanzó un alarido de rabia y todos se
echaron a reír.
Lo
hicieron levantarse, pero no quería bailar. Permaneció de pie ante ellos,
mirando el suelo y negándose obstinadamente a moverse. El propietario estaba
furioso y tan irritado por las risas de los demás que se sintió obligado a
despedirlos diciendo que esperaría un momento más propicio para mostrarles su
adquisición, pues no se atrevía a manifestar su cólera ante los mayores. Sin
embargo, cuando se marcharon asestó al profesor un violento bastonazo en el
hombro, le gritó diversas obscenidades y salió a la calle de las uled naïl, porque estaba seguro de
encontrar a los reguibat allí,
gastando el dinero entre las mujeres. Y en una tienda encontró a uno de ellos,
todavía en la cama, mientras una uled
naïl lavaba los vasos del té. Entró en la tienda y, antes de que intentara
incorporarse siquiera, casi había decapitado al hombre. Tiró luego la navaja en
la cama y salió corriendo.
La
uled naïl vio la sangre, lanzó un
grito y salió de su tienda entrando en la contigua, de la cual surgió al poco
con otras cuatro que corrieron juntas al café y contaron al qauayi quién había matado al reguibat. Transcurrida apenas una hora,
la policía militar francesa lo detenía en la casa de un amigo y lo llevaba a la
fuerza al campamento. Aquella noche el profesor no recibió nada de comer y la
tarde siguiente, n el lento despertar de la conciencia provocado por el hambre
creciente, estuvo andando sin rumbo fijo por el patio y las habitaciones que
daban a él. No había nadie. En una habitación colgaba un calendario de la
pared. El profesor lo miró nervioso, como un perro que se mira una mosca en el
hocico. En el papel blanco había cosas negras que producían sonidos en su
cabeza. Los escuchó: «Grande Epicerie du
Sabel. Juin. Lundi, Mardi, Mercredi…»
Los
minúsculos signos de tinta que forman una sinfonía pueden haber sido dibujados
hace mucho tiempo, pero cuando se realizan en forma de sonido se vuelven
inminentes y poderosos. De modo que en la cabeza del profesor empezó a sonar
una especie de música de sentimientos que iba aumentando de volumen mientras
miraba la pared de adobe y tuvo la sensación de estar interpretando algo que
había sido escrito para él hacía mucho tiempo. Sintió deseos de llorar; sintió
deseos de recorrer la casa rugiendo, volcando y destrozando los pocos objetos
que podían romperse. Su emoción no trascendió este único deseo arrollador.
Entonces, bramando con todas sus fuerzas, la emprendió con la casa y sus
enseres. Luego se precipitó contra la puerta de la calle, que ofreció cierta
resistencia y acabó por saltar. Salió trepando por el agujero que dejaban los
tablones que había astillado y, todavía rugiendo y agitando sus brazos en el
aire para hacer el mayor estrépito de latas posible, empezó a galopar por la
silenciosa calle hacia la puerta del pueblo.
Algunas
personas lo miraban con gran curiosidad. Al pasar ante el garaje, el último
edificio antes de llegar al elevado arco de adobe que enmarcaba el desierto,
fue avistado por un soldado francés. «Tiens
─se dijo para sus adentros─ un fanático.»
Se
estaba poniendo el sol otra vez. El profesor corrió bajo el arco de la puerta,
volvió la cara hacia el cielo rojo y empezó a trotar a lo largo de la Piste
d’In Salah, derecho hacia el sol que se ocultaba. A sus espaldas, desde el
garaje, el soldado disparó al azar, esperando hacer blanco. El proyectil silbó
peligrosamente junto a la cabeza del profesor y sus gritos se elevaron hasta
convertirse en un lamento indignado mientras agitaba sus brazos de una manera aún
más alocada y, presa del terror, deba grandes saltos en el aire cada pocos
pasos.
El
soldado estuvo mirando un momento, sonriendo, mientras la figura que corveteaba
se empequeñecía en la creciente oscuridad de la noche y el cascabeleo de la
hojalata pasaba a formar parte del gran silencio que reinaba allí afuera, más
allá de la puerta. La pared del garaje sobre la que se apoyaba irradiaba el
calor que le había prestado el sol, pero aun así en el aire empezaba a medrar
un frío lunar.
Nueva York, 1945
Paul Bowles
Cuentos escogidos
Alfaguara Editores, México
D.F., 1995, pp.59-74
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