EL EXTRAÑO
Versión de Juan Forn
Versión de Juan Forn
Este texto fue publicado originalmente en la revista Colliers`s en diciembre de 1945, cuando Salinger estaba con las tropas aliadas en Alemania. No ha sido editado en ningún volúmen. Fue publicado en Argentina por la revista El Ornitorrinco, en febrero de 1986, y traducido por Juan Forn
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La mucama que abrió la puerta del departamento era joven, desdeñosa y tenía todo el aspecto de trabajar por horas.
—¿A quién quiere ver? —preguntó con hostilidad al muchacho.
—A la señora Polk —dijo él. Ya le había repetido cuatro veces por el portero eléctrico a quién quería ver. Debió ir un día en que no encontrara idiotas contestando el portero eléctrico y abriendo la puerta. Un día en que no sintiera irreprimibles deseos de arrancarse los ojos, para librarse para siempre de la fiebre del heno. En realidad, no debió ir en absoluto. Hubiera llevado a su hermanita Mattie al grasoso restaurante chino que tanto le gustaba, después a una matineé y de allí directamente a la estación de tren, sin prestar atención a las desordenadas emociones que lo embargaban, sin imponérselas a ningún extraño. Quizá no fuera demasiado tarde para sonreír como un retardado, inventar alguna excusa y huir de allí.
La mucama los dejó pasar, mientras murmuraba con fastidio que la señora estaba bañándose seguramente, y el muchacho de ojos enrojecidos y la niñita larguirucha entraron en el departamento. Era uno de esos espantosos lugares caros típicamente neoyorquinos, que sólo alquilan las parejas recién casadas (seguramente porque a la novia le empezaron a doler los pies cuando entró allí con el tipo de la inmobiliaria).
El living, en donde se les ordenó esperar, tenía demasiadas sillas y parecía que las lámparas se hubieran reproducido durante la noche. Pero, en un estante sobre la chimenea, había algunos libros interesantes. El muchacho se preguntó quién habría leído allí a R. M. Rilke y Hermosos y Malditos. ¿Pertenecían a la chica de Vincent o al marido de la chica de Vincent? Estornudó y reparó de pronto en una pila de discos. Levantó el que estaba encima de todos: era una vieja grabación de Bakewell Howard, antes de que se volviera comercial. ¿A quién pertenecía, a la chica de Vincent o a su marido? Dio vuelta el sobre del disco y vio un trozo de cinta adhesiva, en donde alguien había escrito con tinta verde: Helen Beebers, Cuarto 202, Rudenweg. ¿Entiendes, ladrón?
El muchacho sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y estornudó nuevamente, mirando la cubierta del disco. En su cabeza resonó la hermosa y áspera trompeta de Bakewell Howard. Y oyó entonces la música de los años irrecuperables: los buenos tiempos en que todos los muchachos muertos del Regimiento estaban vivos y bailaban en las fiestas de otros chicos muertos; aquellos años en que cualquiera que pudiese bailar no tenía la más remota idea de que existieran lugares como Cherburgo, Saint Malô el bosque de Hürtgen o los Ardenas. Oyó esa música hasta que su hermanita empezó a practicar eructos.
—Basta, Mattie —dijo, volviéndose hacia ella.
En ese momento resonó en la habitación una voz femenina, tan ronca como adorable, y apareció una mujer joven en el living.
—Perdón por haberlo hecho esperar —dijo—. Soy la señora Polk. No sé cómo se arreglarán para colgarlas. Estas ventanas son tremendamente simpáticas, pero no puedo soportar la visión del edificio de enfrente. —Entonces reparó en la presencia de la niñita que estaba sentada con las piernas cruzadas en una de las sillas.
—¡Oh! —exclamó, extasiada—. ¿Es su hija? Qué criatura adorable.
El muchacho sacó con urgencia su pañuelo y estornudó cuatro veces antes de responder a la chica de Vincent:
—Es mi hermana Mattie. Y no soy el tipo de las cortinas, si eso es...
—¿No es el de las cortinas? ¿Qué le pasó en los ojos?
—Fiebre del heno. Me llamo Babe Hodswaller; estaba en el ejército con Vincent Caulfield. —Estornudó nuevamente. —Éramos muy amigos... Por favor, no me mire así cuando estornudo. Mattie y yo vinimos a la ciudad a almorzar y al teatro y se me ocurrió pasar por aquí. Supongo que debí telefonear antes, o algo por el estilo. Estornudó otra vez y, cuando levantó la cabeza, la chica de Vincent estaba mirándolo. Era realmente hermosa. Podría haber encendido un cigarrillo y conservar esa hermosura.
—Ah —dijo ella, en voz algo baja para su registro habitual—. Esta habitación es más oscura que una tumba. Vamos al dormitorio. —Giró sobre sus talones e inició la marcha. Sin volverse dijo:
—Vincent te nombra en una de las cartas que me escribió. Vives en un lugar que empieza con V, ¿no es así?
—Valdosta. Queda cerca de Nueva York.
Entraron en un cuarto más iluminado, obviamente el dormitorio de la chica de Vincent y su marido.
—Odio eso living. Siéntate en la silla. Saca la ropa de allí y déjala en el suelo. Mi querida, tú siéntate en la cama, a mi lado. ¡Qué hermoso vestido! Bueno, ¿para qué querías verme? Oh, perdona. Trataré de no mirar cuando estornudas.
Ni siquiera en los tiempos más remotos existía la posibilidad de que un hombre no sucumbiera a los letales efectos de la belleza. Vincent pudo haberle avisado. Vincent le había avisado. En vano.
—Bueno, pensé… —dijo Babe.
—Espera. ¿Por qué no estás en el ejército? —preguntó la chica de Vincent—. ¿O acaso no estabas en el ejército? ¿Saliste merced a esa cosa nueva del puntaje?
—Tiene ciento siete puntos —dijo Mattie—. Le dieron cinco medallas pero sólo puede usar una plateada y pequeñita, que vale igual que cinco de las doradas, No se puede poner las cinco en la tira. Aunque quedarían mejor. Parecerían más. Pero él ni siquiera usa el uniforme. Me lo dio a mí. Lo tengo guardado en una caja.
Babe cruzó sus largas piernas como la mayoría de los tipos altos, apoyando el tobillo de una contra la rodilla de la otra.
—Me dieron la baja —dijo. Miró el bordado de su media, una de las cosas menos familiares del nuevo mundo, en donde nadie usaba botas ni uniforme de combate, y luego a la chica de Vincent. ¿Era real?
—Salí la semana pasada.
—Vaya, qué bueno.
No parecía importarle gran cosa. ¿Por qué habría de importarle? Babe se limitó a asentir y dijo:
—Sabía... sabía que Vincent… que lo mataron, ¿verdad?
—Sí —dijo ella.
Babe asintió y cambió de posición en su silla, apoyando el otro tobillo en la otra rodilla.
—Su padre me llamó para avisarme —dijo la chica de Vincent—. Cuando atendí pidió por "la señora". Me conoce desde niña y no pudo acordarse de mí nombre. Sabía perfectamente que yo amaba a Vincent y que era hija de Howie Beebers. Supongo que creería que aún nos veíamos; con Vincent, quiero decir.
Apoyó la mano en la nuca de Mattie y contempló su bracito derecho, que casi la rozaba. No porque hubiera visto algo raro, simplemente porque estaba bronceado, terso, desnudo.
—Quizá le interese saber cómo ocurrió —dijo Babe y estornudó varias veces. Cuando guardó el pañuelo la chica de Vincent estaba mirándolo en silencio. Era una situación confusa, irritante. Quizás ella sólo quería que acabara con las introducciones. —No se puede decir que estuviera feliz ni nada cuando murió. Lo siento. No se me ocurre nada agradable que decir.
Pero me gustaría contárselo todo.
—No me mientas. Quiero saber la verdad —dijo ella. Quitó su mano de la nuca de Mattie y se quedó sentada sin mirar a ningún sitio en especial.
—Murió por la mañana. Estábamos con otros cuatro soldados alrededor de un fuego que habíamos hecho. En el bosque de Hurtgen.
De pronto cayó un proyectil de mortero. No hacen el menor ruido; es imposible saber cuándo van a caer. Vincent y otros tres resultaron heridos. Murió en la carpa de enfermería, unos minutos después de la explosión.
—Babe se detuvo para estornudar y luego continuó: —Creo que tenía demasiado dañado todo el cuerpo como para tener conciencia de otra cosa fuera de la súbita oscuridad. No parecía dolerle. Se lo juro. Estaba con los ojos abiertos. Creo que me reconoció y me escuchó mientras le hablaba pero no dijo una palabra. Lo último que le había oído decir fue que alguno de nosotros tendría que buscar algo de leña para reavivar el fuego, preferiblemente el más joven. La clase de cosas que decía siempre. —En ese punto del relato Babe calló, porque la chica de Vincent estaba llorando y no sabía qué hacer al respecto.
—Una vez estuvo en casa. Era divertidísimo. De veras —dijo Mattie a la chica de Vincent. Ella seguía llorando, cubriéndose la cara con la mano, pero oyó las palabras de Mattie. Babe se miró el zapato de civil y rogó que ocurriera algo agradable; por ejemplo, que la chica de Vincent, la maravillosa chica de Vincent, dejara de llorar.
Cuando eso ocurrió, y no pasó mucho tiempo, siguió hablando.
—Usted está casada y no vine a torturarla ni nada por el estilo. Pero, por lo que Vincent me contó, pensé que lo querría mucho y que le gustaría saber todo esto. Lamento ser un desconocido con fiebre del heno que vino a la cuidad a almorzar y al teatro. Es más bien sórdido. Todo parece sórdido, quiero decir. Sabía que no serviría de nada pero vine de todos modos. No sé qué me pasa desde que volví.
—¿Qué es un mortero? ¿Un cañón o algo así? —preguntó la chica de Vincent.
Uno jamás podía prever lo que haría o diría una chica.
—Pues, algo así. Pero no hace ruido ni nada. Lo siento.
Se estaba disculpando demasiado, pero tenía la necesidad de pedir disculpas a todas las chicas que habían perdido a sus amantes a causa de un impacto de mortero que no hubiera hecho ruido antes de explotar. Le preocupaba haber hablado de más y con excesiva frialdad a la chica de Vincent. La maldita fiebre del heno no simplificaba las cosas, ciertamente. Pero lo más terrible era la manera en que su mente quería contar esas cosas a los civiles; eso era mucho peor que sus palabras.
Su mente de soldado, que valoraba la precisión por encima de todo. Con respecto a los detalles, no quería dar el menor margen a una interpretación errónea. Había que abalanzarse sobre todas las mentiras. No permitir que la chica de Vincent pensara que él había pedido un cigarrillo antes de morir, que había hecho una mueca irónica o pronunciado una frase para la posteridad. Esas cosas sólo ocurrían en el cine y en los libros, salvo rarísimas excepciones de tipos que eran incapaces de limitar sus últimos minutos al agotador regocijo de estar vivo.
Que la chica de Vincent no se engañara, no importaba cuánto lo hubiera amado. Había que enfocar cuanta mentira rondara cerca y destruirla. Por eso había sido afortunado, por eso había vuelto. Porque debía proteger a los inocentes.
Babe descruzó las piernas, se frotó la frente con la palma de las manos y estornudó una docena de veces. Después se secó los irritados ojos con un pañuelo limpio, lo guardó y dijo:
—Vincent la quería con locura. No sé bien por qué dejaron de verse, pero sé que nadie tuvo la culpa. Esa es la sensación que me daba él cuando hablaba de ustedes: que nadie tuvo la culpa, No debería preguntar esto, al estar usted casada, pero ¿cree que alguien tuvo la culpa?
—Sí, él tuvo la culpa.
—¿Y por qué se casó con el señor Polk, entonces? —preguntó Mattie.
—Él tuvo la culpa. Yo lo amaba. Amaba su casa y a sus hermanos y a su padre y a su madre, Babe. Yo amaba todo. Pero Vincent era incapaz de creer en nada. Si era verano él no se lo creía, si era invierno él no se lo creía. No podía creer en nada desde que murió su hermano, el pequeño, Kenneth.
—El tenía debilidad por el pequeño, ¿no es así?
—Sí. Pero yo lo amaba. Te lo juro —dijo la chica de Vincent, rozando el brazo de Mattie.
Babe asintió. Conteniendo un estornudo sacó algo del bolsillo interior del saco.
—Este es un poema que escribió —dijo—. De veras. Una vez le pedí sobres de vía aérea y en el dorso de uno de ellos me encontré esto. Guárdelo, si quiere. —Estiró su brazo y no pudo evitar que los puños blancos de su camisa lo fascinaran. Ella tomó el sobre sucio de papel vía área del ejército, Estaba doblado en dos y tenia los bordes arrugados. Leyó el titulo del poema moviendo silenciosamente los labios.
—Dios mío ¡Señorita Beebers! Me llama señorita Beebers.
Volvió los ojos al poema y lo leyó para sí, moviendo los labios. Cuando llegó al final sacudió la cabeza, pero no cómo si estuviera negando algo. Luego de leerlo otra vez dobló el sobre varias veces, como si fuera necesario hacerlo pasar desapercibido, y lo guardó en el bolsillo de su pollera.
—Señorita Beebers —repitió levantando la cabeza, como si alguien hubiera entrado en el dormitorio.
Babe se irguió en su silla, para anticipar que iba a levantarse,
—El poema —dijo—. Eso era todo. —Se puso de pie y Mattie lo imitó instantáneamente. La chica de Vincent también se paró. Babe le tendió la mano y ella retribuyó educadamente.
—Supongo que no debí venir —dijo—. Tenía los mejores motivos. Y los peores. Me estoy comportando de manera extraña. No sé qué me pasa. Adiós.
—Me alegra que hayas venido, Babe.
Esas palabras lo hicieron llorar, por lo cual salió bruscamente del dormitorio y se dirigió a la puerta principal. Mattie iba detrás y la chica de Vincent los seguía con cierta lentitud. Cuando Babe estuvo en el vestíbulo, junto al ascensor, ya se había recuperado.
—¿Podremos tomar un taxi? —preguntó a la chica de Vincent—. Quiero decir si hay taxis por la calle. Ni me fijé cuando veníamos hacia aquí,
—A esta hora es muy probable, —¿Quiere venir a almorzar y al teatro con nosotros? —le propuso entonces,
—No puedo. Tengo que... No puedo. De veras. Aprieta el botón de arriba, Mattie. El otro no anda. Babe le tendió la mano nuevamente, dijo "adiós" y se paró junto a Mattie frente a las puertas del ascensor.
—¿Qué piensas hacer ahora? —casi le gritó la chica de Vincent.
—Ya le dije, Pensábamos ir...
—Me refiero a qué piensas hacer ahora que estás fuera del ejército.
—Ah —dijo Babe y estornudó—. No lo sé. ¿Hay algo que hacer acaso? Estaba bromeando. Supongo que iré a la universidad. Y después me dedicaré a enseñar. Como mi padre.
—Escucha, ¿Por qué no invitas a alguna chica divertida a bailar esta noche?
—No conozco ninguna chica divertida para bailar. Llama el ascensor, Mattie.
—Babe —dijo la chica de Vincent con ansiedad—, llámame por teléfono cuando quieras. Por favor. Mi número está en la guía.
—No es eso. Conozco algunas chicas.
—Está bien. Pero quizá podamos almorzar algún día o ir al teatro, Bob siempre consigue entradas. Mi marido. O quizá puedas venir a cenar.
Babe sacudió la cabeza y apretó él mismo el botón del ascensor.
—Por favor —dijo ella.
—No se preocupe. No es nada serio. Sólo que aún no me acostumbro.
Las puertas del ascensor se abrieron. Mattie saludó con la mano y entró con Babe en el ascensor. Las puertas se cerraron con estrépito.
No pasaba ningún taxi por la calle. Caminaron hacia el oeste, rumbo a Central Park. Las tres largas cuadras entre Lexington y la Quinta Avenida parecían opacas y crepusculares, como sólo pueden estarlo a fines de agosto, Un portero gordo, con un cigarrillo en la mano, paseaba un perro por la avenida Madison. Babe pensó que durante la batalla de las Ardenas ese tipo había estado paseando el perro diariamente. No podía creerlo, podía creerlo pero le parecía imposible. Mattie depositó su manito en la de él. Estaba hablando de una obra de teatro.
—Mamá dijo que fuéramos a verla. Dijo que, si te gustaba Frank Fay... Es la historia de un hombre que habla con un conejo cuando está borracho. ¡O si no Oklahoma! Mamá dijo que te encantaría, también. Roberta Cochran la vio y dijo que era divertidísima,
—¿Quién la vio?
—Roberta Cochran. Está en mi clase. Quiere ser bailarina. El papá se cree muy gracioso. Una vez fui, a su casa y se la pasó haciéndonos chistes estúpidos. Es insoportable. —Mattie calló un momento y luego dijo:
—Babe.
—Qué
—¿Estás contento de haber vuelto?
—Sí, hermana.
—¡Ay! Me estás lastimando la mano.
Babe redujo la presión y dijo:
—¿Por qué lo preguntas?
—No sé. Subamos en uno de esos ómnibus sin techo. En el piso de arriba.
—Está bien.
El sol brillaba con calidez cuando cruzaron la Quinta y siguieron caminando por la acera del Central Park. En la parada de ómnibus Babe encendió un cigarrillo y se sacó el sombrero. Una chica rubia caminaba vigorosamente por la vereda de enfrente, con una caja de sombreros del brazo. En el medio de la avenida un chico de traje azul trataba de convencer a su perro, seguramente llamado Waggy o Theodore, para que se levantara de una vez y terminara de cruzar la calle como una persona decente,
—Yo sé comer con palitos —dijo Mattie—. Me enseñó el padre de Vera Weber.
El sol daba de lleno en la pálida cara de Babe.
—Eso es algo que habrá que ver para creer, muchachita —dijo a su hermana, y le palmeó el hombro.
—Está bien. Espera y verás —dijo ella. Con los pies juntos saltó de la vereda a la calle y de vuelta a la vereda. ¿Por qué le parecía un espectáculo tan maravilloso?
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