Paul
Bowles
Delicada
presa
Traducción
de Guillermo Lorenzo
Había tres filala que
vendían cuero en Tabelbala: dos hermanos y el hijo pequeño de su hermana. Los
dos mercaderes mayores eran serios, hombres barbudos a quienes les gustaba
meterse en complicadas discusiones teológicas en su hanut cercano al mercado mientras transcurrían con lentitud las
horas de calor; el joven, como es natural, se ocupaba casi exclusivamente de
las muchachas negras en el pequeño quartier réservé. Había una que parecía
más atractiva que las demás, así que lo sintió un poco cuando sus mayores
anunciaron que pronto se pondrían en camino hacia Tessalit. Pero casi todas las
ciudades tenían su quartier y Driss
estaba razonablemente seguro de poder conseguir a cualquier encantadora
residente de cualquier quartier, a pesar de sus actuales líos emocionales; así
pues, la decepción que sintió al oír hablar de la proyectada partida duró poco.
Los tres filala esperaron
el tiempo frío para ponerse en camino hacia Tessalit. Dado que querían llegar
allí pronto, eligieron la ruta más occidental, que es, por otra parte, la que
atraviesa las regiones más remotas lindantes con las tierras de las tribus reguibat, que se dedican al saqueo. Pero hacía mucho tiempo que los
rudos hombres de las montañas no se lanzaban desde la hammada sobre una caravana; la mayoría de la gente opinaba que,
desde la guerra del Sarrho, habían perdido la mayor parte de sus armas y
municiones y, lo que era aún más importante, su espíritu. Además, un minúsculo
grupo de tres hombres y sus camellos difícilmente podían despertar las envidias
de los reguibat, tradicionalmente
enriquecidos con los botines de toda la región de Río de Oro y Mauritania.
En Tabelbala, sus amigos, casi todos ellos mercaderes del
cuero filali, los acompañaron
caminando entristecidos hasta los límites de la ciudad; luego se despidieron y
los vieron montar en sus camellitos para perderse lentamente en el luminoso
horizonte.
―¡Si os encontráis algún reguibat haced que corra delante de vosotros! ―gritaron.
El peligro se hallaba principalmente en el territorio que
alcanzarían sólo a tres o cuatro días de viaje desde Tabelbala, tras una semana
habrían dejado atrás del todo el límite de tierra amenazado por los reguibat. El tiempo era frío salvo a
mediodía. Por la noche hacían turnos de guardia; cuando Driss velaba sacaba una
flautita cuyas estridentes notas hacían fruncir el entrecejo a su tío mayor de
edad, quien le decía que se fuera a sentar a cierta distancia de las mantas
donde dormían. Driss se pasaba la noche entera tocando todas las canciones
tristes que recordaba; las alegres en su opinión, pertenecían al quartier donde nunca se estaba solo.
Cuando sus tíos estaban de guardia, permanecían sentados
en silencio mirando hacia adelante en la noche. No había nadie más que ellos
tres.
Pero un día apareció una figura solitaria desde el oeste
acercándose a ellos a través de la llanura sin vida. Un hombre en camello; no
había trazas de que vinieran otros, aunque exploraron aquel erial en todas
direcciones, se detuvieron un rato; él se desvió ligeramente. Continuaron
adelante; él volvió a cambiar de rumbo. No cabía duda de que quería hablar con
ellos.
―Bueno, que se acerque ―gruñó el mayor lanzando otra
mirada iracunda al horizonte―. Cada uno de nosotros tiene un arma.
Driss se echó a reír. Le parecía absurdo plantearse
siquiera la posibilidad de que surgiera un conflicto con un solo hombre.
Cuando finalmente la figura se acercó a la distancia de
un grito, los saludó con una voz semejante a la de un almuecín:
―¡S’l’m aleikum!
Se detuvieron, pero no se apearon, esperando a que el
hombre se acercara más. Al poco volvió a gritarles; ahora respondió el filali de más edad, pero la distancia
seguía siendo demasiado grande para que su voz llegara y el hombre no oyó su
saludo. Al poco rato estuvo lo bastante cerca como para que ellos pudiesen ver
que no iba vestido como los reguibat. Entre
ellos murmuraron:
―Viene del norte, no del oeste.
Y se sintieron contentos. Sin embargo, cuando llegó junto
a ellos permanecieron los camellos haciendo reverencias desde donde estaban y
buscando constantemente en el nuevo rostro y en las prendas que había debajo
alguna nota falsa que pudiese revelar la posible verdad: que el hombre era un
explorador de los reguibat, que
estarían esperando arriba en la hammada a
sólo unas pocas horas de distancia, o se hallarían ahora mismo siguiendo una
dirección paralela a la de la pista, cerniéndose sobre ellos de modo que no
llegarían a ser visibles hasta después de que oscureciera.
Ciertamente el extraño no era ningún reguibat; era ágil y alegre, de tez clara y muy poca barba. A Driss
no le gustaban aquellos ojillos inquietos que parecían llevárselo todo sin dar
nada, pero su reacción pasajera se convirtió sólo en una parte de la
desconfianza general e inicial que se disipó por completo cuando supieron que
el hombre era un mungarí. Mungar es un lugar sagrado en esa parte del mundo y
sus pocos residentes son tratados con respeto por los peregrinos que acuden a
visitar el santuario en ruinas que se halla en las proximidades.
El recién llegado no se esforzó por ocultar el miedo que
había sentido hallándose a solas en la región y la satisfacción que le producía
encontrarse ahora con otros tres hombres. Desmontaron todos y prepararon té
para sellar su amistad, siendo el mungarí quien facilitó el carbón vegetal.
Durante la tercera ronda hizo la sugerencia de que puesto
que iba más o menos en la misma dirección les acompañaría hasta Taudeni. Con
sus brillantes ojos negros saltando como dardos de un filali a otro, les contó que era un excelente tirador, y que estaba
seguro de poder proporcionarles algo de carne de gacela durante la travesía o,
cuando menos, un audad. Los filala meditaron en silencio; por fin
dijo el de más edad:
―De acuerdo.
Aun cuando el mungarí resultara no ser tan hábil cazador
como pretendía, serían cuatro en el viaje en lugar de tres.
Dos mañanas después, en el silencio enorme del alba, el
mungarí señaló unas pequeñas colinas que se extendían a su lado en el este:
―Timma. Conozco esa tierra. Esperad aquí. Si me oís
disparar, venid porque eso quiere decir que hay gacelas.
El mungarí se marchó a pie trepando entre los peñascos y
desapareció tras la cumbre más próxima. «Se fía de nosotros ―pensaban los filala―. Ha dejado su mehari, sus mantas, sus bultos.» No
dijeron nada, pero cada uno de ellos sabía que los otros estaban pensando lo
mismo que él y todos sintieron afecto hacia el extraño. Permanecieron allí
sentados en el frío de la madrugada mientras los camellos refunfuñaban.
Parecía improbable que resultara haber gacela alguna en
la región, pero si las había y el mungarí era tan buen cazador como afirmaba,
entonces había una oportunidad de que aquella noche cenaran mechui de gacela y eso sería estupendo.
Poco a poco el sol se fue elevando en el cielo azulísimo.
Uno de los camellos se levantó pesadamente y se marchó en busca de algún cardo
muerto o un arbusto entre las rocas, algún resto de un año en que hubiera
llovido. Cuando desapareció, Driss fue a buscarlo gritando «¡Hut!» lo trajo con los demás.
Se sentó. De pronto se escuchó un estampido, siguió un
largo intervalo de silencio y luego se oyó otro disparo. Las detonaciones eran
bastante lejanas, pero perfectamente claras en el absoluto silencio. El hermano
mayor dijo:
―Voy yo. ¿Quién sabe? Puede haber muchas gacelas. Trepó
por las rocas con el arma en la mano y desapareció.
Volvieron a esperar. Ahora, cuando llegaron los disparos,
procedían de dos armas-
―¡A lo mejor han matado una! ―exclamó Driss.
―Yemkin. Con la
ayuda de Alá ―repuso su tío levantándose y cogiendo su arma―. Quiero probar
suerte yo también.
Driss estaba desilusionado: esperaba haber ido él. Si se
hubiera levantado un momento antes hubiera sido posible, pero aún así era
probable que le dejaran allí para vigilar los mehara. En cualquier caso ahora era demasiado tarde; su tío había
hablado.
―Bueno.
Su tío se marchó cantando una canción de Tafitalet:
hablaba de palmeras datileras y sonrisas ocultas. Durante varios minutos Driss
escuchó retazos de la canción cuando la melodía llegaba a las notas altas.
Luego el sonido se perdió en el silencio envolvente.
Esperó. El sol empezó a caer con mucha fuerza. Se cubrió
la cabeza con su albornoz. Los camellos se miraban estúpidamente estirando el
cuello y enseñando sus dientes marrones y amarillos. Pensó en tocar la flauta,
pero no parecía el momento apropiado: estaba demasiado inquieto, demasiado
deseoso de estar allí arriba con su arma, agazapado tras las rocas, acechando a
la delicada presa. Pensó en Tesalit y se preguntó qué aspecto tendría. Lleno de
negros y de tuaregs y sin duda más animado que Tabelbala por la carretera que
lo atravesaba. Se oyó un disparo. Esperó oír más, pero no fue así. Volvió a
imaginarse allí entre los peñascos apuntando a un animal que pasaba volando.
Apretaba el gatillo, el animal caía. Aparecían otros y les acertaba a todos. En
la oscuridad, los viajeros se sentaban alrededor del fuego hartándose de la
sabrosa carne asada; los rostros brillantes de grasa. Todos estaban contentos e
incluso el mungarí reconocía que el joven filali
era mejor cazador que todos.
Con el creciente calor se quedó adormilado y su mente
jugueteaba con un paisaje de suaves muslos y senos duros y pequeños que surgían
como dunas de arena; retazos de canciones flotaban como nubes en el cielo y el
aire se espesaba con el aroma de la suntuosa carne de gacela.
Se incorporó y miró rápidamente a su alrededor. Los
camellos estaban tumbados con el cuello extendido en el suelo ante ellos. Nada
había cambiado. Se puso en pie y exploró inquieto el paisaje rocoso. Mientras
dormía, una presencia hostil se había deslizado en su conciencia. Al traducir a
pensamientos lo que ya había intuido lanzó un grito. Desde el primer momento en
que vio aquellos ojillos inquietos había sentido desconfianza del mungarí, pero
como sus tíos lo habían aceptado, Driss alejó la sospecha a los rincones más
oscuros de su mente. Ahora, liberada en el sueño, había regresado de golpe. Se
volvió hacia la ardiente ladera y miró fijamente entre los peñascos, hacia las
negras sombras. En su memoria volvió a oír los disparos entre las rocas y supo
lo que significaban. Perdiendo el aliento en un sollozo corrió a montarse en su
mehari, lo obligó a levantarse y
llevaba ya varios centenares de pasos cuando se dio cuenta de lo que estaba
haciendo. Detuvo al animal para quedarse sentado en silencio un momento
volviendo la mirada al campamento con miedo e indecisión. Si sus tíos estaban
muertos no le quedaba otro remedio que salir a pleno desierto lo antes posible;
huir de las rocas donde podía ocultarse el mungarí mientras apuntaba.
Y así, sin conocer el camino para ir a Tessalit y sin
comida ni agua suficientes, se puso en marcha levantando de vez en cuando una
mano para secarse las lágrimas.
Durante dos o tres horas continuó el camino sin apenas
darse cuenta de hacia dónde caminaba el mehari.
De pronto se irguió en la silla, lanzó un juramento contra sí mismo y,
enfurecido, dio media vuelta a la cabalgadura. En aquel mismo momento sus tíos
podían estar sentados en el campamento con el mungarí preparando un mechui y una hoguera preguntándose por
qué su sobrino les había abandonado. O tal vez se habían puesto ya en marcha
para buscarle. No habría excusa posible para su conducta, que había sido
resultado de un horror absurdo. Mientras pensaba en eso crecía la irritación
que sentía contra sí mismo: se había comportado de un modo imperdonable. Era
más de mediodía; el sol estaba en poniente. Sería tarde cuando llegara. Ante la
perspectiva de los inevitables reproches y las risas de burla con que lo
recibirían sintió que el rostro le ardía de vergüenza y espoleó con rabia los
costados del mehari.
Un buen rato antes de llegar al campamento oyó cantar.
Esto le sorprendió. Se detuvo y escuchó: la voz estaba demasiado lejos para poder
identificarla, pero Driss estaba seguro de que era la del mungarí. Siguió
rodeando la ladera del monte hasta llegar a un lugar donde se veían
perfectamente los camellos. La canción dejó de oírse y reinó el silencio.
Algunos de los fardos habían vuelto a ser cargados en los camellos en
preparación para la partida. El sol había descendido mucho y las sombras de las
rocas se alargaban sobre la tierra. No había señales de que sus tíos hubieran
cazado nada. Los llamó dispuesto a bajarse. Casi en el mismo momento se oyó un
disparo muy cerca y escuchó el pequeño ruido silbante de un proyectil que le
pasaba rozando la cabeza. Cogió su arma. Se oyó otro disparo y sintió un dolor
intensio en el brazo; el arma cayó al suelo.
Durante un momento permaneció allí sujetándose el brazo,
aturdido. Luego saltó rápidamente al suelo, permaneció agazapado entre las
piedras y extendió el brazo indemne para coger el arma. Al tocarla se oyó un
tercer disparo y el rifle saltó por el suelo hacia él envuelto en una nube de
polvo. Retiró la mano y se la miró: estaba oscura y goteaba sangre. En ese
momento el mungarí cruzó a saltos el espacio abierto que mediaba entre ellos.
Antes de que Driss pudiese levantarse el hombre estaba encima y lo habría
derribado con la culata de su rifle. El cielo tranquilo se extendía en lo alto;
el mungarí levantó la vista para mirarlo desafiante. Se sentó a horcajadas
sobre el joven que estaba tendido boca arriba y le clavó el rifle en el cuello,
justo debajo de la barbilla, mascullando:
―¡Perro filali!
Driss levantó la mirada hacia él con cierta curiosidad.
El mungarí tenía las de ganar; Driss no podía hacer nada más que esperar. Miró
aquel rostro a la luz del sol y descubrió una intensidad peculiar en él.
Reconocía la expresión: es la que produce el hachís. Arrastrado por sus
abrasantes vapores, un hombre puede escaparse muy lejos del mundo del
significado. Sólo existía el cielo que se desvanecía. El rifle lo ahogaba un
poco.
―¿Dónde están mis tíos? ―susurró.
El mungarí empujó con más fuerza el rifle contra la
garganta, se agachó un poco hacia él y con una mano le arrancó el seruel dejándolo desnudo de cintura para
abajo; Driss se revolvió un poco al sentir debajo las piedras frías.
Luego el mungarí sacó una cuerda y le ató los pies. Dio
dos pasos hasta la cabeza y repentinamente se dio la vuelta clavándole el rifle
en el ombligo. Con la otra mano le sacó el resto de la ropa por la cabeza y le
ató las muñecas. Usando una vieja navaja de barbero cortó la cuerda sobrante.
Durante todo este tiempo Driss llamaba a sus tíos por su nombre, en voz alta,
primero a uno y luego a otro.
El hombre se apartó y observó el cuerpo joven tendido
sobre las piedras. Pasó el dedo por la hoja de la navaja; una agradable
excitación de apoderó de él. Se acercó, bajó la vista y miró el sexo que surgía
de la base del vientre. No del todo consciente de lo que hacía, lo cogió con
una mano y pasó el otro brazo por debajo con el movimiento de un segador blandiendo
una hoz. Lo cercenó de un tajo. Quedó un agujero redondo y oscuro al nivel de
la piel; lo miró un momento con atención, sin verlo. Driss lanzaba alaridos.
Todos los músculos de su cuerpo sobresalían, se agitaban.
Lentamente el mungarí sonrió, enseñando los dientes. Puso
la mano sobre el duro vientre del muchacho y alisó la piel. Entonces hizo una
incisión vertical y, utilizando las dos manos, insertó con gran cuidado el
órgano cortado hasta que desapareció.
Mientras se limpiaba las manos en la arena uno de los
camellos emitió un repentino gruñido. El mungarí se levantó d un salto y se dio
media vuelta salvajemente, enarbolando la navaja en el aire. Luego, avergonzado
de su temor, pensando que quizá Driss estuviera observándolo y burlándose de él
(aunque los ojos del joven estaba cegados por el dolor), le dio un puntapié en
el estómago que le obligó a caer boca abajo, con pequeños movimientos
espasmódicos. Mientras el mungarí seguía sus convulsiones con la mirada le vino
una nueva idea. Estaría bien infligir una última humillación al joven filali. Se lanzó sobre él y esta vez
disfrutó sin prisas, vociferando. Al final se quedó dormido.
Al amanecer se despertó y buscó su navaja, que estaba
allí cerca en el suelo. Driss gemía débilmente. El mungarí le dio la vuelta y
fue pasándole la navaja por el cuello con un balanceo como el de una sierra
hasta que estuvo seguro de haberle segado la tráquea. Luego se levantó, se
alejó y terminó la operación de cargar los camellos que había comenzado el día
anterior. Hecho esto pasó un buen rato arrastrando el cuerpo hasta el pie de la
colina y escondiéndolo allí entre las rocas.
Para transportar la mercancía de los filali a Tessalit (ya que en Taudeni no encontraría compradores)
era necesario que se llevara los mehara. Cuando
llegó habían transcurrido cincuenta días. Teessalit es una ciudad pequeña.
Cuando el mungarí empezó a enseñar el cuero a la gente, un viejo filali que vivía allí a quien la gente llamaba Esh
Shibani, se enteró de su presencia. Acudió a ver los cueros como eventual
comprador y el mungarí cometió la imprudencia de dejarle que examinara la
mercancía. El cuero de filali es
inconfundible y sólo ellos lo compran y venden en gran cantidad. Esh Shibani
sabía que el mungarí los había obtenido ilegalmente, pero no dijo nada. Cuando
unos días más tarde llegó otra caravana de Tabelbala con amigos de los tres filala que preguntaron por ellos y se inquietaron
al saber que no habían llegado, el anciano acudió al tribunal. Tras salvar
algunas dificultades encontró a un francés que estaba dispuesto a escucharle.
Al día siguiente el Commandant y dos
subalternos hicieron una visita al mungarí. Le preguntaron cómo era que tenía
tres mehara de más que todavía
llevaban arreos de los filala; sus
respuestas se volvieron evasivas. Los franceses escucharon muy serios, le
dieron las gracias y se marcharon. El mungarí no vio cómo el Commandant les hacía un guiño a los
otros al salir a la calle, así que se quedó sentado en el patio sin saber que
había sido juzgado y declarado culpable.
Los tres franceses volvieron al Tribunal donde los
mercaderes filala recién llegados
estaban sentados con Esh Shibani. La historia se había repetido más de una vez;
no existía la menor duda sobre la culpa del mungarí.
―Es vuestro ―dijo el Commandant―.
Haced con él lo que queráis.
Los filala se
deshicieron en muestras de agradecimiento, celebraron una breve conferencia con
el anciano Shibani y salieron majestuosamente en grupo. Cuando llegaron a la
vivienda del mungarí éste se encontraba preparando el té. Al levantar la vista
un escalofrío recorrió su espina dorsal. Empezó a decirles a gritos que él era
inocente; ellos no dijeron palabra, pero con el cañón de un rifle le hicieron
levantarse y lo lanzaron contra una esquina donde continuó farfullando y
gimoteando. Bebieron en silencio el té que había preparado, hicieron más y al
oscurecer salieron. Lo ataron a uno de los mehara,
montaron en los suyos y atravesaron en silenciosa procesión (silenciosa
salvo por el mungarí) las puertas de la ciudad internándose en el infinito
yermo.
Prosiguieron el camino durante media noche hasta que
llegaron a una región del desierto nunca frecuentada. Atado al camello, el
mungarí se debatía delirante, mientras cavaban una fosa como para hacer un
pozo; cuando terminaron, lo descolgaron del animal, todavía bien atado, y le
metieron de pie en ella. Luego llenaron todo el espacio alrededor de su cuerpo
con arena y piedras y dejaron solamente la cabeza sobre la superficie de la
tierra. A la débil luz de la luna su
cráneo afeitado y sin turbante se asemejaba bastante a una piedra. El mungarí
seguía suplicándoles e invocando a Alá y
a Sidi Ahmed Ben Musa para que atestiguaran su inocencia. Pero podía haber
estado cantando una canción, por la atención que prestaban sus palabras.
Después los filala se pusieron en
camino hacia Tessalit; en unos instantes estuvieron fuera del alcance de sus
gritos. Cuando se marcharon el mungarí enmudeció esperando, tras horas de frío,
el sol que primero lo calentaría y luego lo abrasaría, llevándole sed, fuego,
visiones. A la noche siguiente no sabía dónde estaba, no sentía el frío. A ras
de suelo el viento le metía el polvo en la boca mientras cantaba.
SS Saturnia
Nueva
York-Gibraltar, 1948
Paul
Bowles
Cuentos
escogidos
Alfaguara
Editores, México D.F., 1995, pp. 133-144.
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