FANTASMAS DE TÁNGER
Por Edgardo Cozarinsky
Para La Nacion - París, 1997
Para La Nacion - París, 1997
Una legión
de aventureros, intelectuales y miembros de la café-society se radicó en la
ciudad marroquí entre 1922 y 1956. Escritores como Truman Capote, Paul Bowles y
William Burroughs, el fotógrafo Cecil Beaton la multimillonaria Barbara Hutton
y el aristócrata David Herbert llegaron allí atraídos por el exotismo y las
costumbres relajadas. El autor de esta nota, director de cine y escritor,
investigó la historia de esa comunidad cosmopolita, regida por el placer, para
filmar su película Fantasmas de Tanger, recientemente estrenada en el Festival
de Locarno
SI hubiese ido a Tánger en busca de un pintoresco
dépaysement nada me habría devuelto más bruscamente a mi propia tierra firma
que Paul Bowles, al preguntarme en nuestro primer encuentro, en un castellano
perfecto, qué era de de Adolfo Bioy Casares. Gran admirador de La invención de
Morel, sobre todo de Plan de evasión, Bowles que ha dejado gradualmente de
interesarse en el presente "en la medida en que puede hacerlo alguien que
aún no ha muerto", recuerda que a principios de la guerra, durante una
visita a Victoria Ocampo en el Waldorf Astoria de Nueva York, la formidable
anfitriona le había arrojado sobre las rodillas un ejemplar de El jardín de
senderos que se bifurcan, publicado por Sur meses antes, con un perentorio
"¡Léalo!".
Fue así como
conoció a Borges, como empezó a familiarizarse con los escritores argentinos.
Me cuenta la historia del epígrafe de Mallea que puso a The Sheltering Sky,
cómo el escritor argentino no lo reconoció y Bowles mismo no pudo encontrar su
fuente cuando más tarde la buscó. "La memoria suele hacernos jugadas como
ésta", comentó, arrugando tal vez en un guiño algunos de los innumerables
pliegues de piel bronceada que rodean sus ojos clarísimos, luminosos. Es un día
de primavera, pero en la chimenea del cuarto vecino arden leños y él, con una
bata de lana sobre el pijama, me recibe sin dejar su lecho, cubierto con dos
frazadas.
Sanz Soto, Truman Capote, Jane Bowles, Paul Bowles |
Bowles detesta que le pregunten por qué "eligió" vivir en Tánger. Tal vez la tácita respuesta sea parte de esa aceptación resignada de la fatalidad que tanto lo emparenta con una sensibilidad islámica. Si lo hostigan, repite que "los males de la sociedad industrial" llegan más lentamente y con mucho atraso a ese rincón del norte de Africa. Pero también admite que le gusta pensar que vive en una tierra donde la brujería es una realidad cotidiana, en la que el veneno circula como mensaje de amor o de odio entre los individuos, en la que los duendes -los djinn del folklore magrebí- explican tanta cosa que "los norteamericanos de mi generación, con sus supersticiones científicas, llamaban bacilos y los jóvenes de hace treinta años bautizaron malas ondas". Sonríe al evocar esos vaivenes de la ideología cotidiana.
Jean Genet |
En la opaca,
rastrera verdad de los documentos, Tánger fue una "zona
internacional" entre 1922 y 1956. En 1912 el Kaiser había visitado ese
puerto, destinado al comercio por su posición en el extremo atlántico del
estrecho de Gibraltar. En la orilla de enfrente, en el peñón, los ingleses se
inquietaron. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial, intrigaron para que
ese punto estratégicamente valioso quedara neutralizado.
El estatuto de la
zona internacional completó la dominación colonial sobre el territorio
marroquí: el sur ya era protectorado francés, el norte protectorado español; la
ciudad, gobernada por una junta donde estaban representadas las principales
potencias marítimas de la época, debía asegurar la libre circulación por el
Estrecho.
El corolario de
esas maniobras mercantiles fue imprevisible. Se abrió la puerta a todos los
fantasmas. Puerto franco, Tánger se convirtió en una zona extra territorial con
un mínimo de leyes, sin impuestos, donde el oro y las divisas entraban y salían
libremente: más aún, donde lejos del control de sociedades más rígidas las
extravagancias de la conducta suscitaban una sonrisa divertida pero ninguna
censura moralista. El kif y otras variantes indígenas del cannabis, las
preparaciones opiáceas que las farmacias de otras latitudes retaceaban, sobre
todo la tradicional bisexualidad de los jóvenes, convirtieron a la zona
internacional en un limbo donde Jean Genet y William Burroughs, entre cientos de
europeos y norteamericanos menos prestigiosos, pudieron vivir las fantasías
que, en aquellos tiempos, en otras latitudes, los habrían llevado entre rejas.
A otros, ese
microcosmos cosmopolita les permitió construirse un reino imaginario para sus
veleidades de ficción. David Herbert era el segundo hijo del duque de Pembroke,
por lo tanto sin derecho al título ni a la herencia familia. En los años 30
llegó a Tánger con Cecil Beaton y muy pronto se instaló en una casa más
fantasiosa que sólida, más colorida que señorial, en medio de un parque de la
vieja Montaña; desde allí urdió sus redes hasta convertirse en el árbitro
social de la vida elegante tangerina. Hoy su mayordomo ha heredado la
residencia y la alquila a turistas recomendados por la pintora escocesa
Marguerite McBey o por el profesor John McPhillips, dos lazos vivos con la
leyenda de la zona internacional; en su tarjeta se lee, más grande que su
propio nombre, former owner: the Honorable David Herbert. Cuentan que este
"segundo hijo" (expresión que eligió como título de sus memorias),
condenado a vivir de su ingenio, no se desplazaba sin llevar en el bolsillo
etiquetas autoadhesivas con su nombre. Si el anfitrión de turno lo dejaba solo
un instante, pegaba una de esas etiquetas bajo la silla o la mesa más valiosa
de la casa; más tarde, cuando el dueño era atropellado por un taxi o asesinado
por un gigoló, llamaba a los herederos para comunicarles que el difunto
"le había prometido" el mueble en cuestión. Al hallar su nombre en
una etiqueta envejecida, se lo entregaban, halagados como suele estarlo la
clase media cuando la aristocracia la pone a su servicio.
En otro extremo,
Barbara Hutton, heredera de la fortuna de las tiendas Woolworth (las originales
five and dime stores) -millones que siete maridos sucesivos, el actor Cary
Grant incluido, no lograron agotar-, llegó a Tánger en la segunda posguerra
mundial y se inventó una residencia, Sidi Hosni, a partir de siete casas de la
Casbah. Walter Harris, arquitecto inglés, aristócrata expulsado de la Corte por
sus indiscreciones, las comunicó y decoró hasta componer el miliunanochesco
palacio de esa monarca de café-society. El alcohol y el aburrimiento la
sometieron como a otros el sexo o el juego. Padecía de hipotermia y le regalaba
joyas y pieles a la mujer del doctor Little, que era hipertérmica, para que le
calentara la cama media hora todas las noches. Al final de su vida no caminaba
más, se hacía llevar en brazos, y explicaba que era "demasiado rica como
para caminar". Ningún museo, ninguna fundación perpetúa su nombre. Apenas
si, poco después de su muerte, un pequeño bazar (¿justo regreso a las
fuentes?), improvisado ante su casa, intentó durante unos meses aprovechar su
nombre para atraer a los turistas que pasaban por allí. Pero el destino
cosmopolita de la ciudad, sólidamente asentado sobre todo tráfico y comercio,
databa de mucho antes. Ya en el siglo XIX las caravanas que llegaban del
desierto depositaban su cargamento en el patio de los locales, tan modestos
como cualquier otra casa de la Medina, de los bancos Abensur y Pariente. En
1956, cuando el status internacional de la ciudad fue abolido un año después de
la independencia de Marruecos, esos mismos bancos ya habían trasladado hacia
Gibraltar el "oro de Tánger", acumulado durante la Segunda Guerra
Mundial, celosamente conservado en la posguerra, cuando las economías dirigidas
de Europa occidental, por no hablar de lo regímenes del Este, hicieron apreciar
particularmente ese refugio cercano y discreto.
Larbi Yacoubi me
cuenta que, en el subsuelo de una casa hoy cerrada, en pleno centro de Tánger,
sobre la plaza de Faro, operaba una fundición donde hasta los años 50 se hacían
lingotes con cuanta joya o moneda llevaba el público. Jovencito, al visitar esa
reliquia de otra era, encontró en el piso una moneda con la cruz esvástica. La
única explicación es que los ingleses, amenazados por las falsas libras que los
nazis acuñaban en Berlín, habían decidido replicar con falsos Reichsmark made
in Tanger.
La diferencia de
presión atmosférica entre el Mediterráneo y el Atlántico mantiene el aire del
Estrecho en constante mutación. Las nubes rosadas se disuelven en una bruma
plomiza y ésta es pronto atravesada por los haces dorados de un sol
crepuscular. El mar nunca está lejos: irrumpe, visible entre dos paredes
encaladas, o al pie de tantas calles que descienden abruptamente, de la Medina
o de la ciudad "moderna". A lo lejos, el puerto una vez activo, nunca
parece terminar de desperezarse. Los colores de las buganvilias, de los
laureles blancos y rosados, reflejan las horas del día; si se apagan al
anochecer es para permitir que la brisa difunda el perfume de jazmines y damas
de noche. Es tan fácil dejarse acunar por esta naturaleza, efusiva sin énfasis,
por la indolencia que, de invitación en paseo, de excursión en visita, lleva al
visitante, con un breve trayecto, de las playas del Mediterráneo a las del
Atlántico... Pero el verdadero exotismo de Tánger es social, humano, aun
cuarenta años después de clausurada la zona internacional.
Cecil Beaton, Jane Bowles, David Herbert, Truman Capote Marruecos, 1949 |
David Herbert y
Barbara Hutton fueron sólo las efigies más visibles de una época en que
"Orejas alertas" Dean, barman del hotel El Minzah, espiaba
simultáneamente para alemanes e ingleses; así pudo, después de la guerra, abrir
su propio bar e iniciar una tercera carrera como proxeneta para visitantes
distinguidos. En que una tal Phyllis de la Paille coleccionaba en su residencia
de la Nueva Montaña animales exóticos en libertad; un buen día, al quejarse de
que ya nadie aceptaba sus invitaciones, Truman Capote le explicó que en su casa
el olor a excrementos era demasiado fuerte; sorprendida, Madame de la Paille
prometió encadenar los monos a los grifos del cuarto de baño. En que un joven
lord desheredado se jactaba de haber hecho chantaje al Vaticano con la amenaza
de difundir su liaison con un arzobispo húngaro; nadie supo nunca si el relato
era verídico, pero el relator terminó como representante en Tánger de un banco
de la Santa Sede, hasta ser a su vez desplumado por un jovencito malagueño, hoy
maduro y opulento anticuario muy fotografiado por las revistas de decoración.
En que un tal Topié Mimara, estudiante croata de historia del arte que pasó la
Segunda Guerra Mundial en la Unión Soviética, al llegar a Austria en 1945 como
intérprete del Ejército Rojo, se vio confiar el inventario de un depósito de
obras de arte robadas por el Tercer Reich. Tras consignar sólo dos tercios de
los objetos hallados, se incautó en medio de la noche de un camión, lo llenó
con el tercio restante y gracias a salvoconductos inverificables en la confusión
de aquellos meses logró llegar a Trieste y embarcarse con su tesoro rumbo a
Tánger. Allí murió hace un lustro, en un piso alto del edificio Méditerranée;
cada año llevaba a Gibraltar un par de telas y las vendía a Sotheby`s,
"para ir tirando"... En que Jean Genet, al ver al borde de las
lágrimas, humillado por dos turistas suecas, a un policía que intentaba vender
billetes para una rifa, lo llamó, le compró el talonario entero y exclamó
"¡Cómo no amar un país donde un policía es capaz de llorar!" Hoy Genet
está enterrado en Larrache, a 80 kilómetros al sur de Tánger, sobre el
Atlántico; los azares póstumos suelen ser irónicos: para esa tumba no musulmana
había un solo cementerio posible en la ciudad y era el del ejército colonial
español.
Los fantasmas de
Tánger existen, como el peligro o la Gracia, para quienes creen en ellos, para
quienes llegan alimentados por la literatura que esos fantasmas han cultivado,
que en torno a ellos aún proliferan. Otra humanidad, agreste, nada divertida,
se agita por la ciudad. Como en Nueva York y en Buenos Aires, busca ropa o
comida en los tachos de basura. Cuando ven pasar un Mercedes o un BMW saben que
lo conduce alguien "que está en la menta", es decir en el tráfico de
haschich, que otros llaman "exportaciones no tradicionales", aunque
se trate del cultivo más tradicional del Rif.
Yunes tiene trece
años y viene del Sur, pero no de una ciudad invadida por el turismo elegante,
como Marrakesh, ni de una meta del turismo de masa, como Agadir. Desde muy
chico, oyó decir en su pueblo que, de Tánger, parten embarcaciones clandestinas
que depositan a diez, veinte personas en algún lugar de la costa española.
(¡España! Esa parcela de la comunidad europea, de la sociedad de consumo donde
-enseña la televisión española, que se capta en todo el país- con sólo asistir
a un programa de juegos puede ganarse el automóvil, el departamento, las sumas
de dinero que de este lado del Estrecho son símbolo de riqueza...) En Tánger,
Yunes trabaja como lavaplatos en distintos cafés, vende cigarrillos de
contrabando; cuando su madre se prostituye en algún hotel de la Medina duerme
bajo los puestos del mercado o tal vez no rehuse la invitación de algún europeo
sonriente, generoso, tanto más amable que los patrones que lo explotan en el
trabajo cotidiano. Cuando tenga reunida la inimaginable cantidad de dirham,
podrá cruzar el Estrecho en una "patera". Rezará para que no lo
larguen, como les ha ocurrido a otros, en algún punto desconocido de la costa
marroquí, para que al avistar la costa española no lo arrojen al agua con un
"de aquí puedes llegar a nado". El nunca ha oído hablar de Bowles, de
Burroughs, de Genet. Para él, Tánger es sólo un punto de partida.
Edgardo Cozarinsky
El pase del testigo
Sudamericana, Buenos Aires, 2000, pp. 21-29
El pase del testigo
Sudamericana, Buenos Aires, 2000, pp. 21-29
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