Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le preguntó a la muchacha, con cierta deferencia, si por alguna razón quería que no atendiera. La muchacha le escuchó como desde muy lejos y dio vuelta su cara hacia él, un ojo —el cercano a la luz— bien cerrado, el otro, muy abierto, aunque cínico, grande y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se apurara, y ella se incorporó, apoyándose sobre su antebrazo derecho, con la rapidez necesaria para que el movimiento no pareciese despreocupado.
Se quitó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo: “Por Dios. No sé. Quiero decir ¿qué te parece?” El hombre canoso dijo que no veía la maldita diferencia entre una cosa y otra, y deslizó la mano izquierda debajo del brazo en el que se apoyaba la muchacha, moviendo los dedos desde el codo hacia arriba hasta alcanzar la cálida superficie de unión con el torso. Buscó el teléfono con su mano derecha. Para no alcanzarlo a ciegas, tuvo que incorporarse un poco más, lo que provocó que atropellara la pantalla del velador con la parte posterior de la cabeza.
En ese instante la luz favoreció su cabello gris, casi blanco, aclarándolo vivamente. Aunque desordenado en ese momento, evidenciaba un corte reciente o, más bien, un cuidado perfecto. Convencionalmente corto en la nuca y las sienes, pero con el toque justo, en efecto, para otorgarle un frívolo “aspecto distinguido”. “¿Hola?” dijo en el teléfono con voz fuerte. La muchacha permaneció apoyada en su antebrazo, observándolo. Sus ojos, más exactamente abiertos que alertas o especuladores, reflejaban sobre todo su particular color y tamaño.
Una voz de hombre —helada, pero en cierto modo brusca, casi obscenamente viva para esa ocasión— llegó del otro lado.
—¿Lee? ¿Te desperté?
El hombre canoso miró rápidamente hacia la izquierda, a la muchacha.
—¿Quién es? —preguntó— ¿Arturo?
—Sí. ¿Te desperté?
—No, no. Estoy en la cama, leyendo, ¿pasa algo?
}—¿Estás seguro de que no te desperté? ¿Palabra de honor?
—No, no… en absoluto —dijo el hombre canoso—. En realidad, he estado durmiendo un promedio de cuatro horas miserables…
—Te llamo por lo siguiente, Lee: ¿te fijaste a qué hora se fue Joanie? Por casualidad, ¿no te fijaste si salió con los Ellenbogens?
El hombre canoso volvió a mirar hacia la izquierda, pero arriba esta vez, lejos de la muchacha que lo miraba como un joven policía irlandés de ojos azules.
—No, Arturo, no me fijé —dijo, sus ojos en el distante y oscuro ángulo donde se unían la pared y el techo. ¿No salió contigo?
—No, Dios mío, no. Entonces, ¿no la viste salir?
—Bueno, no, en realidad no la vi salir, Arturo —dijo el hombre canoso—. En realidad, no vi un cuerno en toda la noche. Al minuto de entrar me vi envuelto en una interminable charla con ese imbécil francés, vienés, o lo que sea. Uno de esos malditos extranjeros que están siempre listos para pedir gratis un consejo legal. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Se perdió Joanie?
—Oh, Dios mío. Vaya uno a saber. Yo no sé. Ya sabes que cuando está en copas y loca por irse. Qué se yo. Ella pudo tener…
—¿Llamaste a los Ellenbogens? —preguntó el hombre canoso.
—Sí. Todavía no llegaron a su casa. No sé. Ni siquiera estoy seguro de que se haya ido con ellos. Pero sé una cosa. Sé una maldita cosa. Estoy harto de romperme la cabeza. Te hablo en serio. Realmente te hablo en serio, esta vez. Estoy harto. Cinco años. ¡Dios mío!
—Está bien, Arturo, ahora trata de tomártelo con un poco de calma —dijo el hombre canoso—. En primer lugar, si yo conozco a los Ellenbogens, lo más probable es que se hayan metido todos en un taxi y se hayan ido hasta el pueblo por un par de horas. Es posible que caigan los tres…
—Tengo la impresión de que se fue a la cocina a toquetearse con algún desgraciado. Eso es, justamente, lo que me imagino. Siempre que se emborracha empieza a toquetearse en la cocina con algún desgraciado. Estoy harto. Te juro por Dios que esta vez te hablo en serio. Cinco malditos…
—¿Dónde estás ahora, Arturo? —preguntó el hombre canoso—. ¿En tu casa?
—Sí. En casa. Hogar, dulce hogar. ¡Dios mío!
—Bueno, trata de tomártelo un poco… ¿Qué tienes?… ¿estás borracho, o qué?
—No sé. ¿Cómo demonios voy a saberlo?
—Está bien, y ahora escúchame. Cálmate. Tómalo con calma —dijo el hombre canoso—. Por amor de Dios, tú conoces a los Ellenbogens. Lo que pasó, probablemente, es que perdieron el último tren. Probablemente los tres caerán dentro de un minuto, muy alegres y con unas copas de más…
—Se fueron en auto.
—¿Cómo lo sabes?
—Por la niñera. Hemos tenido algunas chispeantes y condenadas conversaciones. Somos carne y uña. Como dos condenadas arvejas en su vaina.
—Está bien. Está bien. ¿Y qué? ¿Por qué no te quedas quieto y tranquilo ahora? —dijo el hombre canoso—. Probablemente los tres te caerán por ahí, dentro de un minuto. Te lo aseguro. Conoces a leona. No sé qué demonios pasa… En cuanto llegan a Nueva York todos adquieren esa terrible alegría Connecticut. Eso lo sabes.
—Sí. Ya sé. Ya sé. Aunque, qué se yo.
—Seguro que sabes. Usa tu imaginación. Probablemente esos dos arrastraron a Joan. Probablemente esos dos arrastraron a Joanie…
—Escúchame. Nunca nadie tuvo que arrastra a Joanie a ningún lado. No me quieras engatusar con ese asunto.
—Nadie quiere engatusarte, Arturo —dijo serenamente el hombre canoso.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! Perdóname. Por Dios me estoy volviendo loco. ¿Me das tu palabra de que no te desperté?
—Te lo hubiera dicho, Arturo —dijo el hombre canoso. Distraídamente retiró su mano izquierda que estaba entre el brazo y el torso de la muchacha—. Mira, Arturo. ¿Quieres un consejo? —dijo. Tomó el cable entre sus dedos, justo debajo del auricular—. Ahora te lo digo en serio. ¿Quieres un consejo?
—Sí. No sé. Por Dios, te estoy desvelando. ¿Por qué no cortas…?
—Escúchame un momento —dijo el hombre canoso—. En primer lugar… y ahora te lo digo en serio… métete en la cama y descansa. Prepárate un buen trago y métete debajo de las…
—¿Un trago? ¿Estás bromeando? Por Dios, me he tomado casi un litro en estas dos condenadas últimas horas. ¡Un trago! Tengo una curda que ahora difícilmente…
—Está bien. Está bien. Entonces métete en la cama —dijo el hombre canoso—. Y cálmate. ¿Me escuchas? Dime la verdad. ¿A dónde te puede llevar, seguir sentado así, ansioso, dándole vueltas al asunto?
—Sí. Ya sé. No tendría que preocuparme, por amor de dios, pero no se puede confiar en ella. Te lo juro por Dios. No se puede, te lo juro por Dios. Se puede confiar en ella tanto como en poder arrojar desde lejos una… no sé qué. ¡Ah! Para qué sirve. Me estoy volviendo loco.
—Está bien. Olvídate, ahora. Olvídate, ahora. ¿Quieres hacerme un favor? Trata de borrar todo ese asunto de tu mente —dijo el hombre canoso—. A lo mejor estás haciendo… Sinceramente pienso que estás haciendo una montaña…
—¿Sabes lo que hago? ¿Sabes lo que hago? Me da vergüenza decírtelo, pero ¿sabes lo que estoy a punto de hacer cada condenada noche cuando llego a casa? ¿Quieres saberlo?
—Arturo, escúchame, esto no es…
—Espera un momento. Te lo voy a decir, maldición. Prácticamente tengo que contenerme para no abrir todas las malditas puertas de los closets del departamento… Te lo juro por Dios. Todas las noches pienso que puedo encontrarme con un montón de desgraciados escondidos por todas partes. Ascensoristas. Carteros. Policías…
—Está bien. Está bien, Arturo. Tratemos de tomarlo con calma —dijo el hombre canoso. Bruscamente miró hacia su derecha, donde un cigarrillo, encendido un rato antes, al comenzar la noche, se balanceaba en el cenicero. Era evidente que estaba apagado y no lo tomó—. En primer lugar —dijo en el teléfono— te he dicho muchas, muchísimas veces, Arturo, que ese es, exactamente, tu mayor error. ¿Te das cuenta de lo que haces? ¿Quieres que te diga lo que haces? Te sales de tus casillas, ahora te lo digo en serio… En realidad, eres tú quien incita a Joanie… —Desistió—. Eres un tipo de suerte, ella es una chica maravillosa. En serio. No le tienes ninguna confianza a su buen gusto, ni a su inteligencia.
—¡Inteligencia! ¿Me estás cargando? Nunca tuvo la menor inteligencia. Es un animal.
Dilatando las aletas de la nariz, el hombre canoso aspiró profundamente.
—Todos somos animales —dijo—. En el fondo, todos somos animales.
—Al infierno, yo no soy un condenado animal. Puedo ser el más imbécil, el más engañado de los hijos del perra del siglo XX, pero no soy un animal. No me salgas con eso. Yo no soy un animal.
—Mira, Arturo. Esto no nos está llevando a…
—¡Inteligencia! Dios mío, si supieras lo chistoso que es eso. Ella se cree una condenada intelectual. Eso es lo realmente chistoso. Lee la página teatral y mira televisión hasta quedarse prácticamente ciega… y así es una intelectual. ¿Sabes con quién estoy casado? ¿Quieres saber con quién estoy casado? Estoy casado con la más incipiente y desconocida actriz, novelista, psicoanalista; en fin, con un maldito genio ignorado de Nueva York. ¿No lo sabías? Por Dios, es tan gracioso que podría cortarme la cabeza. Madame Bovary en el anexo de la Universidad de Columbia. Madame…
—¿Quién? —preguntó, con desagrado, el hombre canoso.
—Madame Bovary sigue su curso de capacitación en TV. Por Dios, si supieras como.
—Está bien. Está bien. ¿Te das cuenta que esto no nos lleva a ningún lado? —dijo el hombre canoso. Se volvió y le hizo una seña a la muchacha, acercando dos dedos a la boca, para indicarle que deseaba un cigarrillo—. En primer lugar —dijo en el teléfono— siendo un tipo tan diabólicamente inteligente, careces por completo de tacto. —Se enderezó para que la muchacha pudiera alcanzar por atrás de su espalda los cigarrillos—. Te lo digo en serio. Lo demuestras en tu vida privada, lo demuestras en tu…
—¡Inteligencia! Oh, Dios, eso me mata. ¿No la escuchaste alguna vez describir a alguien… a algún hombre, quiero decir? Cuando no tengas nada que hacer, hazme el favor y pídele que te describa a algún hombre. A cada hombre que ve lo describe como “terriblemente atractivo”. No importa si es el más viejo, el más puerco, el más grasiento…
—Está bien, Arturo —dijo, cortante, el hombre canoso—. Esto no nos lleva a ninguna parte. A ninguna parte. —Tomó uno de los cigarrillos que la muchacha había prendido—. De paso –dijo, exhalando humo por la nariz— ¿cómo te fe hoy?
—¿Qué?
—¿Cómo te fue hoy? —repitió el hombre canoso—. ¿Cómo anda el pleito?
—¡Dios mío! No lo sé. Como el diablo. Unos dos minutos antes de que yo empezara con mi sumario, el abogado del demandante, Lissberg, trajo a una sirvienta loca con un montón de sábanas como prueba… con manchas de chinches por todos lados. ¡Mi Dios!
—¿Entonces qué pasó? ¿Perdiste? —preguntó el hombre canoso, dando otra pitada al cigarrillo.
—¿Sabes quién estaba en el tribunal? Madre Vittorio. Nunca voy a saber qué es lo que tiene ese tipo conmigo. No puedo ni abrir la boca porque se me viene encima. Con un tipo como ese no se puede razonar. Es imposible.
El hombre canoso torció la cara para ver qué hacía la muchacha. Había levantado el cenicero y lo estaba colocando entre los dos.
—Entonces ¿perdiste o qué? —dijo en el teléfono.
—¿Te digo que si perdiste?
—Si. Hoy te lo iba a contar. Pero en la fiesta no tuve ninguna oportunidad, con todo ese bochinche. ¿Te parece que Juniors armará un lío? Me importa un comino, pero ¿qué te parece? ¿Te parece que lo armará?
Con su mano izquierda el hombre canoso quitaba la ceniza de su cigarrillo en el borde del cenicero.
—No creo que, necesariamente, vaya a armar un lío, Arturo —dijo con calma—. Aunque hay muchas posibilidades de que lo arme, por supuesto no se va a enloquecer de alegría. Tú sabes el tiempo que hace que manejamos esos tres hoteles malditos. El mismo viejo Shanley fue quien empezó todo…
—Ya sé. Ya sé. Juniors me habló de eso por lo menos cincuenta veces. Es una de las historias más hermosas que escuché en mi vida. Está bien, perdí ese maldito pleito. En primer lugar, no fue culpa mía. Primero, ese lunático de Vittorio me acosa durante todo el juicio. Después esa sirvienta idiota empieza a mostrar las sábanas llenas de chinches.
—Nadie dice que la culpa sea tuya, Arturo —dijo el hombre canoso—. Tú me preguntaste si yo pensaba que Juniors armaría un lío. Simplemente traté de darte una honesta…
—Ya sé… sé que… ¡Qué sé yo! Al diablo. De cualquier modo puede que vuelva al ejército. ¿No te lo dije?
El hombre canoso volvió a mirar a la muchacha, quizás para mostrarle su aspecto paciente, casi estoico. Pero la muchacha no lo miró. Terminaba de volcar el cenicero con su rodilla y, con los dedos, estaba recogiendo, rápidamente, la ceniza en un pequeño montón; sus ojos lo miraron un segundo demasiado tarde.
—No, Arturo, no me lo dijiste —dijo en el teléfono.
—Sí. Puede ser que me vaya. Todavía no lo sé. Naturalmente, la idea me enloquece y no iré si puedo evitarlo. Pero a lo mejor lo tengo que hacer. No sé. Si me devuelven mi pequeño casco y mi gran escritorio y mi enorme mosquitero limpio, tal vez no sea…
—Me gustaría poder meter en tu cabeza un poco de sentido común, muchacho… eso es lo que a mí me gustaría —dijo el hombre canoso—. Por amor de Dios, para ser un tipo supuestamente inteligente, hablas como una criatura. Te lo digo con toda sinceridad. Dejas que un montón de pavadas empiece a crecer como una bola de nieve hasta ser algo fundamental y estás completamente incapacitado para cualquier…
—Tendría que haberla deja. ¿Sabes? Tendría que haberme ido el verano pasado, cuando la bola recién empezaba a rodar… ¿Sabes? ¿Sabes por qué no lo hice? ¿Quieres saber por qué no lo hice?
—Arturo, por Dios. Esto no nos lleva a ninguna parte.
—Espera un segundo. ¡Déjame decirte por qué! ¿Quieres saber por qué no lo hice? Puedo decirte exactamente porqué. Porque le tuve lástima. Esa es la verdad, total y simple. Le tuve lástima.
—Bueno, yo no sé. Pienso que eso está fuera de mi jurisdicción —dijo del hombre canoso—. Sin embargo, me parece que te olvidas que Joanie es una mujer adulta. No sé, pero me parece que…
—¡Mujer adulta! ¿Estás loco? Es una criatura adulta, por el amor de Dios. Escúchame, me estoy afeitando —escucha esto— me estoy afeitando y de repente me llama desde la otra punta del departamento. Voy a averiguar qué pasa —en medio de la afeitada, con la espuma en toda mi condenada cara—. Y ¿sabes lo que quiere? Preguntarme si creo que es buena. Te juro. Es conmovedora. La miro cuando duerme y sé bien lo que te digo. Créeme.
—Bueno, eso es algo que tú conoces mejor que… Quiero decir, eso está fuera de mi jurisdicción —dijo el hombre canoso—. El asunto es, maldita sea, que no haces nada constructivo para…
—Somos una pareja fracasada, eso es todo. Esa es la historia, simple y total. Fracasada como el mismo demonio. ¿Sabes lo que precisa ella? Precisa un canalla enorme que de vez en cuando le pegue una pateadura y que después siga leyendo el diario. Eso es lo que ella precisa. Yo soy condenadamente débil por ella. Lo sabía antes de casarnos…, te lo juro por Dios que lo sabía. Pienso que eres uno de esos avivados que nunca se casan, porque antes que nadie se dan cuenta. Por Dios que no me daba cuenta. Soy débil. Ese es el asunto, en pocas palabras.
—Eres débil. Simplemente no usas tu cabeza —dijo el hombre canoso aceptando el cigarrillo que la muchacha recién había prendido.
—¡Claro que soy débil! ¡Claro que soy débil! ¡Carajo si lo sé! Si no fuera débil, piensas que hubiera dejado que todo… Ah ¿para qué sirve hablar? Claro que soy débil… Por Dios, te estoy manteniendo despierto toda la noche. ¿Por qué no me mandas al demonio y cortas? En serio. Corta.
—No voy a cortar, Arturo. Me gustaría ayudarte, si fuera humanamente posible —dijo el hombre canoso—. En este momento eres tu peor…
—Ella no me respeta. Por Dios, ni siquiera me quiere. Además, en última instancia, yo también he dejado de quererla. No sé. La quiero y no la quiero. Varía. Fluctúa. ¡Dios mío! Cada vez que decido terminar salimos a cenar afuera por cualquier razón y la cito en algún lado y se me viene con esos malditos guantes blancos o con cualquier otra cosa. Qué sé yo. O me pongo a pensar en la primera vez que fuimos en auto a New Haven a ver el partido de Princeton. Se nos pinchó una goma apenas salimos del estacionamiento y hacía un frío del demonio, y ella sostenía la linterna mientras yo arreglaba toda esa porquería… ¿Te das cuenta lo que te quiero decir? Qué sé yo. O empiezo a pensar —mi Dios es difícil decírtelo—, empiezo a pensar en ese maldito poema que le mandé cuando empezamos a salir:
Mi color es rosa y blanco,
boca bonita y verdes mis ojos.
Mi Dios, es tan difícil… me hacía acordar a ella. No tiene ojos verdes, tiene ojos como condenados caracoles de mar… Dios mío… pero sin embargo me acordaba de ella. Qué sé yo. ¿Para qué sirve hablar? Me estoy volviendo loco. ¿Por qué no cortas? Te lo digo en serio.
El hombre se aclaró la garganta y dijo:
—No tengo la menor intención de cortar, Arturo. Justamente es una…
—Una vez ella me compró un traje. Con su propio dinero. ¿Te lo conté?
—No, yo…
—Simplemente entró, creo que a Tripler y me lo compró. Yo ni siquiera iba con ella. Quiero decirte que ella tiene gestos magníficos. Lo más divertido es que resultó de mi talle. Solamente tuve que hacerlo ajustar un poquito en los fondillos y acortarlo. Quiero decir, tiene gestos magníficos.
El hombre canoso escuchó un momento más. Luego se dio vuelta, de golpe, hacia la muchacha. La mirada que le echó, aunque sólo fue una ojeada, bastó para decirle todo lo que pasaba del otro lado del teléfono.
—Ahora escúchame, Arturo. Esto no sirve para nada. Te lo digo en serio. Escúchame ahora. Te hablo sinceramente. ¿Quieres desvestirte y meterte en la cama como un chico bueno? ¿Y descansar? Joanie llegará probablemente dentro de dos minutos. No querrás que te vea así, ¿no es cierto? A lo mejor se aparecen con ella los condenados Ellenbogens. No querrás que toda esa gente te vea así ¿no es cierto? —escuchó—. ¿Me oyes, Arturo?
—¡Dios mío! Te estoy manteniendo despierto toda la noche. Todo lo que hago…
—No me estás manteniendo despierto toda la noche. No puedes pensar eso. Ya te lo dije, estuve durmiendo un promedio de cuatro horas por noche. Lo que me gustaría hacer, si fuera humanamente posible, sería ayudarte, muchacho. —Escuchó—. Arturo, ¿estás ahí?
—Sí. Aquí estoy. Escúchame. De todos modos te he mantenido despierto toda la noche. ¿No podría ir a tu casa a tomar un trago? ¿Te importaría?
El hombre canoso se enderezó y colocó la palma de su mano libre sobre su cabeza y dijo:
—¿Ahora quieres decir?
—Sí. Digo si te viene bien. Me quedaré solamente un momento. Me gustaría sentarme en algún lado y… qué sé yo. ¿Te viene bien?
—Sí, pero el asunto es que no creo que debas hacerlo, Arturo —dijo el hombre canoso retirando la mano de su cabeza—. Quiero decirte que serías más que bienvenido pero honestamente creo que tendrías que quedarte ahí y calmarte, hasta que llegue Joanie. Sinceramente, eso es lo que pienso. ¿Dónde quieres estar? Supongo que querrás estar ahí cuando ella llegue. ¿Tengo o no razón?
—Sí. No sé. Te juro que no sé.
—Bueno, yo sí sé. Honestamente, yo sí lo sé —dijo el hombre canoso—. Mira, ahora ¿por qué no te metes en la cama y descansas, y más tarde si tienes ganas me llamas? Digo, si tienes ganas de conversar. Y no te preocupes. Eso es lo fundamental. ¿Me escuchas? ¿Lo vas a hacer?
—Está bien.
El hombre canoso continuó sosteniendo el teléfono durante unos segundos, después colgó.
—¿Qué dijo? —le preguntó inmediatamente la muchacha.
Él sacó su cigarrillo del cenicero, es decir, lo seleccionó entre la montaña de colillas y cigarrillos a medio fumar. Dio una pitada y dijo:
—Quería venir aquí, a tomar una copa.
—Dios mío, ¿qué le contestaste? —dijo la muchacha.
—Me escuchaste —dijo el hombre canoso, y la miró—. ¿Me pudiste escuchar, no es cierto? —aplastó su cigarrillo.
—Estuviste maravilloso. Absolutamente maravilloso —dijo la muchacha observándolo—. Dios mío, me siento una arrastrada.
—Bueno —dijo el hombre canoso—, es una situación muy difícil. No sé hasta qué punto estuve maravilloso.
—Lo estuviste. Estuviste estupendo —dijo la muchacha—. Estoy toda floja. Estoy absolutamente floja. Mírame.
El hombre canoso la miró.
—Bueno, realmente es una situación imposible —dijo—. Todo el asunto es tan fantástico que ni siquiera…
—Querido, perdóname —dijo la muchacha rápidamente y se inclinó hacia él—. Creo que estás ardiendo. —Con la parte inferior de sus dedos le dio un vivo y corto golpe en el dorso de la mano, rozándolo apenas.
—No, era ceniza simplemente. —Se recostó—. Estuviste maravilloso —dijo—. Dios. Me siento como una perra.
—Bueno, es una situación muy, muy difícil. Es evidente que el tipo está pasando por una absoluta…
Repentinamente sonó el teléfono.
El hombre canoso dijo:
—Dios mío —y levantó el auricular antes de la segunda llamada—. Hola —dijo.
—Lee, ¿te habías dormido
—No. No.
—Escucha. Me pareció que te gustaría saberlo. Joanie acaba de llegar.
—¿Qué? —dijo el hombre canoso, y puso la mano izquierda sobre sus ojos, aunque la luz estaba a su espalda.
—Sí. Justamente acaba de llegar. Unos diez segundos después de que te hablé. Aproveché para llamarte mientras está en el baño. Escúchame: un millón de gracias, Lee. Te lo digo en serio…, sabes a qué me refiero. ¿Aún no te habías dormido? ¿Dormías?
—No, no. Solamente esta… No, no —dijo el hombre canoso dejando la mano sobre sus ojos. Se aclaró la garganta.
—Sí. Lo que pasó, según parece, es que Leona se pescó una borrachera y entonces le dio un fenomenal ataque de llanto, y Bob quiso que Joanie saliera con ellos a tomar un trago en cualquier parte, para suavizar las cosas. Yo no sé. Sabes. Muy complicado. De todos modos ya está en casa. Qué cacería de ratas. Te lo juro por Dios, pienso que es esta maldita Nueva York. Quizás todo se arregle, si las cosas siguen bien, quizás nos vayamos a un lugarcito en Connecticut. No necesariamente demasiado lejos, pero sí lo suficiente para poder llevar una condenada vida normal. Creo que a ella la enloquecen las plantas y todo ese asunto. Probablemente se volvería loca si tuviera su maldito jardín propio y todo eso. ¿Te das cuenta? Quiero decir, salvo a ti, ¿a quién conocemos en Nueva York, como no sea a una manga de neuróticos? Eso, tarde o temprano termina por contagiar hasta a una persona normal. ¿Entiendes lo que te digo?
El hombre canoso no contestó. Debajo de su mano tenía los ojos cerrados.
—De cualquier modo le voy a hablar de eso esta misma noche. O tal vez mañana. Ahora está un poco cansada. Quiero decir que, en el fondo, es una chica formidable. Si tenemos una oportunidad para arreglarnos, seríamos terriblemente estúpidos si no lo intentáramos. Mientras estoy en eso voy a procurar, también, arreglar el lío de las chinches. Estuve pensando. Mejor dicho, ¿crees, Lee, que si voy a hablar personalmente con Juniors podría…?
—Si no te importa, Arturo, yo preferiría…
—Es que no quiero que pienses que te llamé exclusivamente porque estoy preocupado con mi maldito trabajo o cualquier otra cosa. No es eso. En serio, por el amor de Dios, no me preocupa para nada. Sólo pensé que si no me las arreglo para manejar a Juniors sin quemarme los sesos, soy un imbécil.
—Escúchame, Arturo —lo interrumpió el hombre canoso, retirando la mano de su cara—. De repente me empezó un terrible dolor de cabeza. No sé de dónde salió ese maldito dolor. ¿No te importa si corto? Te llamaré mañana. ¿De acuerdo? —Escuchó otro momento y después colgó.
De nuevo la muchacha le habló en seguido, pero él no contestó. Tomó el cigarrillo de ella, que estaba encendido en el cenicero y empezó a acercarlo a su boca, pero se le cayó de los dedos. La muchacha intentó recogerlo antes de que algo se quemara, pero él le dijo que se estuviera quieta por el amor de dios y ella retiró su mano.
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Con tan sólo una novela publicada, El guardián en el centeno, se convirtió en leyenda. Tan silencioso como vivió los últimos años, recién cumplidos los 91 años, se marcha el escritor más corrosivo y solitario de la literatura norteamericana. Jerome David Salinger nació en Nueva York en 1919 y murió en New Hampshire en 2010. Creció en un piso de Park Avenue, en Manhattan. Estudió tres años en la Academia Militar de Valley Forge. Como soldado de Infantería, participó en el desembarco aliado en Normandía, en 1944. Comenzó su carrera literaria escribiendo relatos para revistas de Nueva York, en la década del cuarenta. Se casó dos veces, una en 1945, y otra en 1955. Se divorció en 1967. Tuvo dos hijos: Margaret y Matt. Desde hacía casi cincuenta años vivía recluido en su casa de Cornish y desde 1965 no publicaba nada. Pretty mouth and green my eyes, el título original de este cuento traducido por C. J. Corvalán, hace parte de Nueve historias.
Salinger / Un día perfecto para el pez plátano
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