domingo, 22 de noviembre de 2020

Stephen King / Setenta años de extrañas circunstancias


Stephen King: setenta años de extrañas circunstancias


Bárbara Ayuso
21 de septiembre de 2017

Llegó cuando nadie le esperaba: el 21 de septiembre de 1947, domingo. Otro «hijo de la guerra». Su padre tuvo varios nombres —Donald Spansky, Donald Pollack, Donald King— y su madre uno solo, Nellie Ruth Pillsbury. Cuando Japón se rindió, un año antes, habían adoptado a David.
La familia de cuatro miembros duró poco. En 1949 Don se despidió a la francesa, y acabó en Sudamérica buscando cigarrillos. Ella limpió casas, planchó en lavanderías, hizo rosquillas en el turno de noche en Connecticut, Massachusetts, Indiana, Wisconsin y Maine. Crió dos hijos como supo: prohibiendo ciertas cosas, regalando libros, premiando con helados. Cuidó de sus padres enfermos y luego sus hijos cuidaron de ella cuando enfermó.
Uno de ellos se hizo escritor. Quizás hayan oído hablar de él.
Su nombre acostumbra a aparecer en letras gruesas, en portadas con regueros de sangre e inquietantes ilustraciones. Tiene dos nombres y medio: Richard Bachman, John Swithen y Stephen Edwin King. Dicen que escribe sobre terror. Que es uno de los maestros del miedo. Él afirma «que te asusten es como el sexo, la primera vez nunca se olvida», así que si alguien le dice que no recuerda cuál fue el primer King que cayó en sus manos, tenga la certeza de que miente. Somos incapaces de omitir ese recuerdo. Ese secuestro. La electricidad del escalofrío en la columna, el corazón al galope en el pecho. Cualquiera sabría precisar si lo devoró por atracón o si pasó el día deseando volver para continuarlo. No importa: ese título se queda ahí, abotonando el estómago, como los libros que robamos o el primer polvo.
Cincuenta y cuatro novelas, tres obras de no ficción, doscientas historias cortas después, Stephen King cumple hoy setenta años. Llega a esta cima acumulando fortuna, huestes de adictos y detractores; galardones y vituperaciones varias. Erigiéndose como una inagotable fábrica de ideas para Hollywood. Superviviente de sí mismo y también de una camioneta. Habiendo escrito la gran novela americana no una, sino varias veces. Setenta años como alguien que escribe sobre y en extrañas circunstancias. Diez páginas al día.
(Casi) todo lo que sé de la vida lo aprendí leyendo a King
Cuando nacimos, Stephen King ya estaba ahí. Nuestra infancia no estuvo plagada de banderas americanas, discos de vinilo y casas con porche y canasta. Crecimos sin probar la mantequilla de cacahuete y viendo camiones de los helados solo en televisión. Pero en las páginas de King había algo profundamente doméstico, costumbrista. Como un pijama viejo y cálido. Éramos, sin serlo en absoluto, los niños de sus novelas. Porque no tuvimos sótano pero también teníamos miedo. De la oscuridad, de un muñeco siniestro, de nuestro padre, de lo que habita debajo de la cama, de la abusona de turno.
King desenterró todos esos pavores de la infancia y los resucitó. Nos los puso en las narices y nosotros volvimos a ser vulnerables. Pero no fue solo eso. En las últimas décadas lo que nos ha dado va más allá.
Nos enseñó que si bien RilkeProust o Baudelaire tenían razón en que la única patria es la infancia, esta no era un territorio emocional habitado exclusivamente por la nostalgia y la felicidad. Allí residían monstruos. Corpóreos, imaginados o metafóricos, pero dolorosos siempre. King encontró la forma de impregnar sus pesadillas en nuestros recuerdos. A cambio, nos hizo sentir un poco menos solos. Un poco más arraigados.
Fue así desde Carrie, su primera novela. Lo que aterraba no era el poder sobrenatural de la telequinesis, ni los desmanes de una madre profundamente trastornada. Todos nuestros fantasmas estaban ahí: el miedo a ser diferente, a madurar, a ser objeto de mofas. Al rechazo, a un Dios subyugante, a disfrutar de la violencia. Reconocimos que el adulto que somos está construido sobre un gigantesco cerro de terrores. Aprendimos que nunca mentimos mejor que cuando nos mentimos a nosotros mismos.
Lo constatamos después, en la monumental It (su primera gran novela americana) en El Cuerpo o Corazones en Atlántida (su segunda gran novela americana)Supimos que no existe división entre los buenos y los malos amigos: solo personas con las que uno quiere estar, necesita estar; gente que ha construido su casa en nuestro corazón. Y que «casa» no es un espacio físico que responde a unas coordenadas. Simplemente es el lugar donde siempre quieren que nos quedemos más tiempo.
Desvinculamos la fe de la religión. Porque leyéndole también desaprendimos. Los hombres lobos, los coches que hablan, los vampiros psíquicos, los piroquinéticos, los resucitados o los entes primigenios palpitando en una sinopsis JAMÁS deberían llevarnos a subestimar un libro. Tampoco el canon cultural, la cúpula intelectual o los tótems literarios. Deberíamos avergonzarnos de nuestros prejuicios, no de lo que nos provoca placer leer.
Él también tuvo que desaprenderlo. Empezó en esto abochornado de lo que escribía. Le reprendieron por abordar la fealdad, lo insólito, lo oscuro. La profesora Hisler le obligó hacer trizas El Péndulo de la muerte porque era basura. Casi cuarenta años después, lo entendió. Y nos lo contó: «Todos los escritores de novela, cuentos o poesía de quienes se ha publicado siquiera una línea han sufrido alguna un otra acusación de estar derrochando el talento que les ha regalado Dios. Cuando una persona escribe (y supongo que cuando pinta, baila, esculpe o canta) siempre hay otra con ganas de infundirle mala conciencia. No tiene mayor importancia».
A veces King (y esto es posible que no lo sepa) nos reconcilió con nuestros padres. Lo hizo todas y cada una de las veces (en Cementerio de Animales en Ojos de fuego) que nos arrojó a ese pozo de pavores insondables que es la mente de un progenitor, y nos obligó a mirarlos como si fueran los nuestros. Nos contagió su angustia, su ocasional inoperancia, el estigma de la preocupación incesante. En Christine nos sugirió que quizá —y solo quizá—los padres son niños grandes hasta que sus hijos les fuerzan a convertirse en adultos. Cuando pronunciamos ahora «incondicional» lo hacemos de otra manera. Y cuando un vemos a un niño cruzar la carretera, también.
Nos demostró que la rabia es una jaula. Que abandonarse a la nostalgia es un error. Humano, pero un error. Que lo de «cualquier tiempo pasado fue mejor» es, además de una perezosa falacia, una manera obtusa de subestimar el presente.
Porque King es maestro en el hoy, y esta sentencia es válida en 1968 y también en 2017. Si hay algo que ni siquiera sus críticos pueden negarle, es que ha retratado como nadie el sentir de varias épocas, ha condensado en palabras pedazos de nuestra existencia. Y ha dado con el concepto fundamental de su (y nuestra) cultura. Por eso sabemos que si alguien del futuro nos pregunta qué supuso la guerra de Vietnam, le regalaremos Corazones en la Atlántida. Que si las generaciones venideras tienen la tentación de empequeñecer la paranoia post 11-S, ahí estará Buick 8 para recordar. Si la muerte y los años suavizan el legado del duplo BushCheney, podremos regresar a La cúpula. 
Aunque ahora mismo suene a chiste, también nos ha instruido para no venerarle en exceso. Envidiamos que haya sido honrado con el bloqueo de Trump en Twitter, pero no su criterio cinematográfico cuando el material que adaptan es el suyo. Algunas películas que gozan de su aprobación dan más miedo que sus libros (y no en el buen sentido). Tampoco hay que darle necesariamente la razón cuando dice de sí mismo que es la versión literaria del McDonald’s. Al fin y al cabo, lo afirma un tipo que siempre va en vaqueros, prefiere compartir que dar lecciones y quiere pagar más impuestos. No el autor que ha condensado en un reducto de Maine todos los subgéneros de la mitad del siglo XX: la ciencia ficción, terror, fantasía, ficción histórica, superhéroes, fábulas posapocalípticas, wéstern… El que acumula títulos infaustos (Tommyknockers, Duma Key) que vencen a lo mejor de otros escritores de renombre.
King ha triunfado en lo que habían fracasado antes centenares de ilusionistas, la factoría Disney, los prestidigitadores de cualquier religión: que creyéramos en la magia. Y nos sintiéramos, también, un poco hijos suyos al leer alguna de sus dedicatorias: «Kids, fiction is the truth inside the lie. And the truth of this fiction is simply enough: magic exists».
Existe, pero sus rincones son peligrosos. Abundó en ello en 22/11/63 (su tercera gran novela americana) donde también nos recordó que amar no es poseer. A veces es sacrificar. Porque sí, en ocasiones King nos jodió la fiesta. Joyland nos hizo envejecer de golpe. Insomnia nos enseñó a sobrecogernos aún más con la melancolía de la vejez. Nos avivó el dolor desnudo de la pérdida en Un saco de huesos: un marcapáginas en mitad de un libro. Mostró cómo los corazones pueden romperse (porque sí, pueden) y sería mejor que muriésemos cuando lo hacen, pero no lo hacemos. También nos señaló lo que jamás debemos decir a quien vela un ataúd: «Está en un lugar mejor», «Al menos murió rápidamente y no sufrió», «Dentro de poco estarás mejor, ya lo verás». Basta con limitarnos a reconocer que la pérdida es una mierda y abrazar con todo el cuerpo.
Leer a King, para muchos de nosotros, desata oleadas de placer y gratitud. Creemos firmemente que nos salvó de convertirnos en seres grises que solo temen a los terroristas, las guerras, el cáncer, las hipotecas o los terremotos. Nos proporcionó un refugio de la realidad, aunque el búnker estuviera cuajado de pesadillas. Volvimos a temer a los monstruos (que a veces ganan) y a confiar en los vaqueros. A ablandar la roña de nuestro cinismo con toneladas de sensibilidad. A descubrir la parte sabrosa de nuestros miedos. La que nos sobresalta, inquieta y mantiene vivos. Porque si a un miedo no se le puede dar forma, no se le puede vencer.
A cambio, nuestras esperanzas tienen forma de tortuga. Incluso las más estúpidas, como soñar que vivimos en un mundo que le otorgará antes un Premio Nobel a Stephen King que a Murakami. Sospechamos que quizá sea el Nobel quien no se merece a Stephen King, pero tampoco importa demasiado. Ya le hemos otorgado nuestros personal galardón: King es el escritor más generoso de la historia. Por todo lo que hemos dicho, por muchas razones más y particularmente por lo que nos ha enseñado sobre la telepatía. Es decir, sobre escribir. 
Que es un oficio más, como ser camionero o fontanero. Que da lo mismo ser James JonesJon Cheever, Stephen King o un borracho de banco de estación: a la hora de vomitar en la cuneta, todos se parecen bastante. Que la droga y el alcohol calman los demonios es mentira. Que escribir es humano y corregir, divino. Que se escribe con brújula, no con mapa, y que el escritorio hay que ponerlo en un rincón. Que de adverbios está empedrado el infierno. Que el reconocimiento no es nada. Que el talento no lo es todo. Que podemos escribir de lo que nos dé la gana, mientras contemos la verdad. La narrativa —nos explicó en Mientras escribo consiste en descubrir la verdad dentro de la red de mentiras de la ficción.
Y la verdad es esta: a estas alturas nos trae sin cuidado quien arrugue el gesto cuando calificamos a King como uno de los narradores más grandes de la historia. Porque desconocemos si quien habite el mundo dentro de doscientos años sabrá quién es William GadisZadie Smith o Jonathan Franzen. Pero sabrán (lo sabemos) quién es Stephen King.
Un escritor que llegó cuando nadie le esperaba y con el que nunca dejamos de aprender. «Miedo» es un título que se le queda estrecho.
Felicidades, maestro.
Al resto, ya saben. Entra, forastero, por tu cuenta y riesgo: aquí hay tigres.




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