lunes, 23 de noviembre de 2020

Walter Tevis / Mary Lou I


Walter Tevis

MARY LOU I


Walter Tevis / Mary Lou I

Walter Tevis / Mary Lou II 

Walter Tevis / Mary Lou III / Seis de octubre

Walter Tevis / Mary Lou IV / Spofforth


    UNO
    Leer a veces se hace aburrido, pero, de cuando en cuando, descubro algo sobre lo que me gusta saber. Estoy sentada en un sillón junto a la ventana, escribiendo esto, con una tabla en el regazo para escribir encima, y durante largo rato antes de empezar me he limitado a estar sentada mirando cómo caía la nieve. Grandes, pesados, aglutinados copos caen directamente del cielo. Bob me ha dicho que descanse para que no me coja dolor de espalda por llevar este abultado vientre. Así, pues, observé la nieve durante largo rato. Y empecé a pensar en algo que leí hace unos cuantos días acerca del ciclo del agua, acerca de cómo funciona en realidad todo el complicado asunto de la evaporación y condensación y aire y vientos. Veía caer la nieve y pensaba en cómo esos copos blancos habían estado hace poco en la superficie del agua del Océano Atlántico, se habían convertido en vapor debido al calor del sol. Podía visualizar nubes que se movían juntas muy por encima del agua, y el agua que hay en ellas cristalizar en copos de nieve, y esos copos caer y aglutinarse y seguir cayendo hasta que yo podía verlos, fuera de esta ventana, en Nueva York.


    Algo me hace sentir muy bien por el hecho de saber solo cosas así.
    Cuando era una niña, Simon me habló de cosas como el ciclo del agua y la precesión de los equinoccios. Tenía un viejo trozo de pizarra y tiza; le recuerdo dibujándome el planeta Saturno con sus anillos. Cuando le preguntó cómo sabía esas cosas, me contestó que las había aprendido de su padre. Su abuelo, cuando era niño, había mirado el cielo nocturno a través de un telescopio celeste, tiempo atrás, no mucho después de lo que Simon llamaba «la muerte de la curiosidad intelectual».
    Aunque no sabía leer ni escribir y nunca había ido a la escuela, Simon tenía cierto conocimiento del pasado. No solo de los burdeles de Chicago, sino del Imperio Romano y de China y Grecia y Persia. Puedo recordarle en nuestra pequeña cabaña de madera, con un cigarrillo de marihuana colgando de su desdentada boca, mientras estaba de pie junto a la cocina de madera removiendo un estofado de conejo o sopa de alubias, y diciendo: «Había grandes hombres en el mundo, hombres de mente y poder e imaginación. San Pablo y Einstein y Shakespeare…» Tenía varias listas de nombres del pasado que decía a la carrera, gloriosamente, en esas ocasiones, y siempre me maravillaba al oírlas. «Julio César y Tolstoi e Immanuel Kant. Pero ahora todo son robots. Robots y el principio del placer. La cabeza de todo el mundo es un barato espectáculo de cine».
    Jesús. Echo de menos a Simon, casi tanto como a Paul. ¡Ojalá estuviera aquí en Nueva York conmigo, durante las horas de la mañana en que Bob está en el trabajo en la universidad! Cuando escribía la primera parte de este Diario, este memorizar mi vida, cuando Paul y yo vivíamos juntos, quería que Simon pudiera responder por mí acerca de los días en que me presenté en donde él vivía en el desierto. Acerca de qué aspecto tenía como chica, y si era bonita y lista y si realmente aprendía las cosas tan aprisa como él decía. Ahora, desearía tenerlo por su sentido del humor y su rusticidad. Era un hombre viejo, muy viejo; pero era mucho más alborotado y mucho más divertido que ninguno de los dos con los que he vivido desde entonces.
    Paul era patéticamente serio. Resulta cómico solo recordar la cara que puso cuando lancé la roca al cristal de la jaula de la serpiente pilón, y con qué seriedad me enseñaba a leer. Y solía leer las primeras partes de este Diario, cuando vivíamos en la biblioteca, y arrugar los labios, y fruncir el ceño —incluso en las partes que yo creía eran divertidas.
    Bob apenas es mejor. Sería absurdo esperar que un robot tuviera sentido del humor, pero, a pesar de eso, es difícil adaptarse a su gravedad y a su sensibilidad. Sobre todo, cuando me cuenta ese sueño que sigue teniendo y que ha tenido en el transcurso de su larga vida. Al principio me interesaba, pero al final me aburrió.
    Supongo que ese sueño tiene mucho que ver con el hecho de que yo viva aquí, en este apartamento de tres habitaciones, con él. Casi estoy segura de que fue el principio de su deseo de vivir y actuar como un ser humano normal de antaño, de intentar vivir una vida como la vida del soñador original del sueño.
    Así, pues, soy la esposa o la querida que tendría. Y jugamos a una especie de juego doméstico, porque Bob lo quiere así.
    Creo que está loco.
    ¿Y cómo sabe que su cerebro no fue copiado del de un soltero? ¿O del de una mujer?
    Nunca escucha ninguna de mis objeciones. Lo que dice es: «¿Te importa de verdad, Mary?».
    Y creo que no. Echo de menos a Paul. Creo que amaba a Paul, de alguna manera. Pero, cuando profundizo en ello, no me importa realmente esta vida, ser la compañera de un robot de piel morena.
    ¡Qué diablos! Solía vivir en el zoo, por el amor de Cristo. Me saldrá bien.
    Afuera, todavía está nevando. Voy a terminar esta anotación en mi Diario de recuerdos y, luego, me sentaré durante una hora y beberé cerveza y miraré la nieve y esperaré a que Bob regrese a casa.
    Sí, sería bonito tener a Paul otra vez. Pero, como decía Simon, no puedes ganarlos a todos. Me saldrá bien.


    DOS
    Bob me ha estado contando su sueño otra vez, y, como siempre, poco puedo hacer aparte de sonreírle con educación cuando habla y tratar de simpatizar. Sueña en una mujer blanca, pero no se parece en nada a mí. Yo tengo el pelo oscuro y soy físicamente fuerte, con buenas, sólidas caderas y muslos. Ella es rubia y alta y delgada. «Estética», dice él. Y yo no lo soy —aunque la palabra le iría muy bien a Paul. La mujer del sueño de Bob siempre está de pie junto a un estanque de agua negra, y lleva un albornoz. Creo que yo nunca he llevado albornoz, y no soy propensa a estar de pie junto a estanques de nada durante mucho tiempo.

    Creo que lo que estoy tratando de decir es que él está enamorado de ella y no de mí. Y, además, con las mejores intenciones.
    Es cierto que no amo a Bob —le odié, de hecho, cuando separó a Paul de mí y le envió a prisión. Lloré y le pegué muchas veces después de la conmoción inicial. Y una de las cosas a las que me costó más acostumbrarme fue que él es realmente un Detector— que, de hecho, hay realmente detectores, al fin y al cabo. No me molestaba que fuera un robot, o negro; lo principal de la experiencia fue que podía ser detectada . Me quitó una cosa que me había dado mucha fuerza durante toda mi vida: la sensación de que no estaba siendo engañada por esta sociedad-para-idiotas en la que vivo. Lastimó parte de la confianza que Simon me había dado —Simon, la única persona a la que he amado, o es probable que ame jamás.
    Bien. Paul era un hombre amable y dulce, y me inquieto por él. He intentado que Bob lo liberara de la prisión a la que fue enviado, pero Bob ni siquiera lo discutirá conmigo. Se limita a decir: «Nadie le hará daño», y eso es todo cuanto dirá. Había momentos, al principio, en que tenía ganas de llorar por Paul; echaba a faltar su dulzura y su naïveté , y la manera infantil en que le gustaba comprarme cosas. Pero, en realidad, nunca derramé una lágrima por él.
    Bob, por otra parte, es una criatura de entidad. Sé que es muy viejo —más viejo de lo que sería Simon si aún viviera—; sin embargo, parece que eso carece de importancia, salvo en que le da un cansancio del mundo que es atractivo. Y el hecho de que sea un robot no significa nada para mí excepto cierta simplicidad en nuestra relación porque no puede haber sexo entre nosotros. Tuve una decepción cuando lo descubrí; pero me he acostumbrado.

    TRES
    Hace medio año que Paul y yo fuimos separados y me siento cómoda viviendo con Bob, aunque no enteramente feliz.
    Sería ridículo herir a un robot por su falta de humanidad y, sin embargo, después de todo, ese es el problema. No quiero decir que carezca de sentimientos, ni mucho menos. Siempre tengo que acordarme de pedirle que se siente conmigo mientras como o heriré sus sentimientos. Cuando estoy enfadada con él, se le ve auténticamente contrariado. Una vez en que estaba aburrida me burlé de él llamándole «Robot» y se puso furioso —daba miedo— y me gritó: «Yo no elegí mi encarnación». No. Se parece a Paul en que siempre debo estar pendiente de su sensibilidad. Yo soy la que es fría con los demás.
    Pero Bob no es humano, y no puede olvidarlo. Lo olvidé algunas veces durante los primeros meses que vivimos juntos. Fue después de apaciguarse mi ira por el hecho de haberme separado de Paul, durante el segundo mes; intenté seducirle. Estábamos sentados en la mesa de la cocina, en silencio, mientras yo terminaba un plato de huevos revueltos y mi tercer vaso de cerveza y él estaba sentado junto a mí, con su hermosa cabeza inclinada hacia mí, observando cómo comía. Parecía conmovedoramente tímido. Tardé bastante en acostumbrarme al hecho de que él no comía y había olvidado por completo las implicaciones de esta sencilla particularidad. Quizá fue la cerveza, pero me encontré a mí misma viendo por vez primera lo bien parecido que era, con su suave y joven piel morena, el corto y rizado y brillante pelo, los ojos pardos. ¡Y lo fuerte y sensible que era su rostro! Entonces, me acometió un repentino arrebato de sentimiento, no tanto sexual como maternal, y alargué una mano y la puse en su brazo, justo por encima de la muñeca. Era cálido, como ningún otro brazo.
    Bajó su mirada hacia la mesa, y no dijo nada. De todos modos, en aquellos días no nos hablábamos mucho. Llevaba una camisa beige de Synlon, de mangas cortas, y su moreno —hermoso moreno— brazo era suave, cálido al tacto, y no tenía pelo. Llevaba pantalones caqui. Dejé el vaso y, lentamente —como en un sueño—, tendí mi mano hacia su muslo. Y durante el corto momento que me llevó dejar el vaso, hacer una breve pausa dudando, y luego tender la mano mientras la otra aún agarraba ligeramente su brazo, todo el acto se había vuelto específicamente, excitantemente sexual; de repente, me excité y, por un momento, me sentí desvanecer. Puse la palma de la mano en el interior de su muslo.
    Permanecimos sentados así durante lo que parecía un largo rato. Honestamente, yo no sabía qué hacer a continuación. Mi mente no tenía ningún cálculo de la situación; por un momento, la palabra «robot» no entró en ella. Sin embargo, no seguí adelante, como hubiera hecho con otro…, con otro hombre .
    Entonces, levantó la cabeza y me miró. Su cara estaba extraña. Sin embargo, parecía no haber ninguna expresión en ella.
    —¿Qué intentas hacer? —me preguntó.
    Me limité a mirarle sin decir nada.
    Inclinó la cabeza hacia la mía.
    —¿Qué diablos intentas hacer?
    No respondí nada.
    Entonces, con la mano que tenía libre, apartó mi mano de su pierna. Quité mi mano de su brazo. Se puso de pie y empezó a sacarse los pantalones. Yo le miraba fijamente, sin pensar en nada.
    Ni siquiera suponía qué pretendía. Y cuando lo vi, me quedé verdaderamente conmocionada. No había nada entre sus piernas. Solo una simple arruga en la lisa y morena carne.
    Él me estuvo mirando durante lodo este rato. Cuando vio que su desnudez inferior me había impresionado, dijo:
    —Me hicieron en una fábrica de Cleveland, Ohio, mujer. No me parieron. No soy un ser humano.
    Aparté la mirada y, un momento más tarde, oí que se ponía los pantalones otra vez.
    Tomé un autobús telepático hacia el zoo. Pocos días después, descubrí que estaba embarazada.

    CUATRO
    Anoche, en lugar de hablar de su sueño, Bob empezó a hablar de las inteligencias artificiales.
    Bob dice que su cerebro no es en absoluto igual que el telepático de los autobuses. Estos reciben instrucciones y se conducen ellos mismos mediante lo que él llama un «receptor de señal de intención y buscador de ruta». Dice que ni él ni ninguno de los otros seis o siete Detectores que hay en Norteamérica tienen habilidad telepática. La telepatía sería una carga para su inteligencia de «modelo humano».
    Bob es un robot Producto Nueve. Dice que los Productos Nueve, de los cuales él puede ser el último que queda, eran de un tipo muy especial de «inteligencia copiada» y la última serie de robots que se hizo. Fueron diseñados para ser directores industriales y ejecutivos senior; el propio Bob dirigió el monopolio del automóvil hasta que los coches privados dejaron de existir. Me cuenta que, en otro tiempo, no solo había coches privados, sino también máquinas que volaban por el aire y transportaban gente. Parece imposible.
    La manera de acostumbrarme a estar con Bob, después de que insistiera en que viviéramos juntos, fue preguntarle cómo funcionaban las cosas. Parecía gustarle responder.
    Le pregunté por qué los autobuses telepáticos no eran conducidos por robots.
    —Lo que se pretendía —me respondió— era hacer la máquina fundamental. Era el mismo tipo de idea que condujo hasta mí, a mi tipo de robot.
    —¿Qué hay de fundamental en un autobús telepático? —pregunté.
    Me parecían cosas tan ordinarias, siempre dando vueltas, con sus cómodos asientos y nunca con más de tres o cuatro pasajeros. Vehículos fuertes, grises, de cuatro ruedas, de aluminio y una de las pocas cosas mecánicas que siempre funcionaban; y no se necesita tarjeta de crédito para utilizarlos.
    Bob estaba sentado en un sillón polvoriento de Plexiglás en la cocina de nuestro apartamento; yo estaba hirviendo huevos sintéticos en la cocina nuclear, en el quemador que funcionaba. Sobre la cocina, una parte de la cobertura de la pared se había caído hacía años para dejar al descubierto ejemplares de un libro de forro amarillo que algún inquilino anterior había clavado allí, como aislamiento.
    —Bueno, siempre funcionan , por una razón —me respondió inflexiblemente—. No necesitan recambios. El cerebro de un autobús telepático es tan hábil para encontrar los puntos de desgaste en la maquinaria, y para hacer ajustes críticos a fin de distribuir el desgaste, que no era necesario hacer ninguno. —Miraba por la ventana, la nieve que caía—. Mi cuerpo funciona del mismo modo —dijo—. Tampoco necesito recambios.
    Se quedó en silencio.
    Parecía haber abandonado el asunto. Antes, había notado que lo hacía y le llamé la atención sobre ello. «Es solo que me hago viejo —había dicho—. Los cerebros de los robots se desgastan como el de cualquier otro». Pero, al parecer, los cerebros de los autobuses telepáticos no se desgastaban.
    Creo que Bob está demasiado obsesionado por ese sueño suyo, y por su intento de «resucitar su yo perdido» —el intento que le condujo a enviar a Paul lejos y a tomarme a mí como su esposa. Bob quiere descubrir de quién es el cerebro que tiene y recuperar sus recuerdos. Yo creo que es imposible. Creo que él sabe que lo es. El cerebro que tiene es una copia borrada del cerebro de una persona muy inteligente. Completamente borrada, excepto unos cuantos viejos sueños.
    Le he dicho que debería dejarlo estar. «Cuando dudes, olvídalo», como dice Paul. Pero él afirma que es lo único que le mantiene en su sano juicio, que le interesa. En sus primeros diez azules, los Productos Nueve habían quemado sus propios circuitos con transformadores y corriente casera, habían aplastado sus cerebros con pesado equipo de fábricas, o se habían vuelto anormales y empezado a babear como idiotas, o se habían convertido en lunáticos errabundos y vociferantes, se habían ahogado en los ríos y enterrado vivos en los campos agrícolas. No se hicieron más robots después de la serie de Productos Nueve. Nunca.
    Bob tiene la costumbre, cuando está pensando, de pasarse los dedos por el negro, ensortijado pelo, una y otra vez. Es un gesto muy humano. Ciertamente, jamás he visto que otro robot lo haga nunca. Y a veces silba.
    Un día me dijo que recordaba parte de una línea de un poema de la memoria borrada de su cerebro. Decía: «¿De quién son estos “algo” que creo conocer…?». Pero no podía recordar lo que era ese «algo». Una palabra como «utensilios» o «sueños». A veces, lo decía de esta manera:
    —¿De quién son estos sueños que creo conocer…? —Pero no le satisfacía.
    Una vez, le pregunté por qué creía que él era diferente de los otros Productos Nueve, cuando me dijo que según lo que sabía ninguno de los otros compartía estos «recuerdos». Lo que me contestó fue: «Yo soy el único negro». Y eso fue todo.
    Cuando se quedó en blanco, como aquella tarde de nieve en la cocina, le hice volver a la realidad preguntándole:
    —¿El automantenimiento es lo único «fundamental» en un autobús telepático?
    —No —contestó, y se pasó los dedos por el pelo—. No. —Pero, en lugar de proseguir, dijo—: ¿Quieres darme un cigarrillo de marihuana, Mary?
    Siempre me llama «Mary» en lugar de Mary Lou.
    —De acuerdo —respondí—. Pero ¿cómo puede funcionar la droga en un robot?
    —Limítate a dármelo —dijo.
    Cogí un cigarrillo de un paquete que había en mi habitación. Eran de una marca suave llamada «Nevada Grass»; nos los entregaban con la Pro-leche y huevos sintéticos dos veces a la semana a la gente del complejo de apartamentos en donde vivimos. La gente que, como la mayoría de nosotros, usa la tarjeta de crédito amarilla. Digo «gente» porque Bob es el único robot que vive aquí. Se traslada al trabajo en autobús telepático y está fuera seis horas al día. La mayor parte de ese tiempo leo libros o revistas antiguas microfilmadas. Bob me trae libros de su trabajo casi cada día. Los obtiene de un edificio de archivos que aún es más viejo que aquel en donde vivía con Paul. Una vez que le pregunté si había otras cosas para leer aparte de los libros, me trajo un proyector de microfilm. Bob puede ser muy útil —aunque, ahora que lo pienso, creo que todos los robots fueron programados originalmente para eso: para ayudar a la gente.
    Me estoy extraviando en este relato, en esta continuación de mi plan de memorizar mi vida. Quizá me estoy volviendo senil, como Bob.
    No, no estoy senil. Solo excitada de estar memorizando mi vida otra vez. Antes de que empezara esto solo estaba aburrida, tan aburrida como lo estuve después de que Simon muriera en Nuevo México, tan aburrida como extravagante me estaba volviendo en el Zoo del Bronx antes de que Paul apareciera la primera vez, con un aspecto tan infantil y simple, y atrayente…
    Será mejor que deje de pensar en Paul.
    Le llevé el cigarrillo a Bob y lo encendió e inhaló profundamente. Luego, tratando de ser amigable, me preguntó:
    —¿No fumas nunca ? ¿Ni tomas píldoras?
    —No —respondí—. Me ponen enferma, físicamente. Y, de todas formas, no me agrada la idea. Me gusta estar bien despierta.
    —Sí —dijo—. Te envidio.
    —¿Por qué me envidias? —inquirí—. Soy humana y estoy sujeta a enfermedades, y a envejecer y a romperme huesos…
    Hizo caso omiso de mis palabras.
    —Yo fui programado para estar bien despierto y completamente consciente veintitrés horas al día. Solo hace pocos años, desde que he empezado a permitirme concentrarme en pensar en mis sueños, en mi anterior personalidad y sus sentimientos y recuerdos borrados, que he aprendido a… relajar mi mente y dejarla vagar. —Aspiró otra bocanada del cigarrillo—. Nunca me gustó estar bien despierto. Y, ciertamente, no me gusta ahora.
    Pensé en esas palabras un minuto.
    —Dudo que esa marihuana pueda afectar a un cerebro de metal. ¿Por qué no intentas programarte tú mismo para hacer algo más elevado? ¿No puedes alterar algún circuito en alguna parte y hacerte a ti mismo eufórico, o borracho?
    —Lo intenté. En Dearborn. Y más tarde, cuando me asignó el Gobierno para esta tontería de ser un decano de universidad. La segunda vez me esforcé más que la primera porque estaba furioso al saber que a la universidad se le había encargado no enseñar nada a los estudiantes que vienen aquí, excepto cierto tipo de interioridad. Pero no pasó nada.
    Se levantó de su silla y se acercó a la ventana y observó la nieve durante un rato. Saqué los huevos del fuego y empecé a pelarlos.
    Luego, habló otra vez.
    —Quizá fue el recuerdo enterrado en mi cerebro de una educación clásica lo que me hizo sentir tan furioso. O fue quizá, tan solo, que me habían realmente entrenado para realizar mi trabajo. Sé y entiendo de ingeniería. Ni uno de mis alumnos conoce ninguna de las leyes de la termodinámica o el análisis de vectores o la geometría de los sólidos o el análisis estadístico. Yo conozco todas esas disciplinas, y más. Tampoco están en memorias magnéticas construidas dentro de mi cerebro. Las aprendí poniendo una y otra vez cintas de la biblioteca, estudiando junto con los otros robots Producto Nueve, en Cleveland. Y aprendí a ser un Detector… —Meneó la cabeza y se alejó de la ventana para ponerse frente a mí—. Pero eso tampoco importa ya. Tu padre tenía razón. Ya no hay muchos detectores que funcionen. No se necesitan. Cuando dejaron de nacer niños…
    —¿Los niños? —dije.
    —Sí —afirmó. Luego se sentó de nuevo—. Déjame hablarte de los autobuses telepáticos.
    —Pero ¿qué me dices de los niños? —preguntó—. Paul me dijo una vez…
    Me miró de una manera extraña.
    —Mary —me dijo—, no sé por qué no nacen los niños. Tiene algo que ver con el equipo de control de la población.
    —Si no nace nadie —dije—, no habrá nadie en la Tierra.
    Permaneció en silencio un minuto. Luego, me miró.
    —¿Te preocupa? —me preguntó—. ¿Te preocupa de verdad?
    Volví a mirarle. No sabía qué decir. No sabía si me importaba.

    CINCO
    Nos trasladamos a este apartamento una semana después de que despidieran a Paul, y al paso de los meses ha llegado a gustarme bastante. Bob ha intentado conseguir robots de reparación y mantenimiento para arreglar las paredes desconchadas y poner papel nuevo y reparar los quemadores de la cocina y volver a tapizar el sofá, pero hasta ahora no ha tenido suerte. Probablemente, él es el poder más alto en Nueva York; al menos, yo no conozco a ninguna otra criatura con más autoridad. Pero no puede conseguir que se haga mucho. Cuando era una niña, Simon solía decirme que las cosas estaban dejándose de lado y eliminándose. «La Era de la Tecnología se ha oxidado», decía. Bueno, ha empeorado en los cuarenta amarillos que hace que murió Simon. De todos modos, no se está muy mal aquí. Yo mismo limpio las ventanas y friego el suelo, y hay mucha comida.
    He aprendido a disfrutar bebiendo cerveza durante mi embarazo, y Bob conoce un lugar en donde hay un suministro inagotable que procede de una cervecería automatizada. De cada tres o cuatro latas sale una rancia, pero es bastante fácil verterla por el lavabo. El desagüe de la pila también está obstruido.

    El otro día, Bob me trajo de los archivos un antiguo cuadro pintado a mano, para colgarlo sobre una mancha fea y grande que hay en la pared de la sala de estar. Había una pequeña placa de bronce en el marco, y pude leerla: Pieter Brueghel , «Paisaje con la caída de Ícaro». Es muy bonito. Puedo verlo cuando levanto la vista de la mesa en la que estoy escribiendo estas líneas. Hay una masa de agua en el cuadro —un océano o un gran lago— y, alzándose fuera del agua, hay una pierna. No lo entiendo; pero me gusta la quietud del resto de la escena. Excepto esa pierna, que chapotea en el agua. Podría intentar conseguir un poco de pintura azul y pintar encima.

    Bob tiene una manera de reanudar una conversación días después de haber pensado yo que habíamos terminado con ella. Supongo que tiene que ver con la forma en que su mente almacena información. Dice que es incapaz de olvidar nada. Pero si eso es verdad ¿por qué tuvo que trabajar en aprender cosas durante su entrenamiento inicial?
    Esta mañana, mientras yo estaba desayunando y él permanecía sentado conmigo, empezó a hablar otra vez de los autobuses telepáticos. Supongo que había estado pensando en ello mientras yo dormía. A veces, cuando me levanto de la cama por la mañana y le encuentro sentado en la sala de estar con las manos dobladas bajo la barbilla o paseando por la cocina, me parece un fantasma. Una vez, le ofrecí enseñarle a leer para que tuviera algo que hacer por la noche, pero se limitó a decir: «Ya sé demasiado, Mary». No continué.
    Estaba comiendo un bol de copos de proteínas sintéticas, cuyo gusto no me agradaba mucho, cuando Bob dijo:
    —El cerebro de un autobús telepático no está despierto todo el tiempo. Solo receptivo. Quizá no fuera demasiado malo tener un cerebro así. Solo receptividad y un sentido limitado de intención.
    —He conocido gente así —dije, masticando los duros copos.
    No le miraba; estaba quieta, bastante adormilada, con la mirada clavada en el brillante dibujo de identificación en la parte lateral de la caja de cereales. Presentaba un rostro del que todo el mundo presumiblemente se fiaba —pero cuyo nombre nadie conocía—, un rostro sonriendo sobre un gran bol de lo que eran claramente copos de proteínas sintéticas. El dibujo del cereal era, claro está, necesario para que la gente supiera lo que contenía la caja, pero me había estado preguntando por el significado del dibujo del hombre. Me veo obligada a decir de Paul que te tiene preguntándote sobre cosas como esa. Siente más curiosidad por los significados de las cosas y cómo te hacen sentir , que nadie a quien yo haya conocido jamás. Debo de haber cogido algo de esto de él.
    El rostro de la caja era, Paul me lo había dicho, el rostro de Jesucristo. Se utilizaba para vender muchas cosas. «Veneración rudimentaria» era el término que Paul leyó en alguna parte y que se suponía era la idea que se perseguía, probablemente cien o más azules atrás, cuando se planificaron todas estas cosas.
    —Todo lo que hace el cerebro de un autobús —decía Bob— es leer la mente de un pasajero que piensa en un destino y, entonces, encontrar un camino para conducirle allí sin que produzca ningún accidente. Probablemente, no es una vida mala.
    Le miré.
    —Si te gusta rodar por ahí sobre ruedas —le dije.
    —Los primeros modelos de autobuses telepáticos que se hicieron en los trabajos de «Ford» eran telépatas de «dos direcciones». Transmitían música o pensamientos agradables a las cabezas de sus pasajeros. Algunos de la noche enviaban pensamientos eróticos.
    —¿Por qué ya no lo hacen? ¿Se estropeó el equipo?
    —No —respondió—. Como te dije, los autobuses telepáticos son diferentes del resto de la chatarra. No se descomponen. Lo que ocurrió fue que nadie bajaba de los autobuses.
    Afirmé con la cabeza. Luego, dije:
    —Yo lo hubiera hecho.
    —Pero tú eres diferente —dijo—. Tú eres la única mujer no programada en Norteamérica. Y estoy seguro de que eres la única que está embarazada.
    —¿Por qué estoy embarazada si nadie más lo está? —pregunté.
    —Porque no usas píldoras ni marihuana. Durante los últimos treinta años, la mayoría de drogas han contenido un agente inhibidor de la fertilidad. Comprobé algunas cintas de control en la biblioteca después de que surgiera el tema entre nosotros, el otro día. Hubo un Plan Dirigido para reducir la población durante un año. Una decisión de computadora. Pero algo salió mal, y nunca más se restableció.
    Era asombroso. Por un momento, permanecí sentada, pensando en ello. Otro error de funcionamiento del equipo, u otra computadora fundida, y no más niños. Nunca.
    —¿Podrías hacer algo? Arreglarlo quiero decir.
    —Quizá —dijo—. Pero no estoy programado para reparar.
    —Oh, vamos, Bob —dije, repentinamente irritada—. Apuesto a que podrías pintar esas paredes y arreglar el fregadero si quisieras hacerlo de verdad.
    No dijo nada.
    Me sentía extraña, molesta. Algo acerca de nuestra conversación sobre la falta de niños en el mundo —algo que jamás había observado hasta que Paul me lo había indicado— me preocupaba.
    Le miré duramente, con esa mirada que Paul llama mística y por la que dice que me ama.
    —¿Los robots pueden mentir? —le pregunté.
    No respondió.

    SEIS
    Ayer por la tarde, Bob regresó pronto de la universidad. Ahora, estoy embarazada de siete meses, y holgazaneo mucho por el apartamento, dejando pasar el tiempo y mirando caer la nieve. A veces, leo un poco, y a veces, me limito a estar sentada. Ayer, cuando Bob volvió, estaba aburrida e inquieta y le dije:
    —Si tuviera un abrigo decente, iría a dar un paseo.
    Me miró un momento de forma extraña. Luego dijo:
    —Te traeré un abrigo— y se volvió y salió. Debieron de pasar dos horas antes de que volviera. Por entonces, yo estaba aún más aburrida, e impaciente por su tardanza.
    Traía un paquete consigo y lo sostuvo un minuto, de pie frente a mí, antes de dármelo. Había algo raro en su rostro. Parecía muy serio y —¿cómo puedo decirlo?— vulnerable. Sí, a pesar de que es tan grande y tan fuerte, me pareció vulnerable, como un niño, cuando me entregó la caja.
    La abrí. Contenía un abrigo de color rojo brillante con un cuello de terciopelo negro. Lo saqué y me lo probé. Sin duda era rojo. Y no me gustaba mucho el cuello. Pero estaba segura de que era cálido.
    —¿De dónde lo sacaste? —pregunté—. ¿Y qué te hizo tardar tanto?
    —Busqué los inventarios de cinco almacenes —me respondió, mirándome fijamente—, antes de encontrarlo.
    Alcé las cejas pero no dije nada. El abrigo me iba bastante bien mientras no intentara abrochármelo por el vientre.
    —¿Te gusta? —le pregunté, dando una vuelta frente a él.
    No respondió nada, pero me miró atentamente con aire pensativo durante un largo rato. Luego, dijo:
    —Está bien. Luciría más si tuvieras el pelo negro.
    Era raro que dijera eso. Jamás había dado señales de que se fijara en mi aspecto.
    —¿Debería cambiarme el color? —preguntó.
    Mi pelo es castaño. Castaño ordinario, sin ningún carácter especial. En donde lo tengo es en la figura. Y los ojos. Me gustan mis ojos.
    —No —dijo—. No quiero que te tiñas el pelo. —Había algo triste en la manera en que lo dijo. Y luego preguntó otra cosa extraña—: ¿Te gustaría dar un paseo conmigo?
    Levanté la mirada hacia él, sin pestañear ni un segundo. Luego contesté:
    —Claro.
    Y cuando estuvimos en la calle, me cogió de la mano. Con gran sorpresa por mi parte. Empezó a silbar. Anduvimos así durante casi una hora por las casi vacías calles nevadas y por Washington Square, en donde solo unas cuantas viejas estaban sentadas fumando en silencio cigarrillos de marihuana. Bob procuraba andar despacio para que yo pudiera seguirle —él es enorme—, pero no habló en todo el rato. De vez en cuando, dejaba de silbar y me miraba, como si estuviera estudiando mi rostro; pero no dijo ni una palabra.
    Era extraño. Sin embargo, en cierto sentido me sentía satisfecha. Notaba que había algo importante para él en el abrigo rojo y en pasear y en cogerme la mano, y, a decir verdad, no sentía necesidad de saber exactamente lo que era. Si hubiera querido que lo supiera, me lo habría dicho. De alguna manera sentía que me necesitaba, y por un momento me sentí muy importante. Era una buena sensación. Me hubiera gustado que me rodeara los hombros con su brazo.
    Algunas veces, el pensamiento de que pronto seré madre me asusta y me hace sentir sola. Nunca he hablado de eso con Bob, no sabría cómo hablarle; ¡parece tan absorbido en sus propias ansias!
    He leído un libro sobre tener niños y cuidarlos. Pero no tengo ni idea de lo que se siente cuando se es madre. Nunca he visto a ninguna.

    SIETE
    Aquí, en Nueva York, cuando paseo sola por la nieve observo los rostros. No siempre son suaves, no siempre vacíos, no siempre estúpidos. Algunos son ceñudos, están concentrados, como si algún pensamiento difícil intentara prorrumpir en palabras. Veo hombres de mediana edad con delgados cuerpos y pelo gris y ropas brillantes, con los ojos vidriosos, perdidos en sus pensamientos. Los suicidios por inmolación abundan en esta ciudad. ¿Están pensando en la muerte, los hombres? Nunca les pregunto. No se hace.
    ¿Por qué no nos hablamos los unos a los otros? ¿Por qué no nos agrupamos contra el frío viento que sopla por las calles vacías de esta ciudad? Una vez, hace mucho tiempo, había teléfonos privados en Nueva York. La gente se hablaba entonces —quizás a distancia, de forma extraña, con sus voces adelgazadas y artificiales por culpa de la electrónica; pero se hablaba. Del precio de los comestibles, de las elecciones presidenciales, de la conducta sexual de sus hijos adolescentes, de su temor al tiempo y de su temor a la muerte. Y leían , oyendo las voces de los vivos y de los muertos que les hablaban en elocuente silencio, en contacto con un murmullo de habla humana que debía de llenar la mente de una manera que decía: «Soy humano. Hablo y escucho y leo».
    ¿Por qué nadie puede leer? ¿Qué ocurrió?
    Tengo un ejemplar del último libro publicado por «Random House», en otro tiempo un lugar de negocios que hacía que los libros fueran impresos y vendidos por millones. El libro se titula El rapto; fue publicado en 2189. En la guarda del libro hay una declaración que empieza: Con esta novela, quinta de una serie, « Random House» cierra sus puertas editoriales. La abolición de los programas de lectura en las escuelas durante los últimos veinte años ha ayudado a que esto se produjera. Con pesar… Etcétera.
    Bob parece saberlo casi todo; pero no sabe cuándo o por qué la gente dejó de leer.
    —La mayoría de la gente es demasiado perezosa —dijo—. Solo quieren distracciones.
    Quizá tiene razón, pero, a decir verdad, no siento que la tenga. En el sótano del edificio de apartamentos en el que vivimos, un edificio muy viejo que ha sido restaurado muchas veces, hay una frase crudamente rotulada en la pared que está cerca del reactor: ESCRIBIR CHUPA. La pared está pintada de un color verde institucional, y rascado en la pintura hay crudos dibujos de penes y senos de mujeres y de parejas realizando sexo oral o golpeándose el uno al otro; pero estas son las únicas palabras: ESCRIBIR CHUPA. No hay pereza en esa declaración, tampoco en el impulso de escribirla rascando la dura pintura con la punta de una uña o de un cuchillo. Lo que pienso cuando leo esa áspera, declarativa frase, es cuánto odio hay en ella.
    Quizás el horror y la frialdad que veo en todas partes existen porque no hay niños. Ya nadie es joven. Jamás he visto a nadie más joven que yo. Mi única idea de la infancia procede del recuerdo, y de la obscena charada de esos niños robot del zoo.
    Debo de tener por lo menos treinta años. Cuando nazca mi niño, no tendrá compañeros. Estará solo en un mundo de gente vieja y cansada que han perdido el don de vivir.

    OCHO
    Debió de haber un período en el mundo antiguo en que aún había escritores para televisión que escribían sus guiones, aun cuando ninguno de los actores podía leerlos. Y, aunque había algunos escritores que utilizaban magnetófonos para escribir —especialmente para los espectáculos de sexo-y-dolor que eran populares en la época—, muchos lo rehusaban por una especie de esnobismo y seguían escribiendo a máquina sus guiones. A pesar de que la fabricación de máquinas de escribir había cesado años atrás y de que era casi imposible encontrar recambios y cintas, se siguieron produciendo guiones escritos a máquina. Por lo tanto, cada estudio tenía que tener un lector, una persona cuyo trabajo consistía en leer en voz alta los guiones mecanografiados y grabarlos en un magnetófono para que el director pudiera entenderlos y los actores pudieran aprender su parte. Alfred Fain, el libro del cual fue utilizado para aislar las paredes de nuestro apartamento contra el tiempo frío tras la Muerte del Petróleo, fue escritor y lector durante los últimos días de la televisión-historia, o Video Literal. Su libro se titula La última autobiografía y empieza así:

    Cuando yo era joven, la lectura aún se enseñaba en las escuelas públicas, como cosa facultativa. Puedo recordar claramente al grupo de veinteañeros en la clase de lectura de Miss Warburton, en San Luis. Éramos diecisiete y nos considerábamos con orgullo una «élite» intelectual. Los otros miles de estudiantes de la escuela, quienes solo podían deletrear palabras como «joder» y «mierda» —garabateándolas en las paredes de los campos de deportes y gimnasios y salas de TV que formaban la mayor parte del espacio de la escuela—, nos trataban con una especie de temor envidioso. A pesar de que a veces nos intimidaban —y aún me estremezco al recordar al jugador de hockey que solía hacer sangrar mi nariz regularmente después de nuestra clase de Viaje por la Mente—, parecían envidiarnos secretamente. Y tenían una idea bastante justa de lo que era leer.
    Pero de eso hace mucho tiempo, y yo tengo ahora cincuenta años. Ninguno de los jóvenes con los que trabajo —estrellas del porno, calientes directores jóvenes de espectáculos de juego, expertos en placer, manipuladores de emociones, publicitarios— entiende ni se preocupa de lo que es leer. Una vez estábamos trabajando en un guión escrito por un antiguo que requería que una chica joven tirara un libro a una mujer mayor. Esta escena formaba parte de una historia de Religión de los Buenos Sentimientos, había sido adaptada de algún antiguo olvidado, y tenía lugar en la sala de espera de una clínica. El equipo había montado una sala de espera bastante convincente, con sillas de plástico y una alfombra de felpa, pero, cuando llegó el director, el encargado del aderezo tuvo una rápida conferencia con él, diciéndole que «no seguiría esa cosa del libro». Y el director, claramente inseguro de qué era un libro, pero negándose a admitir que no lo sabía, me preguntó para qué servía. Le respondí que la chica que lo estaba leyendo era una intelectual y algo antisocial. Hizo ver que consideraba esto, aunque probablemente tampoco reconoció la palabra «intelectual», y luego dijo: «Utilicemos un cenicero de vidrio. Y algo de sangre, cuando la corta a ella. De todas formas, la escena es demasiado insulsa».
    Estaba excesivamente sorprendido para discutir con él. Hasta entonces no me había dado cuenta realmente de hasta dónde habíamos llegado.
    Y eso me conduce a esta pregunta: ¿por qué estoy escribiendo esto? Y la respuesta es solo que siempre lo he querido. En la escuela, mientras aprendíamos a leer, todos pensábamos que algún día escribiríamos libros y que alguien los leería. Ahora sé que esperé demasiado para empezar esto; de todas formas, seguiré.
    Irónicamente, ese guión le hizo ganar un premio al director. Contaba la historia de una mujer casada que lleva a su marido, Claude, a una clínica porque es impotente. Mientras espera que los médicos diagnostiquen el problema de Claude, es golpeada en el rostro por un cenicero que le tira una joven lesbiana hambrienta de sexo, y entra en coma, durante el cuál tiene un despertar religioso, con visiones.
    Recuerdo haberme emborrachado con mescalina y ginebra en la fiesta en que se entregó el premio, y haber intentado explicar a una actriz con los senos desnudos que estaba sentada en un sofá junto a mí, que los únicos estándares de la industria de la televisión eran monetarios, que no había un motivo real en la televisión fuera del crematístico. Ella no dejaba de sonreír mientras yo hablaba, y de vez en cuando se pasaba las puntas de los dedos ligeramente por los pezones. Y cuando hube terminado, dijo: «Pero el dinero también es realización».
    La emborraché y la llevé a un motel.
    Cuando escribo un libro, me siento como un escolar talmúdico o un egiptólogo podía haberse sentido en Disneylandia, en el siglo veinte. Con la diferencia, supongo, de que yo no tengo que preguntarme si hay alguien que quiera escuchar lo que tengo que decir; yo sé que no hay nadie. Solo puedo preguntarme cuánta gente queda viva que sepa leer. Posiblemente, unos miles. Un amigo mío que trabaja en una editorial dice que el libro medio encuentra unos ochenta lectores. Le he preguntado por qué no dejan de publicar. Dice que, francamente, no lo sabe, pero que su editorial es una división tan diminuta de la corporación de recreo que la posee que probablemente han olvidado su existencia. Él mismo no sabe leer; pero respeta los libros porque su madre había sido una especie de reclusa que leía casi sin cesar, y él la había amado profundamente. A propósito, él es una de las pocas personas que conozca que fue educado en una familia. La mayoría de mis amigos han salido de los internados. A mí me criaron en un kibbutz, en Nebraska. Pero entonces soy judío, y eso también es una cosa bastante rara en estos días: ser judío y saberlo. Fui uno de los últimos miembros del kibbutz; lo convirtieron en un Internado de Pensadores del Estado cuando yo tenía unos veinte años.
    Nací en 2137…

    Al leer la fecha me entró inmediatamente curiosidad por saber cuánto tiempo hacía que Alfred Fain había vivido, y se lo pregunté a Bob. Contestó:
    —Unos doscientos años.
    —Entonces —pregunté—, ¿hay alguna fecha, ahora? ¿Tiene número este año?
    Me miró fríamente.
    —No —dijo—. No hay fecha.
        Me gustaría saber la fecha. Me gustaría que mi hijo tuviera una fecha de nacimiento.




Walter Tevis
Mockingbird, New York: Doubleday, 1980.





FICCIONES
Triunfo Arciniegas / Diario / Gambito de Dama
Casa de citas / Walter Tevis / The Queen's Gambit
Casa de citas / Michael Ondaatje / Gambito de Dama, de Walter Tevis





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