miércoles, 11 de noviembre de 2020

Emmet Gowin / Lejano y próximo


'Edith, Danville' (Virginia), 1963. Cortesía de Pace/MacGill Gallery, Nueva York.


Antonio Muñoz Molina

Emmet Gowin, lejano y próximo


El fotógrafo es uno de esos raros artistas que hacen muy bien dos cosas en apariencia opuestas

La cámara tiene tanta cercanía emocional que la mirada casi se confunde con el tacto


'Edith, Navidad', Danville (Virginia), 1971, cortesía de Pace/MacGill Gallery, Nueva York.

'Nancy, Danville' (Virginia), 1969, cortesía de Pace/MacGill, Nueva York.

'Edith, Chincoteague Island' (Virginia), 1967. Cortesía de Pace/MacGill, Nueva York.

'Antiguo emplazamiento de la ciudad de Hanford y el río Columbia, reserva nuclear de Hanford, cerca de Richland' (Washington), 1986.Cortesía de Pace/MacGill, Nueva York.
'Campo de golf en construcción', Arizona, 1993. Cortesía de Pace/MacGill, Nueva York.


























Emmet Gowin es uno de esos raros artistas que hacen muy bien dos cosas en apariencia opuestas entre sí. Gowin es el fotógrafo de las cercanías íntimas y de las inmensas distancias, de los lugares familiares y de los paisajes de amplitud planetaria en los que se hace visible la escala, para nosotros pavorosa, del tiempo geológico. Hay artistas sedentarios y artistas viajeros: Emmet Gowin es las dos cosas al mismo tiempo, o lo ha sido sucesivamente con la misma convicción. Durante años retrató el breve mundo confinado de su vida familiar en un rincón boscoso del Estado de Virginia. Después se lanzó a viajar por el mundo y tomó fotos de los desiertos de Turquía y Jordania, de las tierras de huertos fértiles de Italia, de las soledades sin límite en el corazón de Estados Unidos, que parecen, fotografiadas desde el aire, como paisajes de otros planetas.


En una de sus fotos de la primera época el eje visual es el poste pintado de blanco de un porche. Esa delgada columna de madera blanca determina un límite, entre lo que está dentro y lo que queda fuera, entre el espacio protegido de la habitación humana y la naturaleza exterior. A mí la foto me recuerda, con mucho menos dramatismo evidente, esos cuadros de Edward Hopper en los que se ve la frontera entre el día y la noche, entre lo que ilumina una farola de la calle o el globo de luz de una gasolinera y el bosque que empieza tan sólo unos pasos más allá.





Hay artistas sedentarios y artistas viajeros: Emmet Gowin es las dos cosas al mismo tiempo o lo ha sido sucesivamente
En los cuadros de Hopper las mismas fronteras se alzan entre los seres humanos: entre los personajes del interior de los cuadros, entre ellos mismos y el espectador. En Emmet Gowin hay siempre una conexión apasionada. La cámara tiene tanta cercanía emocional que la mirada casi se confunde con el tacto, una inmediatez tan sin premeditación como las fotos copiosas que toman los padres jóvenes en las celebraciones infantiles de sus hijos. Como Hopper, como Pierre Bonnard, Gowin lleva toda la vida retratando asiduamente a la misma mujer, Edith, su esposa. Pero, a diferencia de ellos, Gowin tiene siempre presente a la mujer real, y se compromete con ella en un juego mutuo de confidencias y miradas mucho más rico que el vínculo unidireccional del artista y la modelo. Hopper transfiguraba a Josephine, la rejuvenecía, la disfrazaba, la volvía abstracta, hermética como una desconocida vista al pasar o como una estatua primitiva. Bonnard espiaba a Marthe en las habitaciones de la casa en las que los dos vivían encerrados, solos, apartados del mundo, como prisioneros y rehenes de sí mismos; por la puerta entornada del cuarto de baño la veía dedicada a sus abluciones solitarias, el pelo corto de muchacha tapándole la cara, el cuerpo detenido a lo largo de muchos años en una especie de pubertad intemporal.

La Edith de Emmet Gowin es la mujer cercana y tangible de la que uno se enamora y con la que comparte la casa y la vida y tiene hijos, la mujer deseada que lo desea a uno y le devuelve la mirada. Posa como ensimismada, pero no ausente a la manera de las mujeres de Hopper: en su ensimismamiento hay una sonrisa que es la conciencia complacida de estar siendo observada no por un artista sino por el hombre al que ama. En una de las mejores fotos de Emmet Gowin, una de esas imágenes en las que la sencillez de la composición tiene la maestría definitiva del perfil en una moneda, Edith está de espaldas, con un jersey de lana, la cara ligeramente vuelta hacia la derecha, mostrando el dibujo de un pómulo, el pelo recogido en un moño, el cuello grácil y despejado, delante de una lámina de agua en la que se refleja vagamente un cielo nublado. La sensación de quietud contemplativa es perfecta. Las líneas del pelo, del cuello, de la barbilla y el pómulo, la curva de los hombros, el tejido del jersey, tienen una delicadeza como de dibujo de Botticelli. Pero esa mujer no es una criatura vaporosa, sino una persona real, y aunque está de espaldas uno intuye que está sonriendo, y aunque su cara no se ve de frente uno la reconoce: es esa cara joven de tantas fotografías, la frente ancha, el pelo liso, los ojos rasgados, los pómulos muy modelados con los juegos de grises.





La Edith de Gowin es la mujer cercana y tangible de la que uno se enamora y con la que comparte la casa y la vida


En esa foto Edith está sola, como una amada de estampa romántica, pero en muchas otras es una mujer rodeada de conexiones familiares, padres, abuelos, hijos, sobrinos, hermanas, sumergida en un ajetreo de tareas y celebraciones domésticas. Y su cuerpo no permanece inmóvil en una belleza de modelo: a veces la cara tiene el brillo cobrizo de los largos días de sol; la edad se va mostrando en ella con esa franqueza de las caras americanas muy trabajadas por la intemperie; la delgadez grácil se convierte en una gozosa hinchazón de embarazo colmado; con perfecta naturalidad, en el contraluz de la puerta de un cobertizo, Edith se levanta el camisón debajo del cual no hay nada, separa las piernas desnudas y orina de pie —y el ojo ávido y la cámara del amante registran la felicidad de observar ese gesto impúdico, ese regalo—.
Una mañana, en una gran sala subterránea en la que no hay nadie más que yo, en un espacio de silencio y luz muy matizada —la pupila va adaptándose despacio al claroscuro de los grises— voy recorriendo sin prisa la exposición de Emmet Gowin que ha organizado en Madrid Carlos Gollonet: de las escenas familiares en una casa de Virginia a las visiones de Petra o de los desiertos con cráteres de explosiones nucleares; de los desnudos de Edith a lo largo de los años a esas geometrías extrañas de los campos de regadío en las llanuras de Kansas o de las ciudades abandonadas por culpa de la contaminación nuclear. Lo concreto y lo cercano de la vida se vuelve mucho más valioso cuando uno contrasta su fragilidad con las fuerzas brutales desatadas por la explotación irracional de la tierra y la megalomanía del poder político. Las ruinas de Petra o las de un pequeño pueblo italiano destruido por los terremotos prefiguran, a una escala muy menor, la capacidad aniquiladora de las explosiones nucleares. Vistas desde el aire, a una cierta altitud, las huellas de la presencia humana se vuelven irrisorias por comparación con la belleza orgánica de los paisajes, con sus ondulaciones de dunas y sus ramificaciones de torrenteras o de deltas de ríos que repiten, con delicadeza misteriosa, el patrón de las ramas de un árbol, de las nervaduras de una hoja, de los bronquios en un pulmón, de los vasos sanguíneos.



El cuerpo amado, la vida en común, la pasión que dura sin gastarse, merecen todavía más ser celebrados por el arte porque están hechos no de sólida permanencia, sino de cambio perpetuo y fugacidad. Los niños que se bañaban en una piscinilla hinchable en 1967 son ya hombres maduros y tienen hijos y oficios. La mujer joven de 1964 tiene exactamente el mismo gesto complacido y reservado en una foto de 2009. A los setenta y tantos años, Emmet Gowin dispara su cámara con la misma codicia por captarlo todo.
Emmet Gowin. Fundación Mapfre. Sala Azca. Avenida del General Perón, 40. Madrid. Hasta el 1 de septiembre.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA


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