miércoles, 11 de noviembre de 2020

Antonio Muñoz Molina / Madrid zombi

 

Presentación de la exposición urbana 'Meninas Madrid Gallery', en abril de 2018.ULY MARTIN


Antonio Muñoz Molina

Madrid zombi

Cines y teatros languidecen. Lo único que resplandece son esas meninas que multiplican su espanto por aceras y plazas


Antonio Muñoz Molina
5 de noviembre de 2020


No todos los acontecimientos culturales han sufrido los efectos destructivos de la pandemia. Acabo de enterarme de que se está levantando en la ya atroz plaza de Colón una menina gigante que medirá 10 metros de altura y pesará 1.300 kilos, una estructura de aluminio “decorada con lentejuelas y bolas de plata acompañadas de diamantes de plástico translúcido, creación del reconocido diseñador de moda Andrés Sardá”, según asegura no sin entusiasmo un comunicado del Ayuntamiento. Madrid es una ciudad en la que abundan los museos excepcionales y en la que viven y trabajan artistas de mucho talento, pero sus instituciones municipales y regionales llevan muchos años concentrándose en la propagación del horror. Aún me acuerdo de la chispeante estatua de La Violetera que estuvo plantada en la esquina de Alcalá con la Gran Vía, infamando con su vacua cursilería la memoria de una bella canción, y a diario tengo la desdicha de cruzar la duradera pesadilla de la plaza de Felipe II, en la que se logró la hazaña de cubrir un aparcamiento subterráneo con un espacio tan baldío como otro aparcamiento. La plaza de Felipe II hay que atravesarla sin levantar la vista del suelo, a fin de no encontrarse con esa especie de dolmen inexplicable y esa escultura que demuestran que las parodias y las falsificaciones más baratas de Dalí las perpetró el propio Dalí. Aunque quizás el dolmen daliniano tenga la ventaja de distraer los ojos de la fachada del antes llamado Palacio de los Deportes, ahora bautizado en un idioma extraño como WiZink Center.

Pero aquí no acaban los peligros visuales, porque si uno huye de Felipe II puede encontrarse, en la esquina de Goya y Alcalá, un pavoroso cabezón de don Francisco de Goya, que, a diferencia de Dalí, no tuvo culpa de nada. Es un cabezón que conjuga la estética de la rotonda de tráfico y una propensión escultórica a lo mostrenco que al menos desde el Valle de los Caídos ha sido muy cultivada por esa derecha mesetaria que gobierna Madrid. Los teatros y los cines languidecen en este desastre sanitario que no acaba, y que las autoridades regionales hacen todo lo posible por agravar con su mezcla tóxica de chulería y de incompetencia, las salas de música no levantan cabeza, las librerías resisten como pueden, las pocas galerías de arte que aún quedan sobreviven de milagro: en medio de esta desolación, lo único que resplandece y prolifera, invulnerable a la crisis, son esas meninas que multiplican su espanto por las aceras y las plazas como zombis o replicantes, como clones degenerados de un modelo que inventó hace ya muchos años Manolo Valdés. Es como en esas películas en que una sustancia o una criatura híbrida creada en un laboratorio escapa de él y se multiplica sin control, y amenaza con invadir una ciudad entera, un planeta. Las meninas como hongos enormes de alegres colores nos acechan en cualquier esquina de Madrid, y un público antes sobre todo turístico y ahora local se abraza a ellas o las elige como fondo para sus selfis, añadiendo así su propia creatividad a la de los diversos artistas y celebridades que han contribuido a personalizarlas, como es apropiado decir ahora. Las autoridades municipales participaron con entusiasmo visible en la presentación de la campaña, y, no contentas con repetir y ampliar el despliegue de los últimos años, han completado lo que ellos llamarán sin duda su “apuesta cultural” con esa nueva menina gigantesca, la de los 10 metros, las 37.000 bombillas, las lentejuelas y bolas de plata acompañadas de diamantes de plástico translúcido.

Belicismo ideológico

La plaza de Colón es sin duda el sitio adecuado, y no solo por la inmensa bandera que ya ondea allí desde los tiempos patrióticos de José María Aznar, ni por la querencia que la derecha y la extrema derecha llevan mostrando hacia ella como escenario de su belicismo ideológico. La plaza de Castilla logra un grado semejante de espanto urbano, con su boca de túnel, su monumento franquista a Calvo Sotelo, la aguja monumental del arquitecto Calatrava, las dos torres inclinadas que despiertan tantos recuerdos entrañables de la economía del pelotazo financiero. La plaza de Castilla es un espacio urbano tan depravado como la de Colón, igual de hostil a la escala y a la presencia humana. Pero esta última está en el corazón mismo de la ciudad, y en su gran vacío tiranizado por el tráfico se levantaron hasta finales de los sesenta hermosos edificios condenados a la piqueta por la codicia y la ignorancia, por una barbarie municipal que desdichadamente no terminó con la dictadura: en esa plaza, a un lado de la calle de Génova, estuvo el palacio de Medinaceli; al otro, la casa donde vivió muchos años Pérez Galdós, justo donde están ahora esas torres coronadas por una especie de montera como de Miami Beach.

Madrid está llena de gente disconforme, inventiva, moderna, cultivada, activista: pero su destino cívico es el de un derechismo rancio volcado en la promoción del ladrillo y del coche privado, en un oscurantismo que tiene su traducción estética en la vulgaridad, y su consigna política, en la beligerancia contra las nuevas expectativas de vitalidad urbana y empeño ambiental que están cobrando forma en otras capitales de Europa y de América, y en la misma España. En todas ellas la pandemia ha acelerado la adopción de formas de movilidad saludables y sostenibles, de espacios propicios para los caminantes, de carriles bien conectados y seguros para los ciclistas. En Londres, en París, en Bogotá, los gobiernos municipales son núcleos activos de debate y puesta en práctica de ideas sobre un modelo de ciudad habitable, gestionada con la participación vecinal, rescatada del sometimiento a los intereses de los especuladores y de los fabricantes de coches privados, empeñada en políticas ambientales que mitiguen en lo posible el cambio climático o, al menos, a estas alturas, ayuden a sobreponerse a sus peores efectos. Me he movido en bicicleta por unas cuantas ciudades, incluida Nueva York, y ninguna es tan peligrosa y tan hostil para los ciclistas como Madrid. Circular en bicicleta, como ir a pie, es cada vez más una afirmación política: un activismo concreto en la humanización de la ciudad. Quizás por eso el Ayuntamiento hace lo posible por sabotearlo. No hacía ninguna falta el suplicio añadido de las meninas como zombis, de la menina gigante y luminosa alzándose en la noche como en una de esas pesadillas que se han vuelto tan frecuentes con la pandemia.


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