Vivian Gornick, la maestra de la literatura del yo
Utilizó sus experiencias personales para el análisis social. Luego dio el salto a la autoficción, en la que, dice, una buena historia bien vale una traición
Bárbara Ayuso
5 de julio de 2024
¿Y si para escribir la historia tienes que traicionar a alguien que quieres? ¿Y si tienes que contar algo que te involucra no solo a ti, sino a otra persona? Para Vivian Gornick(Nueva York, 1935) no hay dilema: si existe la historia, la escribirá. Traicionará. Es a ella a quien le debe lealtad. “Lo que escribo es más importante que cómo se puedan sentir los demás”, dice. Podría parecer indolencia, pero no lo es, o no del todo. Gornick no solo lleva escribiendo más de medio siglo, sino que también ha invertido unas cuantas décadas en esclarecer dónde debe colocarse el narrador dentro de lo que escribe. Y para ella está ahí, a plena luz. La autora estadounidense es considerada maestra de la literatura del yo, que aunque suene ensimismado, no lo es. De hecho Gornick ataca —feroz, implacable— a quienes se valen de la escritura para explorarse los ombligos o exorcizar demonios. Intuyó muy pronto que la literatura en primera persona tenía otra misión. Otro poder.
Tenía ocho años, hija de judíos comunistas y estudiante en un colegio público del Bronx. Su profesora encargó a la clase una redacción sencilla, y lo que sucedió se parece a las decenas de historias que cuentan los escritores para presumir de talento precoz. La profesora destacó solo una redacción, la de Gornick, y la leyó en voz alta. Pero no aplaudió la belleza de su prosa, ni su incipiente impulso escritor. “Ella sí ha entendido lo que había que hacer”, celebró.
La anécdota no tuvo más recorrido. Gornick cuenta a EL PAÍS que olvidó de qué trataba aquella redacción, y también eso que ella había visto y el resto no. Creció marxista y apasionada con la literatura, y fue a la universidad para huir de un futuro como oficinista. Allí también hubo mentores que vislumbraron su futuro en las letras, y aunque intentó ser novelista, era nefasta. Todo lo que escribía estaba cojo. Hasta que al final de los años sesenta acudió a un acto por los derechos civiles de los negros que acabó con violencia. Volvió a casa corriendo, taquicárdica. Lo escribió. Esta vez era otra cosa. Tenía eso. Gornick prestó sus ojos al lector para contar aquella revuelta, utilizándose a sí misma más que como testigo acrítico de lo sucedido, dándole forma a una narrativa nueva. El semanario contracultural The Village Voice publicó esa crónica y todas las que escribió durante los siguientes 10 años. No es que con sus narraciones apoyara al feminismo radical de los efervescentes setenta, es que ella misma acabó convertida en una de las figuras más brillantes de esa segunda ola, en plena barricada. Había dado con ese algo, con esa tarea que tenía que hacer: utilizar su experiencia personal para la crítica y el análisis social. Era su cruzada.
Gornick se casó, se divorció, publicó crítica, ensayo. Se casó y divorció otra vez. Encontró su punto de vista. Y de pronto, un día de verano, volvió otra vez a los ocho años, pero no al aula con su profesora. Tecleó: “Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento al rellano del segundo piso. La señora Drucker está parada en la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo”. Ese fue el primer párrafo de Apegos feroces, su libro de memorias que finiquitó la relación con el periodismo. La historia de los paseos con su madre por Nueva York fue el reencuentro con la literatura y con ese “algo más” que nunca había dejado de martillearla. La autoficción. No eran solo esos paseos, ni las tensiones sociales de esa ciudad, ni esa complejísima relación con su madre. Ese, su libro más aclamado y premiado, deslumbró por el singular uso de la experiencia vital de Gornick para convertirla en algo más que una relación de batallitas y anécdotas bien empaquetadas: lo importante no es lo que le pasa a la persona, sino el sentido que la persona le atribuye a lo que ha vivido. Lo que dice de la condición humana. Esa es la historia.
Se lo ha repetido a los aspirantes a escritores a los que ha dado clase durante tres décadas: “No escribas sobre tus sentimientos, usa tus sentimientos para escribir”, su lección más imperecedera. Gornick, lúcida, sabe de los riesgos que entraña usarse a sí mismo en un relato, tirar de la primera persona suele acabar dejando todo pringado de ego. “Cuando escribes sobre tus sentimientos consigues algo de un valor limitado, que puede ser terapéutico, pero no perdurará”, dice. El verdadero reto es usar esa experiencia, alejarse del centro del escenario para dar forma a la historia por encima de la situación. Se vale de una cita del escritor Harry Crews para ilustrarlo: “Si no abandonas tu casa, te asfixiarás. Y si te vas muy lejos, te faltará el aliento”. Como escritor hay que estar en contacto con la experiencia original, pero no ahogarse en ella. Una tesis que ha alcanzado también a base de leer a los demás con el bisturí en la mano. El ensayo La situación y la historia. El arte de la narrativa personal, que Sexto Piso publicó el pasado noviembre, es una destilación de esa obsesión, un análisis de decenas de textos de otros grandes autores que, a través de la narrativa personal, lograron explicar el mundo y no quedarse en la superficie de lo vivido. Una lección didáctica de cómo utilizarse sin ensimismarse. “Emplea el yo para dar cuenta de los otros”, subraya la investigadora Verónica Ripoll León, autora de una tesis sobre la escritura de Gornick. Un yo al estilo de Montaigne, que no utiliza disfraz ni maquillaje, mostrándonos a una Gornick tan contundente en sus opiniones como contradictoria y conflictiva en sus afectos.
Ya no tenía ocho años, sino ochenta, cuando a su agente empezaron a lloverle peticiones del otro lado del Atlántico para traducir sus obras. “Nada sucede de pronto”, respondió, suspicaz, al enterarse. Acababa de estallar el movimiento del MeToo en 2017, y países como España redescubrieron el feminismo feroz de Vivian Gornick y los libros que había escrito décadas atrás. Asumió su papel de madre de la nueva ola y vivió ese renacimiento como experimenta todo lo demás: con socarronería y análisis. La escritora Lore Segal, amiga personal, recuerda que ya en los años ochenta, cuando se conocieron, Gornick y ella discutían mucho sobre el valor del feminismo y su misión. Ahora Gornick, de alguna manera, siente que está reviviendo aquellas diatribas cuando la requieren para hablar del feminismo de hoy y ella responde con consideraciones que ya escribió hace 20 años. La vida, dice, es un constante recordar cosas que ya sabía.
Mientras nuevos lectores llegan a sus lecciones viejas (con la publicación de Mirarse de frente o El fin de la novela de amor), Vivian Gornick rara vez rechaza una entrevista. Atiende a casi todas desde su apartamento en el West Village, abriendo una rendija a su mundo por el que se cuelan una cama deshecha y dos gatas de personalidades enfrentadas. Aunque su mundo no está ahí, sino que sigue afuera, en las calles sin rumbo de Nueva York. En sus conversaciones. Las que mantiene con su reducido y fiel círculo de amistades y las que caza al vuelo de desconocidos. En los restaurantes, con frecuencia la charla que le resulta más estimulante es la que mantiene con los camareros. Gornick continúa describiéndose como una escritora de la tradición flâneuse, y su vida, sus paseos y diálogos son su materia prima. Su arcilla. Después los moldeará y quizás las discusiones con amigas como Lore Segal acaben entre sus páginas. Los traicionará contándolo. Ellos lo saben y discrepan: no siempre es una traición. Es algo más. Saben que, desde los ocho años, Gornick ha entendido la tarea.
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