jueves, 23 de diciembre de 2021

Andrzej Sapkowski / La voz de la razón

 


Andrzej Sapkowski

7

LA VOZ DE LA RAZÓN


La voz de la razón 1

    Vino a él al romper el alba.
    Entró con mucho cuidado, sin decir nada, caminando silenciosamente, deslizándose por la habitación como un espectro, como una visión, el único sonido que acompañaba sus movimientos lo producía el albornoz al rozar la piel desnuda. Y sin embargo, justo este sonido tan débil, casi inaudible, despertó al brujo. O puede que sólo le sacara de una duermevela en la que se acunaba monótono, como si estuviera en las profundidades insondables, colgando entre el fondo y la superficie de un mar en calma, entre masas de sargazos ligeramente movidos por las olas.
    No se movió, no pestañeó siquiera. La chica se acercó, se quitó el albornoz despacito, vacilando apoyó la rodilla doblada en el borde de la cama. Él la observó por debajo de las pestañas casi cerradas, fingiendo que aún dormía. La muchacha se subió con cuidado al lecho, encima de él, apretándole entre sus muslos. Apoyada en los brazos abiertos le rozó ligeramente el rostro con unos cabellos que olían a manzanilla. Decidida y como impaciente, se inclinó, tocó con la punta de sus pechos sus párpados, sus mejillas, su boca. Él se sonrió, asiéndola por los hombros con un movimiento muy lento, muy cuidadoso, muy delicado. Ella se irguió, huyendo de sus dedos, resplandeciente, iluminada, difuminado su brillo en la claridad nebulosa del amanecer. Él se movió, manteniendo la presión de ambas manos le impedía suavemente cambiar de posición. Pero ella, con movimientos de caderas muy decididos, le exigió respuesta.
    Él respondió. Ella cesó de intentar escaparse de sus manos, echó la cabeza hacia atrás, dejó caer sus cabellos. Su piel estaba fría y era sorprendentemente lisa. Los ojos que contempló cuando acercó el rostro a su rostro eran grandes y oscuros como los ojos de una ninfa. El balanceo le sumergió en un mar de manzanilla que le agitaba y le murmuraba, embargándole de paz.

La voz de la razón 2

I
    —Geralt.
    Alzó la cabeza, expulsado del sueño. El sol estaba ya muy alto, traspasaba con violencia las molduras de los postigos cegándole con manchas de oro, penetraba la habitación con tentáculos de luz. El brujo se tapó los ojos con las manos, sin necesidad, un gesto instintivo del que nunca se había librado, pues bastaba sólo contraer las pupilas hasta volverlas apenas unas rendijas perpendiculares.
    —Ya es tarde —dijo Nenneke, abriendo las ventanas—. Os habéis dormido. Iola, desaparece. Ya no estás aquí.
    La muchacha se levantó con rapidez, saltó de la cama, recogiendo el albornoz del suelo. En los brazos, en el lugar donde un segundo antes habían estado sus labios, Geralt sintió restos de saliva que se iban disipando.
    —Espera... —dijo inseguro. Ella miró hacia él, volvió la cabeza rápidamente.
    Había cambiado. No poseía ya nada de la ninfa, de la luminosa aparición perfumada que había sido al amanecer. Sus ojos eran azules y no negros. Y su piel estaba poblada de pecas: en la nariz, en el escote, en los brazos. Aquellas pecas estaban llenas de gracia, le sentaban bien al tono de su piel y a sus cabellos rojizos. Pero no las había visto entonces, al amanecer, cuando ella era aún su sueño. Con vergüenza y tristeza se dio cuenta de que lo que sentía hacia ella era resentimiento, resentimiento porque no había seguido siendo un sueño. Y supo que nunca se perdonaría a sí mismo ese resentimiento.
    —Espera —repitió—. Iola... Quisiera...
    —No le digas nada, Geralt —dijo Nenneke—. Y de todas formas no te va a contestar. Desaparece, Iola. Date prisa, chiquilla.
    La muchacha, envuelta en el albornoz, se arrastró hacia la puerta, haciendo ruido en el suelo con sus pies desnudos, turbada, sonrojada, torpe. Ya no recordaba en nada a...
    Yennefer.
    —Nenneke —dijo él, alcanzando la camisa—. Espero que no pretendas... ¿No la vas a castigar?
    —Idiota —resopló la sacerdotisa, acercándose a la cama—. Te has olvidado de dónde estás. Esto no es una cueva de ermitaños ni un convento. Esto es el santuario de Melitele. Nuestra diosa no prohíbe a las sacerdotisas... nada. Casi.
    —Me has prohibido hablarle a ella.
    —No te he prohibido nada, llamé tu atención sobre su inutilidad. Iola no habla.
    —¿Cómo?
    —No habla porque hizo un voto. Es una especie de renuncia gracias a la que... Aj, qué te voy explicar, si ni así lo vas a entender, ni siquiera vas a intentar entenderlo. Conozco tu opinión sobre las religiones. No, no te vistas todavía. Quiero comprobar cómo cicatriza tu cuello.
    Se sentó al borde de la cama, con gran habilidad desenrolló los gruesos vendajes de lino que envolvían el cuello del brujo. Él apretó los labios a causa del dolor.
    A poco de llegar a Ellander, Nenneke le había retirado el horrible hilo de zapatero con el que le habían cosido en Wyzima, había abierto la herida y la había revisado. El resultado había sido el previsto: había llegado al santuario casi curado, puede que un poco rígido, y ahora estaba otra vez enfermo y dolorido. Pero no protestó. Conocía a la sacerdotisa desde hacía años, sabía lo grande que era su sabiduría médica y la rica y amplia farmacia de la que disponía. La convalecencia en el santuario de Melitele sólo podía serle beneficiosa.
    Nenneke palpó la herida, la lavó y comenzó a maldecir. Se sabía esto ya de memoria, pues había empezado desde el primer día y nunca olvidaba blasfemar cada vez que veía los recuerdos dejados por las zarpas de la princesa de Wyzima.
    —¡Vaya una monstruosidad! ¡Dejarse zurrar así por una simple estrige! ¡Músculos, tendones, por un pelo no te afectó la arteria! Por la Gran Melitele, Geralt, ¿qué te pasa? ¿Cómo le dejaste acercarse tanto? ¿Qué querías hacer con ella? ¿Trajinártela?
    No respondió, sonrió ligeramente.
    —No pongas esa sonrisa de tonto. —La sacerdotisa se levantó, tomó una bolsa con vendas que estaba sobre la cómoda. Pese a su corpulencia y baja estatura se movía con agilidad y gracia—. No es nada divertido lo que ha pasado. Estás perdiendo reflejos, Geralt.
    —Exageras.
    —No exagero. —Nenneke colocó sobre la herida un paquete verde que exhalaba un penetrante olor a eucalipto—. No debes dejarte herir, y te dejaste, y esto es muy serio. Yo diría que fatal. Incluso con tus extraordinarias facultades de regeneración pasarán unos meses hasta que recuperes la completa movilidad del cuello. Te lo advierto, en este tiempo no pruebes tus fuerzas en una pelea con un contrincante que sea muy rápido.
    —Te agradezco la advertencia. Puedes además darme un consejo: ¿de qué voy a vivir durante este tiempo? ¿Junto a unas cuantas señoritas, compro un carro y organizo una casa de citas ambulante?
    Nenneke encogió los hombros mientras le vendaba el cuello con rápidos y certeros movimientos de sus rollizas manos.
    —¿Tengo que darte consejos de cómo vivir? ¿Qué pasa, que soy tu madre o qué? Ya estás listo. Puedes vestirte. En el refectorio te espera el desayuno. Date prisa o en caso contrario tendrás que cocinártelo tú mismo. No pienso tener a las chicas en la cocina hasta el mediodía.
    —¿Dónde puedo encontrarte más tarde? ¿En el santuario?
    —No. —Nenneke se levantó—. En el santuario no. Eres un huésped bienvenido, brujo, pero no me andes dando vueltas por el santuario. Vete a dar un paseo. Y ya te encontraré yo misma.
    —De acuerdo.

II
    Geralt recorría por cuarta vez el paseo de álamos que llevaba de la puerta al edificio residencial, en dirección al bloque del templo y del santuario mayor, que estaban hundidos en el precipicio del acantilado. Después de pensárselo brevemente, decidió no volver bajo techo, dobló en dirección a las huertas y los edificios de labranza. Unas cuantas sacerdotisas vestidas con grises mantos de trabajo se afanaban allí en escardar percherones y alimentar las aves en el gallinero. Predominaban entre ellas las que eran jóvenes y muy jóvenes, casi niñas. Unas cuantas, cuando pasaba junto a ellas, le saludaron con un ademán de la cabeza o una sonrisa. Respondió a los saludos, pero no reconoció a ninguna. Aunque visitaba el santuario a menudo, una vez, a veces dos, al año, nunca se había encontrado con más de tres o cuatro caras conocidas. Las muchachas iban y venían, como sibilas para otros santuarios, como comadronas y sanadoras especializadas en enfermedades infantiles y femeninas, como druidas viajeras, ayas o maestras. Pero nunca faltaban nuevas que llegaban de todos lados, incluso de los lugares más lejanos. El santuario de Melitele en Ellander era muy conocido y gozaba de merecida fama.
    El culto de la diosa Melitele era uno de los más antiguos y, en tiempos, más extendidos. Sus comienzos se perdían en olvidadas épocas todavía prehumanas. Casi cada raza prehumana y cada primigenia y aún errante tribu humana habían adorado algún tipo de diosa de la cosecha y la fertilidad, protectora de campesinos y hortelanos, patrona del amor y el matrimonio. La mayor parte de estos cultos se habían concentrado y unido en el culto a Melitele.
    El tiempo, que se había ensañado con otras religiones y cultos, aislándolos eficazmente en capillas y templetes olvidados, apenas visitados, escondidos entre los edificios de las ciudades, había mostrado sin embargo piedad hacia Melitele. A Melitele todavía no le faltaban ni creyentes ni patrocinadores. Los estudiosos que analizaban este hecho explicaban la popularidad de la diosa echando mano de los primitivos cultos a la Gran Matriarca, a la Madre Naturaleza, apuntaban su relación con los ciclos de la naturaleza, con el renacimiento de la vida y con otros procesos de nombres sonoros. Un amigo de Geralt, el trovador Jaskier, al que le gustaba aparecer como especialista en todos los campos posibles, había buscado una explicación más sencilla. El culto a Melitele, había concluido, es un culto típico para mujeres. Melitele es al fin y al cabo la patrona de la fertilidad, de los nacimientos, es la protectora de las comadronas. Y una mujer que está dando a luz tiene que gritar. Además de los gritos habituales, que por lo general se componen de falsas promesas de que nunca más en la vida se volverán a dejar hacer por ningún asqueroso jovenzuelo, la mujer que está pariendo tiene que llamar en su ayuda a alguna diosecilla, y Melitele es perfecta para ello. Y como las mujeres han dado a luz, siguen dando a luz y seguirán dando a luz, aseguraba el poeta, por ello Melitele no debe tener miedo de perder su popularidad.
    —Geralt.
    —Aquí estás, Nenneke. Te estaba buscando.
    —¿A mí? —La sacerdotisa le miró con aire de burla—. ¿No a Iola?
    —A Iola también —reconoció—. ¿Tienes algo en contra?
    —En este momento, sí. No quiero que la molestes ni distraigas su atención. Tiene que prepararse y rezar, si algo tiene que salir del trance.
    —Ya te dije —afirmó con frialdad— que no quiero trance alguno. No creo que un trance me pueda ayudar en algo.
    —Y yo, sin embargo —se enfadó ligeramente Nenneke—, no creo que un trance así te perjudique en algo.
    —No se me puede hipnotizar, soy inmune. Tengo miedo por Iola. Puede ser un esfuerzo demasiado grande para una médium.
    —Iola no es una médium ni una vidente mentalmente enferma. Esta chiquilla goza de una protección especial de la diosa. No pongas ese gesto de idiota, si no te importa. Ya te dije que conozco tus opiniones sobre la religión, nunca me han molestado demasiado y seguro que tampoco en el futuro van a hacerlo. No soy una fanática. Tienes derecho a creer que nos gobierna la Naturaleza y la Fuerza oculta en ella. Tienes derecho a pensar que los dioses, y entre ellos mi Melitele, son sólo personificaciones de esta fuerza, inventados para el uso de necios, para que la comprendan más fácilmente, para que acepten su existencia. Según tú, es una fuerza ciega. Y para mí, Geralt, la fe permite esperar de la naturaleza aquello que encarna mi diosa: el orden, el derecho, el bien. Y la esperanza.
    —Lo sé.
    —Pues si lo sabes, ¿por qué esa reserva ante el trance? ¿De qué tienes miedo? ¿De que te mande ponerte de rodillas en el suelo delante de la estatua y entonar cánticos? Geralt, simplemente nos vamos a sentar un rato juntos, tú, yo y Iola. Y probaremos si las facultades de esta muchacha nos permiten leer en el torbellino de las fuerzas que te rodean. Puede que nos enteremos de algo que estaría bien que supiéramos. Y puede que no nos enteremos de nada. Puede que las fuerzas del destino que te rodean no quieran revelársenos, se mantengan ocultas e incomprensibles. Pero, ¿por qué no podemos probar?
    —Porque esto no tiene sentido. No me rodea ningún torbellino del destino. E incluso si así fuera, ¿por qué diablos revolver en él?
    —Geralt, estás enfermo.
    —Herido, querrás decir.
    —Sé lo que quería decir. Algo raro hay en ti, lo percibo. Por algo te conozco desde que eras eso, un pipiolo, cuando te conocí no me llegabas ni al cinturón de la falda. Y ahora siento que das vueltas en torno a algún maldito vórtice, enredado por completo, amarrado en un lazo que se cierra poco a poco. Quiero ver de qué se trata. Yo sola no puedo, necesito de las habilidades de Iola.
    —¿No pretendes ir demasiado lejos? ¿Para qué tanta metafísica? Si quieres, me sinceraré contigo. Llenaré tus noches con relatos de los sucesos más interesantes de los últimos años. Prepara un barril de cerveza para que no se me seque la garganta y podemos empezar incluso hoy mismo. Me temo, sin embargo, que te aburriré, porque no encontrarás ningún vórtice ni ningún torbellino. Tan sólo historias de brujo común y corriente.
    —Te escucharé con gusto. Pero el trance, te repito, no te perjudicaría.
    —¿Y no juzgas —sonrió— que mi incredulidad en el significado de tal trance impedirá el éxito de antemano?
    —No, no lo creo. ¿Y sabes por qué?
    —No.
    Nenneke se inclinó, le miró a los ojos con una sonrisa extraña en los pálidos labios.
    —Porque ésa sería la primera prueba que llegase a mi conocimiento de que la incredulidad tenga alguna clase de poder.

La voz de la razón 3

    —Soy Falwick, conde de Moën. Y éste es el caballero Tailles de Dorndal.
    Geralt se inclinó con desgana, mirando a los caballeros. Ambos iban armados y vestían unas capas rojas con la señal de la Rosa Blanca en el brazo izquierdo. Se asombró un tanto, porque, que él supiera, en los alrededores no había ninguna comandancia de la orden.
    Nenneke, con una sonrisa en apariencia abierta y despreocupada, percibió su asombro.
    —Estos nobles caballeros —dijo maquinalmente, mientras se acomodaba en un sillón que más parecía un trono— están al servicio del poderoso señor de estas tierras, el duque Hereward.
    —Príncipe —corrigió con énfasis Tailles, el más joven de los caballeros, clavando en la sacerdotisa unos claros ojos azules en los que se vislumbraba el odio—. El príncipe Hereward.
    —No nos entretengamos en las peculiaridades de la onomástica. —Nenneke sonrió burlonamente—. En mis tiempos se solía llamar príncipe únicamente a aquéllos por cuyas venas corría sangre real pero hoy día eso no tiene, como se ve, mayor importancia. Volvamos a las presentaciones y a la explicación del objeto de la visita de los caballeros de la Rosa Blanca a mi modesto santuario. Has de saber, Geralt, que el capítulo está gestionando ante Hereward una concesión para la orden. Por eso muchos caballeros de la Rosa se han puesto al servicio del príncipe. Y no pocos de los caballeros de esta tierra, como Tailles aquí presente, han hecho el juramento y aceptado el manto rojo, que tan bien le sienta, por cierto.
    —Es un honor para mí. —El brujo se inclinó de nuevo, con tanta desgana como antes.
    —Lo dudo —afirmó fría la sacerdotisa—. Ellos no han venido aquí para dejarse honrar. Al contrario. Han venido con la exigencia de que te marches lo más pronto posible. Han venido para echarte, hablando pronto y mal. ¿Consideras que eso es un honor? Yo no. Yo considero eso una ofensa.
    —Los nobles caballeros se han tomado molestias sin necesidad, por lo que oigo. —Geralt encogió los hombros—. No pienso quedarme a vivir aquí. Me iré sin necesidad de impulsos ni apremios, y además, en breve.
    —En este momento —bramó Tailles—. Sin un minuto de demora. El príncipe ordena...
    —En el terreno de este santuario las órdenes las doy yo —le interrumpió Nenneke con una fría voz de mando—. Normalmente intento que mis órdenes no se encuentren en excesiva contradicción con la política de Hereward. En la medida en que tal política sea lógica y comprensible, claro. En este caso concreto, opino que es irracional, por lo cual no pienso tratarla en serio, pues no se lo merece. Geralt de Rivia es mi huésped, señores. Su estancia en mi santuario me agrada. Por eso Geralt de Rivia permanecerá en mi santuario tanto como quiera.
    —¿Tienes el descaro de desobedecer al príncipe, mujer? —gritó Tailles, después de lo cual se echó la capa sobre los hombros, mostrando en toda su pompa una coraza de acanalado y ribeteado latón—. ¿Te atreves a cuestionar la autoridad del poder?
    —Silencio —dijo Nenneke y entrecerró los ojos—. Baja ese tono. Cuidado con lo que dices y a quién se lo dices.
    —¡Sé a quién se lo digo! —El caballero dio un paso. Falwick, el mayor, le aferró con fuerza por la muñeca y le apretó hasta que crujió el guantelete reforzado. Tailles se soltó con rabia—. ¡Pronuncio palabras que son la voluntad del príncipe, señor de estas tierras! Sabe, 
mujer, que tenemos en tu patio doscientos soldados...
    Nenneke echó mano a una bolsa que colgaba de su cinturón y sacó de ella un pequeño frasquito de porcelana.
    —La verdad es que no sé —dijo con serenidad— que pasará si rompo este cacharro debajo de tus pies, Tailles. Puede que te estallen los pulmones. O puede que te cubras de vello. Y puede que lo uno y lo otro, ¿quién lo sabe? Quizás sólo la piadosa Melitele.
    —¡No te atrevas a amenazarme con tus embrujos, sacerdotisa! Nuestros soldados...
    —Vuestros soldados, si alguno de ellos toca a las sacerdotisas de Melitele, colgarán de las acacias a todo lo largo del camino hasta la ciudad, y esto antes de que el sol alcance el horizonte. Ellos lo saben muy bien. Y tú también lo sabes, Tailles, así que deja de comportarte como un cerdo. Asistí a tu nacimiento, mocoso estúpido, y me da pena tu madre, pero no tientes a tu suerte. ¡No me obligues a que te enseñe buenos modales!
    —Basta ya, basta —terció el brujo, un tanto aburrido de toda esta historia—. Parece que mi modesta persona se ha convertido en causa de un conflicto de importancia, y yo no veo por qué haya de ser así. Señor Falwick, me parecéis más equilibrado que vuestro camarada, al cual, por lo que veo, le embarga el entusiasmo de la juventud. Escuchad, señor Falwick: juro que dejaré estos lugares pronto, en pocos días. Juro también que no tenía intención ni la tengo de trabajar aquí, de aceptar peticiones ni encargos. No estoy aquí como brujo, sino en privado.
    El conde Falwick le miró a los ojos y Geralt comprendió su error al instante. En la mirada del caballero de la Rosa Blanca había un odio puro, inflexible y no contaminado por nada. El brujo comprendió, y estuvo seguro que no era el duque Hereward el que le expulsaba y le obligaba a irse, sino Falwick y los suyos.
    El caballero se volvió hacia Nenneke, se inclinó con respeto, comenzó a hablar. Habló sereno y con educación. Habló con lógica. Pero Geralt sabía que Falwick mentía como un perro.
    —Venerable Nenneke, os pido perdón, pero el príncipe Hereward, mi señor, no desea y no tolerará la presencia del brujo Geralt de Rivia en sus posesiones. No importa si Geralt de Rivia caza monstruos o si se considera a sí mismo en visita privada. El príncipe sabe que Geralt de Rivia no es una visita privada. El brujo atrae los problemas como el imán el hierro. Los hechiceros se enfadan y escriben peticiones, los druidas amenazan de nuevo con...
    —No veo motivo por el que Geralt de Rivia tenga que sufrir las consecuencias del desenfreno de los hechiceros y druidas locales —le cortó la sacerdotisa—. ¿Desde cuándo a Hereward le interesa la opinión de unos y otros?
    —Basta de discusión. —Falwick alzó la cabeza—. ¿Acaso no me expreso con suficiente claridad, venerable Nenneke? Lo diré entonces tan claro que más claro sea imposible: ni el príncipe Hereward, ni el capítulo de la orden desean tolerar ni un solo día más en Ellander al brujo Geralt de Rivia, conocido como el carnicero de Blaviken.
    —¡Esto no es Ellander! —La sacerdotisa se levantó del sillón—. ¡Esto es el santuario de Melitele! ¡Y yo, Nenneke, sacerdotisa mayor de Melitele, no deseo tolerar ni un solo segundo más la presencia de vuestras personas en el terreno del santuario, señores!
    —Señor Falwick —el brujo habló en voz baja—. Escuchad la voz de la razón. No quiero problemas y a vos, pienso, tampoco os apetece especialmente tenerlos. Dejaré estos lugares como más tarde en tres días. No, Nenneke, calla, por favor. Es hora de irme, en cualquier caso. Tres días, señor conde. No pido más.
    —Y bien haces en no pedir —dijo la sacerdotisa antes de que Falwick tuviera tiempo de reaccionar—. ¿Habéis oído, chicos? El brujo se quedará aquí tres días porque ése es su deseo. Y yo, sacerdotisa de la Gran Melitele, le ofreceré mi hospedaje durante estos tres días porque ése es mi deseo. Repetidle esto a Hereward. No, no a Hereward. Repetidle esto a su esposa, la noble Ermela, añadiendo que si le interesa seguir recibiendo los afrodisíacos de mi farmacia, que tranquilice mejor a su duque. Que le calme sus humores y antojos que cada vez parecen más que nada síntomas de idiotismo.
    —¡Basta! —gritó Tailles y la voz se le quebró en un falsete—. ¡No pienso escuchar cómo una charlatana insulta a mi señor y a su esposa! ¡No dejaré sin su pago tal menosprecio! ¡Aquí va a gobernar ahora la orden de la Rosa Blanca, será el final de vuestros nidos de tiniebla y superstición! Y yo, caballero de la Rosa Blanca...
    —Escucha, mocoso —le cortó Geralt, con una sonrisa siniestra—. Detén tu lengua desatada. Le hablas a una mujer a la que se le debe respeto. Sobre todo de un caballero de la Rosa Blanca. Es cierto que en los últimos tiempos, para convertirse en uno de ellos basta con pagar al tesoro del capítulo un millar de coronas novigradas. Por eso la orden se ha llenado de hijos de usureros y de sastres. Pero espero que todavía os queden algunas tradiciones. ¿O me equivoco?
    Tailles palideció y dio un paso al frente.
    —Señor Falwick —dijo Geralt, sin dejar de sonreír—. Si este gusarapo saca la espada, se la quitaré y le azotaré en el culo. Y luego le clavaré con ella a la puerta.
    Tailles, con los dedos temblorosos, arrancó del cinturón los guantes de hierro y con un chasquido los lanzó al pavimento, justo bajo los pies del brujo.
    —¡Lavaré el insulto a la orden con tu sangre, engendro! —gritó—. ¡Sal a campo abierto! ¡Sal afuera!
    —Algo se te ha caído, hijo —afirmó tranquila Nenneke—. Recógelo inmediatamente, aquí está prohibido ensuciar, esto es un santuario. Falwick, llévate de aquí a este idiota porque si no esta historia se acabará con una desgracia. Sabes lo que le tienes que repetir a Hereward. De todos modos le escribiré una carta personalmente, no me parecéis merecedores de la confianza de levar mis mensajes. Largaos de aquí. Sois capaces de encontrar la salida vosotros solos, espero.
    Falwick, sujetando al enfurecido Tailles con mano de hierro, se inclinó, haciendo resonar las armas. Luego miró a los ojos del brujo. El brujo no sonrió. Falwick se echó la capa roja sobre los hombros.
    —Ésta no ha sido nuestra última visita, venerable Nenneke —dijo—. Volveremos.
    —Justo eso me temía —respondió con frialdad la sacerdotisa—. Con mi más profundo disgusto, por cierto.

La voz de la razón 4

    —Hablemos, Iola.
    Necesito esta charla. Dicen que el silencio es oro. Puede. No sé si vale tanto. En cualquier caso, tiene su precio. Hay que pagar por ello.
    A ti te es más fácil, sí, no lo niegues. Al fin y al cabo, tú callas por elección propia, con tu silencio ofreces un sacrificio a tu diosa. No creo en Melitele, no creo tampoco en la existencia de otros dioses, pero valoro tu sacrificio, lo valoro y además respeto tus creencias. Porque tu sacrificio y ofrecimiento, el precio de tu silencio, hacen de ti una persona mejor, más valiosa. O al menos pueden llegar a hacerlo. Mi incredulidad no puede nada. Carece de poder alguno.
    ¿Preguntas que en qué creo entonces?
    Creo en la espada.
    Como ves, llevo dos. Todos los brujos llevan dos espadas. Algunos malintencionados afirman que la de plata es para los monstruos y la de acero para los seres humanos. Eso es falso, por supuesto. Hay monstruos a los que sólo se puede dominar con la espada de plata, pero los hay también para los que el acero es mortal. No, Iola, no todo el hierro, sólo aquél que procede de un meteorito. ¿Preguntas qué es un meteorito? Es una estrella fugaz. Seguro que has visto más de una vez una estrella fugaz, una breve y brillante estela en el firmamento nocturno. Al verla, pedirías seguro algún deseo, puede que para ti significara una prueba más de la existencia de los dioses. Para mí un meteorito es tan sólo un pedazo de metal que al caer se estrella contra la tierra. Un metal del que se puede hacer una espada.
    Puedes, por supuesto que puedes, toma mi espada en la mano. ¿Ves qué ligera es? Incluso tú la levantas sin esfuerzo. ¡No! No toques la hoja, te cortarías. Está más afilada que una navaja de afeitar. Tiene que estarlo.
    Sí, claro, me entreno a menudo. En cada minuto libre. No me puedo permitir el perder la forma. Por eso vine aquí, al rincón más escondido del parque del santuario, para moverme, para quemar con ejercicios este terrible, odioso entorpecimiento que me embarga, este frío que me rodea. Y aquí me has encontrado. Es gracioso, hace varios días que yo intento encontrarte. Te buscaba. Quería...
    Necesito esta conversación, Iola. Sentémonos, charlemos un rato.
    Tú no me conoces en absoluto, Iola.
    Me llamo Geralt. Geralt de... No. Sólo Geralt. Geralt de ningún lado. Soy brujo.
    Mi casa es Kaer Morhen, el Nido de los Brujos. De allí provengo. Es... Era una especie de plaza fuerte. No queda mucho de ella.
    Kaer Morhen... Allí se producían seres tales como yo. Ya no se hace y en Kaer Morhen no vive nadie. Nadie excepto Vesemir. ¿Preguntas quién es Vesemir? Es mi padre. ¿Por qué me miras con esa cara? Todo el mundo tiene padre. El mío es Vesemir. ¿Y qué importa que no sea mi verdadero padre? Nunca conocí al verdadero, a mi madre tampoco. Ni siquiera sé si están vivos. Y, de hecho, tampoco me interesa demasiado.
    Sí, Kaer Morhen... Allí sufrí la mutación habitual. La Prueba de las Hierbas, y luego lo normal. Hormonas, infusiones, infección de virus. Y de nuevo. Y luego otra vez. Hasta que se obtenga resultado. Al parecer soporté el Cambio muy bien, estuve poco tiempo enfermo. Me consideraron un crío extraordinariamente resistente y me eligieron para ciertos... experimentos más complicados. Eso fue peor. Mucho peor. Pero como ves, sobreviví. Fui el único superviviente de aquéllos que habían sido elegidos para los experimentos. Desde entonces tengo el pelo blanco. Completa desaparición de los pigmentos. Como se dice, efectos secundarios. Minucias. Casi no molesta.
    Luego me enseñaron distintas habilidades. Bastante tiempo. Hasta que por fin llegó el día en que dejé Kaer Morhen y me puse en camino. Tenía ya entonces mi medallón, este mismo. La Señal de la Escuela del Lobo. Llevaba también dos espadas: de plata y de hierro. Además de las espadas llevaba conmigo convicciones, entusiasmo, motivación y... fe. Fe en que yo era necesario y útil. Porque el mundo, Iola, como que tenía que estar lleno de monstruos y de bestias, y mi obligación era defender a aquéllos a los que tales bestias amenazaban. Cuando me fui de Kaer Morhen soñaba con encontrar mi primer monstruo, no podía aguardar al momento en que me hallaría cara a cara frente a él. Y lo encontré.
    Mi primer monstruo, Iola, era calvo y tenía unos dientes bastante feos y podridos. Me lo encontré en el camino real, donde, junto con otros compañeros monstruos, desertores de no sé qué ejército, había detenido un carro de campesinos y había sacado del carro a una muchacha, quizá de trece años, quizá menor. Los compañeros sujetaban al padre de la niña y el calvo le estaba rasgando el vestido y gritaba que ya iba siendo hora de que supiera lo que era un hombre de verdad. Me acerqué, bajé del caballo y le dije al calvo que a él también le había llegado la hora. Esto me pareció entonces extraordinariamente divertido. El calvo dejó a la mocosa y se echó sobre mí con una maza. Era muy lento, pero resistente. Tuve que golpearle dos veces para que cayera. No fueron tajos demasiado limpios, pero bastante, diría, espectaculares, tanto que los colegas del calvo salieron huyendo viendo lo que la espada de un brujo le podía hacer a un ser humano.
    ¿No te aburro, Iola?
    Necesito hablar contigo, lo necesito de verdad.
    ¿Dónde me he quedado? Ajá, mi primera acción caballeresca. Ves, Iola, en Kaer Morhen me habían metido en la cabeza que no me mezclara en tales asuntos, que los evitara, que no jugara al caballero andante y que no ejerciera de guardián de las leyes. Me había puesto en camino no para hacer alarde, sino para realizar el trabajo que me fuera encargado por dinero. Y yo me había metido en ello como un tonto, sin haberme alejado ni siquiera cincuenta millas de las faldas de la montaña. ¿Sabes por qué lo hice? Quería que la muchacha anegara sus ojos en lágrimas de agradecimiento y me besara las manos a mí, su salvador, y que su padre me diera las gracias de rodillas. Y sin embargo el padre había salido corriendo junto con los desertores y la muchacha, sobre la que había caído la mayor parte de la sangre del calvo, se puso a vomitar y luego le dio un ataque de histeria, y cuando me acerqué a ella se desmayó de miedo. Desde entonces, muy pocas veces me he vuelto a entrometer en tales historias.
    Hice mi tarea. Aprendí pronto cómo. Cabalgaba hasta los bardales de las aldeas, me detenía junto a las empalizadas de los pueblos y los huertos. Y esperaba. Si me escupían, insultaban y arrojaban piedras, me iba. Si en cambio alguien salía y me hacía un encargo, lo realizaba.
    Visitaba villas y castillos, buscaba proclamas clavadas en los postes de los cruces de caminos. Buscaba anuncios: «Se necesita brujo urgentemente». Y luego había, por lo general, algún dolmen, calabozo, necrópolis o ruina, alguna garganta cubierta de bosque o alguna gruta en las montañas llena de huesos y apestando a carroña. Y había algo que vivía sólo para matar. De hambre, por gusto, impulsada por alguna voluntad enferma o por cualquier otro motivo. Manticora, wywerno, nebulor, abejorro, girador, espanto, silvia, vampiro, ghul, graveir, lobisome, gigaskorpion, estrige, tragaldabas, kikimora, vipper. Y había un baile en la oscuridad y el vuelo de una espada. Y había miedo y asco en los ojos de aquéllos que me entregaban luego el pago ofrecido.
    ¿Errores? Por supuesto. Los tuve.
    Pero seguía las reglas. No, no el código. Solía utilizar el código como excusa. A la gente le gusta. A aquéllos que tienen algún código y se rigen por él, se les respeta y se les estima.
    No hay tal código. Jamás se promulgó ningún código de los brujos. Yo me inventé el mío. Simplemente. Y me regía por él. Siempre...
    No siempre.
    Porque hubo momentos en que parecía que no había espacio para ninguna duda. En que habría que decirse a uno mismo: «Y qué me importa a mí todo esto, no es asunto mío, yo soy brujo». En que habría que haber escuchado a la voz de la razón. Escuchar al instinto o, si no, a lo que dicta la experiencia. O incluso y a menudo, el más corriente de los miedos.
    Tendría que haber escuchado la voz de la razón, entonces...
    No lo hice.
    Pensé que escogía el mal menor. Escogí el mal menor. ¡Mal menor! Soy Geralt de Rivia. También llamado el Carnicero de Blaviken.
    No, Iola. No toques mi mano. El contacto puede evocar en ti... Puedes ver...
    Y yo no quiero que lo veas. No quiero saber. Conozco mi destino, que gira a mi alrededor como un vórtice. ¿Mi destino? Me sigue paso a paso, pero yo nunca miro hacia atrás.
    ¿Un nudo? Sí, Nenneke lo percibe, dice. ¿Qué me impulsó entonces en Cintra? ¿Cómo pude arriesgarme tan estúpidamente?
    No, no y mil veces no. Nunca miro hacia atrás. Y jamás volveré a Cintra, voy a evitar Cintra como si fuera la peste. No volveré jamás.
    Ja, si no me equivoco al contar, el niño éste debe de haber nacido en mayo, hacia la fiesta de Belleteyn. Si esto sucedió en verdad así, tendríamos que vérnoslas con un interesante cúmulo de circunstancias. Porque Yennefer también nació en Belleteyn...
    Vámonos ya, Iola. Está anocheciendo.
    Gracias por hablar conmigo.
    Gracias, Iola.
    No, no me pasa nada. Me siento bien.
    Completamente bien.

La voz de la razón 5

    —¡Geralt! ¡Eh! ¿Estás aquí?
    Levantó la cabeza de las amarillentas y ásperas páginas de la Historia del Mundo de Roderick de Novembre, interesante obra, aunque algo controvertida, que estudiaba desde el día anterior.
    —Estoy. ¿Qué pasa, Nenneke? ¿Me necesitas?
    —Tienes un invitado.
    —¿De nuevo? ¿Quién, esta vez? ¿El duque Hereward en persona?
    —No. Esta vez es Jaskier, tu colega, ese trotamundos, ese zángano y haragán, aquel sacerdote de las artes, brillante y clara estrella de las baladas y los versos amorosos. Como siempre, resplandeciente de gloria, hinchado como una vejiga de cerdo y apestando a cerveza. ¿Quieres verlo?
    —Por supuesto. Al fin y al cabo, es mi amigo.
    Nenneke se indignó, encogió los hombros.
    —No comprendo tales amistades. Él es tu absoluto opuesto.
    —Los opuestos se atraen.
    —Está clarísimo. Oh, por favor, ahí viene —señaló con un movimiento de cabeza—. Tu famoso poeta.
    —Él es de verdad un poeta famoso, Nenneke. No me querrás decir que nunca has oído sus baladas.
    —Las he oído —se enfadó la sacerdotisa—. Y cómo. En fin, no sé mucho de eso, puede que a la habilidad para saltar libremente de la lírica sentimentaloide a la cerdada más obscena se le llame talento. No importa. Perdona, pero no os haré compañía. No estoy hoy como para aguantar sus poesías ni sus bromas vulgares.
    Desde el pasillo se escuchó una risa perlada, el rasguido de un laúd y en la entrada de la biblioteca apareció Jaskier, vestido con una almilla de color lila con mangas de encaje y un sombrerito ladeado. A la vista de Nenneke el trovador se inclinó exageradamente, barriendo el entarimado con la pluma de garza prendida a su sombrero.
    —Mis más profundos respetos, venerable madre —gorjeó tontamente—. Gloria a la Gran Melitele y a sus sacerdotisas, guardianas de la virtud y la inteligencia...
    —Deja de molestar, Jaskier —bramó Nenneke—. Y no me llames madre. Me aterra el simple pensamiento de que pudieras ser mi hijo.
    Se dio la vuelta de repente y salió, arrastrando la túnica por el pavimento con un siseo. Jaskier, con un gesto de mono, parodió una inclinación.
    —No ha cambiado en nada —dijo serenamente—. Sigue sin entender una broma. Se ha enfadado conmigo porque al llegar platiqué un poquillo con la portera, una simpática rubia de largas pestañas, con unos rizos que alcanzan hasta un hermoso culito, el cual no pellizcar sería un pecado. Así que pellizqué, y Nenneke, que justo entonces apareció... Ah, qué más da. Hola, Geralt.
    —Hola, Jaskier. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
    El poeta se enderezó, se tiró de los pantalones.
    —Estaba en Wyzima —dijo—. Oí lo de la estrige, me enteré de que estabas herido. Anduve pensando dónde podrías ir a pasar la convalecencia. Como veo, estás ya sano.
    —Bien ves. Pero intenta explicarle esto a Nenneke. Siéntate, charlaremos un rato.
    Jaskier se sentó, echó un vistazo a los libros que yacían en el púlpito.
    —¿Historia? —se sonrió—. ¿Roderick de Novembre? Lo he leído, lo he leído. Cuando estudié en la academia de Oxenfurt, la historia ocupaba el segundo lugar en la lista de mis materias favoritas.
    —¿Y qué estaba en el primer lugar?
    —Geografía —dijo serio el poeta—. El atlas del mundo era más grande y resultaba más fácil esconder detrás de él las damajuanas de vodka.
    Geralt se rió secamente, se levantó, tomó de una estantería Los Arcanos de la Magia y de la Alquimia de Lunini y Tyrss y sacó a la luz del día un recipiente rechoncho y envuelto en paja que estaba escondido tras el grueso volumen.
    —Ohó —se alegró el bardo con claridad—. La inteligencia y la inspiración aún se esconden en las bibliotecas. ¡Aaaaj! ¡Me gusta! ¿De cerezas, verdad? Sí, esto es alquimia, vaya una maravilla. Ésta es la piedra filosofal, el verdadero valor de los estudios. A tu salud, hermano. ¡Aaaaj! ¡Es fuerte de la leche!
    —¿Qué te trae por aquí? —Geralt recogió la damajuana de manos del poeta, echó un trago y tosió, tocándose el cuello vendado—. ¿A dónde te diriges?
    —A ningún lado. Es decir, podría ir allí a donde tú vas. Podría acompañarte. ¿Piensas entretenerte mucho aquí?
    —No mucho. El duque local me ha dado a entender que no estoy bien visto en sus posesiones.
    —¿Hereward? —Jaskier conocía a todos los reyes, príncipes, gobernantes y señores desde el Jaruga hasta las Montañas del Dragón—. No te importe un pito. No se atreverá a meterse con Nenneke, con la diosa Melitele. El pueblo llano le quemaría el castillo.
    —No quiero problemas. Y además llevo aquí ya demasiado tiempo. Me voy al sur, Jaskier. Muy al sur. Aquí ya no encuentro trabajo. La civilización. ¿Quién necesita un brujo aquí? Cuando pregunto por algún trabajo me miran como si estuviera loco.
    —Qué chorradas dices. Qué hablas de una civilización. Atravesé el Buina hace una semana y yendo por el país oí hablar de muy distintas cosas. Parece que hay por aquí geniecillos del agua, wijunos, espantos, cometas, toda clase de guarrerías. Tendrías que estar de trabajo hasta las orejas.
    —También he oído esas historias. La mitad son o imaginadas o exageradas. No, Jaskier. El mundo está cambiando. Algo se acaba.
    El poeta tiró de la damajuana, entrecerró los ojos, suspiró pesadamente.
    —¿De nuevo empiezas a llorar por tu triste destino de brujo? ¿Y a filosofar sobre ello? Percibo las consecuencias nocivas de lecturas inadecuadas. Porque eso de que el mundo cambia ya se le había ocurrido hasta a aquel viejo gilipollas de Roderick de Novembre. Tal mutabilidad del mundo es, dicho entre paréntesis, la única tesis de su tratado con la que se puede estar de acuerdo sin reservas. Pero no es ésta una tesis tan nueva como para que me tengas que agasajar con ella aquí, efectuando además gestos de gran pensador que no pegan para nada con tu cara.
    Geralt, en lugar de contestar, le dio un tiento a la garrafa.
    —Sí, sí —suspiró de nuevo Jaskier—. El mundo cambia, el sol sale y la vodka se acaba. ¿Qué más, en tu opinión, se acaba? Dijiste algo acerca de un final, filósofo.
    —Te daré algunos ejemplos —dijo Geralt al cabo de un rato de silencio—. Sacados de los últimos dos meses que he pasado a este lado del río Buina. Un día, voy a caballo, miro, y un puente. Bajo el puente hay un troll que pide dinero a todo el que pasa. A los que se niegan, les rompe un pie, y a veces los dos. Así que me voy al alcalde, cuánto me dais, le digo, por el troll éste. El alcalde se queda boquiabierto de la sorpresa. ¿Qué dices?, pregunta, ¿y quién va a arreglar el puente si no está el troll? El troll cuida del puente, lo arregla a menudo, con su propio trabajo, bien sólido, como se ve. Sale barato pagarle un peaje. Sigo entonces para adelante, miro, un doblecolas. No muy grande, unas diez varas de la cresta de la nariz a la punta de la cola. Vuela, lleva una oveja en sus garras. Voy al pueblo, pregunto, cuánto pagáis por la culebra. Los aldeanos, de rodillas, no, gritan, es el dragón favorito de la hija menor de nuestro barón, como se le caiga una sola escama de los lomos el barón arrea y le prende fuego al pueblo, y a nosotros nos saca la piel a tiras. Sigo adelante, y me va entrando cada vez más hambre. Pido trabajo por acá y por allá, claro que sí, hay, pero, ¿cuál? A éste, capturarle una náyade, al otro una ninfa, a aquél una rariesposa. Se han vuelto idiotas por completo, en las aldeas hay más putas que patatas y el tío quiere una inhumana. Otro me pide que le mate una libélula y le suministre los huesecillos de sus manos, porque molidos y añadidos a la sopa al parecer aumentan la potencia...
    —Eso es una patraña —intercaló Jaskier—. Lo he probado. No la aumentan ni pizca, y encima las sopas saben a agua de fregar. Pero si la gente cree en ello y está dispuesta a pagar...
    —No pienso matar libélulas. Ni ninguna criatura inofensiva.
    —Pues entonces vas a pasar hambre. Hazte sacerdote. No estaría mal con tus escrúpulos, con tu moralidad, con tu conocimiento de la naturaleza humana y todas esas cosas. El que no creas en ningún dios no tendría que ser ningún problema. Conozco pocos sacerdotes que crean. Hazte sacerdote y deja de compadecerte a ti mismo.
    —No me compadezco. Constato hechos.
    Jaskier cruzó los pies y observó con interés el dibujo de una suela.
    —Me recuerdas, Geralt, a un viejo pescador que al final de su vida descubre que los peces apestan y que el agua hace que crujan y duelan los huesos. Sé consecuente. Charlotear y compadecerse no va a arreglar nada. Yo, si me diera cuenta de que se había acabado la demanda de poesía, colgaba el laúd en una percha y me hacía hortelano. Cultivaría rosas.
    —Tonterías. No serías capaz de renunciar así.
    —Quizás no fuera capaz —accedió el poeta, mirando todavía la suela del zapato—. Pero nuestras profesiones se diferencian en algo. Nunca se acabará la demanda de poesía ni del sonido de las cuerdas del laúd. Tu profesión es peor. Vosotros mismos, brujos, vais acabando con vuestro trabajo, lentamente, pero con continuidad. Cuanto mejor y más a conciencia trabajéis, menos trabajo os queda. Al fin y al cabo vuestro objetivo, la razón de vuestra existencia, es un mundo sin monstruos, un mundo tranquilo y seguro. Es decir, un mundo donde los brujos sean superfluos. Una paradoja, ¿no es cierto?
    —Cierto.
    —Antes, cuando todavía existían unicornios, había una gran cantidad de muchachas que cuidaban su virtud para poder cazarlos. ¿Te acuerdas? ¿Y los cazarratas de las flautas? La gente se pegaba por sus servicios. Los alquimistas acabaron con ellos cuando encontraron venenos eficaces, a lo que se añadió la domesticación general de gatos, hurones y comadrejas. Los animalitos eran más baratos, más simpáticos y no trasegaban tanta cerveza. ¿Captas la analogía?
    —La capto.
    —Escarmienta entonces en cabeza ajena. Las vírgenes de los unicornios se desvirgaron inmediatamente en cuando perdieron el trabajo. Algunas, anhelando recuperar tantos años de renuncias, adquirieron luego amplia fama por su técnica y ardor. A los cazarratas... Bueno, a ésos mejor que no los imites, porque se dieron a la bebida como un solo hombre y se dejaron pudrir. Y así, parece que ahora les ha llegado la hora a los brujos. Estás leyendo a Roderick de Novembre, ¿no? Hay ahí, si no recuerdo mal, referencias a los brujos, a aquellos primeros que comenzaron a ir por esos mundos hace así como trescientos años. Eran tiempos en los que los campesinos iban a segar en grupos armados, las aldeas estaban ceñidas por empalizadas de tres cuerpos, las reatas de mercaderes semejaban una marcha de ejércitos mercenarios y en las murallas de innumerables castillos había catapultas listas para disparar noche y día. Porque nosotros, los humanos, éramos intrusos. Esta tierra era de los dragones, las manticoras, los grifos y los amfisbenos, los vampiros, los lobisomes y las estriges, las kikimoras, las quimeras y las cometas. Y hubo que quitarles esta tierra a trechos, cada valle, cada desfiladero, cada bosque y cada calvero. Y esto lo conseguimos gracias a la poco valorada ayuda de los brujos. Pero esos tiempos, Geralt, se han ido para no volver. El barón no permite matar el doblecolas porque seguramente se trate del último dracónido en un radio de mil leguas y ya no causa miedo sino compasión y nostalgia por el tiempo pasado. El troll del puente convive con la gente, ya no es el monstruo con el que se asusta a los niños, es una reliquia y una atracción local, y además provechosa. ¿Y los espantos, manticoras, amfisbenos? Se esconden en espesuras y montañas inaccesibles...
    —Como ves, tenía yo razón. Algo se acaba. Te guste o no, algo se acaba.
    —No me gusta que repitas lugares comunes. No me gusta el gesto con que lo haces. ¿Qué pasa contigo? No te reconozco, Geralt. Eh, diablos, cabalguemos pronto hacia el sur, hacia esos países indómitos. En cuanto te ganes el jornal con un par de monstruos, se te pasará la morriña. Y al parecer allí hay monstruos de sobra. Dicen que si una vieja está cansada de la vida, se va más sola que la una al bosque a por carrascas sin llevarse astralejas. Resultado garantizado. Deberías asentarte allí permanentemente.
    —Quizás debiera. Pero no lo haré.
    —¿Por qué? Allí es más fácil para un brujo el ganarse la vida.
    —Ganar dinero, más fácil —Geralt echó un trago—, pero gastarlo, más difícil. Además allí sólo se come cebada y mijo, la cerveza sabe a meado, las muchachas no se lavan y los mosquitos se te comen.
    Jaskier se rió con fuerza, apoyando el codo sobre una estantería, sobre el lomo de un libro encuadernado en piel.
    —¡... y mosquitos! Esto me recuerda nuestra primera aventura juntos, en el confín del mundo —dijo—. ¿Te acuerdas? Nos conocimos en el festival de Gulet y me convenciste...
    —Tú me convenciste a mí. Tenías que largarte de Gulet todo lo deprisa que pudiera tu caballo, porque la moza que te camelaste bajo el estrado de los músicos tenía cuatro hermanos bien crecidos. Te buscaron por todo el lugar amenazando que te echarían y te embadurnarían de serrín y alquitrán. Por eso te pegaste a mí entonces.
    —Y tú por poco no te saliste de los pantalones de alegría por encontrar quien te acompañara. Pero como quieras, tienes razón, fue como tú dices. Es cierto que tuve entonces que desaparecer por algún tiempo y el Valle de las Flores me parecía que ni pintado para ello. Decían que era el confín del mundo habitado, la avanzadilla de la civilización y de lo nuevo, el punto más alejado de la frontera entre los dos mundos. ¿Recuerdas?
    —Recuerdo, Jaskier.

La voz de la razón 6

    El brujo desató la camisa, despegó el lino mojado de su nuca. En la cueva hacía calor, mucho incluso. En el aire flotaba un vapor húmedo y pesado que goteaba sobre las musgosas peñas y las planchas de basalto de las paredes.
    Alrededor todo eran plantas. Crecían en gavetas en el suelo, en cavidades rellenas de turba, en grandes cajones, dornajos y jardineras, se encaramaban por las paredes de piedra, apoyadas en andamios y varas de madera. Geralt las miró con interés, reconociendo algunas bastante raras, aquéllas que entraban dentro de la composición de los elixires y medicamentos de los brujos, filtros mágicos y pociones de hechicería. Había otras, todavía más extrañas, cuyas propiedades podía poco más que imaginarse. E incluso algunas que no conocía en absoluto y de las que jamás había oído hablar. Vio masas de nostrix de hojas estrelladas cubriendo las paredes de la cueva, compactas bolas de cabecivientos que sobresalían de enormes urnas, vástagos de arenarias llenos de bayas tan rojas como la sangre. Reconoció las jaspeadas y carnosas hojas de la escorocela, las ovaladas y amarillo—burdeos de la nomeintentes, y las oscuras agujas de la piloritka. Alcanzó a ver las moles de musgo de hojas pingadas de la sangripuesta, los bulbos brillantes del ojo de cuervo y los pétalos rayados como tigre de la orquídea ratonera.
    En la parte más oscura de la cueva se percibían los abombados ejemplares de los hongos shytnacca, grises como una chimenea obstruida. No lejos crecía la sieyigrona, una hierba capaz de neutralizar cada toxina o veneno conocido. Saliendo de urnas empotradas profundamente en el suelo, unas escuálidas escobillas de un amarillo grisáceo traicionaban al ranog, una raíz de poderosas y universales virtudes medicinales.
    El centro de la cueva lo ocupaban plantas acuáticas. Geralt vio cubas llenas de rogatka y pestañas de tortuga y estanques cubiertos de una densa piel de bajotierras, plantas útiles para proteger de los parásitos. Colecciones de vasos llenos de retorcidos rizomas de doblerejos alucinógenos, esbeltos kriptokores verde oscuro y ovillos de nematodos. Estaba también la fangosa y encenagada koryta, y había cultivos incontables de mohos, algas y líquenes pantanosos.
    Nenneke, con las mangas del hábito de sacerdotisa recogidas, sacó de una cesta unas tijeras y un pequeño rastrillo de hueso y, sin una palabra, se puso a trabajar. Geralt se sentó en un banco entre dos columnas de luz que caían atravesando sendas placas de cristal en el techo de la caverna.
    La sacerdotisa murmuraba y ronroneaba en voz baja mientras introducía hábilmente las manos en la espesura de hojas y tallos, hacía chasquear las tijeras y llenaba la cesta de manojos de hierbas. Arreglaba también las varitas y los marcos que sujetaban las plantas, removía la tierra de vez en cuando con el rastrillo. A veces, murmurando con cólera, arrancaba tallitos resecos o podridos, los arrojaba a unos esportillos repletos de humus para disfrute de hongos y de otras plantas provistas de vainas y tortuosamente retorcidas, que el brujo no conocía. Ni siquiera estaba seguro de si se trataba de plantas: le parecía que los brillantes rizomas se movían ligeramente, tendiendo en dirección a las manos de la sacerdotisa unos plantones peludos.
    Hacía calor. Mucho calor.
    —¿Geralt?
    —¿Sí? —Combatió la somnolencia que le amenazaba. Nenneke, jugueteando con las tijeras, le contemplaba desde detrás de unas plumosas hojas de espergularia.
    —No te vayas todavía. Quédate. Unos cuantos días más.
    —No, Nenneke. Es hora ya de que me ponga en camino.
    —¿Qué te hace apresurarte? No tienes que preocuparte de Hereward. Y ese vagabundo de Jaskier bien se puede ir solo a romperse la crisma por ahí. Quédate, Geralt.
    —No, Nenneke.
    La sacerdotisa hizo chasquear las tijeras.
    —¿Acaso tienes tanta prisa por irte del santuario porque tienes miedo de que ella te encuentre aquí?
    —Sí —reconoció, no sin resistencia—. Lo has adivinado.
    —No era una adivinanza muy difícil —murmuró—. Pero tranquilízate. Yennefer ya estuvo aquí. Hace dos meses. No volverá pronto porque discutimos. No, no por ti, ni siquiera preguntó por ti.
    —¿No preguntó?
    —Ahí te duele —se rió la sacerdotisa—. Eres egocéntrico como todo hombre. No hay nada peor que el desinterés, ¿no es cierto? ¿La indiferencia? Pero no, no te deprimas. Conozco demasiado bien a Yennefer. No preguntó por nada, pero miraba a todos lados, buscando huellas tuyas. Y estaba muy enfadada contigo, lo percibí.
    —¿Por qué discutisteis?
    —Por nada que a ti te interese.
    —De cualquier modo, ya lo sé.
    —No lo creo —afirmó con tranquilidad Nenneke, arreglando unas varitas—. Lo que sabes de ella es bastante superficial. Lo que ella sabe de ti, dicho sea entre paréntesis, también. Lo cual es típico de una relación como la que os une u os ha unido. Ambos no prestáis atención a nada, excepto a una valoración en extremo emocional de los resultados mientras ignoráis las causas.
    —Estuvo aquí para intentar curarse —afirmó con frialdad—. Por eso os peleasteis, reconócelo.
    —No reconozco nada.
    El brujo se levantó, se enderezó bajo la luz de uno de los tragaluces.
    —Permíteme un momento, Nenneke. Echa un vistazo a esto.
    Abrió un bolsillo secreto en su cinturón, extrajo un pequeño bulto, un saquito en miniatura hecho de piel de cabra, derramó el contenido sobre una mano.
    —Dos diamantes, un rubí, tres hermosos jades, una interesante ágata. —Nenneke sabía de todo—. ¿Cuánto te han costado?
    —Dos mil quinientos ducados temerios. La paga por la estrige de Wyzima.
    —Por un cuello desgarrado —se enojó la sacerdotisa—. Qué más da, cuestión de precio. Pero hiciste bien en invertir el dinero en estas piedras preciosas. Los ducados tienen hoy día una cotización muy baja y el precio de las piedras en Wyzima no es muy alto, demasiado cerca de las minas de los enanos en Mahakam. Si vendes estas piedras en Novigrado te darán por lo menos quinientas coronas novigradas y la corona está en este momento a seis ducados y medio, y subiendo.
    —Me gustaría que lo aceptaras.
    —¿En depósito?
    —No. El jade puedes guardarlo para el santuario como, digamos, mi sacrificio a la diosa Melitele. Y el resto de las piedras son... para ella. Para Yennefer. Dáselas cuando vuelva por aquí, que con toda seguridad será pronto.
    Nenneke le miró directamente a los ojos.
    —Yo no lo haría en tu lugar. Créeme, la harás enfadarse aún más, si esto es posible. Deja todo tal y como está, porque no estás en posición de cambiar ni de mejorar nada. Huyendo de ella te comportaste... digamos que de una forma no especialmente digna de un hombre adulto. Intentando borrar tu propia culpa con alhajas, te comportas como un hombre demasiado maduro, hasta pasado, diría yo. La verdad es que no sé qué tipo de hombre soporto menos.
    —Era demasiado opresiva —murmuró, volviendo el rostro—. No podía soportarlo. Me trataba como a...
    —Basta —dijo con sequedad—. No me llores en el regazo. No soy tu madre, ¿cuántas veces tendré que decirlo? Tampoco tengo intención de ser tu confidente. Me importa un pimiento cómo te trató y menos todavía me importa cómo la trataste tú a ella. Y no tengo ni la más mínima intención de hacer de celestina ni de entregarle esas estúpidas piedras. Si quieres hacer el tonto, hazlo sin mi intercesión.
    —No me has entendido. No pienso andar rogándole ni comprarla. Sin embargo, le debo algo y el tratamiento que ella pretende es al parecer muy caro. Quiero ayudarle, eso es todo.
    —Eres más tonto de lo que pensaba. —Nenneke soltó la cesta en el suelo—. ¿Un tratamiento caro? ¿Ayudar? Geralt, para ella tus piedrecillas son minucias que no valen un escupitajo. ¿Sabes acaso lo que Yennefer puede cobrar por hacerle desaparecer el embarazo a una gran dama?
    —Eso, en concreto, lo sé. Y también que por el tratamiento de la infertilidad cobra incluso más. Lástima que no se pueda ayudar a sí misma. Por eso busca ayuda en otros lados, como, por ejemplo, contigo.
    —Nadie le puede ayudar a ella. Es absolutamente imposible. Es una hechicera. Como la mayoría de los magos, tiene las gónadas atrofiadas, por completo insuficientes, y esto no es recuperable. Jamás podrá tener un niño.
    —No todas las hechiceras son estériles. Algo sé sobre ello y tú también.
    —También. —Nenneke entrecerró los ojos—. Lo sé.
    —No puede ser una regla aquello para lo que hay excepciones. Por favor, no me cuentes ahora banales mentiras sobre excepciones que confirman las reglas. Cuéntame algo sobre las excepciones en sí.
    —Sobre las excepciones —respondió con frialdad— se puede decir solamente una cosa. Que las hay. Y no más. Y Yennefer... Por desgracia, ella no es una excepción. Al menos no en cuanto a la esterilidad de la que hablamos. Porque en otros aspectos sería difícil hallar mayor excepción que ella.
    —Los hechiceros —Geralt no tomó en cuenta ni su frialdad ni sus alusiones— han conseguido ya resucitar a los muertos. Conozco casos bien documentados. Y la resurrección de los muertos es bastante más difícil que la reparación de la atrofia de miembros u órganos, me parece a mí.
    —Mal te parece. Porque yo no conozco ni un solo caso documentado del éxito de una reparación de atrofias o de una regeneración de glándulas endocrinas. Geralt, basta ya, esto comienza a recordar a una consulta. Tú no tienes ni idea de medicina y yo sí. Y si te digo que Yennefer pagó por ciertas capacidades el precio de perder otras, entonces esto es así.
    —Si es tan evidente, no entiendo por qué ella todavía intenta...
    —Tú entiendes poco —le interrumpió la sacerdotisa—. Poquísimo. Deja de preocuparte por las aflicciones de Yennefer y piensa en las propias. También tu organismo fue sometido a cambios que son irreversibles. La forma de proceder de Yennefer te extraña, pero, ¿qué dices de ti mismo? Para ti también tendría que ser evidente que nunca serás un ser humano, y sin embargo todo el tiempo intentas serlo. Cometiendo errores humanos. Errores que un brujo no debería cometer.
    Él se apoyó en la pared de la cueva, se limpió el sudor de las cejas.
    —No contestas —afirmó Nenneke, sonriéndose ligeramente—. No me extraña. No se discute fácilmente con la voz de la razón. Estás enfermo, Geralt. Eres un minusválido. Reaccionas mal a los elixires. Tienes la respiración acelerada, la acomodación del ojo es demasiado lenta, tus reflejos también. No te salen ni las Señales más sencillas. ¿Y tú quieres ponerte en camino? Lo que tienes que hacer es ponerte en tratamiento. Es necesaria una terapia. Y antes de ella un trance.
    —¿Por ello me enviaste a Iola? ¿Como parte de la terapia? ¿Para facilitar el trance?
    —¡Eres tonto!
    —Pero no hasta ese punto.
    Nenneke se dio la vuelta, introdujo la mano entre unos tallos carnosos desconocidos para el brujo.
    —Bien, como quieras —habló con mayor libertad—. Sí, te la envié. Como parte de la terapia. Y por cierto que funcionó. Al día siguiente reaccionaste mejor. Estabas más tranquilo. Aparte de eso, Iola también necesitaba terapia. No te enfades.
    —No me enfado con la terapia ni con Iola.
    —¿Pero sí con la voz de la razón que estás escuchando?
    No respondió.
    —El trance es necesario —repitió Nenneke, midiendo con la mirada su jardín cavernario—. Iola está dispuesta. Ha establecido contacto físico y psíquico contigo. Si quieres irte, lo haremos esta noche.
    —No. No quiero. Entiende, Nenneke, que en el trance Iola puede comenzar a ver. A profetizar, a leer el futuro.
    —Justo de eso se trata.
    —Justo. Y yo no quiero conocer el futuro. ¿Cómo podría hacer lo que hago si lo conociera? Y de todos modos, yo ya lo conozco.
    —¿Estás seguro?
    No respondió.
    —Bueno, de acuerdo —suspiró—. Vámonos. Ah, ¿Geralt? No quiero ser indiscreta, pero cuéntame... Cuéntame cómo os conocisteis. Tú y Yennefer. ¿Cómo comenzó?
    El brujo sonrió.
    —Comenzó con que Jaskier y yo no teníamos nada para el desayuno y decidimos pescar.
    —¿He de entender que en vez de un pez pescaste a Yennefer?
    —Te contaré cómo fue. Pero mejor después de la cena, porque me ha entrado un poco de hambre.
    —Vamos pues. Ya tengo todo lo que necesitaba.
    El brujo se dirigió a la salida, paseó otra vez la vista por la caverna-invernadero.
    —¿Nenneke?
    —¿Ajá?
    —La mitad de lo que tienes aquí son plantas que no crecen ya en ningún otro lugar del mundo. No me equivoco, ¿verdad?
    —No te equivocas. Más de la mitad.
    —¿Cómo explicas eso?
    —Si te digo que por voluntad de la diosa Melitele, seguro que no te basta.
    —Seguro que no.
    —Me lo imaginaba. —Nenneke se sonrió—. Sabes, Geralt, nuestro hermoso sol todavía alumbra. Pero ya no como antes. Si quieres, léete un libro. Pero si no quieres perder tiempo en ello, puede que te satisfaga la explicación de que el cristal de que está hecho el techo actúa como un filtro. Elimina las radiaciones mortales de las que cada vez hay más en la luz del sol. Por eso crecen aquí plantas que ya no verás crecer en su estado natural en ningún otro lugar del mundo.
    —Comprendo —afirmó con la cabeza el brujo—. ¿Y nosotros, Nenneke? ¿Qué nos pasará? El sol también luce sobre nosotros. ¿Acaso no debiéramos nosotros también escondernos debajo de un tejado parecido?
    —De hecho debiéramos hacerlo —suspiró la sacerdotisa—. Pero...
    —¿Pero qué?
    —Pero ya es demasiado tarde.

La voz de la razón 7

I
    En el campo estaba Falwick completamente armado, sin yelmo, con la capa carmesí de la orden sobre los hombros. Junto a él, con los brazos cruzados sobre el pecho, había un enano achaparrado y barbudo, vestido con un pellejo de zorro y un casquete y una cota de malla. Tailles, sin armadura, sólo con un corto jubón acolchado, se paseaba con lentitud, blandiendo de trecho en trecho la espada desnuda.
    El brujo miró a los lados, detuvo el caballo. A su alrededor, contorneando el campo, brillaban las corazas y los cascos planos de la soldadesca armada con lanzas.
    —Voto al diablo —murmuró Geralt—. Podría habérmelo imaginado.
    Jaskier volvió el caballo, maldijo en voz baja a la vista de los lanceros que les cortaban la retirada.
    —¿De qué se trata, Geralt?
    —De nada. Cierra el pico y no te metas. Intentaré salirme de esto de algún modo.
    —¿De qué se trata, pregunto? ¿De nuevo un escándalo?
    —Cállate.
    —Fue una idea absurda, ir a la ciudad —gimió el trovador, mirando en dirección a las aún no tan lejanas torres del santuario, visibles por encima del bosque—. Tendríamos que habernos quedado en casa de Nenneke, sin sacar la nariz fuera de las murallas...
    —Cállate, te he dicho. Verás como todo se arregla.
    —No lo parece.
    Jaskier tenía razón. No lo parecía. Tailles, blandiendo la espada, paseaba, sin mirar hacia ellos. Los soldados, apoyados en las lanzas, les contemplaron tétricos e indiferentes, con gestos de profesionales a los que matar no les producía siquiera una descarga de adrenalina.
    Bajaron de los caballos. Falwick y el enano se acercaron con paso lento.
    —Insultasteis al noble Tailles, brujo —dijo el conde sin los prólogos y cortesías habituales—. Y Tailles, como supongo que recordáis, os arrojó el guante. No convenía insistir sobre ello dentro del terreno del santuario; hemos esperado, pues, hasta que habéis salido de debajo de las faldas de la sacerdotisa. Tailles os está aguardando. Tenéis que luchar.
    —¿Tengo?
    —Tenéis.
    —¿Y no pensáis, don Falwick —sonrió torvamente Geralt—, que el noble Tailles me hace un honor excesivo? Nunca he merecido el honor de ser armado caballero y en lo que respecta al nacimiento, mejor no recordar las circunstancias que lo acompañaron. Me temo que no soy suficientemente digno de... ¿cómo se dice, Jaskier?
    —Incapaz de dar satisfacción y de enfrentarse en liza —recitó el poeta, con un mohín—. Las leyes de la caballería establecen...
    —El capítulo de la orden se guía por sus propias leyes —le interrumpió Falwick—. Si hubierais sido vos quien hubierais retado a un caballero de la orden, entonces a él le hubiera sido posible negarse a daros una satisfacción o aceptarlo, a voluntad. Sin embargo, aquí se trata de lo contrario: es el caballero el que os ha retado, y con ello os eleva a su dignidad; por supuesto, exclusivamente durante el tiempo necesario para lavar la afrenta. No podéis rechazarlo. El rechazo a aceptar la dignidad os convertiría en indigno.
    —Eso es de lógica —dijo Jaskier con un gesto de mono—. Veo que habéis estudiado a los filósofos, señor caballero.
    —No te metas. —Geralt alzó la cabeza, miró a Falwick a los ojos—. Terminad, caballero. Quisiera ver cuál es vuestro objetivo. Qué sucedería si me mostrara... indigno.
    —¿Qué sucedería? —Falwick torció los labios en una sonrisa maligna—. Pues que en ese momento ordenaré colgarte de un árbol, bellaco.
    —Tranquilo —de pronto habló roncamente el enano—. Sin nervios, señor conde. Y sin insultos, ¿vale?
    —No me enseñes modales, Cranmer —rezongó el caballero—. Y recuerda que el príncipe te dio una orden que has de cumplir al pie de la letra.
    —Entonces no seáis vos quien me deis lecciones, conde. —El enano apoyó los puños en el hacha de doble filo atada a su cinturón—. Sé como cumplir las órdenes, lo haré sin enseñanzas. Señor Geralt, permitidme. Me llamo Dennis Cranmer, capitán de la guardia del príncipe Hereward.
    El brujo se inclinó con desgana, mirando a los ojos del enano, acerados, de color gris claro, que surgían debajo de unas cejas amarillentas y pobladas.
    —Enfrentaos a Tailles, señor brujo —continuó tranquilo Dennis Cranmer—. Será mejor. La lucha no ha de ser a muerte sino hasta la inconsciencia. Enfrentadle pues en el campo y permitidle que os deje inconsciente.
    —¿Qué?
    —El caballero Tailles es el favorito del príncipe —dijo Falwick, sonriendo con maldad—. Si lo tocas en una lucha con espada, engendro, sufrirás un castigo. El capitán Cranmer te arrestará y te llevará a presencia de su alteza. Para castigarte. Tales son sus órdenes.
    El enano ni siquiera miró al caballero, no levantó de Geralt sus fríos ojos de acero. El brujo sonrió ligeramente, pero en una mueca bastante siniestra.
    —Si lo entiendo bien —dijo—, tengo que enfrentarme en duelo porque si me niego, me colgarán. Si lucho, tengo que permitir que el oponente me hiera porque si yo lo toco, me torturarán en la rueda. Una alternativa muy agradable. ¿No puedo ahorraros problemas? Me tiraré de cabeza contra un tronco de pino y yo mismo me dejaré inconsciente. ¿Os satisface?
    —Sin burlas —siseó Falwick—. No empeores tu situación. Insultaste a la orden, vagabundo, y tienes que pagar por ello, creo que ya lo habrás entendido. Y al joven Tailles le es necesaria la fama de cazador del brujo, así que el capítulo le quiere dar esa fama. De otra forma ya estarías colgando de un árbol. Si te dejas vencer, salvarás tu miserable vida. No necesitamos tu cadáver, queremos que Tailles te arañe un poco la piel. Y tu piel, la piel de un mutante, crece rápido. Venga, eso es todo. Decide. No tienes elección.
    —¿Así lo creéis, señor conde? —Geralt se sonrió aún más siniestramente, echó un vistazo a su alrededor, midió a los soldados con la mirada, evaluando la situación—. Pues yo pienso que la tengo.
    —Sí, es cierto —reconoció Dennis Cranmer—. La tenéis. Pero entonces correrá la sangre, mucha sangre. Como en Blaviken. ¿Queréis eso? ¿Queréis cargar vuestra conciencia con sangre y muerte? Porque la elección en la que pensáis, don Geralt, significa sangre y muerte.
    —Son argumentos de gran belleza, incluso fascinantes —se burló Jaskier—. Intentáis obligar a ser humanitario, apelando a sus más altos instintos, a una persona asaltada en el bosque. Pedís, si no entiendo mal, que elija no derramar la sangre de los bandidos que lo han asaltado. Tiene que apiadarse de los esbirros, porque los esbirros son pobres, tienen mujer, hijos, y quién sabe, puede que hasta madres. ¿Y no os parece, capitán Cranmer, que os preocupáis por adelantado? Porque miro a vuestros lanceros y veo cómo les tiemblan las rodillas ante el sólo pensamiento de luchar con Geralt de Rivia, el brujo, alguien capaz de dar cuenta de estriges con las manos desnudas. Aquí no se derramará sangre alguna, nadie recibirá daño. A excepción de aquéllos que se tuerzan el pie cuando huyan hacia la ciudad.
    —Yo —dijo con tranquilidad el enano mientras se tocaba la barba con arrogancia— no tengo nada que reprocharles a mis rodillas. Hasta ahora no he corrido ante nadie y no pienso cambiar esta costumbre. No estoy casado, no sé nada de hijos y a la madre, una mujer para mí desconocida, preferiría no meterla en esto. Pero las órdenes que me dan, las cumplo. Como siempre, al pie de la letra. No apelo a ningún sentimiento, pido al señor Geralt de Rivia que tome una decisión. Aceptaré la que sea y actuaré en consecuencia.
    Se miraron a los ojos, el brujo y el enano.
    —Bueno es saberlo —dijo por fin Geralt—. Terminemos el asunto. Lástima de día.
    —Aceptáis pues. —Falwick alzó la cabeza, los ojos le brillaban—. ¿Consentís en batiros a duelo con el noble Tailles de Dorndal?
    —Sí.
    —Bien. Preparaos.
    —Estoy listo. —Geralt se quitó los guantes—. No perdamos tiempo. Si Nenneke se entera de esta riña, nos montará un infierno. Solucionémoslo con rapidez. Jaskier, estate tranquilo. Esto no va contigo. ¿Cierto, señor Cranmer?
    —Absolutamente —afirmó seco el enano y miró a Falwick—. Absolutamente, don Geralt. Si hay algo, esto os concierne sólo a vos.
    El brujo desenvainó la espada que llevaba a la espalda.
    —No —dijo Falwick, sacando la suya—. No vas a luchar con tu garrancha. Toma mi espada.
    Geralt se encogió de hombros. Tomó el estoque del conde y lo blandió para probarlo.
    —Pesada —dijo con frialdad—. Ya puestos, podríamos batirnos con dos palas.
    —Tailles tiene una idéntica. Las mismas posibilidades.
    —Muy gracioso, don Falwick. De verdad, muy gracioso.
    Los soldados rodearon el campo en una cadena no muy densa. Tailles y el brujo estaban de pie el uno enfrente del otro.
    —¿Don Tailles? ¿Qué decís a unas excusas?
    El caballerete apretó los labios, puso la mano izquierda a la espalda en posición de esgrima.
    —¿No? —Geralt sonrió—. ¿No escucháis la voz de la razón? Lástima.
    Tailles flexionó las piernas, saltó, lanzó un ataque relampagueante, sin aviso. El brujo no hizo siquiera el esfuerzo de pararlo, evitó la plana estocada con una rápida media vuelta. El caballerete extendió el golpe, la hoja cortó de nuevo el aire; Geralt, con una hábil pirueta, salió de debajo de la hoja, saltó ligero y con una corta y fina finta quebró el ritmo a Tailles. Tailles maldijo, dio un amplio mandoble por la derecha, perdió el equilibrio durante un segundo, intentó recuperarlo, cubriéndose con un movimiento de la espada automático, desmañado, muy alto. El brujo golpeó con la rapidez y la fuerza de un rayo, directamente, extendiendo el brazo en toda su longitud. La pesada espada chocó con un estruendo metálico en la hoja de Tailles, de forma tal que, al rebotar, le dio con fuerza justo en el rostro. El caballero aulló, cayó postrado de hinojos y dio con la testa en la hierba. Falwick corrió hacia él. Geralt clavó la espada en la tierra, se dio la vuelta.
    —¡Eh, guardia! —gritó Falwick, levantándose—. ¡Cogedle!
    —¡Alto! ¡En vuestros puestos! —ronqueó Dennis Cranmer, tocando su hacha. La soldadesca se detuvo—. No, conde —dijo con lentitud el enano—. Yo siempre cumplo las órdenes al pie de la letra. El brujo no ha tocado al caballero Tailles. El rapaz se ha herido con su propio acero. Mala suerte.
    —¡Tiene el rostro masacrado! ¡Está marcado para toda la vida!
    —La piel crece rápido. —Dennis Cranmer clavó sus ojos metálicos en el brujo y mostró los dientes—. ¿Y la cicatriz? La cicatriz es para un caballero recuerdo honorable y motivo para la fama y la gloria que tanto le deseaba el capítulo. Un caballero sin cicatriz es un muñeco, no un caballero. Preguntadle, conde, y os convenceréis de que está contento.
    Tailles se retorcía en la tierra, escupía sangre, gemía y aullaba. No aparentaba estar contento en absoluto.
    —¡Cranmer! —gritó Falwick, extrayendo su espada de la tierra—. ¡Te juro que lamentarás esto!
    El enano se dio la vuelta, sacó con lentitud el hacha del cinturón, tosió y escupió abundantemente en la mano derecha.
    —¡Ah, señor conde! —dijo con rabia—. No juréis en falso. No aguanto a los perjuros y el príncipe Hereward me dio derecho a castigar a tales personas. Haré como que no he oído vuestras estúpidas palabras. Pero no las repitáis, os lo pido por favor.
    —Brujo. —Falwick, bufando de rabia, se dio la vuelta hacia Geralt—. Lárgate de Ellander. Ahora mismo. ¡Sin un instante de demora!
    —Raramente estoy de acuerdo con él —murmuró Dennis, yendo hacia el brujo y dándole la espada—, pero en este caso tiene razón. Vete de aquí lo más pronto posible.
    —Haré tal y como aconsejáis. —Geralt se colgó el talabarte a lo largo del pecho—. Pero antes de eso... Aún tengo que cruzar un par de palabras con el señor conde. ¡Don Falwick!
    El caballero de la Rosa Blanca parpadeó con nerviosismo, se tocó con la mano la capa.
    —Volvamos por un momento al código de vuestro capítulo —siguió el brujo, intentando no reírse—. Mucho me interesa cierto asunto. Si, pongamos, yo me sintiera injuriado e insultado por vuestra actitud en toda esta historia, si os retara a duelo aquí, ahora, en este lugar, ¿haríais algo? ¿Me consideraríais suficientemente digno para cruzar conmigo las espadas? ¿O acaso os negaríais, incluso sabiendo que en caso de rechazo yo os tendría a vos por indigno hasta para escupiros, golpearos en los morros y daros de patadas en el culo ante los ojos de vuestros lacayos? Conde Falwick, sed tan amable de calmar mi curiosidad.
    Falwick palideció, retrocedió un paso, miró asu alrededor. Los soldados evitaron su mirada. Dennis Cranmer torció el gesto, sacó la lengua y dejó salir una buena cantidad de babas.
    —Aunque calláis —continuó Geralt—, escucho en vuestro silencio la voz de la razón, don Falwick. Habéis calmado mi curiosidad, ahora yo satisfaré la vuestra. Si os interesa saber qué pasaría si la orden quisiera molestar de algún modo a la madre Nenneke o a sus sacerdotisas o si se le quisiera imputar lo más mínimo al capitán Cranmer, sabed, conde, que entonces os buscaré y sin importarme código alguno, os sacaré la sangre como si fuerais un cerdo.
    El caballero palideció aún más.
    —No olvidéis mi promesa, don Falwick. Ven, Jaskier. Ya es hora. Adiós, Dennis.
    —Suerte, Geralt. —El enano mostró una amplia sonrisa—. Adiós. Me ha alegrado mucho nuestro encuentro, espero que no sea el último.
    —Lo mismo digo, Dennis. Hasta la vista, entonces.
    Se fueron con provocadora lentitud, sin mirar atrás. Sólo pasaron al trote cuando estaban ya ocultos por el bosque.
    —Geralt —habló de pronto el poeta—. ¿No iremos directamente al sur? Tendremos que evitar Ellander y las posesiones de Hereward. ¿No? ¿O piensas seguir con esta demostración?
    —No, Jaskier. No pienso hacerlo. Iremos a través de los bosques, y luego tomaremos la Ruta de los Mercaderes. Recuerda, no le digas ni una palabra a Nenneke sobre esta aventura. Ni una.
    —Tengo la esperanza de que nos iremos sin perder tiempo.
    —Inmediatamente.

II
    Geralt se inclinó, comprobó el arco del estribo recién arreglado, apretó la correa que todavía olía a piel nueva, tiesa aún y dura en la hebilla. Arregló la cincha, las albardas y la gualdrapa anudada a la silla, con la espada de plata enrollada en ella. Nenneke estaba junto a él, inmóvil, con las manos cruzadas sobre el pecho.
    Jaskier se acercó, trayendo su caballo castaño-retinto.
    —Gracias por tu hospitalidad, venerable —dijo gravemente—. Y no te enfades conmigo. Ya sé que pese a todo me aprecias.
    —Cierto —concedió Nenneke sin una sonrisa—. Te aprecio, zopenco, aunque ni yo misma sé por qué. Adiós.
    —Hasta la vista, Nenneke.
    —Hasta la vista, Geralt. Ten cuidado.
    El brujo sonrió con aspereza.
    —Prefiero cuidar de otros. Vale más la pena, a largo plazo.
    Del santuario, de entre las columnas cubiertas de hiedra, salió Iola en compañía de dos adeptas más jóvenes. Llevaba el cofrecillo del brujo. Evitó con torpeza su mirada, su sonrisa confusa se mezclaba con el rojo de su pecosa y mofletuda carita, creando una composición llena de gracia. Las adeptas que la acompañaban no escondían miradas muy significativas y con esfuerzo se contenían para no reírse.
    —Por la gran Melitele —suspiró Nenneke—. Toda una comitiva de despedida. Toma el cofre, Geralt. He rellenado tus elixires, tienes todo lo que te faltaba. Y la medicina ésa, sabes cuál. Tómala regularmente durante dos semanas. No lo olvides. Es importante.
    —No lo olvidaré. Gracias, Iola.
    La muchacha bajó la cabeza, le dio el cofrecillo. Ella tenía tantas ganas de poder decir algo. No tenía la menor idea de qué era lo que se suponía que tenía que decir, qué palabras convenía usar. No sabía qué hubiera dicho, si hubiera podido. No sabía. Y ansiaba hacerlo.
    Sus manos se tocaron.
    Sangre. Sangre. Sangre. Huesos como blancos palillos rotos. Tendones como blanquecinas cuerdas explotando bajo una piel reventada, hendida por unas grandes garras erizadas de púas y agudos dientes. El obsceno sonido de un cuerpo desgarrado y un grito impúdico, hiriente en su impudicia. En la impudicia del final. Muerte. Sangre y grito. Grito. Sangre. Grito...
    —¡Iola!
    Nenneke, con una rapidez increíble para su corpulencia, se echó sobre la muchacha tendida en la tierra, quien, rígida, temblaba convulsivamente y la sujetó por los brazos y los cabellos. Una de las adeptas se quedó como paralizada, la otra, más ágil, se arrodilló a los pies de Iola. Iola se dobló en arco, abriendo la boca en un grito mudo y sin sonido.
    —¡Iola! —gritaba Nenneke—. ¡Iola! ¡Habla! ¡Habla, chiquilla! ¡Habla!
    La muchacha se tensó aún más, mordisqueó, apretó las mandíbulas, una fina línea de sangre le corrió por la mejilla. Nenneke, enrojeciendo del esfuerzo, gritó algo que el brujo no entendió, pero su medallón se agitaba de tal modo en su cuello que se inclinó automáticamente, doblándose a causa de un peso invisible.
    Iola se quedó inmóvil.
    Jaskier, pálido como el papel, respiraba ruidosamente. Nenneke se puso de rodillas, se levantó con esfuerzo.
    —Lleváosla —dijo a las adeptas. Había ya algunas más, acudían corriendo, graves, preocupadas y mudas.
    —Tomadla —repitió la sacerdotisa—. Con cuidado. Y no la dejéis sola. Ahora vengo yo.
    Se volvió hacia Geralt. El brujo estaba inmóvil, sujetando las riendas en la mano sudorosa.
    —Geralt... Iola...
    —No digas nada, Nenneke.
    —Yo también lo he visto... Por un segundo. Geralt, no te vayas.
    —Tengo que hacerlo.
    —¿Has visto... has visto eso?
    —Sí. No es la primera vez.
    —¿Y qué?
    —No tiene sentido volver la vista atrás.
    —No te vayas, por favor.
    —Tengo que hacerlo. Ocúpate de Iola. Hasta la vista, Nenneke.
    La sacerdotisa volvió la cabeza, sorbió por la nariz y se limpió las lágrimas con un violento y seco movimiento.
    —Adiós —susurró sin mirarle a los ojos.

Andrzej Sapkowski
El último deseo







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