viernes, 24 de diciembre de 2021

Joan Didion / En la cama



Joan Didion
EN LA CAMA


    Tres, cuatro y hasta cinco días al mes me los paso en la cama con migraña, insensible al mundo que me rodea. Y casi todos los días de todos los meses, entre ataque y ataque, siento esa repentina irritación irracional y ese flujo de sangre a las arterias cerebrales que me hacen saber que la migraña está de camino, y entonces me tomo ciertos fármacos para impedir que llegue. Si no me tomara esos fármacos, sería capaz de funcionar tal vez un día de cada cuatro. En otras palabras, ese error fisiológico llamado migraña es un hecho central en la vida que me ha tocado. Cuando yo tenía quince años, o dieciséis, o hasta veinticinco, pensaba que me podía librar de ese error simplemente negándolo, imponiendo el carácter sobre la química. «¿Sufre usted dolores de cabeza a veces? ¿Con frecuencia? ¿Nunca?», me preguntaban los distintos formularios de solicitudes. «Marque una casilla». Recelando de la trampa, deseando aquello que me fuera a reportar el circunnavegar con éxito aquel formulario en concreto (un trabajo, una beca, el respeto de la humanidad y la gracia de Dios), yo marcaba la casilla «A veces». Mentía. El hecho de que me pasara un día o dos por semana casi inconsciente por el dolor me parecía un hecho vergonzoso, que no solo revelaba una inferioridad química, sino también todas mis malas actitudes, mi temperamento desagradable y mis ideas equivocadas.


    Porque yo no tenía ningún tumor cerebral, ni tampoco vista cansada, ni la presión alta, la verdad era que no me pasaba nada: simplemente tenía migrañas, y las migrañas eran, como sabían todos los que no las tenían, imaginarias. Por entonces yo combatía la migraña, no hacía caso de las advertencias que me enviaba, iba a la universidad y después a trabajar a pesar de ella, aguantaba conferencias sobre el inglés de la Edad Media tardía y presentaciones a los anunciantes con lágrimas involuntarias cayéndome por la mejilla derecha, vomitaba en los cuartos de baño, volvía a casa dando tumbos y guiándome por el puro instinto, vaciaba cubiteras en mi cama para intentar congelar el dolor de mi sien derecha y anhelaba únicamente a un neurocirujano que hiciera lobotomías a domicilio, y luego maldecía mi imaginación.
    Pasó mucho tiempo antes de que empezara a tener una mentalidad lo bastante mecanicista como para aceptar las migrañas como lo que eran: algo con lo que iba a vivir siempre, igual que hay gente que vive con la diabetes. Las migrañas son algo más que la fantasía de una imaginación neurótica. Son un complejo esencialmente hereditario de síntomas, el más frecuentemente comentado de los cuales, aunque ni mucho menos el más desagradable, es un dolor de cabeza vascular de una potencia espantosa, que afecta a un número sorprendente de mujeres, a un número considerable de hombres (Thomas Jefferson tenía migrañas, y también Ulysses S. Grant el día en que aceptó la rendición de Lee), y también a algunos niños desafortunados ya desde los dos años. (Yo tuve la primera a los ocho años. Me vino durante un simulacro de incendio en la Columbia School de Colorado Springs, en Colorado. Primero me llevaron a casa y después a la enfermería del Peterson Field, donde mi padre estaba destinado. El médico de la fuerza aérea me prescribió una lavativa.) Casi cualquier cosa puede desencadenar un ataque concreto de migraña: el estrés, la alergia, la fatiga, un cambio repentino de la presión barométrica o un contratiempo relacionado con una multa de aparcamiento. Un destello de luz. Un simulacro de incendio. Lo único que se hereda, por supuesto, es la predisposición. En otras palabras, el día de ayer no me lo pasé en la cama con dolor de cabeza solo por culpa de mi mala actitud, mi temperamento desagradable y mis ideas equivocadas, sino porque mis dos abuelas sufrían migrañas y también las sufren mi padre y mi madre.
    Nadie sabe con exactitud qué es lo que se hereda. La química de las migrañas, sin embargo, parece tener alguna conexión con esa hormona de los nervios llamada serotonina, que está presente de forma natural en el cerebro. La cantidad de serotonina que lleva la sangre cae en picado cuando está arrancando una migraña, y hay un fármaco para la migraña, la metisergida, conocida como Sansert, que parece tener efectos sobre la serotonina. La metisergida es un derivado del ácido lisérgico (de hecho, la Sandoz Pharmaceuticals sintetizó por primera vez el LSD-25 mientras estaba buscando una cura para la migraña), y su uso viene acompañado de tantas contraindicaciones y efectos secundarios que la mayoría de los médicos únicamente la receta en los casos en que la migraña deja al paciente más incapacitado. Cuando te recetan metisergida la tienes que tomar a diario, a modo de prevención. Otra prevención que le funciona a alguna gente es el tartrato de ergotamina de toda la vida, que ayuda a constreñir los vasos sanguíneos que se inflaman durante el «aura», el periodo que en la mayoría de los casos precede al dolor de cabeza propiamente dicho.
    En cuanto llega un ataque, sin embargo, no hay fármaco que valga. Hay gente a quien la migraña le provoca alucinaciones leves y hay otra que se queda momentáneamente ciega; a veces se presenta no solo como dolor de cabeza sino también como trastorno gastrointestinal, como sensibilidad dolorosa a todos los estímulos sensoriales, como fatiga repentina y abrumadora, o bien como afasia digna de un derrame cerebral o como incapacidad terrible para llevar a cabo las asociaciones más rutinarias. Cuando yo sufro el aura de una migraña (a algunos les dura quince minutos y a otros varias horas), me paso semáforos en rojo, pierdo las llaves de mi casa, se me cae todo lo que tengo en las manos y en general tengo aspecto de estar drogada o borracha. El dolor de cabeza en sí, cuandollega, me produce escalofríos, sudores, náuseas y una debilidad que parece forzar los límites mismos de lo soportable. A alguien que está en lo peor de un ataque el hecho de que nadie se muera de migraña le parece una dudosa bendición.

    Mi marido también sufre migrañas, lo cual es una desgracia para él pero una suerte para mí: tal vez nada tienda a prolongar un ataque tanto como la mirada acusadora de alguien que nunca ha padecido dolores de cabeza. «¿Por qué no te tomas un par de aspirinas?», te dicen desde la puerta los que no los tienen, o bien «A mí también me dolería la cabeza si me pasara un día tan precioso como este encerrado en casa y con todas las persianas cerradas». Los que tenemos migrañas no solo sufrimos por los ataques en sí, sino también por esta convicción generalizada de que nos negamos perversamente a curarnos tomándonos un par de aspirinas, de que nos hacemos enfermar a nosotros mismos, de que «nos lo provocamos». Y en el sentido más inmediato, en el sentido de por qué tenemos un dolor de cabeza este martes y no el jueves pasado, es obvio que a veces lo hacemos. Existe ciertamente lo que los médicos llaman una «personalidad propensa a la migraña», una personalidad que suele ser ambiciosa, introvertida, incapaz de tolerar los errores, organizada con mucha rigidez y perfeccionista. «No le veo a usted personalidad propensa a la migraña —me dijo una vez un médico—. Va despeinada. Pero supongo que limpia usted la casa de forma compulsiva». De hecho, mi casa está todavía peor que mi pelo, pero el doctor tenía razón pese a todo: el perfeccionismo puede adoptar la forma de pasarse casi una se mana escribiendo y reescribiendo sin lograr terminar ni un solo párrafo.
    Pero no todos los perfeccionistas sufren migrañas, ni tampoco todo el mundo que las sufre tiene personalidad propensa a las migrañas. No nos escapamos de nuestra herencia. Yo he intentado de todas las maneras posibles escaparme de mi herencia de migraña s (en un momento dado hasta aprendí a ponerme dos inyecciones diarias de histamina con una aguja hipodérmica, y eso que la aguja me asustaba tanto que tenía que cerrar los ojos para hacerlo), pero las sigo teniendo. Lo que pasa es que por fin he aprendido a vivir con ellas, he aprendido cuándo esperarlas, he aprendido a ser más lista que ellas, e incluso a tratarlas, cuando llegan, más como a amigas que como a inquilinas. Hemos llegado a cierto acuerdo, mis migrañas y yo. Nunca me vienen cuando tengo problemas de verdad. Cuéntenme que mi casa se ha quemado, que mi marido me ha abandonado, que hay tiroteos en las calles y pánico en los bancos, y yo no reaccionaré teniendo un dolor de cabeza. En cambio, me viene cuando no estoy librando una guerra abierta con mi vida sino una guerrilla, durante esas semanas de pequeñas confusiones domésticas, de ropa perdida en la lavandería, de asistentas descontentas y de citas canceladas, o bien en los días en que el teléfono suena demasiado y yo no consigo trabajar y se levanta viento.
    Y en cuanto me viene, ahora que he aprendido sus costumbres, ya no la combato. Me tumbo y dejo que pase. Al principio cada pequeña aprensión resulta magnificada y cada ansiedad se convierte en un terror atronador. Luego viene el dolor y yo me concentro únicamente en él. Ahí reside la utilidad de la migraña, en ese yoga impuesto, la concentración en el dolor. Porque cuando el dolor se retira, al cabo de diez o doce horas, todo se va con él, los resentimientos ocultos, y también todas las ansiedades banales. La migraña ha operado como un cortocircuito, y los fusibles han emergido intactos. Hay una agradable euforia convaleciente. Abro las ventanas y siento el aire, como agradecida y duermo bien. Me fijo en la naturaleza concreta de una flor en el jarrón de cristal del rellano de la escalera. Doy gracias por lo que tengo.


    1968

Joan Didion
Los que sueñan el sueño dorado

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