martes, 21 de diciembre de 2021

Andrzej Sapkowski / El mal menor

 


Andrzej Sapkowski

3

EL MAL MENOR


I

    Como siempre, los primeros que le prestaron atención fueron los gatos y los niños. Un gato rayado que estaba durmiendo al sol sobre un montón de leña se estremeció, levantó la cabecita redonda, puso las orejas, resopló y se metió entre las ortigas. Un niño de tres años, Dragomir, hijo del pescador Trigli, quien delante de su palloza hacía lo que podía para ensuciar aún más su ya sucia camisola, se puso a berrear, clavando los ojos bañados de lágrimas en el jinete que pasaba cabalgando por delante de él.


    El brujo cabalgaba despacio, sin intentar adelantar al carro del heno que taponaba la calle. Detrás de él, estirando el cuello, haciendo tensarse la cuerda a cada paso, atado al arzón de la silla, trotaba un asno bien cargado. Además de las albardas habituales, el orejudo animal arrastraba sobre los lomos un bulto bastante grande cubierto por una gualdrapa. Los costados entre gris y blanco del asno estaban cubiertos de oscuras manchas de sangre coagulada.
    El carro dobló al fin por una calle perpendicular que llevaba al pósito y a los muelles, desde los que llegaba una brisa de alquitrán y orina de buey. Geralt se apresuró. No reaccionó ante el apagado grito de una verdulera que miraba fijamente la pata huesuda y con garras que sobresalía de la gualdrapa y que se balanceaba al ritmo del trote del asno. No miró a la multitud cada vez más densa que le iba siguiendo, ondulando en su agitación.
    Junto a la casa del alcalde, como siempre, había muchos carros. Geralt saltó de la silla, arregló la espada de su espalda, echó las riendas a la cerca de madera. La muchedumbre que le había seguido abrió un semicírculo en torno al asno.
    Se podían oír los gritos del alcalde ya desde la puerta.
    —¡Que está prohibido, digo! ¡Está prohibido, cojones! ¿No entiendes el cristiano, canalla?
    Geralt entró. Delante del alcalde había un aldeano sujetando por el cuello un ganso que se agitaba violentamente. El aldeano era pequeño y rechoncho y estaba colorado de la rabia.
    —De qué... ¡Por todos los dioses! ¿Eres tú, Geralt? ¿No me engaña la vista? —Y de nuevo, volviéndose al campesino—: ¡Llévate esto de aquí, sinvergüenza! ¿Estás sordo?
    —M'han dicho —tartamudeó el aldeano, mirando de soslayo al ganso— qu'hay que dar algo al señor, que si no...
    —¿Quién te ha dicho eso? —gritó el alcalde—. ¿Quién? ¿Que yo qué, que acepto mordidas? ¡Esto no lo permito, digo! ¡Largo de aquí, digo! Bienvenido, Geralt.
    —Hola, Caldemeyn.
    El alcalde, apretando la mano del brujo, le palmeó los hombros con la otra mano.
    —Hace ya dos años, creo, que no pasabas por aquí, Geralt. ¿Eh? Eres un culo de mal asiento. ¿De dónde vienes? Ah, su puta madre, qué más da de dónde. ¡Chacho, tráenos un par de cervezas! Siéntate, Geralt, siéntate. Todo está muy liado, porque mañana es la feria. ¿Qué tal te va? ¡Cuenta!
    —Luego. Primero salgamos.
    En el exterior la multitud se había hecho dos veces mayor, pero el espacio libre alrededor del asno no se había reducido. Geralt retiró la gualdrapa. La masa gritó y retrocedió. Caldemeyn se quedó boquiabierto.
    —¡Por todos los dioses, Geralt! ¿Qué es eso?
    —Una kikimora. ¿No hay alguna recompensa por ella, señor alcalde?
    Caldemeyn se apoyó en un pie y luego en el otro, mientras miraba la figura con aspecto de araña, la marchita piel negra, los ojos vidriosos con pupilas verticales, los dientes de aguja dentro de una boca ensangrentada.
    —Dónde... de dónde...
    —En el paredón, a cuatro leguas de la villa. En las ciénagas. Caldemeyn, allí debe de haber muerto gente. Niños.
    —¡Y toma, es cierto! Pero nadie... Quién podía pensar... Eh, vecinos, ¡a casa, a trabajar! ¡Esto no es un circo! Tapa eso, Geralt. Se está llenando de moscas.
    En la isba, el alcalde, sin decir una palabra, agarró una jarra de cerveza y la apuró hasta las heces, sin apartarla de la boca. Suspiró pesadamente, se sonó la nariz.
    —No hay recompensa —dijo sombrío—. Nadie se había imaginado siquiera que algo como eso podía esconderse en las marismas. Verdad que unas cuantas personas habían desaparecido por los alrededores, pero... Pocos son los que vagabundean por esos lodazales. ¿Y cómo apareciste tú por allí? ¿Por qué no ibas por el camino real?
    —Por los caminos reales no me es fácil ganarme un jornal, Caldemeyn.
    —Lo había olvidado. —El alcalde apagó un eructo, inflando los carrillos—. Y tan tranquilos que eran estos pagos. Si hasta los duendes sólo se les mean en la leche a las viejas muy de tarde en tarde. Y va y te sale por ande menos te lo esperas una kochiomora de ésas. Parece que tengo que darte las gracias. Porque pagarte, yo no te pago. No tengo un duro.
    —Mala suerte. Me vendrían bien unas perras para pasar el invierno. —El brujo dio un sorbo de la jarra, rozó la boca con la espuma—. Pienso irme a Yspaden, pero no sé si voy poder antes de que la nieve cierre los caminos. Me puedo quedar atrapado en cualquier villorrio del camino de Lutonski.
    —¿Te vas a entretener mucho en Blaviken?
    —Poco. No tengo tiempo para entretenerme. Se acerca el invierno.
    —¿Dónde te vas a quedar? ¿Quizás en mi casa? Hay un cuarto libre en la troje, por qué vas a tener que dejarte despellejar por los posaderos, menudos ladrones. Hablaremos un rato, me puedes contar qué pasa por el mundo.
    —Con gusto. Pero, ¿que dirá a esto tu Libusza? La última vez se notaba que no me apreciaba demasiado.

    —En mi casa las hembras no tienen voz. Pero, entre nosotros, no vuelvas a hacer delante de ella lo que hiciste la última vez, durante la cena.
    —¿Te refieres a que le tiré un tenedor a una rata?
    —No. Me refiero a que le acertaste, y eso que estaba oscuro.
    —Pensé que sería gracioso.
    —Y lo fue. Pero no lo hagas delante de Libusza. Escucha, y esa... como se... kiki...
    —Kikimora.
    —¿La necesitas para algo?
    —¿Y para qué? Si no hay recompensa, puedes mandar que la tiren al estercolero.
    —No es mala idea. ¡Eh, Karelka, Borg, Nosikamyk! ¿Hay alguno de vosotros por ahí?
    Entró un guardia con una alabarda sobre los hombros, rozando con estrépito la hoja en el marco de la puerta.
    —Nosikamyk —dijo Caldemeyn—. Toma a alguien que te ayude, coge el asno con la guarrería ésa envuelta en la gualdrapa que está delante de la choza, llévatelo a las pocilgas y entierra eso en el muladar. ¿Entendido?
    —Como usted mande. Pero... Señor alcalde...
    —¿Qué?
    —Puede que antes de enterrar esa porquería...
    —¿Qué?
    —Podríamos mostrársela al Maestro Irion. A lo mismo se le ocurre algo.
    Caldemeyn se dio una palmada en la cabeza con la mano abierta.
    —No es ninguna tontería, Nosikamyk. Escucha, Geralt, puede que nuestro hechicero local te afloje algo por esa carroña. Los pescadores le traen los peces raros, octópodos, klavatres y arenques, más de uno se ha sacado unos cuartos con ello. Venga, vamos a la torre.
    —¿Os habéis hecho con un hechicero? ¿Fijo o de vez en cuando?
    —Fijo. El Maestro Irion. Vive en Blaviken desde hace un año. Un mago poderoso, Geralt, con sólo mirarlo ya te das cuenta.
    —Dudo que un mago poderoso dé algo por una kikimora —se enfadó Geralt—. Por lo que sé, no es necesaria para la producción de ningún elixir. Seguro que vuestro Irion tan sólo me insulta. Nosotros, los brujos, no nos llevamos bien con los hechiceros.
    —Jamás he oído que el Maestro Irion haya insultado a nadie. No puedo jurar que pague algo, pero por probar, nada se pierde. Puede que haya más de los kikimores ésos en las ciénagas, ¿y entonces qué? Que el hechicero eche un vistazo al monstruo y si acaso que eche algún encantamiento al lodazal o así.
    El brujo se lo pensó por un instante.
    —Un punto para ti, Caldemeyn. Qué más da, arriesguémonos a un encuentro con el Maestro Irion. ¿Nos vamos?
    —Nos vamos. Nosikamyk, echa a esos críos y coge al burro del ramal. ¿Dónde está mi sombrero?

II
    La torre, construida con bloques de granito finamente labrado, coronada por los dientes de las almenas, se presentaba imponente, dominando sobre los destrozados tejados de las labranzas y las abombadas techumbres de paja de las pallozas.
    —Ha hecho reforma, veo —dijo Geralt—. ¿Con hechizos os obligó a trabajar?
    —Con hechizos, principalmente.
    —¿Cómo es, este Irion vuestro?
    —De fiar. Ayuda a la gente. Pero huraño, solitario. Casi no sale de la torre.
    Sobre las puertas, decoradas con rosetones de clara madera taraceada, colgaba una gigantesca aldaba con la forma de la cabeza de un pez aplastado de ojos saltones que sujetaba una rueda de latón con una boca dentada. Caldemeyn, se veía que ya bastante acostumbrado al uso del mecanismo, se acercó, se aclaró la voz y recitó:
    —Saluda el alcalde Caldemeyn con un asunto para el Maestro Irion. Con él, saluda el brujo Geralt de Rivia, por el mismo asunto.
    Durante un largo instante no sucedió nada, hasta que por fin la cabeza del pez abrió la dentada mandíbula y exhaló un par de nubecillas de vaho.
    —El Maestro Irion no recibe. Idos, buena gente.
    Caldemeyn se removió en el sitio, miró a Geralt. El brujo encogió los hombros. Nosikamyk, concentrado y serio, se rebuscaba en las narices.
    —El Maestro Irion no recibe —repitió, metálica, la aldaba—. Idos, buena...
    —No soy buena gente —interrumpió sonoramente Geralt—. Soy un brujo. Eso, sobre el asno, es una kikimora que maté muy cerca de la villa. La obligación de cada hechicero residente es cuidar de la seguridad de los alrededores. El Maestro Irion no tiene que honrarme con una entrevista, no tiene que recibirme, si tal es su voluntad. Pero que eche un vistazo a la kikimora y saque sus conclusiones. Nosikamyk, empuja la kikimora y arrójala aquí, junto a la misma puerta.
    —Geralt —dijo en voz baja el alcalde—. Tú te vas a ir y yo tengo que...
    —Vámonos, Caldemeyn. Nosikamyk, sácate el dedo de la nariz y haz lo que te he dicho.
    —Esperad —dijo la aldaba con una voz completamente distinta—. Geralt, ¿eres tú de verdad?
    El brujo blasfemó por lo bajo.
    —Estoy perdiendo la paciencia. Sí, soy de verdad yo. ¿Y qué pasa porque sea yo de verdad?
    —Acércate a la puerta —dijo la aldaba, echando un par de nubecillas de vaho—. Solo. Te dejaré entrar.
    —¿Y qué hay de la kikimora?
    —Que le den por saco. Quiero hablar contigo, Geralt. Sólo contigo. Perdonadme, alcalde.
    —Y a mí qué más me da, Maestro Irion. —Caldemeyn se despidió con la mano—. Adiós, Geralt. Nos vemos luego. ¡Nosikamyk! ¡El monstruo al muladar!
    —Como usted mande.
    El brujo se acercó a las puertas taraceadas, que se abrieron sólo un poquito, lo suficiente para que se pudiera introducir con un cierto esfuerzo. Después de ello, se cerraron de inmediato, dejándolo en la oscuridad más completa.
    —¡Eh! —llamó, sin ocultar su rabia.
    —Ya voy —contestó una voz extrañamente familiar.
    La impresión fue tan inesperada que el brujo se tambaleó y extendió una mano buscando apoyo. No lo encontró.
    Un jardín florecía blanco y rosa, olía a lluvia. Un arco iris de muchos colores atravesaba el cielo, uniendo las copas de los árboles con una lejana cordillera de tonos celestes. La casita en mitad del jardín, pequeña y modesta, se ahogaba en macizos de malvas. Geralt miró a sus pies y se dio cuenta de que estaba hasta las rodillas en un campo de amapolas.
    —Venga, acércate, Geralt —sonó una voz—. Estoy delante de la casa.
    Entró en el jardín atravesando los árboles. Percibió un movimiento a su izquierda, miró. Una muchacha de cabellos claros, completamente desnuda, surgió de una fila de arbustos llevando una cesta llena de manzanas. El brujo se prometió a sí mismo no asombrarse más.
    —Por fin. Bienvenido, brujo.
    —¡Stregobor! —se asombró Geralt.
    El brujo se había encontrado en su vida a ladrones que parecían concejales, a concejales que parecían abueletes normales y corrientes, a meretrices que parecían princesas, a princesas que parecían vacas preñadas y a reyes que parecían ladrones. Pero Stregobor siempre se veía justo tal y como según todos los estereotipos y todas las imágenes tenía que verse un hechicero. Era alto, delgado, cargado de hombros, tenía unas grandes cejas grises muy pobladas y una larga y curvada nariz. Para colmo vestía una túnica negra que arrastraba hasta el suelo, con unas mangas increíblemente anchas, y en la mano aferraba una larguísima varita con una bola de cristal en la punta. Ninguno de los hechiceros a los que Geralt conocía tenía el aspecto de Stregobor. Lo más raro era que Stregobor era de verdad un hechicero.
    Se sentaron en el zaguán rodeado de malvas, en sillones de mimbre, junto a una pequeña mesa de mármol blanco. La rubia desnuda con la cesta de manzanas se acercó, sonrió, se dio la vuelta y volvió al jardín, moviendo las caderas.
    —¿Eso es también una ilusión? —preguntó Geralt al contemplar los balanceos.
    —También. Como todo aquí. Pero se trata, querido mío, de una ilusión de primera clase. Las flores tienen perfume, las manzanas se pueden comer, las avispas te pueden picar, y a ella —el hechicero señaló a la rubia— te la puedes...
    —Puede que luego.
    —Mejor. ¿Qué haces, Geralt? ¿Todavía te afanas en matar por dinero a los representantes de especies en peligro de extinción? ¿Cuánto te dieron por la kikimora? Seguro que nada, si no, no hubieras venido aquí. Y pensar que hay gente que no cree en el destino. A menos que supieras algo de mí. ¿Lo sabías?
    —No, no lo sabía. Éste es el último lugar donde se me hubiera ocurrido buscarte. Si la memoria no me falla, antes vivías en Kovir, en una torre parecida.
    —Mucho ha cambiado desde entonces.
    —Por lo menos tu nombre. Al parecer ahora eres el Maestro Irion.
    —Así se llamaba el autor de esta torre, falleció hace como doscientos años. Me figuré que era apropiado honrarlo de algún modo al ocupar su lugar. Oficio aquí de residente. La mayor parte de los vecinos se ganan la vida con el mar y, como sabes, mi especialidad, además de las ilusiones, es el tiempo. A veces acallo una tormenta, a veces la provoco, a veces atraigo hacia la playa gracias al viento del oeste grandes bancos de bacalao y de merluza. Se puede vivir. Quiero decir —añadió lóbrego—, se podía vivir.
    —¿Por qué «se podía»? ¿Por qué te cambiaste el nombre?
    —El destino tiene muchos rostros. Puede ser hermoso en el exterior y horrible por dentro. Ha extendido hacia mí sus garras ensangrentadas...
    —No has cambiado en nada, Stregobor —se enojó Geralt—. Chocheas, al tiempo que haces momios de sabio y de importante. ¿No sabes hablar con normalidad?
    —Sé —suspiró el nigromante—. Si esto te alegra, puedo hacerlo. Llegué aquí huyendo de un ser monstruoso que me quiere asesinar. La huida no me ha servido de nada, me ha encontrado. Según todas las probabilidades intentará matarme mañana, como muy tarde pasado.
    —Ajá —dijo impasible el brujo—. Ahora entiendo.
    —Me da la sensación de que la muerte que me amenaza no causa en ti la más mínima impresión.
    —Stregobor —dijo Geralt—, así es el mundo. Mucho se aprende viajando. Dos campesinos se matan entre sí por un campo al que mañana pisotean los caballos de los destacamentos de dos condes que se quieren degollar el uno al otro. A lo largo de los caminos se balancean de los árboles los ahorcados, en los bosques los ladrones les cortan las gargantas a los mercaderes. En las ciudades te tropiezas cada dos pasos con cadáveres tendidos en las regueras. En los palacios se apuñalan con estiletes y en los banquetes cada dos por tres alguien cae debajo de la mesa, lívido a causa del veneno. Ya me he acostumbrado. Por eso, ¿por qué tendría que afectarme una amenaza de muerte, y para colmo que te amenaza a ti?
    —Para colmo que me amenaza a mí —repitió con sarcasmo Stregobor—. Y yo que te tenía por un amigo. Contaba con tu ayuda.
    —Nuestro último encuentro —dijo Geralt— tuvo lugar en el palacio del rey Idi en Kovir. Acudí a que me pagaran por haber acabado con un amfisbén que aterrorizaba los alrededores. Por entonces tú y tu compadre Zavist, a cuál mejor, me llamasteis charlatán, máquina de matar sin cerebro y, si no recuerdo mal, carroñero. Como resultado, Idi no sólo no me pagó ni un real, sino que además me dio doce horas para irme de Kovir, y como tenía la clepsidra rota, por poco no lo cuento. Y ahora me dices que te ayude. Me dices que te persigue un monstruo. ¿De qué tienes miedo, Stregobor? Si te ataca, le dices que te gustan los monstruos, que los proteges y que cuidas de que ningún brujo carroñero les moleste. Y si el monstruo te destripa y te devora, será un monstruo muy desagradecido.
    El hechicero se mantenía en silencio, con la cabeza vuelta. Geralt sonrió.
    —No te pongas hecho una fiera, mago. Cuéntame lo que te amenaza. Veremos lo que se puede hacer.
    —¿Has oído hablar de la Maldición del Sol Negro?
    —Claro que he oído. Sólo que bajo el nombre de la Manía del Loco Eltibaldo. Así se llamaba el mago que comenzó la persecución durante la que mataron o encerraron en la cárcel a decenas de muchachas de nobles familias, incluso de la realeza. Según él estaban algo así como poseídas por demonios, malditas, contaminadas por el Sol Negro, como llamáis en vuestra pomposa jerga a un eclipse común y corriente.
    —Eltibaldo, que en absoluto estaba loco, descifró las inscripciones de los menhires de Dauk y de las lápidas de las necrópolis de Wozgor, analizó las leyendas y las tradiciones de los bobolakos. Todas hablaban del eclipse en un modo que dejaba lugar a pocas dudas. El Sol Negro tenía que anunciar la pronta venida de Lilit, adorada aún en Oriente bajo el nombre de Niya, y el holocausto de la raza humana. El camino para Lilit habían de prepararlo «sesenta bestias de oro coronadas, que con ríos de sangre los valles llenarán».
    —Sandeces —dijo el brujo—. Y para colmo ni siquiera rima. Toda profecía decente tiene que rimar. Lo que de verdad querían Eltibaldo y el Consejo de Hechiceros es del dominio público. Utilizasteis los delirios de un loco para fortalecer vuestro poder. Para deshacer alianzas, romper coaliciones, meter la zarpa en las dinastías, en pocas palabras, para tirar más fuerte de las cuerdas que sujetan a las marionetas con corona. Y tú aquí me echas una perorata sobre unas profecías que le darían vergüenza a un viejo de los de la feria.
    —Se pueden tener reservas en torno a la teoría de Eltibaldo, a la interpretación de las profecías. Pero no hay forma de negar el hecho de la aparición de terribles mutaciones entre las muchachas nacidas a poco del eclipse.
    —¿Por qué no se va a poder poner en duda? He oído hablar de algo completamente distinto.
    —Estuve presente en la disección de una de ellas —dijo el brujo—. Geralt, lo que descubrimos en el interior del cráneo y de la médula no se puede describir claramente. Una especie de esponja roja. Los órganos internos estaban mezclados, algunos faltaban por completo. Todo cubierto de cerdas móviles, hilachas de color azul rosáceo. Un corazón con seis ventrículos. Dos casi atrofiados, pero es igual. ¿Qué dices a esto?
    —He visto personas que en vez de manos tenían garras de águilas, personas con colmillos de lobo. Personas con articulaciones de más, con órganos de más y pensamientos de más. Todo era resultado de vuestros devaneos con la magia.
    —Viste distintas mutaciones, dices. —El nigromante alzó la cabeza—. ¿Y cuántas de ellas te cargaste por dinero, siguiendo tu vocación de brujo? ¿Qué? Porque se pueden tener colmillos de lobo y quedarse en alardear de ellos delante de las putas de la taberna, y se puede tener al mismo tiempo naturaleza de lobo y atacar niños. Y justo así era en este caso de las muchachas nacidas después del eclipse. En ellas se pudo reconocer una tendencia irracional a la crueldad, a la agresión, a explosiones irresponsables de rabia y también un temperamento irascible.
    —En cada hembra se puede encontrar algo parecido —se mofó Geralt—. ¿Y qué me estás desbarrando aquí? Preguntas que cuántos mutantes he matado, ¿por qué no te interesa a cuántos he desencantado, a cuántos les liberé de su maldición? Yo, vuestro odiado brujo. ¿Y qué es lo que vosotros habéis hecho, poderosos nigromantes?
    —Se utilizaron las magias más altas. Tanto las nuestras como las de las sacerdotisas de distintos santuarios. Todos los intentos terminaron con la muerte de las muchachas.
    —Esto atestigua vuestro fracaso, no el de las muchachas. Y así tenemos los primeros cadáveres. ¿He de entender que sólo esos fueron diseccionados?
    —No sólo. No me mires así, sabes de sobra que hubo más muertos. Al principio se decidió eliminar a todas. Retiramos dos... docenas. A todas se las diseccionó. Una fue viviseccionada.
    —¿Y vosotros, hideputas, os atrevéis a criticar a los brujos? Eh, Stregobor, llegará el día en que los seres humanos se hagan más juiciosos y os arranquen la piel.
    —No creo que tal día llegue pronto —dijo el hechicero con aspereza—. No olvides que actuábamos en defensa de los humanos. Esas mutantes hubieran ahogado en sangre al país entero.
    —Eso decís vosotros, los magos, y levantáis la nariz hasta el techo, más allá del nimbo de vuestra infalibilidad. Y, si ya estamos en ello, ¿no querrás afirmar que en vuestra caza de las supuestas mutantes no os equivocasteis ni una sola vez?
    —Sea como quieras —dijo Stregobor al cabo de un largo rato de silencio—. Te seré sincero, aunque no debiera, por mero interés propio. Nos equivocamos. Y más de una vez. Su selección era bastante difícil. Por ello dejamos de... retirarlas y comenzamos a aislarlas.
    —Vuestras famosas torres —suspiró el brujo.
    —Nuestras torres. Sin embargo, esto fue un nuevo error. Las menospreciamos y un montón de ellas se nos escaparon. Entre los príncipes, especialmente entre los más jóvenes, aquéllos que no tenían nada que hacer, se impuso la estúpida moda de liberar bellezas prisioneras. La mayor parte, por suerte, se rompió la nuca.
    —Por lo que sé, las que estaban encerradas en las torres morían muy pronto. Se dice que gracias a vuestra ayuda.
    —Mentira. Es cierto, sin embargo, que mostraban apatía, rechazaban la comida... Lo que es más, poco antes de la muerte revelaban el don de la profecía. Otra prueba de la mutación.
    —Como prueba no es de las más convincentes. ¿No tienes otras?
    —Las tengo. Silvena, la señora de Narok, a la que nunca nos pudimos siquiera acercar, porque había llegado al poder muy pronto. Ahora suceden en ese país cosas horribles. Fialka, la hija de Evermir, que huyó de la torre con la ayuda de una cuerda hecha con sus trenzas y que ahora aterroriza Velhad del Norte. A Bernika de Talgar la liberó un príncipe idiota. Ahora, ciego, está en una mazmorra y el elemento más característico del paisaje de Talgar es el cadalso. Y hay más ejemplos.
    —Seguro que los hay —dijo el brujo—. En Jamurlak, por ejemplo, gobierna un vejestorio, Abrad, que padece de escrófulas, no tiene un solo diente, nació lo menos cien años antes del eclipse, y no se va adormir si no se tortura a alguien en su presencia. Exterminó a todos sus parientes y despobló la mitad del país en irresponsables, como las definiste, explosiones de rabia. Y hay incluso pruebas de temperamento irascible, al parecer en su juventud le llamaban incluso Abrad el Destrozador. Eh, Stregobor, estaría bien que se pudiera explicar la crueldad de los gobernantes con mutaciones o maldiciones.
    —Escucha, Geralt...
    —Ni lo pienso. No me convencerás de tus razones, ni mucho menos de que Eltibaldo no era un loco grillado. Volvamos al monstruo que te amenaza. Por el prólogo que le has dado, sé consciente de que la historia no me gusta. Pero te escucharé hasta el final.
    —¿No me vas a interrumpir con consideraciones maliciosas?
    —No puedo prometerlo.
    —¿Qué más da? —Stregobor escondió las manos en las mangas de la túnica—. Así durará más. En fin, la historia comenzó en Creyden, un pequeño condado en el norte. La mujer de Fredefalk, el conde de Creyden, era Aridea, una mujer sabia y bien educada. Tenía entre sus antecesores a muchos famosos adeptos del arte de la nigromancia y, seguramente por ello, había recibido en herencia un artefacto bastante raro y potente, un Espejo de Nehalena. Como sabes, los Espejos de Nehalena los usaban sobre todo profetas y adivinos porque eran capaces de vaticinar el futuro, sin fallos pero bastante confusamente. Aridea a menudo acudía al Espejo...
    —Con la pregunta habitual, como me figuro —le interrumpió Geralt—: «¿Quién es la más hermosa del mundo?». Por lo que sé, todos los Espejos de Nehalena se dividen en dos tipos: los mentirosos y los rotos.
    —Te equivocas. A Aridea le interesaba más el destino del país. Y a sus preguntas el Espejo respondía vaticinándole una muerte horrible a ella, y a una gran cantidad de personas, a manos o a causa de la hija del primer matrimonio de Fredefalk. Aridea se las arregló para que esta noticia llegara hasta el Consejo, y el Consejo me envió a mí a Creyden. No tengo que agregar que la primogénita de Fredefalk había nacido poco después del eclipse. Observé a la pequeña con discreción, durante un corto período. En este tiempo se las arregló para torturar un canario y dos cachorros de perro, y también para sacarle un ojo a una sirvienta con el mango de un peine. Realicé unas cuantas pruebas con ayuda de encantamientos, la mayoría confirmaron que la pequeña era un mutante. Acudí a Aridea con esto, porque Fredefalk estaba loco por su hija. Como dije, Aridea no era una mujer tonta...
    —Está claro —interrumpió Geralt de nuevo—, y seguramente tampoco le gustaba demasiado la heredera. Quería que el trono lo heredaran sus propios hijos. El resto me lo imagino. Que no se encontraba por allí nadie que le retorciera el pescuezo. Y ya puestos, a ti también.
    Stregobor suspiró, alzó los ojos al cielo del cual todavía colgaba un arco iris multicolor y pintoresco.
    —Yo era partidario de que solamente se la aislara, pero la condesa decidió otra cosa. Mandó la niña al bosque con un esbirro a sueldo, un cazador. Lo encontramos después entre la maleza. No llevaba pantalones, así que no fue difícil descubrir el curso de los acontecimientos. Le había clavado el alfiler de un broche en el cerebro a través de la oreja, seguro que cuando tenía la atención concentrada en algo completamente distinto.
    —Si piensas que me da pena —murmuró Geralt—, te equivocas.
    —Organizamos una batida, pero el rastro de la pequeña se había perdido. Yo tuve entonces que abandonar Creyden a toda prisa porque Fredefalk comenzó a sospechar algo. Hasta tres años más tarde no me llegaron noticias de Aridea. Había encontrado a la pequeña, vivía en Mahakam con siete gnomos, a los que había convencido de que era más lucrativo asaltar mercaderes por los caminos que envenenarse los pulmones en la mina. Era conocida como Córvida porque le gustaba ensartar a los que cogían vivos en una estaca afilada y echarlos a los cuervos. Aridea mandó varias veces asesinos a sueldo, pero ninguno volvió. Después resultó difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, la pequeña era ya bastante famosa. Aprendió a usar la espada de tal modo que pocos hombres podían enfrentársele. Me llamaron y acudí a Creyden para enterarme solamente de que alguien había envenenado a Aridea. Por lo general se consideraba que había sido el propio Fredefalk, quien se supone estaría preparando un matrimonio más joven y consistente, pero yo pienso que fue Renfri.
    —¿Renfri?
    —Así se llamaba. Como te dije, envenenó a Aridea. El conde Fredefalk murió poco después en un extraño accidente, y su hijo mayor desapareció sin dejar rastro. También todo ello fue seguramente obra de la pequeña. Digo «pequeña», pero tenía ya por entonces diecisiete años. Y no estaba mal desarrollada. Por entonces —añadió el hechicero tras un momento de pausa—, ella y sus gnomos eran ya el terror de todo Mahakam. Cierto día se pelearon por algo, no sé, el reparto del botín o el turno de noche para la semana, hasta que sacaron los cuchillos. Ninguno de los siete gnomos sobrevivió al debate de los cuchillos. Sólo sobrevivió Córvida. Ella sola. Pero para entonces yo ya estaba por los alrededores. Nos encontramos cara a cara: en un abrir y cerrar de ojos me reconoció y se dio cuenta del papel que yo había jugado en Creyden. Ya te digo, Geralt, apenas alcancé a lanzar el hechizo y las manos me temblaban como no sé el qué, cuando aquella gata loca se tiró a por mí con la espada. La metí en un lindo bloque de cristal de roca, seis codos por nueve. Cuando cayó en letargo arrojé el bloque a una mina de gnomos y sellé el pozo.
    —Vaya una chapuza —comentó Geralt—. Eso se puede desencantar. ¿No podías haberla reducido a cenizas? ¡Con todos los simpáticos hechizos que conocéis!
    —Yo no. No es mi especialidad. Pero tienes razón, fue una chapuza. La encontró un príncipe idiota, aflojó un montón de cuartos por un contraembrujo, la desencantó y se la llevó triunfalmente a casa. Su padre, un viejo saqueador, mostró mejor entendimiento. Le dio una zurra al hijo y se propuso interrogar a Córvida sobre el tesoro que había logrado juntar con los gnomos y que, presumiblemente, había escondido. Su error radicó en que, cuando la tendieron desnuda en el potro de tortura, le asistía su hijo mayor. De algún modo todo acabó en que al día siguiente el hijo mayor, ya huérfano y habiendo perdido a toda su familia, comenzó a gobernar en el reino, y Córvida tomó el lugar de la primera favorita.
    —Lo que quiere decir que no es fea.
    —Cuestión de gusto. No fue favorita durante mucho tiempo, sólo hasta el primer motín de palacio, por hablar fino, que aquel palacio más recordaba a una cuadra que a otra cosa. Al poco resultó que no se había olvidado de mí. En Kovir perpetró tres intentos de asesinarme. Decidí no arriesgarme y aguardar en Pontar. Me encontró de nuevo. Esta vez huí a Angren, pero allí también me encontró. No sé cómo lo hace, siempre cubro bien mis huellas. Debe ser una característica de su mutación.
    —¿Qué te impide meterla de nuevo en un cristal? ¿Remordimientos de conciencia?
    —No. No tengo tal cosa. Sucede, sin embargo, que se ha hecho inmune a la magia.
    —Eso no es posible.
    —Lo es. Basta con tener el artefacto adecuado o un aura. También podría estar relacionado con su mutación, que avanza. Escapé de Angren y me escondí aquí en Arcomare, en Blaviken. Estuve tranquilo durante un año, pero de nuevo me ha encontrado.
    —¿Cómo lo sabes? ¿Está ya en la villa?
    —Sí. La vi en el cristal. —El mago alzó la varita—. No está sola, dirige una banda, señal de que prepara algo serio. Geralt, ya no sé a dónde huir, no sé dónde podría esconderme. Sí. El que hayas llegado aquí justo en este momento no puede ser coincidencia. Es el destino.
    El brujo alzó las cejas.
    —¿Qué es lo que quieres?
    —Creo que está claro. Que la mates.
    —No soy un esbirro a sueldo, Stregobor.
    —Esbirro no eres, estoy de acuerdo.
    —Mato monstruos por dinero. Bestias que amenazan a la gente. Espantajos liberados por embrujos y encantos como los tuyos. No seres humanos.
    —Ella no es un ser humano. Es justo eso, un monstruo, un mutante, un maldito engendro. Me has traído aquí una kikimora. Córvida es peor que una kikimora. Las kikimoras matan por hambre y Córvida por gusto. Mátala y te pagaré cualquier suma que me pidas. Dentro de lo razonable, se entiende.
    —Ya te he dicho que considero absurda la historia de las mutaciones y maldiciones de Lilit. La muchacha tiene motivos para pasarte la cuenta, yo no me voy a meter en ello. Acude al alcalde, a la guardia local. Eres el hechicero de la villa, te protegen las leyes de aquí.
    —¡A la mierda con la ley, el alcalde y su ayuda! —estalló Stregobor—. ¡No necesito defensa, quiero que la mates! Nadie puede entrar en la torre, aquí estoy completamente seguro. Pero y qué más me da. No tengo intenciones de quedarme aquí hasta el fin de mis días. Córvida no se resignará mientras viva, lo sé. ¿Tengo que encerrarme en la torre y esperar a la muerte?
    —Ellas estuvieron encerradas. ¿Sabes qué, mago? Tendrían que haber mandado a cazar a las muchachas a otros hechiceros más poderosos, tendrían que haber previsto las consecuencias.
    —Por favor, Geralt.
    —No, Stregobor.
    El nigromante se calló. El falso sol en el falso firmamento no alcanzaba nunca el cenit, pero el brujo sabía que en Blaviken ya estaba anocheciendo. Sintió hambre.
    —Geralt —dijo Stregobor—, cuando escuchábamos a Eltibaldo, muchos de nosotros teníamos dudas. Pero decidimos escoger el mal menor. Ahora soy yo el que te pide una elección similar.
    —El mal es el mal, Stregobor —afirmó serio el brujo mientras se levantaba—. Menor, mayor, mediano, es igual, las proporciones son convenidas y las fronteras borrosas. No soy un santo ermitaño, no siempre he obrado bien. Pero si tengo que elegir entre un mal y otro, prefiero no elegir en absoluto. Hora de irme. Nos veremos mañana.
    —Puede ser —dijo el hechicero—. Si te das prisa.

III
    La Puerta de Oro, el local representativo de la villa, estaba repleto y bullicioso. Los clientes, lugareños y forasteros, se ocupaban por lo general de asuntos típicos para las distintas naciones y profesiones. Serios mercaderes se peleaban con enanos por el precio de las mercancías y el porcentaje del crédito. Mercaderes menos serios pellizcaban el culo de las muchachas que repartían la cerveza y el potaje de garbanzos. Los tontos del pueblo hacían ver como que estaban muy bien informados. Las rameras trataban de gustar a los que tenían dinero pero a la vez intentaban alejar de sí a los que no lo tenían. Arrieros y pescadores bebían con tanta desmesura como si al día siguiente fuera a entrar en vigor una ley prohibiendo la fermentación del lúpulo. Los marineros cantaban canciones que celebraban las olas del mar, la valentía de los capitanes y la donosura de las sirenas, esto último con bastante pintoresquismo y abundancia de datos.
    —Aguza la memoria, Setnik —dijo Caldemeyn al posadero, pasando por el mostrador para que se le oyera por encima del barullo—. Seis mozos y una muchacha, vestidos en piel negra con adornos de plata, a la moda novigrada. Los vi en los portazgos. ¿Se quedaron en tu casa o fueron a Los Atunes?
    El posadero frunció el ceño mientras limpiaba una jarra de cerveza con un delantal a rayas.
    —Aquí, alcalde —dijo al fin—. Me soltaron que venían a la feria, y todos traían espada, hasta la moza. Vestidos de negro, como hablasteis.
    —Pues eso —afirmó con la cabeza el alcalde—. ¿Y dónde están ahora? Aquí no los veo.
    —En la sala chica. Con oro pagaron.
    —Iré solo —dijo Geralt—. No hay por qué hacer de esto un asunto oficial, al menos de momento, delante de todos ellos. La traeré aquí.
    —Pues mejor. Pero ojo, no quiero camorra.
    —Tendré cuidado.
    La canción de los marineros, a juzgar por la creciente saturación de imprecaciones, se acercaba a su gran final. Geralt entreabrió las cortinas que cubrían la entrada a la sala chica, tiesas y pegajosas de la suciedad.
    A la mesa de la sala chica estaban sentados seis hombres. Aquélla a la que esperaba no estaba entre ellos.
    —¿Qué? —dijo el que le vio primero, un calvorota con la faz destrozada por una cicatriz que discurría entre la ceja izquierda, la base de la nariz y la mejilla derecha.
    —Quiero ver a Córvida.
    De la mesa se levantaron dos figuras idénticas, con idénticos rostros inmóviles, claros cabellos desgreñados que llegaban hasta los hombros, idénticos trajes ajustados de piel oscura, adornos de plata brillante. Con idéntico movimiento los gemelos alzaron idénticas espadas.
    —Tranquilo, Vyr. Siéntate, Nimir —dijo el hombre de la cicatriz, apoyando el codo en la mesa—. ¿A quién quieres ver, hermano? ¿Quién es esa Córvida?
    —Sabes de sobra lo que quiero.
    —¿Quién es este tío? —dijo un fortachón medio desnudo, empapado en sudor, el torso cruzado de cinturones, con púas protegiéndole los antebrazos—. ¿Lo conoces, Nohorn?
    —No lo conozco —dijo el hombre de la cicatriz.
    —Es un albino de ésos —se rió un hombre delgado de cabellos oscuros sentado junto a Nohorn. Sus rasgos delicados, grandes ojos negros y orejas terminadas en punta delataban sin error la mezcla de sangre de elfo—. Un albino, un mutante, un aborto de la naturaleza. Y que también a tales seres se permita entrar en las tabernas donde están las personas honradas.
    —Yo ya le he visto antes —dijo un tipo achaparrado y tostado, con los cabellos en una trenza a la espalda, midiendo a Geralt con una furiosa mirada de sus ojos de largas pestañas.
    —No importa dónde lo hayas visto, Tavik —dijo Nohorn—. Escucha, hermano. Civril te ha insultado hace un momento. ¿No le vas a retar? Es una noche tan aburrida.
    —No —afirmó tranquilo el brujo.
    —¿Y a mí, si te echo por la cabeza esta caldereta de pescado, me retarías? —se rió el medio desnudo.
    —Tranquilo, Quincena —dijo Nohorn—. Ha dicho que no, pues no. De momento. Venga, hermano, dinos lo que tengas que decir y lárgate. Tienes la oportunidad de irte. Si no la aprovechas, te echará el servicio.
    —A ti no tengo nada que decirte. Quiero ver a Córvida. A Renfri.
    —¿Habéis oído, muchachos? —Nohorn miró a sus compañeros—. Quiere ver a Renfri. ¿Y se puede saber con qué motivo, hermano?
    —No se puede.
    Nohorn alzó la cabeza y miró a los gemelos, estos entonces dieron un paso al frente, haciendo sonar las hebillas de plata de las altas botas.
    —Ya sé —dijo de pronto el de las trenzas—. ¡Ya sé dónde le he visto antes!
    —¿Qué barbullas, Tavik?
    —Delante de la casa del alcalde. Traía una especie de dragón para venderlo, un cruce entre araña y cocodrilo. La gente decía que era un brujo.
    —¿Qué es eso del brujo? —preguntó el desnudo, Quincena—. ¿Eh? ¿Civril?
    —Un maldito hechicero —dijo el medio elfo—. Un prestidigitador por un puñado de monedas de plata. Ya os dije, un aborto de la naturaleza. Un insulto al orden humano y divino. A éstos habría que quemarlos.
    —No nos gustan los hechiceros —murmuró Tavik sin quitar de Geralt sus ojos pestañosos—. Me da en la nariz, Civril, que vamos a tener más trabajo en esta cloaca de lo que pensábamos. Aquí hay más de uno y todo el mundo sabe que se protegen los unos a los otros.
    —La cabra tira al monte —sonrió con maldad el mestizo—. Y que en el mundo haya cosas como tú. ¿Quién os cría, engendro?
    —Más tolerancia, si no te importa —dijo con tranquilidad Geralt—. Tu madre, por lo que veo, debía de pasear sola por el bosque bastante a menudo para que tuvieras motivos de darle vueltas a tu propio origen.
    —Puede ser —respondió el medio elfo sin dejar de sonreír—. Pero yo al menos conocí a mi propia madre. Tú, como brujo, no puedes decir lo mismo.
    Geralt palideció ligeramente y apretó los labios. Nohorn, al que no se le había escapado el gesto, se rió con estruendo.
    —Venga, hermano, no puedes dejar pasar tales agravios. Eso que tienes en el lomo parece una espada. ¿Y? ¿Vais a salir tú y Civril a la calle? Es una noche tan aburrida.
    El brujo no reaccionó.
    —Maldito cobarde —resopló Tavik.
    —¿Qué ha dicho de la madre de Civril? —continuó monótono Nohorn, apoyando la barbilla en las manos entrelazadas—. Algo muy injurioso, si no entendí mal. Que se la follaban o algo así. Eh, Quincena, ¿acaso está bien escuchar como cualquier vagabundo insulta a la madre de un compañero? ¡Las madres, y sus chochos, son sagradas!
    Quincena se levantó enérgicamente, desató la espada, tiró la mesa, sacó pecho, colocó las muñequeras de plata que le protegían los antebrazos, escupió y dio un paso hacia adelante.
    —Por si tienes cualquier duda —dijo Nohorn—, te aviso de que Quincena te está retando a una lucha a puñetazos. Te dije que te iban a echar de aquí. Haced sitio.
    Quincena se acercó, levantando los puños. Geralt puso la mano sobre la empuñadura de la espada.
    —Ten cuidado —dijo—. Un paso más y vas a tener que buscar tus manos por el suelo.
    Nohorn y Tavik se separaron, echando mano a la espada. Los silenciosos gemelos alzaron las suyas con idéntico movimiento. Quince retrocedió. El único que no se movió fue Civril.
    —¿Qué coño pasa aquí? ¿No puedo dejaros solos ni un minuto?
    Geralt se dio la vuelta muy despacio y se encontró mirando de frente a unos ojos del color del agua del mar.
    Era casi tan alta como él. Llevaba los cabellos de color del heno cortados irregularmente, un poco por debajo de las orejas. Estaba de pie, apoyando una mano en la puerta, vestida con un caftán de terciopelo que seajustaba con un cinturón plagado de ornamentos. Su falda era irregular, asimétrica, por el lado izquierdo alcanzaba las pantorrillas y por el derecho dejaba al descubierto un muslo poderoso y la caña de una bota alta de piel de alce. En el costado izquierdo portaba una espada, en el derecho un estilete con un gran rubí en el pomo.
    —¿Os habéis quedado mudos?
    —Es un brujo —masculló Nohorn.
    —¿Y qué?
    —Quería hablar contigo.
    —¿Y qué?
    —¡Es un hechicero! —vociferó Quincena.
    —No nos gustan los hechiceros —ladró Tavik.
    —Tranquilos, muchachos —dijo la chica—. No es un crimen el que quiera hablar conmigo. Vosotros seguid divirtiéndoos. Y sin escándalos. Mañana es día de mercado. ¿No querréis, supongo, que vuestras travesuras alteren la feria, un acontecimiento tan importante en la vida de esta simpática villa?
    En el silencio que siguió pudo escucharse una terrible y apagada risa. Civril, todavía tendido indolente en el banco, se reía.
    —Que te, Renfri... —balbució el mestizo—, ¡un acontecimiento... importante!
    —Cállate, Civril. Inmediatamente.
    Civril dejó de reírse. Inmediatamente. Geralt no se asombró. En la voz de Renfri resonaba algo muy extraño. Algo que se relacionaba con el rojo reflejo de las llamas en las hojas de las espadas, con el grito de los asesinados, con el relincho de los caballos y el perfume de la sangre. Los demás debían de tener parecidas sensaciones porque la palidez cubrió hasta el bronceado rostro de Tavik.
    —Venga, peloblanco —Renfri interrumpió el silencio—. Vamos a la sala grande, unámonos al alcalde con el que has venido. Seguro que él también quiere hablar conmigo.
    Caldemeyn, que estaba esperando junto al mostrador, al verlos venir interrumpió la conversación con el posadero, se enderezó y colocó la mano sobre el pecho.
    —Escuchad, señora —habló con dureza, sin perder el tiempo en el intercambio de las trivialidades habituales—. Sé por parte del aquí presente brujo de Rivia lo que os ha traído a Blaviken. Al parecer guardáis algún rencor a nuestro hechicero.
    —Puede. ¿Y qué pasa con eso? —preguntó en voz baja Renfri, también en un tono poco cortés.
    —Pues pasa que para tales ofensas hay juzgados de villa y de castillo. Al que aquí en Arcomare quiera vengar alguna ofensa con el yerro, se le toma por un vulgar asesino. Y pasa que u os vais tempranito por la mañana de Blaviken con toda vuestra negra compaña u os meto en la mazmorra pre... ¿Cómo se llama eso, Geralt?
    —Preventiva.
    —Justo. ¿Habéis comprendido, señorita?
    Renfri tomó una bolsita que colgaba del cinturón, extrajo un pergamino varias veces doblado.
    —Leed vos mismo, alcalde, si sabéis leer. Y no me llaméis nunca más «señorita».
    Caldemeyn cogió el pergamino, leyó largo rato, luego se lo dio a Geralt sin decir una palabra.
    —«A mis condes, vasallos y súbditos libres —leyó el brujo en voz alta—. Ante todo y todos aseveramos que Renfri, princesa creydena, a nuestro servicio se halla y querida es a nuestros ojos, y por ello aquél que le ocasionara pergüicio, se atraerá nuestra cólera sobre su cabeza. Audoen, rey...» «Perjuicio» se escribe de otra manera. Pero el sello parece auténtico.
    —Porque es auténtico —dijo Renfri, quitándole el pergamino—. Lo puso Audoen, vuestro poderoso señor. Por eso os aconsejo que no me causéis perjuicio. Independientemente de cómo se escriba, las consecuencias pueden ser deplorables. No me vais a meter, señor alcalde, en ninguna mazmorra. Ni me vais a llamar más «señorita». No he quebrado ninguna ley. De momento.
    —Si la quiebras siquiera una pulgada —Caldemeyn parecía que fuera a escupir—, te meto en la trena junto con el pergamino. Encomiéndate a todos los dioses, señorita. Vamos, Geralt.
    —Contigo, brujo —Renfri tocó los hombros de Geralt—, todavía unas palabritas.
    —No llegues tarde a la cena —dijo el alcalde desde la puerta—, porque Libusza se pondrá furiosa.
    —No llegaré tarde.
    Geralt se apoyó en el mostrador. Miró a la muchacha de ojos verdiazules mientras jugueteaba con el medallón con una faz de lobo que llevaba colgado del cuello.
    —He oído hablar de ti —dijo—. Eres Geralt de Rivia, el brujo de cabellos blancos. ¿Stregobor es tu amigo?
    —No.
    —Entonces eso facilita el asunto.
    —No tanto. No tengo intenciones de quedarme mirando.
    Los ojos de Renfri se estrecharon.
    —Stregobor morirá mañana —afirmó en voz baja, quitándose de la frente los cabellos irregularmente cortados—. El mal sería menor si sólo muriera él.
    —Sí, pero antes de que Stregobor muera, morirán también unas cuantas personas más. No veo otra posibilidad.
    —Unas cuantas, brujo, es decir poco.
    —Para asustarme hacen falta algo más que palabras, Córvida.
    —No me llames Córvida. No me gusta. La cosa es que yo veo otras posibilidades. Valdría la pena hablar de ello, pero bueno, Libusza espera. ¿Al menos es guapa esa Libusza?
    —¿Esto es todo lo que tenías que decirme?
    —No. Pero ahora vete. Libusza espera.

IV
    Había alguien en su cuarto de la troje. Geralt lo supo incluso antes de acercarse a la puerta, lo reconoció en la ligera vibración del medallón. Sopló la lamparilla con la que iluminaba las escaleras. Sacó el estilete de la bota, se lo colocó por detrás, en el cinturón. Alzó el picaporte. En la habitación reinaba la oscuridad. Pero no para el brujo.
    Cruzó el umbral premeditadamente despacio, indolente, cerró la puerta con lentitud detrás de sí. Al segundo siguiente, con un poderoso reflejo, saltó un largo trecho, se arrojó sobre la figura que estaba sentada en su cama, la apretó contra las sábanas mientras la sujetaba con el antebrazo izquierdo por debajo de la barbilla. Tanteó en busca del estilete. No lo encontró. Algo no funcionaba.
    —No esta mal para empezar —habló ella con una voz apagada, tendida debajo de él sin moverse—.Contaba con ello, pero no juzgué que fuéramos a acabar tan pronto en la cama. Quita la mano de mi garganta, si no te importa.
    —Eres tú.
    —Soy yo. Escucha, hay dos opciones. La primera: te sientas a mi lado y hablamos. La segunda: nos quedamos en esta posición, pero al menos me gustaría quitarme las botas.
    El brujo escogió la primera opción. La muchacha suspiró, se levantó, se colocó los cabellos y la falda.
    —Enciende la luz —dijo—. Yo no veo en las tinieblas, como tú, y me gusta ver a mi interlocutor.
    Se acercó a la mesa, alta, delgada, vivaracha, se sentó, extendiendo delante de sí los pies metidos en altas botas. No tenía ningún arma a la vista.
    —¿Tienes aquí algo para beber?
    —No.
    —En ese caso me alegro de haber traído esto —sonrió mientras ponía sobre la mesa un galápago de viaje y dos vasos de cuero.
    —Es casi medianoche —dijo Geralt con frialdad—. ¿No podemos ir al grano?
    —Ahora. Ten, bebe. A tu salud, Geralt.
    —A la tuya, Córvida.
    —Me llamo Renfri, joder. —Alzó la cabeza—. Te permito omitir el título de princesa, ¡pero deja de llamarme Córvida!
    —Más bajo, que despiertas a toda la casa. ¿Me voy a enterar por fin con qué objeto te has colado aquí por la ventana?
    —Vaya poca imaginación que tienes, brujo. Quiero evitar que en Blaviken haya una matanza. Para ponerme de acuerdo contigo, me he arrastrado por los tejados como si fuera un gato. Valora el hecho.
    —Lo valoro —dijo Geralt—. Sólo que no sé lo que puede salir de tal conversación. La situación está clara. Stregobor vive en una torre encantada, para llegar hasta él tendrías que sitiarlo. Si haces esto, de nada te servirá tu salvoconducto. Audoen no te protegerá si violas abiertamente la ley. El alcalde, la guardia, todo Blaviken se pondrá contra ti.
    —Todo Blaviken, si se pone contra mí, lo lamentará terriblemente. —Renfri se sonrió, mostrando unos feroces dientes blancos—. ¿Has echado un vistazo a mis muchachos? Te juro que conocen su oficio. ¿Te imaginas lo que pasaría si se llega a un combate entre ellos y esos imbéciles de la guardia, que se tropiezan a cada paso con sus propias alabardas?
    —¿Y tú, Renfri, te imaginas que yo me voy a quedar sentado mirando tranquilamente el desarrollo de esa lucha? Como ves, vivo en casa del alcalde. En caso necesario me pondré de su lado.
    —No dudo —Renfri adoptó un tono más serio— que lo harás. Aunque con toda seguridad estarás solo, porque el resto se esconderá en los sótanos. No hay en el mundo un alcalde que sea capaz de vencer a siete espadachines. Ningún individuo sería capaz . Pero, peloblanco, dejemos de asustarnos el uno al otro. Te dije: la carnicería y el derramamiento de sangre se pueden evitar. En concreto, hay dos personas que pueden evitarlos.
    —Soy todo oídos.
    —Una —dijo Renfri— es el propio Stregobor. Sale voluntariamente de su torre, yo me lo llevo a algún lugar desierto y Blaviken se sumerge de nuevo en su bienaventurada apatía y se olvida rápidamente de todo este asunto.
    —Stregobor puede parecer chiflado, pero no hasta ese punto.
    —Quién sabe, brujo, quién sabe. Existen argumentos que no se pueden refutar, existen proposiciones que no se pueden rechazar. A ellos pertenece, por ejemplo, el ultimátum tridamo. Le lanzaré al hechicero un ultimátum tridamo.
    —¿Y en qué consiste ese ultimátum?
    —Ése es mi secreto.
    —Como quieras. Sin embargo, dudo de su efectividad. Cuando Stregobor habla de ti, le castañetean los dientes. Un ultimátum que le hiciera entregarse voluntariamente en tus preciosas manos tendría que ser de verdad considerable. Pasemos entonces a la segunda persona que puede evitar una masacre en Blaviken. Intentaré adivinar quién es.
    —Ardo de curiosidad por comprobar tu perspicacia, peloblanco.
    —Eres tú, Renfri. Tú misma. Muestras tu verdadera magnanimidad de princesa, ¿qué digo?, de reina, y renuncias a tu venganza. ¿Lo he adivinado?
    Renfri echó la cabeza hacia atrás y se rió roncamente, tapándose a trechos la boca con una mano. Luego se puso seria, clavó en el brujo unos ojos centelleantes.
    —Geralt —dijo—, yo era princesa, pero en Creyden. Tenía todo lo podía soñar, no tenía ni que pedirlo. Servicio a mi llamada, vestidos, zapatos. Bragas de batista. Alhajas y brillantes, un potrillo bayo, peces de colores en el estanque. Muñecas y una casita para ellas, más grande que este cuarto tuyo. Y así era hasta el día en que tu Stregobor y esa puta de Aridea le mandaron al cazador llevarme al bosque, degollarme y traerles el corazón y el hígado. Bonito, ¿no es cierto?
    —No, más bien horrible. Me alegro de que entonces te las arreglaras con el cazador, Renfri.
    —¡Y una mierda me las arreglé! Le dio pena y me soltó. Pero antes de ello me violó, el hideputa, y me robó los pendientes y la diadema de oro.
    Geralt la miró directamente a los ojos, jugueteando con el medallón. Ella no apartó la mirada.
    —Y ése fue el fin de la princesita —continuó—. El vestido se rompió, la batista perdió irremediablemente su blancura. Y luego hubo suciedad, hambre, frío, palos y puntapiés. Dejarse hacer por cualquier cerdo a cambio de un plato de sopa o de un techo sobre la cabeza. ¿Sabes cómo tenía yo el cabello? Como terciopelo, y me llegaba hasta un palmo por debajo del trasero. Una vez pillé piojos y me lo cortaron con tijeras de esquilar ovejas, hasta la misma piel. Nunca más me volvió a crecer como es debido.
    Se calló por un instante, se retiró de la frente los rizos desiguales.
    —Robaba para no morir de hambre —comenzó—. Mataba para que no me matasen. Estuve en mazmorras que apestaban a orina, sin saber si al día siguiente me iban a colgar o simplemente a darme de azotes y expulsarme. Y durante todo este tiempo mi madrastra y tu hechicero me pisaban los talones, mandándome asesinos, intentándome envenenar, me lanzaban encantamientos. ¿Mostrarmagnanimidad? ¿Otorgarle el perdón como una reina? Como una reina le voy a cortar yo la cabeza y puede que antes los dos pies, ya veremos.
    —¿Aridea y Stregobor te intentaron envenenar?
    —Por supuesto. Con una manzana empapada en extracto de ortigas. Me salvó cierto gnomo. Me dio un antídoto después del cual pensé que me daría la vuelta como una media. Pero sobreviví.
    —¿Era uno de los siete gnomos?
    Renfri, que justo en aquel momento estaba sirviendo, se quedó quieta, con el galápago sobre el vaso.
    —Ajá —dijo—. Sabes mucho de mí. ¿Y qué? ¿Tienes algo contra los gnomos? ¿O contra otros humanoides? Si hay que ser precisos, diré que fueron para mí mejores que la mayor parte de la gente. Pero esto no tiene que importarte. Como te he dicho, Stregobor y Aridea me persiguieron como a una fiera salvaje mientras pudieron. Luego dejaron de poder, yo misma me convertí en el cazador. Aridea estiró la pata en su propia cama, tuvo suerte de que no la pillara antes, tenía preparado para ella un programa especial. Y ahora lo tengo para el hechicero. Geralt, en tu opinión, ¿se merece o no la muerte? Di.
    —No soy juez. Soy brujo.
    —Por eso. He dicho que hay dos personas que pueden evitar el derramamiento de sangre en Blaviken. La segunda eres tú. El hechicero te dejará entrar en la torre. Y luego lo matas.
    —Renfri —dijo tranquilo Geralt—, ¿acaso te has caído de cabeza del tejado cuando venías hacia aquí?
    —¿Eres un brujo o no, joder? Dicen que mataste una kikimora, que la trajiste en un asno para tasarla. Stregobor es peor que cualquier kikimora, que al fin y al cabo es sólo una bestia irracional y que mata porque así la hicieron los dioses. Stregobor es un salvaje, un maniaco, un monstruo. Tráemelo en un asno y no repararé en oro.
    —No soy un esbirro a suelo, Córvida.
    —No, no lo eres —afirmó con una sonrisa. Se echó hacia atrás apoyada en el escabel y cruzó las piernas sobre la mesa, sin hacer el mínimo esfuerzo por ocultar el muslo con la falda—. Eres un brujo, defensor de la gente, a la que proteges del Mal. Y en este caso el Mal es el hierro y el fuego que empezarán a correr en cuanto estemos frente a frente. ¿No te das cuenta de que te propongo el mal menor, la mejor de las soluciones? Incluso para ese hideputa de Stregobor. Puedes matarlo con compasión, de un golpe, de sopetón. Morirá sin saber que muere. Y yo eso no se lo garantizo. Antes al contrario.
    Geralt estaba en silencio. Renfri se estiró, alzando las manos bien arriba.
    —Comprendo tus titubeos —dijo—. Pero debo conocer la respuesta ahora mismo.
    —¿Sabes por qué Stregobor y la condesa quisieron matarte, entonces, en Creyden, y luego?
    Renfri se incorporó violentamente, bajó los pies de la mesa.
    —Creo que está claro —estalló—. Querían librarse de la primogénita de Fredefalk porque era la heredera del trono. Los hijos de Aridea procedían de una unión morganática y no tenían ningún derecho a...
    —Renfri, no hablo de eso.
    La muchacha bajó la cabeza, pero sólo un momento. Sus ojos destellaron.
    —Va, venga. Dicen que estoy como maldita. Contaminada desde el seno materno. Dicen que soy...
    —Termina.
    —Un monstruo.
    —¿Y lo eres?
    Durante un corto momento pareció indefensa y derrotada. Y muy triste.
    —No lo sé, Geralt —susurró, después de lo que sus rasgos se endurecieron de nuevo—. ¿Por qué y cómo coño lo voy a saber? Si me hiero en un dedo, sangro. Sangro también cada mes. Si me atraco de comer, me duele la tripa y si bebo demasiado, la cabeza. Si estoy contenta, canto, y si estoy triste, blasfemo. Si odio a alguien, lo mato y si... Aj, joder, basta ya. Responde, brujo.
    —Mi respuesta es: «No».
    —¿Recuerdas lo que te he dicho? —preguntó al cabo de un rato de silencio—. Hay proposiciones que no se pueden rechazar, las consecuencias son terribles. Te advierto muy en serio, la mía es de ese tipo. Piénsatelo bien.
    —Lo he pensado bien. Y tómame en serio porque yo te advierto también en serio.
    Renfri calló durante un rato, jugando con el collar de perlas que rodeaba por tres veces el contorno de su cuello. El collar caía burlón entre dos hermosas semiesferas visibles por encima del escote del caftán.
    —Geralt —dijo—. ¿Stregobor te pidió que me mataras?
    —Sí. Pensaba que sería el mal menor.
    —¿Puedo suponer que le rechazaste como a mí?
    —Puedes.
    —¿Por qué?
    —Porque no creo en el mal menor.
    Renfri sonrió ligeramente, después de lo cual los labios se le torcieron en un gesto bastante poco agradable a la luz amarilla de las velas.
    —No crees, dices. Sabes, tienes razón, pero sólo en parte. Sólo existen el Mal y el Mal Mayor, y sobre ellos dos, en las tinieblas, está el Mal Muy Mayor. El Mal Muy Mayor, Geralt, es algo que no puedes ni imaginarte, aunque pienses que ya nada puede sorprenderte. Y sabes, Geralt, a veces resulta que el Mal Muy Mayor te agarra por la garganta y te dice: «Elige, hermano, o yo, o aquel otro, un poco menor».
    —¿Se puede saber a dónde quieres llegar?
    —A ningún lugar. He bebido de más y me entretengo en filosofar, busco las verdades supremas. Justo acabo de encontrar una: el mal menor existe, pero no podemos elegirlo nosotros solos. El Mal Muy Mayor consigue imponernos tal elección. Lo queramos o no.
    —Está claro que yo he bebido demasiado poco. —El brujo sonrió ásperamente—. Y la medianoche, como suele suceder con las mediasnoches, ha pasado en un suspiro. Concretemos. No vas a matar a Stregobor en Blaviken, no te lo permito. No te permito que se llegue aquí a luchas y masacres. Por segunda vez te propongo: olvídate de la venganza. Renuncia a matarlo. De esta forma le probarás a él, y no sólo a él, que no eres un monstruo inhumano sediento de sangre, un mutante, un engendro. Le probarás que se equivocó. Que su error te causó un gran daño.
    Renfri miró durante un momento al medallón del brujo, que se balanceaba en la cadena enrollada en sus dedos.
    —Y si te digo, brujo, que no soy capaz de perdonarle ni de renunciar a la venganza, significará que le doy a él, y no sólo a él, la razón, ¿verdad? ¿Le probaré también que al fin y al cabo soy un monstruo, un demonio inhumano maldito por los dioses? Escucha, brujo. En el mismo comienzo de mis vagabundeos me acogió cierto labrador. Le gusté. Como él a mí no me gustaba para nada, y antes al contrario, cada vez que me quería tener, me apaleaba de tal modo que apenas podía arrastrarme del camastro. Un día me levanté cuando todavía estaba oscuro y le corté la garganta al labrador. Con una guadaña. No tenía entonces tanta destreza como tengo ahora y el cuchillo me parecía demasiado pequeño. Y sabes, Geralt, escuchando como el labrador gorgoteaba y se ahogaba, mirando como pataleaba, sentí que las huellas de sus palos y puntapiés no dolían ya más, y que me sentía bien, tan bien que... Me fui temprano, silbando, sana, alegre y feliz. Y luego, a cada vez, fue lo mismo. Si fuera distinto, entonces, ¿quién iba perder tiempo en la venganza?
    —Renfri —dijo Geralt—. Independientemente de tus razones y de tus motivos, no te irás de aquí silbando y no te vas a sentir «tan bien que». No te irás alegre y feliz, pero te irás viva. Mañana temprano, como mandó el alcalde. Ya te lo he dicho, pero lo repito. No matarás a Stregobor en Blaviken.
    Los ojos de Renfri brillaron a la luz de las velas, brillaron las perlas en el escote del caftán, brilló el medallón con las fauces de lobo vibrando en la cadena de plata.
    —Lo siento por ti —dijo de pronto la muchacha con lentitud, mirando el disco centelleante y plateado—. Afirmas que no existe el mal menor. Estás de pie en la plaza, sobre el empedrado ahogado en sangre, solo, tan absolutamente solo, porque no supiste elegir. No supiste, pero lo hiciste. Nunca, nunca vas a llegar a saber, nunca vas a tener la completa seguridad, nunca, escuchas... Y tu pago serán piedras, insultos. Me das pena.
    —¿Y tú? —preguntó el brujo en voz baja, casi un susurro.
    —Yo tampoco sé elegir.
    —¿Quién eres?
    —Soy quien soy.
    —¿Dónde estás?
    —Tengo... frío.
    —¡Renfri! —Geralt apretó el medallón con las manos.
    Agitó la cabeza como si se despertara de un sueño, parpadeó varias veces, asombrada. Durante un momento, muy corto, pareció asustada.
    —Has vencido —dijo de pronto con sequedad—. Has vencido, brujo. Mañana temprano me iré de Blaviken y nunca más volveré a esta asquerosa villa. Nunca. Echa más, si es que queda algo en la botella.
    Su habitual sonrisa pícara y burlona había vuelto a sus labios cuando dejó el vaso vacío sobre la mesa.
    —¿Geralt?
    —Qué.
    —Este maldito tejado es muy abrupto. Preferiría salir al amanecer. En la oscuridad podría caerme y romperme algo. Soy una princesa, tengo un cuerpo delicado, soy capaz de percibir un guisante debajo de un colchón de paja. Si no está muy lleno de paja, por supuesto. ¿Qué dices a esto?
    —Renfri —Geralt sonrió sin quererlo—, ¿acaso lo que dices es digno de una princesa?
    —¿Qué sabes tú de princesas, joder? Yo era una princesa y sé que lo más agradable de ser una es poder hacer lo que se quiera. ¿Tengo que decirte claramente lo que quiero o te lo imaginas?
    Geralt, aún sonriendo, no respondió.
    —No quiero ni siquiera pensar que no te gusto —se enfadó la muchacha—. Prefiero suponer que tienes miedo de que te alcance el mismo destino que al labrador. Eh, peloblanco. No tengo nada afilado. O mejor, compruébalo tú mismo.
    Le puso los pies en las rodillas.
    —Quítame las botas. La caña de las botas es el mejor lugar para guardar un cuchillo.
    Descalza, se levantó, se desató la hebilla del cinturón.
    —Aquí tampoco escondo nada. Ni aquí, como ves. Apaga esa maldita lámpara.
    En el exterior en la oscuridad maullaba un gato.
    —¿Renfri?
    —¿Qué?
    —¿Esto es batista?
    —Por supuesto, joder. ¿Soy una princesa o no?

V
    —Papi —repetía monótonamente Marilka—, ¿cuándo vamos a ir a la feria? ¡A la feria, papi!
    —Silencio, Marilka —gruñó Caldemeyn, rebañando el plato con un trozo de pan—. ¿Y qué dices, Geralt? ¿Se van de la villa?
    —Sí.
    —Va, no pensaba que fuera a ser tan fácil. Con ese pergamino sellado por Audoen me tenían agarrado por el pescuezo. Les puse una cara brava, pero en verdad no podría hacerles ni pizca.
    —¿Incluso si quebrasen abiertamente la ley?
    —Incluso. Audoen, Geralt, es un rey muy quisquilloso, te manda al cadalso por cualquier cosa. Yo tengo mujer, hija, me va bien en mi cargo, no me tengo que romper la cabeza en saber de dónde voy a sacar mañana el tocino para las gachas. En una palabra, que está bien que se vayan. Y por cierto, ¿cómo ha salido así?
    —¡Papi, yo quiero ir a la feria!
    —¡Libusza! ¡Llévate de aquí a Marilka! Sí, Geralt, no lo creía yo. Pregunté a Setnik, el tabernero de La Puerta de Oro sobre la banda novigrada ésa. No es mala cuadrilla. A algunos se les ha reconocido.
    —¿Ajá?
    —Ése de la raja en los morros es Nohorn, antiguo privado de Abergardo, de las así llamadas «compañías libres de Angren». ¿Has oído hablar de tales compañías? Claro, quién no ha oído algo. Ese buey al que llaman Quincena también era de ellas. Incluso si no lo hubiera sido, no creo que su apodo le venga de haber hecho quince obras de caridad en su vida. Ese medioelfo negruzco es Civril, ladrón y asesino profesional. Parece que tuvo algo que ver con la masacre de Tridam.
    —¿De dónde?
    —De Tridam. ¿No has oído hablar de ello? Se habló mucho entonces, tres... Sí, hace tres años, porque Marilka tenía entonces dos. El barón de Tridam tenía en las mazmorras a unos ladrones. Sus camaradas, entre ellos al parecer ese mestizo de Civril, se hicieron con una barcaza cargada hasta las bordas de peregrinos, era por la Fiesta de Nis. Le pidieron al barón que soltara a los suyos. El barón, por supuesto, se negó, y entonces ellos comenzaron a matar peregrinos, de uno en uno, uno tras otro. Hasta que el barón se reblandeció y soltó a los de las mazmorras, ya habían echado de la barca a más de diez. Al barón le amenazó luego el destierro y hasta el hacha, algunos le tuvieron a mal que no cediera hasta que habían ya matado a tantos, otros alborotaron que había causado un gran mal, que pre... precedente o algo así, que tenía que haber asaetado a todos aquéllos junto con los rehenes o bien tomar al asalto la barca, no ceder ni un palmo. El barón se defendió en el juicio diciendo que había elegido el mal menor, porque en la barcaza había como veinticinco personas, hembras, críos.
    —Un ultimátum tridamo —susurró el brujo—. Renfri...
    —¿Qué?
    —Caldemeyn, la feria.
    —¿Qué?
    —¿No lo entiendes, Caldemeyn? Me engañó. No se van a ir. Obligarán a Stregobor a salir de la torre como obligaron al barón de Tridam. O me obligarán a mí a... ¿No lo entiendes? Comenzarán a matar gente en el mercado. ¡Vuestra plaza, con estas murallas, es una verdadera trampa!
    —¡Por todos los dioses, Geralt! ¡Siéntate! ¿A dónde vas, Geralt?
    Marilka, asustada por los gritos, rompió en sollozos acurrucada en un rincón de la cocina.
    —¡Te lo dije! —gritó Libusza señalando al brujo—. ¡Te lo dije! ¡Por su culpa sólo desgracias!
    —¡Calla, mujer! ¡Geralt, siéntate!
    —Hay que detenerlos. Ahora, antes de que la gente entre en la plaza. Llama a los guardias. Cuando vayan a salir de la venta, por el pescuezo y de una vez.
    —Geralt, sé razonable. Así no se debe, no podemos tocarlos si no han liado ninguna. Se defenderán, se verterá sangre. Son profesionales, me destrozarán a mi gente. Si se entera Audoen, pagaré con mi cabeza. Vale, voy a coger a la guardia, me voy al mercado, les tendré la vista encima...
    —Eso no servirá de nada, Caldemeyn. Si la multitud entra ya en la plaza, no podrás conjurar el pánico ni la carnicería. Hay que neutralizarlos ahora, mientras la plaza está vacía.
    —Eso es un abuso. No puedo permitirlo. Lo del medioelfo y Tridam puede ser un falso rumor. Puedes equivocarte, ¿y entonces qué? Audoen me despellejará vivo.
    —¡Hay que elegir el mal menor!
    —¡Geralt! ¡Te lo prohibo! ¡Como alcalde, te lo prohibo! ¡Suelta la espada! ¡Estate quieto!
    Marilka gritaba tapándose la boca con sus manitas.

VI
    Civril, tapándose los ojos con las manos, miró al sol que surgía por entre los árboles. La plaza comenzaba a animarse, traqueteaban los carros y las carretas, los primeros vendedores ya habían llenado de mercancías los tenderetes. Golpeaba el martillo, cantaba el gallo, chillaban agudas las gaviotas.
    —Parece que va a hacer un día precioso —dijo Quincena meditabundo. Civril le miró sesgadamente pero no dijo nada.
    —¿Y los caballos, Tavik? —preguntó Nohorn, tirando de los guantes.
    —Listos, ensillados. Civril, todavía hay pocos en la plaza.
    —Habrá más.
    —Convendría comer algo.
    —Luego.
    —Seguro. Tendrás luego tiempo. Y ganas.
    —Mirad —dijo de pronto Quincena.
    El brujo entró desde la calle principal y atravesó por entre los tenderetes. Se dirigía directamente hacia ellos.
    —Ajá —dijo Civril—. Renfri tenía razón. Dame la ballesta, Nohorn.
    Se enderezó, tensó la cuerda, sujetando el estribo con el pie. Con esmero colocó la flecha en la estría. El brujo seguía andando. Civril levantó la ballesta.
    —¡Ni un paso más, brujo!
    Geralt se detuvo. Apenas catorce pasos le separaban del grupo.
    —¿Dónde está Renfri?
    El mestizo deformó su hermoso rostro.
    —Debajo de la torre, le está haciendo cierta proposición al hechicero. Sabía que vendrías aquí. Me pidió que te dijera dos cosas.
    —Habla.
    —La primera cosa es un refrán que dice: «Soy quien soy. Elige. O yo, o eso otro, menor». Al parecer tienes como que saber de qué va.
    El brujo afirmó con la cabeza, luego alzó la mano, asiendo la empuñadura de la espada que sobresalía por su hombro derecho. La hoja brilló, describiendo un círculo por encima de su cabeza. Se dirigió hacia el grupo a paso ligero.
    Civril adoptó una sonrisa terrible, cruel.
    —Y qué le vamos a hacer. Ella también previó esto, brujo. Y ahora te daré la segunda cosa que me encargó darte. Justo entre los ojos.
    El brujo se acercó. El semielfo alzó la ballesta hasta sus mejillas. Se hizo el silencio.
    La cuerda resonó. El brujo dio un mandoble con la espada, se oyó un prolongado gemido de metal golpeado, la flecha voló hacia lo alto cabreteando, cayó seca sobre el tejado, retumbó en un canalón. El brujo siguió avanzando.
    —La ha parado... —gimió Quincena—. La ha parado en el aire...
    —Todos a una —ordenó Civril. Silbaron las espadas al salir de sus vainas, el grupo se apretó hombro con hombro, las hojas erizadas.
    El brujo aceleró el paso, su andar, de extraordinaria ligereza y fluidez, se convirtió en carrera, no directamente hacia el collar de espinas de las espadas del grupo, sino de lado, rodeándoles con espirales cada vez más cerradas.
    Tavik no aguantó, se lanzó hacia él, reduciendo la distancia. Detrás de él saltaron los gemelos.
    —¡No os separéis! —gritó Civril doblando la cabeza, perdiendo al brujo de su campo de visión. Maldijo, saltó hacia un lado viendo que el grupo se disgregaba completamente y daba vueltas entre los tenderetes en un loco cortejo.
    Tavik fue el primero. Todavía un segundo antes iba persiguiendo al brujo, ahora de pronto percibió que éste se le acercaba por el lado izquierdo, corriendo en dirección contraria. Intentó frenarse pero el brujo se deslizó a su lado antes de que tuviera tiempo de levantar la espada. Tavik sintió un fuerte golpe por encima de las caderas. Se retorció y advirtió que caía. Ya de rodillas contempló asombrado sus caderas y comenzó a gritar.
    Los gemelos atacaron al mismo tiempo a la negra y sucia forma que se arrastraba hacia ellos, se movieron el uno hacia el otro, chocaron sus hombros, perdiendo durante un segundo el ritmo. Fue suficiente. Vyr, herido a todo lo largo del pecho, se dobló en dos, con la cabeza agachada todavía alcanzó a dar un par de pasos y se estrelló contra un puesto de verduras. Nimir recibió un tajo en la sien, giró en el mismo sitio y se derrumbó sobre la reguera, pesado, inerte.
    La plaza empezó a agitarse, los vendedores huían, resonaron los tenderetes que se derrumbaban, se alzaron humo y gritos. Tavik intentó levantarse otra vez apoyándose en las manos temblorosas, cayó.
    —¡Por la izquierda, Quincena! —gritó Nohorn, corriendo en semicírculo para asaltar al brujo por detrás.
    Quincena se dio la vuelta muy deprisa. Pero no lo suficiente. Recibió un tajo en la barriga, aguantó, se dobló para golpear, entonces recibió un segundo tajo a un lado del cuello, justo por debajo de la oreja. Rígido, dio cuatro tambaleantes pasos y se derrumbó sobre un carro lleno de pescado. El carro echó a rodar. Quincena se deslizó sobre el pavimento plateado de escamas.
    Civril y Nohorn golpearon al mismo tiempo desde dos direcciones, el elfo con un enérgico tajo desde arriba, Nohorn apoyado en la rodilla, con un golpe bajo y plano. Los dos fueron parados, dos chirridos metálicos unidos en uno. Civril saltó, dio un paso en falso, se mantuvo en pie apoyándose en el parapeto de madera de un puestecillo. Nohorn se tiró y le hizo sombra una espada sostenida perpendicularmente. Rechazó el golpe, con tanta fuerza que le echó para atrás, tuvo que blasfemar. Al incorporarse, hizo una parada, demasiado lento. Recibió un tajo en el rostro, en perfecta simetría con la vieja cicatriz.
    Civril se impulsó con la espalda en el tenderete, saltó sobre Nohorn cuando éste caía, atacó en media vuelta, con las dos manos, no acertó, saltó inmediatamente. No sintió el impacto, se le doblaron las rodillas justo cuando, después de una parada, forzó la finta pasando a un nuevo ataque. La espada se le cayó de la mano cortada desde el interior, por encima del codo. Cayó de hinojos, agitó la cabeza, quería levantarse, no pudo. Descansó la cabeza sobre las rodillas, así murió, en un charco rojo, entre coles desparramadas, entre rosquillas y peces.
    Renfri entró en la plaza.
    Se acercó lenta, a paso leve, felino, evitando carros y puestos. La multitud, que en las callejas y junto a los muros de las casas zumbaba como un enjambre de abejas, se quedó muda. Geralt estaba de pie, inmóvil, con la espada en la mano bajada. La muchacha se acercó hasta estar a diez pasos, se detuvo. Vio que debajo de la camisa llevaba una cota de malla, corta, que apenas cubría sus caderas.
    —Hiciste tu elección —afirmó—. ¿Estás seguro que fue correcta?
    —No habrá aquí un segundo Tridam —dijo Geralt con énfasis.
    —No lo hubiera habido. Stregobor se rió de mí. Dijo que puedo matar a todo Blaviken y añadir unas cuantas aldeas de los alrededores si quiero, pero que él no saldrá de la torre. Y no permitirá entrar a nadie, incluyéndote a ti. ¿Por qué me miras de ese modo? Sí, te engañé. Toda la vida he estado engañando cuando ha sido necesario, ¿por qué iba a hacer una excepción contigo?
    —Vete de aquí, Renfri.
    Se rió.
    —No, Geralt. —Tomó la espada, rápida y hábilmente.
    —Renfri.
    —No, Geralt, tú realizaste tu elección. Ahora es mi turno.
    Con un movimiento seco arrancó la falda de sus caderas, la hizo girar en el aire, enredando el material en torno a su antebrazo derecho. Geralt retrocedió, alzó el brazo, formando la Señal con los dedos. Renfri se rió de nuevo, breve y roncamente.
    —No servirá de nada, peloblanco. Eso no funciona conmigo. Sólo la espada.
    —Renfri —repitió—. Vete. Si cruzamos las armas yo... ya no... podré...
    —Lo sé —dijo—. Pero yo... Tampoco puedo hacer otra cosa. Somos lo que somos. Tú y yo.
    Se movió hacia él con un paso ligero, cimbreante. En la mano derecha, extendida, dirigida hacia un lado, brillaba la espada, con la izquierda arrastraba la falda por el suelo. Geralt retrocedió dos pasos.
    Saltó, maniobró con la mano izquierda, la falda se agitó en el aire, siguiéndola a ella, cubriendo de sombra la espada, ésta relumbró en un corto y áspero golpe. Geralt saltó, la tela ni siquiera le rozó, y la hoja de Renfri se deslizó a lo largo de una parada oblicua. Respondió mecánicamente con el centro del filo, unió las dos espadas en un breve molinete, intentando hacerle perder su arma. Eso fue un error. Repelió su hoja y de inmediato, con las rodillas flexionadas y cimbreando las caderas golpeó, apuntando al rostro. Apenas pudo parar este ataque, saltó para evitar la tela de la falda que le caía encima. Giró en una pirueta, evitando la hoja que brillaba en golpes relampagueantes, saltó de nuevo. Ella le cayó encima, le lanzó la falda directa a los ojos, atacó en un tajo llano, de cerca, en media vuelta. Él se zafó del golpe dándose la vuelta casi pegado a ella. Ella conocía esta maniobra. Se volvió junto con él y, de cerca, tanto que podía sentir su aliento, le recorrió el pecho con la espada. El dolor le mordió pero no quebró el ritmo. Se dio la vuelta otra vez, en dirección contraria, rechazó la espada que volaba hacia su sien, hizo una rápida finta y contraatacó. Renfri saltó, se preparó para un golpe desde arriba. Geralt hizo una genuflexión, la atacó repentinamente desde abajo, con la misma punta de la espada, a través del muslo descubierto y de la ingle.
    No gritó. Cayendo de rodillas hacia un costado soltó la espada, aferró con las dos manos el muslo herido. Por entre los dedos la sangre se extendió en clara corriente sobre el cinturón ornamentado, sobre las botas de piel de alce, sobre el sucio pavimento. La multitud apiñada en las callejuelas se removió y gritó.
    Geralt envainó la espada.
    —No te vayas... —gimió, haciéndose un ovillo.
    No respondió.
    —Tengo... frío...
    No respondió. Renfri gimió de nuevo, enroscándose aún más. Impetuosas corrientes de sangre iban llenando los huecos entre las piedras.
    —Geralt... abrázame...
    No respondió.
    Volvió la cabeza y quedó inmóvil, con la mejilla sobre el empedrado. Un estilete de hoja muy estrecha, hasta entonces escondido debajo del cuerpo, relució en sus dedos muertos.
    Al cabo de un rato que parecía una eternidad, el brujo alzó la cabeza ante el ruido del bastón de Stregobor sobre el pavimento. El hechicero se acercó con presteza, evitando los cadáveres.
    —Vaya carnicería —resolló—. Lo vi, Geralt, lo vi todo en el cristal...
    Se acercó, se inclinó. Con su larga túnica arrastrando por el suelo, apoyado en su vara, parecía viejo, muy viejo.
    —No se puede creer —agitó la cabeza—. Córvida completamente muerta.
    Geralt no respondió.
    —Venga, Geralt. —El hechicero se enderezó—. Ve a por un carro. Nos la llevamos a la torre. Hay que diseccionarla.
    Miró al brujo, sin esperar respuesta se inclinó sobre el cuerpo.
    Alguien a quien el brujo no conocía echó mano a la espada, la desenvainó muy rápidamente.
    —Tócale un pelo, hechicero —dijo alguien a quien el brujo no conocía—. Tócale sólo un pelo, y tu cabeza volará al suelo.
    —¿Qué te pasa, Geralt? ¿Te has vuelto loco? ¡Estás herido, tienes un shock! La disección es el único modo de confirmar...
    —¡No la toques!
    Stregobor, viendo la espada en alto, saltó, agitando el bastón.
    —¡Está bien! —gritó—. ¡Como quieras! ¡Pero nunca lo sabrás! ¡Nunca tendrás esa seguridad! Nunca, ¿me escuchas, brujo?
    —Largo.
    —Como quieras. —El hechicero se dio la vuelta, golpeó con el bastón en el empedrado—. Me vuelvo a Kovir, no pienso estar ni un sólo día más en este agujero. Vente conmigo, no te quedes aquí. Esta gente no sabe nada, sólo han visto cómo matabas. Y tú matas de una forma horrible, Geralt. ¿Qué, vienes?
    Geralt no respondió, ni siquiera le miraba. Envainó la espada. Stregobor encogió los hombros, se fue a paso vivo, golpeteando rítmicamente con el bastón.
    De la multitud surgió una piedra, resonó sobre el pavimento. Luego otra, volando casi hasta los hombros de Geralt. El brujo se enderezó, unió ambas manos, hizo con ellas un gesto muy rápido. La multitud comenzó a susurrar, las piedras volaron cada vez con más densidad, pero la Señal las desviaba hacia los lados, evitando el objetivo que estaba protegido por una coraza invisible.
    —¡Basta! —gritó Caldemeyn—. ¡Se acabó, la madre que os parió!
    La multitud murmuró como olas de la marea, pero las piedras dejaron de volar. El brujo estaba de pie, inmóvil.
    El alcalde se acercó a él.
    —¿Esto —dijo, señalando con un amplio gesto a los cuerpos inmóviles esparcidos por la plaza— es todo? ¿Así se ve ese mal menor que elegiste? ¿Ya has hecho todo lo que creías necesario?
    —Sí —contestó Geralt, con lentitud, al cabo.
    —¿Tu herida es seria?
    —No.
    —Entonces lárgate de aquí.
    —Sí —dijo el brujo. Estuvo de pie aún un segundo, evitando los ojos del alcalde. Luego se dio la vuelta despacio, muy despacio.
    —Geralt.
    El brujo le miró.
    —No vuelvas aquí nunca —dijo Caldemeyn—. Nunca.

Andrzej Sapkowski
El último deseo

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