jueves, 23 de diciembre de 2021

Andrzej Sapkowski / El último deseo

 



Andrzej Sapkowski

6

EL ÚLTIMO DESEO


I

    El siluro sacó al aire su cabeza y sus bigotes, tiró con fuerza, salpicó, removió el agua, su blanco vientre destelló al sol.
    —¡Cuidado, Jaskier! —gritó el brujo, apoyándose con los tacones en la arena mojada—. ¡Sujeta, hombre!
    —Sujeto —resolló el poeta—. ¡Madre mía, qué monstruo! ¡Un leviatán y no un pez! ¡Nos vamos a poner las botas, por los dioses!


    —¡Suelta, suelta, que se rompe el sedal!
    El siluro se hundió hasta el fondo y con un repentino ataque se movió bajo la corriente, en dirección a los meandros del río. El sedal silbó, los guantes de Jaskier y Geralt echaron humo.
    —¡Tira, Geralt, tira! ¡No sueltes porque se enredará en alguna raíz!
    —¡Que se rompe el sedal!
    —¡No se rompe! ¡Tira!
    Se enderezaron, tiraron. Con un silbido, el sedal cortó el agua, vibró, lanzó gotitas que destellaban como mercurio bajo el fuego del sol naciente. De pronto el siluro emergió, se agitó sobre la superficie, la tensión de la cuerda disminuyó. Comenzaron a recuperar espacio.
    —¡Lo ahumaremos! —jadeó Jaskier—. ¡Lo llevaremos a la aldea y mandaremos que lo ahumen! ¡Y con la cabeza haremos una sopa!
    —¡Cuidado!
    Notando el fondo del río bajo su vientre, el siluro sacó del agua la mitad de su cuerpo de una arroba, retorció la cabeza, removió el agua con su cola plana y se hundió abruptamente en las profundidades. De nuevo salió humo de los guantes.
    —¡Tira, tira! ¡A la orilla con él, hijo de puta!
    —¡El sedal tiembla! ¡Suelta, Jaskier!
    —¡Aguanta, no tengas miedo! Con la cabeza... haremos una sopa...

    Arrastrado de nuevo a la orilla, el siluro agitó y tiró con rabia, como señalando que no se iba a dejar meter en la olla con tanta facilidad. Las salpicaduras alcanzaron más de una braza por encima.

    —Vamos a vender la piel... —Jaskier, apoyándose, tiró del sedal con ambas manos, rojo por el esfuerzo—. Y con los bigotes... con los bigotes vamos a hacer...
    Nadie jamás llegó a enterarse de lo que pensaba hacer el poeta con los bigotes del siluro. El sedal se rompió con un chasquido y ambos pescadores perdieron el equilibrio y cayeron sobre la arena mojada.
    —¡Me cagüen la puta! —gritó Jaskier, mientras que el eco resonaba por entre los juncos—. ¡Tanta comida que se ha perdido! ¡Así revientes, hijo de siluro!
    —Te lo dije —Geralt se limpiaba la culera de los pantalones—, te dije que no tiraras con tanta fuerza. Te has cargado el asunto, compañero. De ti se saca un pescador lo mismo que del culo de una cabra una trompeta.
    —No es cierto —se enfadó el trovador—. El que ese monstruo picara fue cosa mía.
    —Interesante. No moviste un dedo para ayudarme a colocar el sedal. Tocabas el laúd y le dabas la lata a todos estos alrededores, más no hiciste.
    —Te equivocas —sonrió Jaskier—. Porque, sabes, cuando te quedaste dormido, quité del anzuelo el gusano y puse un cuervo muerto que encontré entre las yerbas. Quería ver tu cara por la mañana cuando sacaras el cuervo. Y el siluro se tragó el cuervo. Ni una mierda hubiera picado en tu gusano.
    —Picó, picó. —El brujo escupió al agua, mientras enrollaba el sedal a una horquilla de madera—. Pero se rompió, porque alguien tiraba como un idiota. En vez de hablar, recoge los otros sedales. El sol ya ha salido, es hora de ponerse en camino. Voy a hacer el equipaje.
    —¡Geralt!
    —¿Qué?
    —En el otro sedal hay algo también... No, leches, sólo se había enganchado. ¡Cojones, pesa como una piedra, no soy capaz! Vaaa, la saqué... ¡Ja, ja, mira qué he sacado! ¡Es un barco naufragado en tiempos del rey Dezmod! ¡Vaya una mierda! ¡Mira, Geralt!
    Jaskier, por supuesto, exageraba. La maraña que había sacado del agua, formada por cuerdas retorcidas, restos de redes y algas, era impresionante pero estaba muy lejos de las medidas de los barcos de tiempos del legendario rey. El bardo echó el montón de fusca sobre la playa y comenzó a escarbar en él con la punta de la bota. Las algas casi se movían solas de todas las sanguijuelas, gusanos y pequeños cangrejos que tenían.
    —¡Eh! ¡Mira lo que he encontrado!
    Geralt se acercó con curiosidad. El hallazgo resultó ser un jarro de barro descascarillado, una especie de ánfora de dos asas, enredada en una red, oscurecida a causa de las algas podridas y las colonias de moluscos y caracoles, chorreando apestoso cieno.
    —¡Ja! —gritó de nuevo, orgulloso, Jaskier—. ¿Sabes acaso qué es esto?
    —Por supuesto. Es un cacharro viejo.
    —Te equivocas —anunció el trovador, rascando con un pedacito de madera los moluscos y el barro apelmazado y petrificado—. Esto es nada más y nada menos que una jarra encantada. Dentro de ella hay un genio que cumplirá mis tres deseos.
    El brujo resopló.
    —Puedes reírte. —Jaskier terminó la limpieza, se inclinó y golpeteó el ánfora—. Pero en la boca tiene un sello, y en el sello, un símbolo de hechicería.
    —¿Cuál? Muéstramelo.
    —De eso nada. —El poeta escondió el jarro detrás de su espalda—. Y qué más, Nicolás. Yo lo encontré y necesito todos y cada uno de los deseos.
    —¡No toques ese sello! ¡Déjalo!
    —¡Largo, digo! ¡Es mío!
    —¡Jaskier, ten cuidado!
    —¡Ni pensarlo!
    —¡No lo toques! ¡Ay, la madre que te echó!
    Del jarro, que durante el forcejeo había caído en la arena, fluyó un humo brillante y rojo.
    El brujo dio un salto y se fue en dirección al campamento a por su espada. Jaskier, cruzando las manos sobre el pecho, ni siquiera se atrevía a respirar.
    El humo rebulló, se concentró en una bola irregular que colgaba a la altura de la cabeza del poeta. La bola tomó la forma de una cabeza caricaturesca, sin nariz, con grandes ojos y algo parecido a un pico. La cabeza tenía alrededor de una braza de diámetro.
    —¡Genio! —habló Jaskier, con los pies temblándole—. Yo te he liberado y desde ahora soy tu amo. Mis deseos son...
    La cabeza chasqueó el pico, que no era un pico, sino algo en forma de labios caídos, deformes y cambiantes.
    —¡Huye! —gritó el brujo—. ¡Huye, Jaskier!
    —Mis deseos —continuó el poeta— son los siguientes: en primer lugar, que a Valdo Marx, trovador de Cidaris, le caiga un rayo. En segundo lugar, en Caelf vive la condesa Virginia, la cual no quiere dárselo a nadie. Que me lo dé a mí. En tercer lugar...
    Nadie llegó a enterarse jamás de cuál era el tercer deseo de Jaskier. La monstruosa cabeza expulsó de sí dos garras aún más monstruosas y agarró al bardo por la garganta. Jaskier chilló.
    Geralt se llegó a la cabeza en tres saltos, aferró la espada de plata y cortó desde la oreja, atravesándola por el centro. El aire aulló, la cabeza estalló en humo y creció violentamente, doblando su diámetro. La monstruosa boca, ahora sensiblemente más grande, se abrió, chasqueó y baladró, las garras sacudieron violentamente a Jaskier, que se agitaba como loco, y lo golpearon contra la tierra.
    El brujo colocó los dedos en la Señal de Aard y descargó en la cabeza la máxima energía que fue capaz de movilizar. La energía, materializándose en el espacio que rodeaba a la cabeza en forma de un resplandor cegador, dio en su objetivo. Hubo un alarido tal que a Geralt le silbaron los oídos y del aire lanzado por la implosión hasta se doblaron los juncos. El monstruo gritó ensordecedoramente, creció aún más, pero soltó al poeta, flotó hacia arriba, se bamboleó y voló sobre la superficie del agua agitando las garras.
    El brujo se dirigió a atender a Jaskier, que yacía inmóvil. En ese momento sus dedos tocaron un objeto circular semienterrado en la arena.
    Se trataba de un sello de latón decorado con la señal de una cruz quebrada y una estrella de nueve puntas.
    La cabeza que colgaba sobre el río había tomado ya el tamaño de un montón de heno. El morro abierto y berreante recordaba más la puerta de un establo de tamaño mediano. Sacando las garras, el monstruo atacó.
    Geralt, sin saber qué hacer, apretó el sello en el puño y apuntando los brazos en dirección al atacante murmuró la fórmula de un exorcismo que le había enseñado una vez cierta sacerdotisa. Nunca hasta entonces había usado esta fórmula, puesto que, por principio, no creía en supersticiones.
    El efecto sobrepasó sus expectativas.
    El sello silbó y se calentó con violencia, quemando la mano. La gigantesca cabeza se detuvo en el aire, colgó inmóvil sobre el río. Colgó así por un instante, al final aulló, gritó y se disolvió en una humareda pulsante, en una gran nube de humo. La nube se hizo muy fina y con asombrosa velocidad se lanzó volando por encima del río, dejando en la superficie del agua una estela vibrante. En unos pocos segundos desapareció en la lejanía, sólo el agua traía de vez en cuando algún aullido apagado.
    El brujo se inclinó sobre el poeta, que estaba hecho una bola sobre la arena.
    —¿Jaskier? ¿Estás vivo? ¡Jaskier, voto a dios! ¿Qué te pasa?
    El poeta movió la cabeza, agitó las manos y separó los labios para gritar. Geralt adoptó una expresión preocupada y entrecerró los ojos. Jaskier tenía una voz de tenor bien educada y sonora, y bajo la influencia del miedo era capaz de alcanzar sonidos de extraordinarios registros. Pero lo que se alzó de la garganta del bardo fue un graznido ronco y apenas audible.
    —¡Jaskier! ¿Qué te pasa? ¡Responde!
    —Jjjj... eeee... pepepe... puuuuuta...
    —¿Te duele algo? ¿Qué te pasa? ¡Jaskier!
    —Jjjj... Puuu...
    —No digas nada. Si todo está bien, afirma con la cabeza.
    Jaskier apretó los músculos del rostro y con grandes esfuerzos afirmó con la cabeza, e inmediatamente se dobló hacia un lado, cayó y vomitó sangre, atosigándose y tosiendo.
    Geralt blasfemó.

II
    —¡Por los dioses! —El guardia retrocedió y soltó el candil—. ¿Qué le sucede?
    —Déjanos pasar, buen hombre —dijo en voz baja el brujo, sujetando a Jaskier, que estaba encogido en la silla—. Tenemos prisa, como ves.
    —Lo veo. —El guardia tragó saliva, mirando el pálido rostro del poeta y su barbilla cubierta de negras manchas de sangre—. ¿Herido? Se ve terrible, señor.
    —Tengo prisa —repitió Geralt—. Estamos en el camino desde el amanecer. Dejadnos pasar, por favor.
    —No podemos —dijo el segundo guardia—. Por la puerta sólo de la salida a la puesta de sol se puede. Por las noches nada. Tales son las órdenes. No dejar a ninguno, a menos que tenga la señal real o del burgomaestre. O si es un noble con título.
    Jaskier gimió, se encogió aún más, apoyando la cabeza en las crines del caballo, tembló, se sacudió, forcejeó en un vano intento por vomitar. Por el ramificado dibujo de sangre coagulada en el cuello del jinete fluyó una nueva línea.
    —Gente —dijo Geralt lo más tranquilo que sabía—. Veis que le va mal. Tengo que encontrar a alguien que le cure. Dejadnos pasar, por favor.
    —No pidáis. —El guardia se apoyó en la alabarda—. Las órdenes son órdenes. Si os dejo pasar, me pondrán en la picota y luego me echarán del servicio. ¿Y qué les voy a dar entonces de comer a los críos? No, señor, no puedo. A vuestro amigo bajad del caballo y en la cámara de la barbacana metedlo. Le traeremos de comer, y aguantará hasta el alba, si así está escrito. Mucho no queda.
    —No basta con que le den de comer. —El brujo apretó los dientes—. Es necesario un sanador, un capellán, un buen médico...
    —A ésos de la cama por la noche no los levantaríais —dijo el otro guardia—. Más por vosotros hacer no podemos, sino que no tengáis que acampar bajo la puerta. En la cámara se está caliente y donde tender al herido también hay, más blando le vendrá que no en la silla. Va, os ayudaremos a bajarlo del caballo.
    La cámara del interior de la barbacana era en verdad caliente, sofocante, acogedora. El fuego crepitaba alegremente en el hogar, y más allá del hogar cantaban obstinadamente los grillos.
    A una pesada mesa cuadrada donde se hallaban dispuestos copas y platos se sentaban tres hombres.
    —Perdonad que os molestemos, nobles señores —dijo el guardia que sostenía a Jaskier—. Espero que no estéis en contra... Aquí el caballero, hummm... Y el otro, herido, pensé...
    —Y bien pensaste. —Uno de los hombres volvió hacia él un rostro delgado, agudo y expresivo, se levantó—. Seguid, colocadle sobre el jergón.
    El hombre era un elfo. Y también el otro sentado en la mesa. Ambos, como mostraban sus ropas, una mezcla de moda humana y elfa, eran elfos sedentarios, asimilados. El tercer hombre, a primera vista el más viejo, era un ser humano. Un caballero, a juzgar por las ropas y por los cabellos entrecanos, cortados de forma que cupieran dentro del yelmo.
    —Me llamo Chireadan —se presentó el más alto de los elfos, el del rostro expresivo. Como siempre, no había manera de estimar la edad de un representante del Antiguo Pueblo, podía tener tanto veinte como ciento veinte años—. Y éste es mi pariente Errdil. Este noble caballero se llama Vratimir.
    —Noble —murmuró Geralt, pero una mirada más atenta al escudo de armas bordado en la túnica desbarató sus esperanzas: el escudo cuartelado con lilas de oro estaba cortado al bies por una barra de plata. Vratimir no sólo era hijo ilegítimo sino también nacido de un vínculo mestizo, humano y no humano. Como tal, aunque con escudo, no podía tenerse por un noble con todos los derechos y sin duda no le pertenecía el privilegio de atravesar las puertas de la ciudad después del anochecer.
    —Por desgracia —al elfo no se le escapó la mirada del brujo—, también nosotros tenemos que esperar hasta el amanecer. La ley no hace excepciones, por lo menos para tales como nosotros. Le invitamos al grupo, señor caballero.
    —Geralt de Rivia —se presentó el brujo—. Soy brujo, no caballero.
    —¿Qué le pasa? —Chireadan apuntó a Jaskier, al cual los guardias acababan de tender sobre el jergón—. Parece un envenenamiento. Si es así, puedo ayudarle. Tengo una excelente medicina.
    Geralt se sentó, después de lo cual ofreció una comedida y rápida relación de lo sucedido en el río. Los elfos se miraron el uno al otro. El caballero de cabellos grises dejó escapar la saliva por entre los dientes, mientras se masajeaba la cara.
    —Increíble —dijo Chireadan—. ¿Qué pudo haber sido?
    —Un genio de una botella —murmuró Vratimir—. Como en un cuento...
    —No del todo. —Geralt señaló a Jaskier, acurrucado en el camastro—. No conozco ningún cuento que termine así.
    —Las heridas de este pobre —dijo Chireadan— son evidentemente de naturaleza mágica. Me temo que mis fármacos no sirvan de mucho. Pero puedo por lo menos aliviar sus sufrimientos. ¿Le has dado algún medicamento, Geralt?
    —Elixir contra el dolor.
    —Ven, me ayudarás. Sujétale la cabeza.
    Jaskier bebió con avidez el potingue mezclado con vino, se atosigó con el último trago, barbotó, escupió en el almohadón de cuero.
    —Yo lo conozco —dijo el otro elfo, Errdil—. Es Jaskier, trovador y poeta. Lo vi una vez, cuando tocaba en el palacio del rey Ethain de Cidaris.
    —Trovador —repitió Chireadan, mirando a Geralt—. Mala cosa. Muy mala. Tiene infectados los músculos del cuello y de la laringe. Hay que cortar lo más rápido posible la acción del encantamiento, porque si no... Puede ser irrecuperable.
    —Quiere decir esto que... ¿Quiere decir que no va a poder hablar?
    —Hablar sí. Puede. Pero cantar no.
    Geralt, sin decir ni una palabra, se sentó a la mesa, apoyó la frente en los puños cerrados.
    —Un hechicero —dijo Vratimir—. Es necesario un filtro mágico o un hechizo de sanación. Tienes que llevarlo a otra ciudad, brujo.
    —¿Por qué? —Geralt alzó la cabeza—. ¿Y aquí, en Rinde? ¿No hay hechiceros aquí?
    —Es difícil encontrar un mago en toda Redania —dijo el caballero—. ¿No es cierto, señores elfos? Desde el momento en que el rey Heribert empezó a exigir un tributo digno de un ladrón por cada hechizo, los magos boicotean la capital y las ciudades que se distinguen por su afán en cumplir la voluntad real. Y los concejales de Rinde, por lo que he oído, son famosos por sus afanes en lo tocante a este asunto. ¿No es cierto? Chireadan, Errdil, ¿tengo razón?
    —La tienes —confirmó Errdil—. Pero... Chireadan, ¿puedo?
    —Incluso debes —habló Chireadan, mirando al brujo—. No hay que hacer un secreto de ello, y en cualquier caso, todo el mundo lo sabe, toda Rinde. En la ciudad, Geralt, está pasando algún tiempo cierta hechicera.
    —¿De incógnito, seguramente?
    —No del todo —se sonrió el elfo—. La persona de la que hablo es muy individualista. Se burla tanto del boicot que el Consejo de Hechiceros decretara sobre Rinde como de las exigencias de los concejales de aquí, y esto le está resultando provechoso, pues a causa del boicot, hay aquí una gran demanda de servicios mágicos. Por supuesto, la hechicera no paga impuesto alguno.
    —¿Y el concejo municipal lo tolera?
    —La hechicera vive en la residencia de cierto mercader, factor de comercio de Novigrado, el cual es, al mismo tiempo, embajador titular. Nadie la puede tocar allí. Está en asilo.
    —Se trata más de un arresto domiciliario que de un asilo —le corrigió Errdil—. Está prácticamente encerrada. Pero no puede quejarse de que le falten clientes. Clientes ricos. Gusta de mostrar, provocativamente, que los concejales le traen sin cuidado, monta bailes y zambras...
    —Los concejales, por su lado, están furiosos, ponen contra ella a quien pueden, le crean mala fama de la forma que les es dado —añadió Chireadan—. Difunden terribles rumores sobre ella, seguramente en la esperanza de que el jerarca de Novigrado prohíba al mercader concederle asilo.
    —No me gusta pillarme los dedos con tales puertas —murmuró Geralt—. Pero no tengo elección. ¿Cómo se llama ese mercader—embajador?
    —Beau Berrant. —Al brujo le pareció que Chireadan torcía el gesto al pronunciar el nombre—. Bueno, de hecho es tu única oportunidad. O mejor dicho, la única oportunidad de este pobre que está ahí tendido en la cama. Pero que la hechicera te quiera ayudar... No sé.
    —Ten cuidado cuando entres allí —habló Errdil—. Los chivatos del burgomaestre observan la casa. Si te detuvieran, ya sabes qué hacer. El dinero abre todas las puertas.
    —Iré en cuanto que abran las puertas. ¿Cómo se llama la hechicera?
    A Geralt le pareció percibir un ligero rubor en la tez de Chireadan. Pero puede que fuera únicamente el reflejo del fuego en el hogar.
    —Yennefer de Vengerberg.

III
    —El amo duerme —repitió el portero mirando a Geralt desde arriba. Era una cabeza más alto y casi dos veces más ancho de hombros—. ¿Estás sordo, vagabundo? El amo duerme, te digo.
    —Déjale que duerma —accedió el brujo—. No tengo asuntos para tu señor sino para la dama que está aquí alojada.
    —Tienes un asunto, dices. —El portero, al parecer, era una persona bromista, lo que resultaba sorprendente para alguien de su postura y apariencia—. Entonces vete a la mancebía, vagabundo, y haz uso de ella. Largo.
    Geralt descolgó de su cinturón un saquito y lo sostuvo en la mano, agarrándolo por la correa.
    —No me vas a poder sobornar —dijo con orgullo el cancerbero.
    —Ni lo pienso.
    El portero era demasiado voluminoso para tener reflejos que le permitieran esquivar o protegerse del golpe imprevisto de una persona común y corriente. Ante el golpe del brujo no le dio tiempo ni a cerrar los ojos. El pesado saquito se aplastó contra su sien con un sonido metálico. Se desplomó sobre la puerta, apoyándose con las dos manos en el marco. Geralt lo separó de allí a base de patadas en las rodillas, le empujó con el hombro y descargó de nuevo el saquito contra él. Los ojos del portero se enturbiaron y bizquearon de una forma cómica, los pies se abrieron como un cortaplumas. El brujo, viendo como el mozallón, aunque ya casi inconsciente, agitaba todavía los brazos alrededor de él, lo golpeó con fuerza por tercera vez, directamente en la coronilla.
    —El dinero —murmuró— abre todas las puertas.
    El zaguán estaba oscuro. Desde una puerta a la izquierda le llegaban unos ronquidos. El brujo miró con cuidado. En un desordenado camastro dormía, silbando por la nariz, una gorda con un camisón levantado por encima de las caderas. No era la vista más hermosa del mundo. Geralt metió al portero en la habitacioncilla y cerró la puerta con el cerrojo.
    A la derecha había otra puerta, entreabierta, y detrás de ella unas escaleras de piedra que conducían arriba. El brujo iba ya a pasarlas por alto cuando desde arriba le alcanzaron unas apagadas maldiciones, un estrépito y un ruido seco de vajilla rompiéndose.
    El cuarto era una cocina muy grande, llena de utensilios, con olor a hierbas y maderas resinosas. Sobre el suelo de piedra, entre fragmentos de un jarro de barro, blasfemaba un hombre completamente desnudo con la cabeza bajada.
    —Zumo de manzana, su puta madre —balbuceó, agitando la cabeza como un carnero que por error hubiera embestido la muralla de una fortaleza—. Zumo... de manzana. ¿Dónde... dónde está el servicio?
    —¿Qué dice? —preguntó con voz cortés el brujo.
    El hombre alzó la cabeza y tragó saliva. Tenía los ojos perdidos y muy enrojecidos.
    —Ella quiere zumo de manzana —anunció, después de lo cual, levantándose con grandes trabajos, se sentó en un taburete cubierto de una piel de cordero y se apoyó en la estufa—. Tengo que... llevárselo arriba, porque si no...
    —¿Tengo el honor de hablar con el mercader Beau Berrant?
    —Más bajo. —El hombre torció el gesto dolorosamente—. No grites. Escucha, ahí en el barrilete... Zumo. De manzana. Échalo en algo... y ayúdame a llegar a la escalera, ¿vale?
    Geralt se encogió de hombros, luego movió la cabeza con compasión. Él, por lo general, evitaba los excesos alcohólicos, pero el estado en que se encontraba el mercader no le era desconocido del todo. Encontró entre los cacharros un jarrón y un vaso de cinc, sacó el zumo del barrilete. Escuchó ronquidos y se dio la vuelta. El hombre desnudo dormía, con la cabeza echada sobre el pecho.
    Por un momento al brujo le entraron ganas de echarle el zumo encima para despertarlo, pero se lo pensó mejor. Salió de la cocina, llevando el jarrón. El pasillo se terminaba en unas pesadas puertas labradas. Entró cautelosamente, abriéndolas sólo en la medida en que era necesario para meterse dentro. Estaba oscuro, así que abrió sus pupilas. Y arrugó la nariz.
    En el ambiente había un fuerte olor a vino agrio, velas y frutas pasadas. Y algo más que le recordaba una mezcla de perfume de lilas y de grosellas.
    Miró a su alrededor. La mesa en el centro de la habitación soportaba un verdadero campo de batalla de jarros, garrafas, copas, platos y páteras de plata, cuencos y cubiertos con guarniciones de marfil. El arrugado mantel estaba completamente anegado de vino, lleno de manchas violetas y restos de cera que habían fluido desde los candelabros. Las cortezas de naranjas resaltaban casi como flores entre huesos de cerezas y melocotones, rabos de peras y ásperos racimos de uvas pelados de frutos. Una copa yacía derribada y rota. Otra estaba entera, llena hasta la mitad, pero de ella sobresalía un hueso de ganso. Junto a la copa había una zapatilla negra de tacón alto. Estaba hecha de piel de basilisco. No había materia prima más cara que se usase en zapatería.
    La otra zapatilla yacía bajo una silla y sobre un vestido negro adornado con volantes blancos y bordados de flores que había sido arrojado con negligencia.
    Geralt se quedó de pie durante un momento, indeciso, luchando con un sentimiento de turbación, con ganas de darse la vuelta y salir. Pero esto hubiera significado que había dejado grogui al cancerbero en el zaguán innecesariamente. Al brujo no le gustaba hacer nada innecesariamente. En un rincón de la habitación distinguió una retorcida escalera.
    En los escalones encontró cuatro marchitas rosas blancas y una servilleta manchada de vino y maquillaje carmín. El olor a lila y grosella creció.
    Las escaleras conducían a un dormitorio cuyo suelo estaba cubierto por una gran piel muy peluda. Sobre la piel yacía una camisa blanca con mangas de puntilla y unas cuantas rosas blancas. Y una media negra.
    La otra media colgaba de uno de los cuatro pilares que sostenían un baldaquino en forma de cúpula sobre la cama. Unas tallas sobre los pilares mostraban faunos y ninfas en diferentes posiciones. Algunas de ellas eran interesantes. Otras bastante ridículas. Mucho se repetía en ellas. Hablando en general.
    Geralt carraspeó ruidosamente, contemplando un montón de rizos negros que se entreveían por debajo de la colcha de damasco. La colcha se movió y gimió. Geralt carraspeó aún más fuerte.
    —¿Beau? —preguntó confusamente el montón de rizos negros—. ¿Has traído el zumo?
    —Lo he traído.
    De por debajo de los rizos negros surgieron un rostro pálido y triangular, unos ojos violetas y unos labios grandes y ligeramente torcidos.
    —Aaaaj... —Los labios se torcieron aún más—. Aaaaj... Me muero de sed...
    —Tenga.
    La mujer se sentó, arropándose con las sábanas. Tenía unos hombros hermosos y un cuello esbelto, al cuello llevaba una cinta de terciopelo negro con una alhaja en forma de estrella, cuajada de brillantes. Exceptuando la cinta no llevaba nada puesto.
    —Gracias. —Le quitó el vaso de la mano, bebió con avidez, luego alzó las manos y se tocó las sienes. La colcha se le bajó aún más. Geralt volvió la vista. Con cortesía, pero de mala gana.
    —¿Quién eres tú? —preguntó la mujer morena, frunciendo el ceño y tapándose con la colcha—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde diablos está Berrant?
    —¿A qué pregunta tengo que responder primero?
    Al instante lamentó la ironía. La mujer elevó la mano, lanzó un rayo dorado. Geralt reaccionó automáticamente: colocando ambos manos en la Señal del Heliotropo, desvió el hechizo justo delante del rostro, pero la descarga fue tan fuerte que le empujó hacia atrás, contra la pared. Cayó al suelo.
    —¡No hace falta! —gritó, viendo que la mujer alzaba de nuevo la mano—. ¡Doña Yennefer! ¡Vengo en paz, sin malas intenciones!
    Desde las escaleras llegó un estruendo, en las puertas del dormitorio aparecieron las figuras de unos sirvientes.
    —¡Doña Yennefer!
    —Iros —les ordenó con tranquilidad la hechicera—. No me sois necesarios. Se os paga para cuidarme la casa. Pero ya que esta persona ha sido capaz de llegar aquí, yo misma me ocuparé de ella. Decídselo al señor Berrant. Y a mí, por favor, preparadme el baño.
    El brujo se levantó con dificultad. Yennefer le miraba en silencio, con el ceño fruncido.
    —Desviaste mi hechizo —dijo por fin—. No eres un hechicero, eso se ve. Pero reaccionaste extraordinariamente rápido. Dime quién eres, tú, intruso en el cuarto de una desconocida. Y te aconsejo que hables rápido.
    —Me llamo Geralt de Rivia. Brujo.
    Yennefer se incorporó en la cama, agarrándose a un fragmento de la anatomía de un fauno esculpido, bastante apto para ser agarrado. Sin apartar la vista de Geralt, alzó del suelo un abrigo con cuello de piel. Envolviéndose estrechamente en él, se levantó. Sin apresurarse se sirvió otro vaso de zumo, se lo bebió de un trago, tosió, se acercó. Geralt, con discreción, se masajeaba la columna vertebral, que por un momento había chocado dolorosamente contra la pared.
    —Geralt de Rivia —repitió la hechicera, mirando hacia él desde detrás de sus rizos negros—. ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Y con qué objetivo? Espero que no le hayas hecho nada malo a Berrant.
    —No. No lo hice. Doña Yennefer, necesito vuestra ayuda.
    —Un brujo —murmuró, acercándose aún más y apretándose en su abrigo—. Bastante que el primero que veo de cerca no es otro que el famoso Lobo Blanco. He oído hablar mucho de ti.
    —Me lo imagino.
    —No sé lo que te imaginas. —Bostezó, después de lo cual avanzó aún más hacia él—. ¿Permites? —Tocó con el dedo su mejilla, acercó el rostro, lo miró a los ojos. Él apretó las mandíbulas—. ¿Las pupilas sólo se te adaptan a la luz o también puedes achicarlas y agrandarlas a voluntad?
    —Yennefer —dijo tranquilo—. Cabalgué todo el día hasta Rinde, sin detenerme. Esperé todita la noche a que se abrieran las puertas. Le di un trompazo al portero que no me quería dejar entrar. Descortés e importuno, molesté tu sueño y tu tranquilidad. Y todo porque mi amigo necesita una ayuda que sólo tu le puedes otorgar. Dásela, por favor, y luego, si quieres, hablaremos de mutaciones y aberraciones.
    Retrocedió un paso, deformó los labios en un feo gesto.
    —¿De qué tipo de ayuda se trata?
    —De la regeneración de órganos dañados por la magia. Garganta, laringe y cuerdas vocales. Daños tales como los causados por una niebla escarlata. O muy parecidos.
    —Parecidos —repitió—. Hablando pronto y mal, no fue una niebla escarlata la que dañó a tu amigo. ¿Qué es lo que fue entonces? Dímelo; arrancada del sueño al alba no tengo ni fuerzas ni ganas de sondearte el cerebro.
    —Ummm... Lo mejor será que comience desde el principio...
    —Oh, no —le interrumpió—. Si esto va a ser tan complicado, espérate un poco. Un sabor desagradable en los labios, los cabellos enredados, legañas en los párpados y otras indignidades mañaneras reducen mis capacidades perceptivas. Baja abajo, a los baños que están en el sótano. Enseguida estoy allí y me cuentas todo.
    —Yennefer, no querría ser inoportuno, pero el tiempo vuela. Mi amigo...
    —Geralt —le cortó con sequedad—. He salido por ti de la cama y no pensaba hacerlo antes de que sonaran las campanadas del mediodía. Estoy dispuesta a renunciar al desayuno. ¿Sabes por qué? Porque me has traído zumo de manzana. Tenías prisa, la cabeza nublada por los sufrimientos de tu amigo, y pese a todo sacrificaste unos minutos a una mujer sedienta. Te has ganado mi simpatía con esto y no está descartado que te ayude. Pero al agua y al jabón no renuncio. Vete. Por favor.
    —Está bien.
    —Geralt.
    —Dime. —Se detuvo en el umbral.
    —Aprovecha la ocasión y báñate tú también. Por tu olor me siento capaz de adivinar no sólo la raza y la edad de tu caballo, sino hasta su color.

IV
    Entró en el baño en el momento en que Geralt, sentado desnudo en un pequeño taburete, se echaba agua por encima con una palangana. Éste carraspeó y, con vergüenza, se dio la vuelta.
    —No te sientas incómodo —dijo, colgando un brazado de ropa en una percha—. No me voy a desmayar al ver a un hombre desnudo. Triss Merigold, mi amiga, dice que visto uno, vistos todos.
    Él se levantó y se envolvió los muslos con una toalla.
    —Bonita cicatriz —sonrió Yennefer, mirando su pecho—. ¿Qué fue? ¿Caíste bajo una sierra en algún aserradero?
    No contestó. La hechicera todavía le miraba, inclinando coquetamente la cabeza.
    —El primer brujo que me es dado contemplar de cerca y está desnudito como un pollo. ¡Ajá! —se inclinó, poniendo la oreja—. Escucho tu corazón. Un ritmo muy lento. ¿Eres capaz de controlar la secreción de adrenalina? Ah, perdona, curiosidad profesional. Eres, por lo que parece, bastante sensible en lo tocante a las características de tu organismo. Estás acostumbrado a describir estas características con palabras que no me gustan nada, y caes además en el sarcasmo patético, algo que me gusta incluso menos.
    No respondió.
    —Va, basta de todo esto. El agua se enfría. —Yennefer hizo un movimiento como para soltar el abrigo, se detuvo—. Yo me voy a bañar y tú vas a contármelo todo. Ahorraremos tiempo. Pero... No quisiera turbarte y, aparte de eso, apenas nos conocemos. Además, por cortesía...
    —Me daré la vuelta —propuso inseguro.
    —No. Debo ver los ojos de aquél con el que hablo. Tengo una idea mejor.
    La escuchó pronunciar un maleficio, sintió una vibración de su medallón y vio el abrigo negro cayendo ligeramente sobre el pavimento. Y luego escuchó el sonido del agua.
    —Ahora soy yo el que no ve tus ojos, Yennefer —dijo—. Lástima.
    La invisible hechicera resopló, chapoteó en la tina.
    —Cuenta.
    Geralt terminó de forcejear con los pantalones que se estaba poniendo por debajo de la toalla y se sentó en un poyo. Mientras se abrochaba las hebillas de las botas, narró lo sucedido en el río, reduciendo al mínimo la descripción de la lucha con el siluro. Yennefer no parecía alguien a quien le pudiera interesar la pesca.
    Cuando llegó al momento en el que la nube-monstruo salió del ánfora, una gran esponja que estaba enjabonando la invisibilidad se detuvo.
    —Vaya, vaya —escuchó—. Interesante. Un genio encerrado en una botella.
    —Qué genio ni que ostras —se opuso—. Se trataba de algún tipo de niebla escarlata. Algún tipo nuevo, desconocido...
    —Un nuevo y desconocido tipo se merece que se lo llame de alguna manera —dijo la invisible Yennefer—. Genio es un nombre que no es peor que otros. Continúa, por favor.
    Le hizo caso. Los enjabonamientos en la tina produjeron espuma encarnizadamente durante el resto del relato, el agua se salía por los bordes. En cierto momento algo le saltó a la vista. Miró con más atención y percibió los contornos y siluetas mostrados por el jabón que cubría la invisibilidad. Los contornos y siluetas lo turbaron tanto que se calló.
    —¡Cuenta! —le apremió una voz que salía de la nada—. ¿Qué pasó después?
    —Eso es todo —dijo—. Eché a ese genio, como tú le llamas...
    —¿De qué forma? —Una palangana se alzó y derramó agua. El jabón desapareció, la silueta también. Geralt suspiró.
    —Con un maleficio —dijo—. Más exactamente, con un exorcismo.
    —¿Con cuál? —La palangana echó agua de nuevo. El brujo comenzó a observar con atención los efectos de la palangana porque el agua, aunque por escasos instantes, también mostraba lo mismo. Repitió el maleficio, de acuerdo con las reglas de seguridad, sustituyendo la letra «e» por una aspiración. Pensaba que iba a impresionar a la hechicera con su conocimiento de estas reglas, así que se asombró cuando escuchó en la tina unas carcajadas salvajes.
    —¿Qué tiene esto de gracioso?
    —Ese exorcismo tuyo... —La toalla se dobló en una bola y comenzó a limpiar violentamente los restos de la silueta—. ¡Triss se va a morir de risa cuando se lo cuente! ¿Quién te lo enseñó, brujo? ¿Ese... maleficio?
    —Cierta sacerdotisa de la catedral de Huldra. Es el lenguaje secreto de este santuario...
    —Será secreto para el que sea secreto. —La toalla chapoteó al borde de la tina, el agua salpicó el suelo, las huellas de pies desnudos marcaron los pasos de la hechicera—. Eso no es un maleficio, Geralt. No te aconsejaría repetir esas palabras en otros santuarios.
    —Si no es un maleficio, ¿entonces qué es? —preguntó, mirando cómo dos medias negras delimitaban en el aire, la una detrás de la otra, unas esbeltas piernas.
    —Un gracioso dicho. —Unas bragas con volantes abrazaron la nada de una forma extraordinariamente interesante—. Aunque algo falto de censura.
    Una camisa blanca con grandes chorreras en forma de flores tremoló desde arriba y creó una forma. Yennefer, advirtió el brujo, no llevaba ningún tipo de ballena para sujetar los pechos como muchas otras mujeres. No lo necesitaba.
    —¿Qué dicho? —preguntó.
    —Nada importante.
    Saltó el tapón de una botellita de cristal en forma de prisma que estaba sobre una mesita. En el baño se extendió un olor a lilas y grosellas. El tapón describió unos cuantos círculos y volvió a su sitio. La hechicera abotonó los puños, se puso el vestido y se materializó.
    —Ciérrame —le ofreció la espalda, mientras se peinaba con un peine de carey. El peine, según observó, tenía un mango largo y afilado que podía sustituir en caso necesario a un estilete.
    Le cerró el vestido con una lentitud interesada, corchete por corchete, alegrándose del perfume de los cabellos que caían en negra cascada hasta la mitad de su espalda.
    —Volviendo al ser de la botella —dijo Yennefer al ponerse en la oreja un pendiente de brillantes—, está claro que no fue tu ridículo «maleficio» lo que le obligó a huir. La hipótesis más cercana a la verdad es, me da la sensación, que descargó su rabia en tu compañero y huyó, simplemente aburrido.
    —Con toda seguridad —asintió Geralt de mal humor—. No pienso, sin embargo, que echara a volar para ir a Cidaris a estrangular a Valdo Marx.
    —¿Quién es Valdo Marx?
    —Un trovador que tiene a mi amigo, también poeta y músico, por un canalla sin talento y falto de gusto.
    La hechicera se volvió con un extraño brillo en sus ojos violetas.
    —¿Acaso tu amigo tuvo tiempo de pedir deseos?
    —Dos, incluso. Ambos monstruosamente idiotas. ¿Por qué preguntas? Al fin y al cabo se trata de una tontería evidente, lo de los d'jinns, genios y espíritus de las lámparas que otorgan deseos...
    —Una tontería evidente —repitió Yennefer con una sonrisa—. Por supuesto. Es una invención, un cuento sin sentido, como todas las leyendas en las que espíritus buenos y hadas cumplen deseos. Tales cuentos se los imaginan los pobres palurdos que ni siquiera pueden soñar con calmar sus numerosos deseos y anhelos a través de su propia actividad. Me alegra de que no te cuentes entre ellos, Geralt de Rivia. Somos parecidos en espíritu. Yo, si algo deseo, no sueño, sino que actúo. Y siempre consigo aquello que deseo.
    —No lo dudo. ¿Estás lista?
    —Estoy lista. —La hechicera se ató los cordones de los zapatos, se levantó. Incluso con tacones no era demasiado alta. Agitó los cabellos, los cuales mantenían un desorden pintoresco, retorcido y enredado pese al largo peinado a que habían sido sometidos.
    —Tengo una pregunta, Geralt. El sello que cerraba la botella... ¿lo tiene tu amigo todavía?
    El brujo lo pensó con cuidado. El sello no lo tenía Jaskier, sino él, y además consigo. Pero su experiencia le enseñaba que no hay que decir demasiado a los hechiceros.
    —Hummm... Creo que sí —la engañó acerca de los motivos de su tardanza en contestar—. Sí, creo que lo tiene. ¿Y qué? ¿Es importante el sello éste?
    —Extraña pregunta —dijo ella secamente— para un brujo, especialista en monstruosidades sobrenaturales. Alguien que debiera saber que tal sello es importante hasta el punto de que no hay que tocarlo. Y no permitir que ningún amigo lo toque.
    Apretó las mandíbulas. El golpe era certero.
    —En fin. —Yennefer cambió el tono a uno significativamente más suave—. Nadie es perfecto, tampoco los brujos, por lo que se ve. Cualquiera puede cometer errores. Venga, podemos ponernos en camino. ¿Dónde se encuentra tu camarada?
    —Aquí, en Rinde. En casa de un cierto Errdil, elfo.
    Le miró atentamente.
    —¿En casa de Errdil? —repitió, torciendo los labios en una sonrisa—. Sé dónde es. Como me imagino, está allí también su primo, Chireadan. ¿No?
    —Es cierto. Y qué...
    —Nada —le interrumpió, cerró los ojos. El medallón en el cuello del brujo tembló, tiró de la cadena.
    En la húmeda pared del baño rebrilló una forma de luz que recordaba una puerta, entre cuyo marco se arremolinaba una nada fosforescente y láctea.
    El brujo maldijo en silencio. No le gustaban los portales mágicos, ni viajar con su ayuda.
    —¿Tenemos que...? —graznó—. No está lejos...
    —No puedo caminar por las calles de esta ciudad —cortó—. No les gusto mucho, me pueden insultar, tirar piedras y puede que incluso algo peor. Algunas personas me crean mala fama porque juzgan que hago mi trabajo sin que me castiguen. No tengas miedo, mis portales son seguros.
    Geralt había sido testigo de cómo una vez a través de un portal seguro había volado la mitad del que lo estaba pasando. La otra mitad no la encontraron nunca. Conocía también algunos casos de alguien que había entrado en un portal y se había perdido todo rastro de él.
    La hechicera por última vez se colocó el pelo y se enganchó al cinturón un saquete con perlas bordadas. El saquete parecía demasiado pequeño como para tener algo dentro aparte de un puñado de reales y un pintalabios, pero Geralt sabía que no se trataba de una bolsa normal.
    —Abrázame. Más fuerte, no soy de porcelana. ¡En camino!
    El medallón vibró, algo relampagueó y Geralt se encontró de pronto en medio de una nada negra, en el interior de un frío penetrante. No veía nada, no oía, no sentía. El frío era lo único que registraba su consciencia.
    Quiso blasfemar pero no le dio tiempo.

V
    —Va a hacer una hora desde que entró. —Chireadan dio la vuelta a la clepsidra que estaba sobre la mesa—. Empiezo a ponerme nervioso. ¿Tan mal estaba Jaskier? ¿No piensas que habría que ir a echar un vistazo allá arriba?
    —Ella dijo bien claramente que no quería. —Geralt terminó de beber el vaso de infusión de hierbas, torciendo la cara con disgusto. Apreciaba a los elfos sedentarios por su inteligencia, tranquila reserva y su específico sentido del humor, pero sus gustos en lo relativo a comida y bebida ni los comprendía ni los compartía—. No pienso molestarla, Chireadan. La magia precisa su tiempo. Que dure todo el día, si hace falta, con tal de que Jaskier sane.
    —En fin, tienes razón.
    Del cuarto de al lado les alcanzó el sonido de los martillos. Errdil, por lo visto, vivía en una posada abandonada que había comprado, con la intención de arreglarla y llevarla en compañía de su esposa, una elfa callada y poco parlanchina. El caballero Vratimir, que después de la noche pasada en el cuerpo de guardia se había unido a la compañía, de propia voluntad había ofrecido su ayuda para los trabajos de reforma. Así, junto con el matrimonio, se había lanzado a cambiar el revestimiento de madera de las paredes apenas se hubo calmado el revuelo causado por la espectacular aparición del brujo y Yennefer saltando desde la pared bajo el centelleo del portal.
    —Si he de ser sincero —añadió Chireadan—, no esperaba que te fuera tan sencillo. Yennefer no es de las personas especialmente espontáneas, si se trata de ayuda desinteresada. Los problemas del prójimo no la escandalizan lo más mínimo ni le alteran el sueño. En pocas palabras, no he oído hablar nunca de que ayudara a alguien desinteresadamente. Me pregunto qué interés tiene en esto para ayudarte a ti y a Jaskier.
    —¿No exageras? —se rió el brujo—. No me ha causado tan mala impresión. Desde luego le gusta demostrar su superioridad, pero en comparación con otros hechiceros, con toda esa banda de arrogantes, es la gracia en persona y la amabilidad encarnada.
    Chireadan también se rió.
    —Esto es más o menos como si pensaras que el escorpión es más hermoso que la araña porque tiene esa preciosa cola. Cuidado, Geralt. No eres el primero que la valora así sin saber que de su gracia y su belleza ha hecho un arma. Un arma de la que hace uso hábilmente y sin escrúpulos. Lo que, por supuesto, no implica que no sea una mujer fascinante y hermosa. No lo negarás, ¿verdad?
    Geralt miró al elfo con aire perspicaz. Ya por segunda vez le daba la impresión de percibir en su tez la huella del sonrojo. Le asombraba esto no menos que las palabras de Chireadan. Los elfos de pura sangre no tienen por costumbre enamorarse de mujeres humanas. Incluso de aquéllas muy hermosas. Yennefer, por su parte, y aunque atractiva a su manera, no podía considerarse una belleza.
    Para gustos son los colores, pero era cierto que pocos tenían a las hechiceras como «bellezas». Todas procedían de círculos sociales donde el único destino de las hijas era casarse. ¿Quién podía pensar en enviar a su hija a años de penosa ciencia y a la tortura de cambios somáticos si se la podía casar y emparentar con provecho? ¿Quién deseaba tener en la familia a una hechicera? Pese al respeto del que gozaban los magos, la familia de la hechicera no sacaba de ello el más mínimo beneficio, porque antes de que la muchacha terminara su educación dejaba de ligarlos cualquier lazo. Lo único que contaba era la hermandad de los nigromantes. Por eso quienes se convertían en hechiceras eran exclusivamente las hijas que no tenían ninguna posibilidad de hallar un marido.
    En contraposición a las sacerdotisas y las druidas, a quienes no les gustaba aceptar muchachas feas o lisiadas, las hechiceras aceptaban a toda la que mostrara predisposición. Si una niña atravesaba la criba de los primeros años de aprendizaje, entraba en juego la magia: enderezando e igualando piernas, reparando huesos mal unidos, remendando labios leporinos, eliminando cicatrices, granos y las marcas de la viruela. La joven hechicera se volvía «atractiva» porque así lo exigía el prestigio de su profesión. El resultado era unas mujeres pseudohermosas con enojados y fríos ojos de feúchas. Unas feúchas que no eran capaces de olvidar su fealdad oculta tras una máscara mágica, oculta no para hacerlas más felices, sino para realzar el prestigio profesional.
    No, Geralt no entendía a Chireadan. Sus ojos, ojos de brujo, registraban demasiadas peculiaridades.
    —No, Chireadan —respondió a la pregunta—. No te lo niego. Te agradezco la advertencia. Pero lo único que me interesa aquí es Jaskier. Sufrió daño por mi causa, en mi presencia. No alcancé a salvarlo, no supe ayudarlo. Me sentaría en la cola de un escorpión con el culo al aire, si supiera que eso le iba a ayudar.
    —De eso, sobre todo, te tienes que guardar —sonrió enigmático el elfo—. Porque Yennefer lo sabe y le gusta utilizar tal conocimiento. No confíes en ella, Geralt. Es peligrosa.
    No respondió.
    Arriba sonó una puerta. Yennefer apareció en lo alto de la escalera, apoyándose en la balaustrada de la galería.
    —Brujo, ¿podrías venir un momento?
    —Desde luego.
    La hechicera apoyó la espalda en la puerta de uno de los pocos cuartos más o menos amueblados en el que habían metido al sufriente trovador. El brujo se acercó, mirando en silencio. Vio el hombro izquierdo de ella, un pelín más alto que el derecho. La nariz, un pelín demasiado larga. Los labios, un poco demasiado anchos. La barbilla, un poquito demasiado corta. Las cejas, demasiado irregulares. Los ojos...
    Veía demasiadas peculiaridades. Completamente innecesario.
    —¿Qué hay con Jaskier?
    —¿Dudas de mis conocimientos?
    Todavía dudaba. Tenía la figura de una veinteañera, aunque prefería no adivinar su verdadera edad. Se movía con gracia natural, sin afectación. No, no había manera de saber cómo había sido antes, lo que se le había corregido. Dejó de pensar en ello, no tenía sentido.
    —Tu talentoso camarada se pondrá bien —dijo—. Recuperará sus capacidades vocales.
    —Tienes mi más fervoroso agradecimiento.
    Se sonrió.
    —Vas a tener ocasión de demostrármelo.
    —¿Puedo ver a Jaskier?
    Calló durante un instante, mirándole con una sonrisa extraña, tamborileando con los dedos en el marco de la puerta.
    —Por supuesto, entra.
    El medallón en el cuello del brujo comenzó a vibrar con violencia, rítmicamente.
    En el centro del suelo había una bola de cristal del tamaño de una sandía pequeña que ardía con luz lechosa. La bola marcaba el centro de una estrella de nueve puntas, trazada con precisión, cuyas puntas alcanzaban hasta las paredes y los rincones de la habitación. En la estrella había un pentagrama de color rojo. Los bordes del pentagrama estaban marcados con velas negras embutidas en candelabros de extrañas formas. Las velas negras ardían también en la cama sin cabecero sobre la que yacía, cubierto con pieles de carnero, Jaskier. El poeta respiraba con tranquilidad, no resollaba ya y no tosía, de su rostro había desaparecido el gesto de dolor, sustituido por una sonrisa idiota y llena de felicidad.
    —Duerme —dijo Yennefer—. Y sueña.
    Geralt miró los dibujos del suelo. Se podía percibir la magia escondida en ellos, pero sabía que se trataba de magia adormecida, sin desarrollar. Le hizo pensar en el leve murmullo de la respiración de un león dormido, pero que da idea de lo que podía ser el rugido del león.
    —¿Qué es eso, Yennefer?
    —Una trampa.
    —¿Para quién?
    —Para ti, durante un momento. —La hechicera cerró la puerta con llave y la cogió en la mano. La llave desapareció.
    —Así que estoy atrapado —dijo él con frialdad—. ¿Y ahora qué? ¿Vas a atentar contra mi virtud?
    —No te lo tengas tan creído. —Yennefer se sentó a la orilla de la cama. Jaskier, todavía con una sonrisa de cretino, gimió bajito. Eran, fuera de toda duda, gemidos de placer.
    —¿De qué va esto, Yennefer? Si se trata de un juego, no conozco las reglas.
    —Te dije —comenzó— que siempre consigo lo que deseo. Y resulta que deseo algo que tiene Jaskier. Se lo quitaré y nos separaremos. No tengas miedo, no le pasará nada...
    —Esa cosa rara que pusiste en el suelo —la cortó— sirve para convocar demonios. Allí donde se convocan demonios, siempre le pasa algo a alguien. No lo permitiré.
    —...nadie le tocará ni un pelo de la cabeza —continuó la hechicera sin prestar atención a sus palabras—. Tendrá una voz aún más hermosa y estará muy contento, incluso feliz. Todos seremos felices. Y nos separaremos, sin pena, pero también sin trauma.
    —Ay, Virginia —murmuró Jaskier sin abrir los ojos—. Hermosos son tus pechos, más delicados que plumas de cisne... Virginia...
    —¿Ha perdido la razón? ¿Delira?
    —Sueña —sonrió Yennefer—. Sus deseos se cumplen en el sueño. Le he sondeado el cerebro hasta el fondo. No había gran cosa. Unas cuantas guarrerías, algunos sueños, mucha poesía. Casi nada. El sello con el que estaba sellada la botella del genio. Sé que no lo tiene el trovador sino tú. Te lo pido.
    —¿Para qué quieres ese sello?
    —¿Cómo responder a tu pregunta? —La hechicera sonrió amenazadoramente—. Vamos a probar así: te importa una mierda, brujo. ¿Te satisface la respuesta?
    —No —sonrió formando también una mueca terrible—. No me satisface. Pero no te atormentes con ello, Yennefer. No es fácil satisfacerme. Hasta ahora sólo lo han conseguido personas que están por encima de la media.
    —Una pena. Te quedarás entonces sin satisfacer. Tú te lo pierdes. No hagas gestos que no pegan con tu tipo de belleza y de carnación. Por si no te has dado cuenta, acabas de comenzar a agradecerme lo que me debes. El sello es el primer plazo del precio por la voz del cantante.
    —Por lo que veo, has dividido el precio en muchos plazos —dijo con frialdad—. Bien. Podría habérmelo esperado y me lo esperaba. Pero hagamos que esto sea un negocio honesto, Yennefer. Yo compré tu ayuda. Y yo la pago.
    Ella torció los labios en una sonrisa, pero sus fríos ojos violetas no pestañearon.
    —En cuanto a eso, brujo, no debes albergar ninguna duda.
    —Yo —repitió—. Pero no Jaskier. Me lo llevo de aquí a un sitio más seguro. Una vez hecho esto, volveré y pagaré el segundo plazo y los demás. Porque en lo tocante al primero...
    Se echó mano a un bolsillito secreto en el cinturón, sacó el sello de latón con la señal de la estrella y de la cruz partida.
    —Ten, tómalo. No como un plazo. Acéptalo de un brujo, en prueba de agradecimiento por haberlo tratado, aunque por interés propio, mucho mejor de lo que lo hubiera hecho cualquiera de tus confrades. Acéptalo como prueba de buena voluntad que debiera convencerte de que, una vez me haya ocupado de la seguridad de mi amigo, volveré aquí a pagar. No distinguí el escorpión entre las flores, Yennefer. Estoy dispuesto a pagar por mi falta de atención.
    —Bonito discurso. —La hechicera cruzó las manos sobre sus pechos—. Conmovedor y patético. Una pena que sea en vano. Jaskier me es necesario y se queda aquí.
    —Él ya ha estado cerca de eso que pretendes atraer aquí. —Geralt señaló a los dibujos en el suelo—. Cuando termines tu obra y atraigas aquí al genio, pese a tus promesas, Jaskier sufrirá con toda seguridad, puede que más aún que antes. Porque al fin y al cabo lo que te interesa es el ser de la botella. ¿No? ¿Piensas controlarlo, obligarlo a que te sirva? No tienes que responder, sé que no me importa una mierda. Y haz lo que quieras, convoca aquí incluso a diez demonios. Pero sin Jaskier. Si hieres a Jaskier, esto no será un negocio honesto, Yennefer y no tienes derecho a exigir un pago por ello. No te permitiré...
    Se detuvo.
    —Me interesaba cuándo lo ibas a sentir —se rió a grandes carcajadas la hechicera.
    Geralt tensó los músculos, se esforzó con toda su voluntad, apretando las mandíbulas hasta que le dolieron. No sirvió de nada. Estaba como paralizado, como una estatua de piedra, como un poste clavado en la tierra. No podía mover ni siquiera el dedo en la bota.
    —Sabía que eres capaz de detener un hechizo lanzado directamente —dijo Yennefer—. Sabía también que antes de hacer nada, ibas a intentar imponerte con tu elocuencia. Tú hablabas y el hechizo colgado sobre ti actuaba y poco a poco te envolvía. Ahora sólo puedes hablar. Pero ya no tienes que imponerte. Sé que eres elocuente. Más esfuerzos en este sentido destruirán el efecto.
    —Chireadan... —dijo con dificultad, aún intentando luchar con la parálisis mágica—. Chireadan se dará cuenta de que intentas algo. Se dará cuenta pronto, sospechará en cualquier momento, porque no confía en ti, Yennefer. No confiaba en ti desde el principio...
    La hechicera agitó una mano en un amplio gesto. Las paredes de la habitación se disolvieron y tomaron una estructura y un color gris sucio. Desaparecieron las puertas, desaparecieron las ventanas, desaparecieron incluso las polvorientas cortinas y los cuadros cagados por las moscas en las paredes.
    —¿Y qué pasa porque Chireadan se dé cuenta? —se enfadó con malignidad—. ¿Irá a por ayuda? A través de mi barrera no cruza nadie. Pero Chireadan no irá a ningún sitio, ni intentará nada contra mí. Nada. Está bajo mi hechizo. No, no se trata de nigromancia, no he hecho nada. Química orgánica común y corriente. Se ha enamorado de mí, el idiota. ¿No lo sabías? Incluso pensaba retar a Beau a un duelo, ¿te das cuenta? Elfo, y celoso. Esto se da pocas veces. Geralt, no escogí esta casa sin motivo.
    —Beau Berrant, Chireadan, Errdil, Jaskier. Efectivamente, vas a tu objetivo por el camino más directo. Pero de mí no te vas a servir, Yennefer.
    —Me serviré, me serviré. —La hechicera se levantó de la cama, se acercó, evitando cuidadosamente los símbolos y señales trazados en el suelo—. Te dije que me debes algo por la recuperación del poeta. Se trata de una tontería, un servicio de nada. Después de lo que planeo hacer aquí, me iré inmediatamente de Rinde, y tengo todavía en este pueblo ciertas... cuentas pendientes de pago, llamémoslo así. Les prometí algo a algunas personas de aquí y yo siempre cumplo lo que prometo. Puesto que, sin embargo, yo sola no soy capaz, tú cumplirás esas promesas por mí.
    Luchó, luchó con todas sus fuerzas. En vano.
    —No te canses, brujo —se sonrió con malicia—. No sirve de nada. Tienes una voluntad de hierro y bastante resistencia a la magia, pero conmigo y mis maleficios no te puedes comparar. Y no hagas comedia delante de mí. No intentes fascinarme con tu dura y orgullosa masculinidad. Tú sólo eres duro y orgulloso con respecto a ti. Para salvar a tu amigo hubieras hecho todo por mí, incluso sin hechizos, hubieras pagado cualquier precio, hubieras lamido mis botas. Y puede que algo más, si hubiera deseado algún inesperado entretenimiento.
    Callaba. Yennefer estaba delante de él, sonriendo y jugueteando con la estrella de obsidiana cuajada de brillantes que portaba en la cinta del cuello.
    —Ya en la habitación de Beau —siguió—, después de cambiar unas pocas palabras, supe cómo eras. Y supe en qué moneda iba a pedirte que me pagaras. Mis cuentas pendientes en Rinde las podría haber satisfecho cualquiera, incluso Chireadan. Pero lo harás tú porque tienes que pagar. Por tu orgullo falso, por tu mirada fría, por tus ojos que perseguían cada minucia, por tu faz pétrea, por tu tono sarcástico. Por atreverte a pensar que puedes estar cara a cara con Yennefer de Vengerberg y considerarla una arrogante egoísta, una maligna bruja, y al mismo tiempo mirar con los ojos desencajados sus enjabonados pechos. ¡Paga, Geralt de Rivia!
    Lo agarró con las dos manos por los cabellos y lo besó violentamente en la boca, bebió de ella como un vampiro. El medallón en el cuello del brujo vibró; Geralt tenía la sensación de que la cadena se encogía y apretaba como el músculo del corazón. En su cabeza algo estalló, los oídos comenzaron a hacer un ruido terrible. Dejó de ver los ojos violetas de la hechicera, cayó en la oscuridad.
    Se arrodilló. Yennefer le hablaba suavemente, con una dulce voz.
    —¿Te acordarás?
    —Sí, señora.
    Aquélla era su propia voz.
    —Ve entonces y cumple mis órdenes.
    —Como mande, señora.
    —Puedes besarme la mano.
    —Gracias, señora.
    Sintió que se acercaba a ella de rodillas. En la cabeza le zumbaban diez mil abejas. Su mano olía a lilas y grosellas. Lilas y grosellas... Lilas y grosellas... Un relámpago. Oscuridad.
    Balaustrada, escaleras. El rostro de Chireadan.
    —¡Geralt! ¿Qué te pasa? ¿A dónde vas?
    —Tengo... —Su propia voz—. Tengo que ir...
    —¡Por los dioses! ¡Mirad sus ojos!
    El rostro de Vratimir, alterado por el espanto. El rostro de Errdil. Y la voz de Chireadan.
    —¡No! ¡Errdil, no! ¡No le toquéis, ni le intentéis detener! ¡Apártate, Errdil! ¡Quítate del paso!
    Olor de lilas y grosellas. Lilas y grosellas...
    Puerta. Explosión de sol. Calor. Bochorno. Olor de lilas y grosellas. Habrá tormenta, pensó.
    Y fue aquél el último de sus pensamientos conscientes.

VI
    Oscuridad. Olor...
    ¿Olor? No, hedor. Hedor a orina, a paja podrida y harapos húmedos. Hedor a teas humeantes cerradas en huecos en las paredes de bloques irregulares. Las teas arrojaban sombras sobre el suelo cubierto de paja...
    Sombras de rejas.
    El brujo blasfemó.
    —Por fin. —Sintió cómo alguien lo levantaba y le apoyaba la espalda contra el húmedo muro—. Ya me estaba empezando a preocupar por qué tardabas tanto en recuperar la consciencia.
    —¿Chireadan? ¿Dónde...? Mierda, me va a estallar la cabeza... ¿Dónde estamos?
    —¿Y a ti qué te parece?
    Geralt volvió la cabeza, miró a su alrededor. En la pared de enfrente estaban sentadas tres harapientas figuras. Las veía con dificultad, estaban acurrucados en el lugar más alejado de la luz de las teas, en casi total oscuridad. Junto a la verja que los separaba del corredor iluminado había algo en cuclillas que solamente en apariencia era un montón de trapos. En realidad se trataba de un escuálido vejete con la nariz como el pico de una cigüeña. La longitud de los retorcidos cabellos y el estado de sus ropas atestiguaban que no estaba allí sólo desde el día anterior.
    —Nos han metido en la trena.
    —Me alegro —dijo el elfo— de que hayas recuperado la capacidad de extraer conclusiones lógicas.
    —Leches... ¿Y Jaskier? ¿Cuánto tiempo llevamos ya aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde...?
    —No lo sé. Como tú, también estaba inconsciente cuando me echaron aquí. —Chireadan removió la paja, se sentó más cómodamente—. ¿Importa eso?
    —Y tanto, voto al diablo. Yennefer... Y Jaskier. Jaskier está allí, con ella, y ella está planeando... ¡Eh, vosotros! ¿Cuánto hace que nos encerraron aquí?
    Los harapientos murmuraron entre ellos. Ninguno contestó.
    —¿Os habéis vuelto sordos? —Geralt escupió, todavía no había podido librarse de un sabor metálico en los labios—. Pregunto qué hora es. ¿Es de noche? Supongo que sabréis cuándo os traen la comida.
    Los harapientos murmuraron de nuevo, carraspearon.
    —Noble señor —dijo por fin uno—. Adejarnos en paz y no hablarnos es lo que sus pedimos, señores. Nusotros sernos honestos ladrones, no de lo pulíticos semos. Nusotros no atentamos contra las utoridades. Nusotros sólo robamos.
    —Pos eso —dijo el segundo—. Vuesas mercedes su rinconcillo tienen, nusotros el nuestro. Y que ca uno se ucupe del suyo.
    Chireadan resopló. El brujo escupió.
    —Y tal es —barbulló el peludo vejete de la nariz larga—. Cada uno en la torre su rincón vigila y con los suyos se junta.
    —¿Y tú, abuelo —dijo, burlón, el elfo— te juntas con ellos o con nosotros? ¿A qué grupo te apuntas?
    —A ninguno —respondió orgulloso el viejecillo—. Porque yo soy inocente.
    Geralt escupió de nuevo.
    —¿Chireadan? —preguntó, masajeándose la sien—. Eso del atentado contra las autoridades... ¿Es verdad?
    —Absolutamente. ¿No te acuerdas?
    —Salí a la calle... La gente me miraba... Luego... Luego había una tienda...
    —El monte de piedad. —El elfo bajó la voz—. Entraste en el monte de piedad. Nada más entrar le diste en los morros al propietario. Fuerte. Incluso muy fuerte.
    Geralt ahogó una maldición entre los dientes.
    —El usurero cayó —siguió bajito Chireadan—. Y tú le diste unas cuantas patadas en un lugar bastante sensible. Un sirviente acudió a ayudar a su señor. Lo echaste por la ventana directamente a la calle.
    —Me estoy temiendo —murmuró Geralt— que esto no fue todo.
    —Temor bien fundamentado. Saliste del monte de piedad y marchaste por medio de la calle, atropellando a los que pasaban y gritando no se qué tonterías sobre el honor de una dama. Te iba siguiendo ya un buen montón de gente, entre los que estábamos yo, Errdil y Vratimir. Entonces te detuviste delante de la casa del boticario Laurnariz, entraste, y al cabo de unos instantes estabas ya de nuevo en la calle, arrastrando a Laurnariz por la nariz. Y echaste a la multitud algo así como un discurso.
    —¿Sobre qué?
    —Por decirlo simplemente, proclamaste que un hombre respetable no debe llamar putas ni siquiera a las prostitutas profesionales, pues esto es vil e insultante. Cuánto más entonces usar la palabra «puta» para mujeres con las que nunca se ha fornicado ni se les ha dado dinero por esto, uso que resulta propio de cabronazos y absolutamente merecedor de castigo. El castigo, anunciaste a los cuatro vientos, sería ejecutado allí mismo y sería un castigo de una vez por todas para el cabronazo. Apretaste la cabeza del boticario entre las piernas, le bajaste los pantalones y le destrozaste tu cinturón en el culo.
    —Habla, Chireadan. Habla. No me ocultes nada.
    —Le zurraste en el trasero a Laurnariz, sin olvidarte de usar las manos, y el boticario aulló, gritó, lloró, pidió ayuda divina y humana, pidió piedad, prometió incluso que se iba a reformar, pero por lo visto tú no le creíste. Entonces aparecieron unos cuantos bandidos armados a los que en Rinde se acostumbra llamar guardia.
    —¿Y yo —agitó la cabeza Geralt— justamente entonces atenté contra la autoridad?
    —Pero, ¿qué dices? El atentado había comenzado mucho antes. Tanto el usurero como Laurnariz están en el concejo municipal. Seguramente te interesará saber que ambos clamaban por la expulsión de Yennefer de la ciudad. No sólo votaron en el concejo a favor de ello sino que se desgañitaban hablando mal de ella en las tabernas y lo hacían en términos bastante claros.
    —Ya me lo había imaginado hace rato. Cuenta. Te has quedado en lo de los guardias municipales que aparecieron. ¿Ellos me metieron en la trena?
    —Quisieron. Oh, Geralt, vaya un espectáculo aquél. Es difícil describir lo que les hiciste. Ellos tenían espadas, bates, porras, hachas y tú únicamente un bastón con una bolita en la punta que le quitaste a algún elegantón. Y cuando ya todos estaban en el suelo, seguiste adelante. La mayor parte de nosotros ya sabía a dónde te dirigías.
    —Y yo estaría contento de enterarme.
    —Te acercaste al santuario. Porque el capellán Krepp, también miembro del concejo, había dedicado a Yennefer un montón de espacio en sus sermones. Al fin y al cabo, tú tampoco escondiste tus opiniones en lo que respecta al capellán Krepp. Le prometiste una lección de respeto por el bello sexo. Hablando sobre él, evitaste mencionar su título oficial, pero añadiste otras definiciones que causaron bastante gozo a los críos que te seguían.
    —Ajá —murmuró Geralt—. Así que llegamos además a la blasfemia. ¿Qué más? ¿Profanación del santuario?
    —No. No lograste entrar allí. Delante del santuario esperaba ya toda la tropa de la guardia municipal armada con todo lo que había en el arsenal, excepto las catapultas, me parece. Daba la sensación de que te iban a masacrar, lisa y llanamente. Pero no llegaste hasta ellos. De pronto te agarraste la cabeza con las dos manos y te desmayaste.
    —No digas más. Pero tú, Chireadan, ¿cómo acabaste en la mazmorra?
    —Cuando te desmayaste, algunos guardias se te echaron encima para agujerearte con sus lanzas. Me puse a pelear con ellos y me dieron en la cabeza con una cachiporra. Me desperté aquí, en la trena. Seguramente me acusarán de participar en una conspiración antihumana.
    —Ya que hablamos de acusaciones —el brujo rechinó los dientes—, ¿qué piensas que es lo que nos espera?
    —Si Neville, el burgomaestre, consigue volver de la capital —murmuró Chireadan— quién sabe... Le conozco. Pero si no le da tiempo, la condena la promulgarán los concejales, entre ellos, por supuesto, Laurnariz y el usurero. Lo que quiere decir...
    El elfo hizo un corto gesto en los alrededores del cuello. Pese a las tinieblas que reinaban en aquel sótano, el gesto aquél dejaba poco lugar a las dudas. El brujo no contestó. Los ladrones susurraban entre ellos muy bajito. El vejete que cumplía condena por su inocencia parecía dormido.
    —Estupendo —dijo por fin Geralt, y lanzó una terrible maldición—. No es suficiente con que me ahorquen a mí, sino que también tengo sobre mi conciencia que voy a ser la causa de tu muerte, Chireadan. Y seguramente de la de Jaskier. No, no me interrumpas. Sé que esto es obra de Yennefer, pero la culpa es mía. Mi estupidez. Me embaucó, hizo de mí un rulo, como dicen los enanos.
    —Humm... —murmuró el elfo—. Nada que añadir a esto. Te previne contra ella. Su puta madre, te previne contra ella y yo mismo resulté ser también, perdona la expresión, un gilipollas. Te martirizas pensando que estoy aquí por tu culpa y es justo al revés. Tú estás aquí por mí. Podría haberte detenido en la calle, haberte hecho perder el sentido, no permitir... No lo hice. Porque tenía miedo de que, cuando pasara el efecto del hechizo que ella te había echado, volverías y... le harías daño. Perdóname.
    —Te perdono ya mismo. Porque no tienes ni idea de qué fuerza tenía aquel hechizo. Yo, querido elfo, un encanto normal lo rompo en unos minutos y no me desmayo ante él. No hubierais podido romper el hechizo de Yennefer y también hubierais tenido problemas con hacerme perder el sentido. Recuerda la guardia.
    —No pensaba en ti, repito. Pensaba en ella.
    —¿Chireadan?
    —¿Qué?
    —Tú... Tú a ella...
    —No me gustan las grandes palabras —le interrumpió el elfo, sonriendo con tristeza—. Estoy, llamémoslo así, fuertemente fascinado por ella. ¿Te extrañará, seguro, cómo se puede estar fascinado por alguien como ella?
    Geralt cerró los ojos para llamar la imagen a su memoria. Una imagen que, de una forma inexplicable, llamémoslo así, evitando grandes palabras, le fascinaba.
    —No, Chireadan —dijo—. No me extraña.
    Por el corredor se oyeron pasos pesados, un sonido metálico. Las sombras de cuatro guardianes llenaron la mazmorra. Chirrió una llave, el viejo que era inocente saltó de su rincón como un relámpago y se escondió entre los criminales.
    —¿Tan deprisa? —se extrañó a media voz el elfo—. Pensaba que elevar una horca precisa de más tiempo...
    Uno de los guardianes, calvo como un globo y con unas cerdas verdaderamente salvajes sobre los morros, señaló al brujo.
    —Ése —dijo.
    Dos de los otros agarraron a Geralt y con brutalidad lo subieron y lo estrellaron contra el muro. Los ladrones se apiñaron en su rincón, el abuelete de los pelos largos se enterró en la paja. Chireadan quiso levantarse pero cayó al suelo porque se hallaba sujeto por una cuerda fuertemente atada al pecho.
    El guardia calvo estaba frente al brujo. Se quitó el guante y se masajeó el puño.
    —El señor concejal Laurnariz —dijo— nos mandó a preguntarte si está todo bien, aquí en nuestra mazmorra. ¿Te falta algo, quizás? ¿Puede que te moleste el frío? ¿Eh?
    Geralt no pensó que contestar tuviera sentido. Darle una patada al calvo tampoco podía, porque los guardianes que le sujetaban le pisaban los pies con unos pesados zapatones.
    El calvo tomó un corto impulso y le golpeó en el estómago. No le sirvió de nada el tensar los músculos para defenderse. Geralt, respirando con dificultad, observó por algún tiempo la hebilla de su propio cinturón, después de lo cual los guardianes lo enderezaron de nuevo.
    —¿No necesitas nada? —continuó el calvo, apestando a cebolla y a dientes podridos—. El señor concejal se alegrará de que no tengas nada que objetar.
    Un nuevo golpe, en el mismo sitio. El brujo se atragantó y hubiera vomitado su hubiera tenido el qué. El calvo se puso de lado, cambió de mano.
    ¡Plaf! Geralt de nuevo miró a la hebilla de su propio cinturón. Aunque podría parecer extraño, en el techo no había ningún agujero que permitiese ver la muralla.
    —¿Y qué tal? —El calvo retrocedió un tanto, indudablemente para tomar más impulso—. ¿No tienes ningún deseo? Nos mandó el señor Laurnariz preguntarte si tenías alguno. Pero, ¿por qué no dices nada? ¿Se te ha pegado la lengua al paladar? ¡Ahora te la despego!
    ¡Plaf!
    Geralt tampoco esta vez se desmayó. Y debía hacerlo, porque no estaría de más conservar sus órganos internos. Para desmayarse tenía que obligar al calvo a...
    El guardián escupió, mostró los dientes, amasó de nuevo el puño.
    —¿Y qué? ¿Ningún deseo?
    —Uno... —jadeó el brujo, alzando la cabeza con esfuerzo—. Así revientes, hideputa.
    El calvo apretó los dientes, retrocedió y lanzó el puño, esta vez, de acuerdo con los planes de Geralt, dirigiendo el golpe a la cabeza. Pero el golpe no llegó a su objetivo. El guardián cloqueó de pronto como un pavo, enrojeció, se agarró el vientre con las dos manos, aulló, gritó de dolor...
    Y reventó.

VII
    —¿Y qué hago yo con vosotros?
    La cinta cegadora de un relámpago cortó el cielo ennegrecido al otro lado de la ventana, seguida al cabo de un corto espacio de tiempo por el agudo y prolongado chasquido de un trueno. El chaparrón cobró fuerza, la nube de la tormenta avanzaba sobre Rinde.
    Geralt y Chireadan, sentados en un banco por debajo de un gran tapiz representando al Profeta Lebioda guardando ovejas, callaron, bajando la cabeza tímidamente. El burgomaestre Neville paseaba por la habitación, resoplando y bufando con rabia.
    —¡Vosotros, malditos hechiceros de mierda! —gritó de pronto, deteniéndose—. ¿La habéis tomado con mi ciudad, o qué? ¿No hay otras ciudades en el mundo?
    El elfo y el brujo callaron.
    —Que algo parecido... —se atragantó el burgomaestre—. Que al carcelero... ¡Como un tomate! ¡Reducido a pulpa! ¡Una papilla roja! ¡Eso es inhumano!
    —Inhumano e impío —repitió el capellán Krepp, que estaba presente en el despacho del ayuntamiento—. Tan inhumano que hasta un tonto se daría cuenta de quién está detrás de todo esto. Sí, burgomaestre. A Chireadan lo conocemos y éste aquí, que dice ser brujo, no tendría suficiente Fuerza para hacerle eso al carcelero. ¡Todo esto es causa de esa Yennefer, esa bruja maldita por los dioses!
    Al otro lado de la ventana, como corroborando las palabras del capellán, estalló un trueno.
    —Es ella, nadie más —siguió Krepp—. No cabe duda alguna. ¿Quién, sino Yennefer, querría vengarse del señor concejal Laurnariz?
    —Je, je, je —se rió de pronto el burgomaestre—. Esto en concreto es lo que menos me enfurece. Laurnariz me estaba minando el terreno, mi cargo quería el tío. Y ahora la gente ya no le apoya. Todos se acuerdan de cómo le dieron en el culo...
    —Sólo faltaba que encima vos comenzarais a aplaudir este crimen, señor Neville. —Krepp frunció el ceño—. Os recuerdo que si no hubiera echado un exorcismo sobre el brujo, hubiera alzado la mano sobre mí y sobre la majestad del santuario...
    —Porque vos también hablasteis terriblemente mal de ella en vuestros sermones, Krepp. Incluso Berrant se quejó de vos. Pero lo que es verdad, es verdad. ¿Habéis oído, tunantes? —El burgomaestre de nuevo se volvió hacia Geralt y Chireadan—. ¡Nada os justifica! ¡No pienso tolerar aquí tales escándalos! Va, venga, soltádmelo todo, soltadme lo que tengáis en vuestra defensa, porque si no, me cago en todas las reliquias, ¡me pongo a bailar con vosotros de tal modo que no lo olvidáis hasta que os que os llegue la última hora! ¡Contádmelo todo, ahora, como en el confesionario!
    Chireadan aspiró pesadamente y miró al brujo significativamente, rogando. Geralt también aspiró, carraspeó.
    Y contó todo. Bueno, casi todo.
    —¡Virgen de la pata al hombro! —dijo el capellán después de un instante de silencio—. Bonita historia. Un genio liberado de su encierro. Y una hechicera que decide capturarlo. No es mala combinación. Esto puede acabar mal, muy mal.
    —¿Qué es un genio? —pregunta Neville—. ¿Y qué es lo que quiere esa Yennefer?
    —Las hechiceras —aclaró Krepp— extraen su poder de las fuerzas de la naturaleza, y en concreto de aquéllas llamadas los Cuatro Elementos o Primordiales, popularmente llamados elementales. Aire, Agua, Fuego y Tierra. Cada uno de estos elementales posee su propia dimensión, en el argot de los hechiceros llamado Superficie. Existen la Superficie del Agua, la Superficie del Fuego y demás. Estas dimensiones, inalcanzables para nosotros, están habitadas por unos seres llamados genios...
    —Llamados en las leyendas —le cortó el brujo—. Porque mientras que no se sepa...
    —No me interrumpas —cortó a su vez Krepp—. Que tú sabes más bien poco ha quedado bastante claro durante tu relato, brujo. Calla ahora y escucha a quienes son más sabios que tú. Volviendo a los genios, hay cuatro especies tal y como cuatro son las Superficies. Están los d'jinns, seres del aire; maridas, vinculados al elemental del agua; ifritas, que son los genios del fuego y los d'ao, los genios de la tierra...
    —Que te disparas, Krepp —se entremetió Neville—. Esto no es la escuela del santuario, no nos des clase. Dilo en pocas palabras: ¿qué quiere Yennefer de ese genio?
    —Un genio, burgomaestre, es un acumulador vivo de energía mágica. La hechicera que tenga tal genio a su merced puede dirigir esa energía en forma de maleficios. No tiene que extraer la Fuerza de la naturaleza penosamente, pues el genio lo hace para ella. Por eso el poder de tal hechicera es enorme, cercano al poder absoluto...
    —Así como que no he oído de magos que lo puedan todo —se enfureció Neville—. Al contrario, el poder de la mayor parte de ellos ha sido claramente exagerado. Esto no pueden, aquello tampoco...
    —El hechicero Stammelford —le interrumpió el capellán, adquiriendo de nuevo un tono y un gesto de profesor de la academia— cambió de lugar una montaña porque le estorbaba la vista desde su torre. Nadie ha sido capaz nunca, ni antes ni después, de realizar algo parecido. Porque Stammelford, según se cuenta, tenía a su servicio a un d'ao, un genio de la Tierra. Existen noticias de hechos de parecida escala de otros magos. Olas enormes y lluvias catastróficas, sin duda obra de maridas. Columnas de fuego, incendios y explosiones, obra de ifritos del fuego...
    —Trompetas de aire, huracanes, vuelos sobre la tierra —murmuró Geralt—. Geoffrey Monck.
    —Cierto. Al menos sabes algo, por lo que veo. —Krepp le miró con una cierta simpatía—. Se dice que el viejo Monck halló el medio para obligar a los genios del aire, los d'jinns, a servirle. Se corrieron rumores de que no sólo uno. Al parecer los tenía en botellas y los utilizaba según sus necesidades, tres deseos de cada genio. Porque un genio, señores míos, otorga sólo tres deseos y luego es libre y escapa a su dimensión.
    —Ése del río no otorgó ninguno —dijo Geralt con decisión—. En seguida se le echó a Jaskier al pescuezo.
    —Los genios —respingó la nariz— son seres malignos y pérfidos. No les gustan aquéllos que les meten en botellas y les mandan cambiar de sitio las montañas. Hacen todo lo posible para impedir que se pronuncien los deseos y los realizan en formas difíciles de controlar y de prever. A veces literalmente; hay que, por lo tanto, tener cuidado con lo que se dice. Para subyugar a un genio hace falta una voluntad de hierro, nervios de acero, poderosa Fuerza y no pocos conocimientos. Por lo que cuentas, brujo, parece que tus conocimientos fueron demasiado escasos.
    —Demasiado escasos para dominar al granuja ése —concedió Geralt—. Pero lo expulsé, se largó tan aprisa que hasta el aire silbaba. Y eso ya es algo. Yennefer, es cierto, se burló de mi exorcismo...
    —¿Cuál era ese exorcismo? Repítelo.
    El brujo lo repitió, palabra por palabra.
    —¿Qué? —El capellán primero palideció, luego enrojeció y al final se puso lívido—. ¿Cómo te atreves? ¿Te burlas de mí?
    —Perdonadme —tartamudeó Geralt—. Hablando sinceramente, no sé... lo que significan esas palabras.
    —¡Entonces no repitáis lo que no conocéis! ¡No tengo ni idea de dónde habéis podido escuchar semejante porquería!
    —Basta. —El burgomaestre agitó las manos—. Perdemos tiempo. Bien. Sabemos ya para qué coño quiere la hechicera ese genio. Pero dijisteis, Krepp, que esto es poco bueno. ¿Qué es lo que está mal? Que lo coja si quiere y se vaya con él al diablo, a mí qué me importa. Pienso...
    Nadie jamás llegó a enterarse de lo que en aquel momento pensaba Neville, incluso si no se trataba de una fanfarronada. En la pared, junto al tapiz del Profeta Lebioda, apareció de pronto un cuadrado brillante, algo relampagueó, después de lo que en el centro de la habitación aterrizó... Jaskier.
    —¡Inocente! —gritó el poeta con una limpia y sonora voz de tenor, sentado en el suelo y dirigiendo a su alrededor una mirada errante—. ¡Inocente! ¡El brujo es inocente! ¡Deseo que se crea en esto!
    —¡Jaskier! —gritó Geralt, sujetando a Krepp, que se estaba preparando para un exorcismo y quién sabe si no para un hechizo—. ¡De dónde... aquí... Jaskier!
    —¡Geralt! —El bardo se alzó del suelo.
    —¡Jaskier!
    —¿Quién es este tío? —gruñó Neville—. Su puta madre, como no os dejéis de hechizos, no respondo de mí mismo. ¡Ya os dije que en Rinde está prohibida la hechicería! Primero hay que dirigir una solicitud por escrito, luego pagar el impuesto y la tasa municipal... ¿Hey? ¿Acaso no es éste el cantante ése, el rehén de la bruja?
    —Jaskier —repitió Geralt, sujetando al poeta por los hombros—. ¿Cómo llegaste aquí?
    —No lo sé —reconoció el bardo con una mueca estúpida y preocupada—. Si soy sincero, no sé muy bien qué es lo que me ha pasado. No recuerdo mucho y, que el diablo me lleve, no sé lo que fue realidad y lo que fue pesadilla. Me acuerdo sin embargo de una morenilla que no era fea, y de sus ojos de fuego...
    —¿Y a mí qué me importan las morenillas? —le cortó furioso Neville—. Al grano, señor mío. Gritasteis que el brujo es inocente. ¿Cómo hay que entender eso? ¿Que Laurnariz mismo con su propia mano se calentó el culo? Porque si el brujo es inocente eso significa que no pudo ser de otro modo. A no ser que todo esto fuera una alucinación colectiva.
    —Nada sé de culos ni otras alucinaciones —dijo orgulloso Jaskier—. Ni de narices de laurel. Repito, en fin, lo que recuerdo. Era una mujer elegante, vestida con gusto en blanco y negro. La mencionada me arrojó con brutalidad a un agujero brillante, una especie de portal mágico. Y antes de ello me dio unas órdenes claras y explícitas. Al llegar al lugar tenía que pronunciar de inmediato, cito: «Mi deseo es que se me crea que el brujo no es culpable de lo que pasó. Tal, y no otro, es mi deseo». Literalmente. Por supuesto, pregunté cuál es la razón, qué pasa, por qué todo esto. La morena no me dejó hablar, me insultó con bastante poca elegancia, me tomó por el pescuezo y me empujó al portal. Eso es todo. Y ahora...
    Jaskier se enderezó, se sacudió el jubón, se colocó el cuello y las fantásticas, pero sucias, chorreras.
    —...tal vez quieran los señores decirme cómo se llama y dónde se encuentra la mejor posada de este lugar.
    —En mi ciudad no hay malas posadas —dijo con lentitud Neville—. Pero antes de que vayáis a poder convenceros de ello, vas a visitar la mejor mazmorra de este lugar. Tú y tus compañeros. ¡Aún no estáis libres, canallas, os lo recuerdo! ¡Miradlos! Uno cuenta una historia increíble, el otro salta de la pared y grita algo de inocencia, desea, al fin y al cabo, que le crean. Se atreve a desear...
    —¡Por los dioses! —El capellán se agarró de pronto la calva—. ¡Ahora lo entiendo! ¡El deseo! ¡El último deseo!
    —¿Qué os pasa, Krepp? —El burgomaestre se rascó la frente—. ¿Os habéis vuelto loco?
    —¡El último deseo! —repitió el capellán—. Ha obligado al bardo a pedir su último deseo, el tercero. No se podía subyugar al genio a menos que no se cumplieran esos deseos. ¡Y Yennefer tenía una trampa mágica y seguramente ha atrapado al genio antes de que lograra escapar a su propia dimensión! Don Neville, hay que...
    Al otro lado de la ventana estalló un trueno. Y de tal modo que las paredes vibraron.
    —¡Sus muertos! —murmuró el burgomaestre, yendo a la ventana—. Ha caído cerca. Espero que no en alguna casa, no me hacía falta más que un fuego... ¡Dioses! ¡Mirad! ¡Mirad eso! ¡Krepp! ¿Qué es eso?
    Todos, como un solo hombre, se lanzaron a la ventana.
    —¡Ay, madre! —gritó Jaskier, tentándose la garganta—. ¡Es él! ¡Es ese hideputa que me quería estrangular!
    —¡Un djinn! —graznó Krepp—. ¡Un genio del aire!
    —¡Sobre la taberna de Errdil! —gritó Chireadan—. ¡Sobre su tejado!
    —¡Lo ha capturado! —El capellán se inclinó tanto que a poco no cayó—. ¿Veis la luz mágica? ¡La hechicera ha atrapado al genio en la trampa!
    Geralt miraba en silencio.
    Hacía muchos años, cuando era apenas un mocoso que comenzaba sus estudios en Kaer Morhen, en el Nido de los Brujos, él y su amigo Eskel habían atrapado a un gran abejorro del bosque, al cual luego ataron a una jarra que estaba sobre la mesa por medio de un largo hilo arrancado de una camisa. Estuvieron mirando las piruetas del abejorro en su prisión, mientras se morían de risa, hasta el momento en que Vesemir, su preceptor, los pilló en este entretenimiento y los zurró con un cinturón de cuero.
    El djinn que se retorcía sobre el tejado de la posada de Errdil se comportaba exactamente igual que aquel abejorro. Volaba y caía, se alzaba y caía en picado, se retorcía, ululando con rabia por los alrededores. Porque el djinn, exactamente igual que el abejorro de Kaer Morhen, estaba atado con un hilo rizado de cegadora claridad, de una luz de un solo color, que lo ligaba sólidamente y que terminaba en el tejado. El djinn, sin embargo, tenía mayores posibilidades que el abejorro atado a la jarra. El abejorro no podía derribar los tejados de los alrededores, deshacer en jirones las cubiertas de paja, echar abajo las chimeneas, demoler las torretas y las buhardillas. El djinn podía. Y lo hacía.
    —¡Destruye la ciudad! —gritó Neville—. ¡Ese monstruo destruye mi ciudad!
    —Je, je —el capellán se rió—. ¡Ha dado con la horma de su zapato, por lo que parece! ¡Es un djinn extraordinariamente fuerte! ¡De hecho, no sé quién ha atrapado a quién, la bruja a él o él a la bruja! ¡Ja, esto va a terminar en que el djinn la convertirá en cenizas, y eso está muy bien! ¡Se hará justicia!
    —¡Me cago en la justicia! —bramó el burgomaestre, sin mirar si bajo la ventana podía haber electores suyos—. ¡Mira, Krepp, lo que está pasando! ¡Pánico, ruina! ¡Esto no me lo habías dicho, tú, calvo idiota! ¿Por qué no me dijiste que este demonio...? ¡Brujo! ¡Haz algo! ¿Escuchas, hechicero inocente? ¡Mete en vereda a ese diablo! Te perdonaré todos tus delitos, pero...
    —Aquí no se puede hacer nada, don Neville —resolló Krepp—. No me habéis hecho caso a lo que os he dicho, y eso es todo. Nunca me hacéis caso cuando hablo. Éste es, repito, un djinn increíblemente fuerte; si no fuera así, la hechicera ya lo tendría. Os lo digo, su maleficio se debilitará y entonces el djinn la triturará y se irá. Y habrá paz.
    —Y mientras tanto reducirá la ciudad a escombros.
    —Hay que esperar —repitió el capellán—. Pero no con las manos cruzadas. Dad órdenes, burgomaestre. Que las gentes dejen las casas de los alrededores y se preparen para apagar los fuegos. Lo que está pasando no es nada en comparación con el infierno que se desatará en cuanto el genio acabe con la hechicera.
    Geralt alzó la cabeza, encontró la mirada de Chireadan, la evadió.
    —Don Krepp —se decidió de pronto—. Me es necesaria vuestra ayuda. Se trata del portal que trajo aquí a Jaskier. El portal todavía enlaza el ayuntamiento con...
    —No queda ya ni señal del portal —dijo con frialdad el capellán señalando la pared—. ¿No lo veis?
    —Un portal siempre deja huellas, incluso invisibles. Se puede estabilizar tal huella con un hechizo. Seguiré esas huellas.
    —Creo que habéis perdido la razón. Incluso si la puerta no os rebana en pedazos, ¿qué queréis conseguir? ¿Queréis encontraros en el centro del ciclón?
    —Os pregunté si podíais lanzar un hechizo que estabilice la huella.
    —¿Un hechizo? —El capellán alzó con orgullo la cabeza—. ¡Yo no soy un brujo impío! ¡Yo no lanzo hechizos! ¡Mi fuerza se concentra en la oración y la fe!
    —¿Podéis o no?
    —Puedo.
    —Pues entonces poneos manos a la obra, que el tiempo corre.
    —Geralt —dijo Jaskier—. ¡En verdad te has vuelto loco! ¡Mantente lejos de ese maldito estrangulador!
    —Silencio, por favor —dijo Krepp—. Y respeto. Estoy rezando.
    —¡Al diablo con tu oración! —estalló Neville—. ¡Vuelo a buscar gente! ¡Hay que hacer algo en vez de estar aquí y hablar! ¡Por los dioses, vaya un día! ¡Vaya un puto día!
    El brujo sintió como Chireadan le tocaba el hombro. Se dio la vuelta. El elfo le miró directamente a los ojos, luego bajó la vista.
    —Vas allí porque... tienes que ir, ¿verdad?
    Geralt titubeó. Le daba la sensación de que percibía un perfume a lila y grosella.
    —Creo que sí —dijo de mala gana—. Tengo. Lo siento, Chireadan...
    —No pidas perdón. Sé lo que sientes.
    —Lo dudo. Porque yo mismo no lo sé.
    El elfo sonrió. Su sonrisa tenía poco que ver con la alegría.
    —Justamente de eso se trata, Geralt. Justamente de eso.
    Krepp se puso derecho, respiró hondo.
    —Listo —dijo, señalando con orgullo a un trazo apenas visible en la pared—. Pero el portal es inseguro y no durará mucho tiempo. Tampoco hay ninguna seguridad de que no esté cortado. Antes de que entréis, señor brujo, haced examen de conciencia. Puedo bendeciros pero para confesar vuestros pecados...
    —...no hay suficiente tiempo —terminó Geralt—. Lo sé, don Krepp. Para eso nunca hay suficiente tiempo. Salid todos de la habitación. Si el portal explota os estallarán los tímpanos en los oídos.
    —Yo me quedo —dijo Krepp, cuando Jaskier y el elfo cerraron tras de sí la puerta. Movió las manos en el aire, produciendo alrededor suyo un aura pulsante—. Desplegaré una protección, por si acaso. Y si el portal explota... Intentaré sacaros de allí, señor brujo. Qué me importan a mí los tímpanos. Los tímpanos crecen.
    Geralt le miró con simpatía. El capellán sonrió.
    —Sois todo un hombre —dijo—. ¿Queréis salvarla, verdad? Pero vuestra hombría no servirá de mucho. Los d'jinns son seres vengativos. La hechicera está perdida. Si vos entráis allí, también estaréis perdido. Haced examen de conciencia.
    —Ya lo he hecho. —Geralt estaba enfrente del débilmente iluminado portal—. ¿Don Krepp?
    —Os escucho.
    —Ese exorcismo que tanto os enfureció... ¿Qué significan esas palabras?
    —Desde luego, bonito momento para bromas y sainetes...
    —Por favor, don Krepp.
    —Qué más da —dijo el capellán, cubriéndose detrás de la pesada mesa de roble del burgomaestre—. Es vuestro último deseo, así que os lo diré. Significa... humm... humm... «Largo de aquí y vete a tomar por culo».
    Geralt entró en la nada y el frío ahogó una risa que le hizo estremecerse.

VIII
    El portal, rugiendo y revolviéndose como un huracán, lo expulsó con ímpetu, lo escupió con fuerza de un pulmón reventado. El brujo rodó por el suelo, jadeando, tomando aire con dificultad por su boca abierta.
    El suelo temblaba. Al principio pensaba que él mismo temblaba después del viaje a través del desgarrador infierno del portal, pero pronto se dio cuenta de su error. Toda la casa vibraba, se sacudía, se agitaba.
    Miró a su alrededor. No se encontraba en la habitacioncilla en la que por última vez había visto a Yennefer y Jaskier, sino en una gran sala general de la posada en obras de Errdil.
    La vio. Estaba de rodillas entre unas mesas, inclinada sobre una bola mágica. La bola brillaba con un fuerte resplandor lácteo, volviendo rojos con su luz los dedos de la hechicera. El resplandor emitido por la bola creaba una imagen. Titilante, vacilante, pero clara. Geralt veía el cuartito con la estrella y el pentagrama pintados en el suelo, brillando ahora hasta el blanco candente. Vio las líneas de fuego que salían disparadas del pentagrama, multicolores, temblorosas, hacia arriba, más allá del techo, de donde provenía el tumulto rabioso del maligno djinn.
    Yennefer lo vio, se incorporó y alzó la mano.
    —¡No! —gritó—. ¡No hagas eso! ¡Quiero ayudarte!
    —¿Ayudarme? —resopló—. ¿Tú?
    —Sí.
    —¿Pese a lo que te hice?
    —Pese a ello.
    —Interesante. Pero en el fondo no importa. No necesito tu ayuda. Largo de aquí ahora mismo.
    —No.
    —¡Largo de aquí! —gritó, haciendo un gesto ominoso—. ¡La cosa se está volviendo peligrosa! El asunto se está escapando a mi control, ¿entiendes? No puedo controlarlo, no entiendo por qué, pero el bellaco no se debilita. Lo atrapé cuando cumplió el tercer deseo del trovador, debiera estar ya dentro de la bola. ¡Pero no se debilita! ¡Joder, parece incluso como si se volviera cada vez más fuerte! Pero lo domaré, lo venceré...
    —No lo vencerás, Yennefer. Te matará.
    —No es tan fácil matarme...
    Se interrumpió. Todo el techo de la posada se puso de pronto incandescente y brilló. La visión que arrojaba la bola se disolvió en una claridad lechosa. En el techo se dibujó un enorme cuadrado de fuego. La hechicera maldijo, alzó los brazos, de sus dedos saltaban chispas.
    —¡Vete, Geralt!
    —¿Qué sucede, Yennefer?
    —Me ha localizado... —tartamudeó, enrojeciendo del esfuerzo—. Quiere llegar a mí. Está creando un portal propio para introducirse aquí. No puede cortar los lazos, pero podrá entrar a través del portal. No puedo... ¡No puedo detenerlo!
    —Yennefer...
    —¡No me distraigas! Tengo que concentrar... Geralt, debes huir. Te abriré mi portal para que huyas. Ten cuidado. Será un portal al azar, no tengo tiempo ni fuerzas para otro... No sé dónde aterrizarás... pero estarás seguro... Prepárate...
    El gran portal en el techo brilló cegadoramente, se abrió y se deformó, el morro sin contornos que ya conocía el brujo fue apareciendo de la nada, chasqueando sus mandíbulas, aullando tanto que taladraba los oídos. Yennefer se adelantó, agitó las manos y gritó un maleficio. De sus manos se disparó un cúmulo de luz que cayó sobre el djinn como una red. El djinn gritó y expulsó de sí unas largas zarpas que dirigió, como si fueran cobras atacando, hacia la garganta de la hechicera. Yennefer no retrocedió.
    Geralt se echó sobre ella, la apartó y la cubrió. El djinn, envuelto en luz mágica, salió del portal como el corcho de una botella, se echó sobre ellos abriendo la boca. El brujo apretó los dientes y lo golpeó con la Señal, sin efecto visible. Pero el genio no atacó. Se mantuvo colgado en el aire, justo por debajo del techo, se expandió hasta un tamaño considerable, miró con los ojos ciegos y desencajados a Geralt y gritó. En el grito había una especie de orden o mandato. No entendió cuál.
    —¡Por aquí! —gritó Yennefer, saltando a un portal que había convocado en la pared delante de las escaleras. En comparación con el portal creado por el genio, el de la hechicera se veía pobre, humilde, casi provisional—. ¡Por aquí, Geralt! ¡Huye!
    —¡Sólo los dos juntos!
    Yennefer, alzando las manos en el aire, gritó un hechizo, las líneas multicolores que sujetaban al genio lanzaron chispas, temblaron. El genio giró como un tábano, tirando de los lazos, cortándolos. Lenta pero persistentemente se acercó a la hechicera. Yennefer no retrocedió.
    El brujo se acercó de un salto, hábilmente le echó la zancadilla, la agarró por el cinturón con una mano, con la otra le aferró los cabellos a la altura de la nuca. Yennefer blasfemó horriblemente y le golpeó con el codo en el cuello. No la soltó. El penetrante olor a ozono que habían producido los encantamientos no lograba esconder su perfume a lila y grosella. Geralt evitó las piernas de la hechicera que estaban dando patadas a todos lados y saltó, conduciéndola directamente a la vacilante nada opalina del pequeño portal.
    El portal que conducía a lo desconocido.
    Volaron, estrechamente apretados. Cayeron sobre un pavimento de mármol, se deslizaron por él derribando un enorme candelabro y luego una mesa de la cual, con estruendo y revuelo, cayeron jarras de cristal, páteras con frutas y una gran vasija llena con hielo machacado, algas y ostras. Alguien gritó, alguien chilló.
    Estaban en el mismo centro de una sala de baile, iluminada por candelabros. Caballeros ricamente vestidos y damas brillantes de joyas interrumpieron el baile y les miraron en un silencio estupefacto. Los músicos de la galería terminaron de tocar con una cacofonía que hería los oídos.
    —¡Tú, cretino! —gritó Yennefer, intentando arañarle los ojos—. ¡Tú, idiota de mierda! ¡Me lo has impedido! ¡Ya casi lo tenía!
    —¡Una mierda, lo tenías! —le respondió, sin ganas de broma—. ¡Te he salvado la vida, bruja idiota!
    Ella resopló como un gato rabioso, sus manos lanzaban chispas. Geralt, volviendo el rostro, la cogió por ambas muñecas, después de lo cual comenzaron a revolcarse entre las ostras, las frutas caramelizadas y los pedazos de hielo.
    —¿Tienen ustedes invitación? —les preguntó un gallardo individuo que llevaba una dorada cadena de chambelán al pecho, mirándoles desde arriba con un gesto altanero.
    —¡Vete a tomar por culo, gilipollas! —gritó Yennefer, todavía intentando arañar los ojos de Geralt.
    —Esto es un escándalo —dijo con énfasis el chambelán—. Verdaderamente, exageráis con eso de la teleportación. Me quejaré al Consejo de Hechiceros. Exijo...
    Nadie jamás llegó a enterarse de qué es lo que exigía el chambelán. Yennefer se liberó de la tenaza de Geralt, con la mano abierta le dio al brujo en la oreja, le propinó una patada con todas sus fuerzas en la pantorrilla y saltó en el portal que estaba desapareciendo en la pared. Geralt se echó detrás de ella, con un movimiento ya practicado la agarró por los cabellos y el cinturón. Yennefer, también con mayor práctica, le golpeó con el codo. De la violencia del movimiento se rompió su vestido por el sobaco, dejando al descubierto un hermoso pecho de muchacha. Del desgarrado escote resbaló una ostra.
    Cayeron ambos en la nada del portal. Geralt todavía alcanzó a escuchar las palabras del chambelán.
    —¡Música! ¡Seguid tocando! No ha pasado nada. ¡Por favor, no se preocupen por este lamentable incidente!
    El brujo estaba convencido de que con cada nuevo viaje por el portal crecía también el riesgo de accidente y no se equivocaba. Llegaron a su objetivo, la posada de Errdil, pero se materializaron justo debajo del techo. Cayeron aplastando la balaustrada de las escaleras, aterrizaron con gran estruendo encima de la mesa. La mesa no tenía derecho a aguantar eso y no lo aguantó.
    Yennefer se encontraba debajo en el momento de la caída. Estaba seguro de que había perdido el sentido. Se equivocaba.
    Le aporreó con los nudillos en el ojo y le escupió directamente a la cara un manojo de insultos de los que no se avergonzaría un enano sepulturero, y los enanos sepultureros eran famosos por sus increíbles insultos. Los anatemas iban acompañados por rabiosos y desordenados golpes, lanzados a ciegas, donde caían. Geralt la agarró por las manos y, al intentar evitar los golpes en la frente, apretó el rostro en el escote de la hechicera, que olía a lila, grosella y ostras.
    —¡Suéltame! —gritó, pataleando como un potro—. ¡Idiota, tonto, payaso! ¡Suéltame, te digo! ¡Los lazos van a estallar, tengo que reforzarlos o el djinn se escapará!
    No respondió, aunque tenía ganas. La agarró aún más fuerte, intentando aplastarla contra el suelo. Yennefer maldijo horrorosamente, forcejeó y le golpeó con todas sus fuerzas con la rodilla entre las piernas. Antes de que él alcanzara a respirar, ella se soltó y pronunció un hechizo. Sintió como una monstruosa fuerza lo levantaba del suelo y lo empujaba por toda la longitud de la sala y luego, con un ímpetu que cortaba el aliento, lo arrojó contra una cómoda de dos puertas labradas y la hizo pedazos minuciosamente.

IX
    —¿Qué pasa ahí? —Jaskier, pegado al muro, sacó el cuello, intentando atravesar el chaparrón con la mirada—. ¿Qué pasa ahí, decidme, por todos los diablos?
    —¡Se están pegando! —gritó uno de los curiosos viandantes, saltando de la ventana de la posada como si se hubiera quemado. Sus andrajosos compañeros también echaron a correr, pisando el barro con los pies descalzos—. ¡El hechicero y la bruja se están pegando!
    —¿Se están pegando? —se extrañó Neville—. ¡Ellos se pegan y este asqueroso demonio destruye mi ciudad! ¡Miradlo, otra vez ha tirado una chimenea! ¡Y desbarata los ladrillos! ¡Eh, vecinos! ¡Corred para allá! ¡Dioses, menos mal que está lloviendo, si no tendríamos un incendio de la leche!
    —Esto no va a durar mucho más —dijo sombrío el capellán Krepp—. La luz mágica está debilitándose, los lazos van a estallar. ¡Don Neville! ¡Ordenad a la gente que retroceda! ¡Allí se va a desencadenar ahora un infierno! ¡De esta casa no van a quedar más que las astillas! Don Errdil, ¿de qué os reís? Al fin y al cabo es vuestra casa. ¿Qué es lo que os divierte tanto?
    —¡Esta ruina tiene un seguro de un buen montón de perras!
    —¿La póliza incluye accidentes mágicos y sobrenaturales?
    —Por supuesto.
    —Juicioso, señor elfo. Muy juicioso. Os felicito. ¡Eh, vecinos, cubríos! ¡A quien le guste la vida que no se acerque más!
    Desde el interior del hogar de Errdil se escuchó un ensordecedor estruendo, relucieron truenos. La muchedumbre retrocedió, escondiéndose detrás de los pilares de la plaza.
    —¿Por qué Geralt se metió ahí? —gimió Jaskier—. ¿Por qué cojones? ¿Por qué se empeñó en salvar a esa hechicera? Voto al diablo, ¿por qué? ¿Chireadan, lo entiendes tú?
    El elfo sonrió con tristeza.
    —Lo entiendo, Jaskier —afirmó—. Lo entiendo.

X
    Geralt esquivó un nuevo rayo de fuego naranja disparado por los dedos de la hechicera. Estaba visiblemente cansada: los rayos eran débiles y lentos, y los evitó sin mayor esfuerzo.
    —¡Yennefer! —gritó—. ¡Cálmate! ¡Entiende por fin lo que te quiero decir! No conseguirás...
    No terminó. De las manos de la hechicera saltaron unos delgados relámpagos rojos que lo alcanzaron en muchos sitios y lo envolvieron esmeradamente. La ropa siseó y comenzó a echar humo.
    —¿No lo conseguiré? —gruñó, de pie a su lado—. Ahora verás de lo que soy capaz. Basta con que te tumbes y no molestes más.
    —¡Quítame esto! —gritó, retorciéndose y estirando la tela de araña ígnea—. ¡Que me quemo, coño!
    —Tiéndete y no te muevas —le recomendó, respirando con dificultad—. Eso arde sólo cuando te mueves... No puedo dedicarte más tiempo, brujo. Nos hemos divertido un rato pero lo bueno, si breve... Tengo que ocuparme del djinn, porque se me va a escapar...
    —¿Escapar? —bramó—. ¡Tú eres quien tiene que escapar! Ese djinn... Yennefer, escúchame con atención. Tengo que confesarte algo. Tengo que decirte la verdad. Te asombrarás.

XI
    El djinn se retorció en sus ligaduras, dio una vuelta, tiró de los lazos que lo sujetaban y derribó la torreta de la casa de Beau Berrant.
    —¡Pero cómo berrea! —Jaskier se tocó inconscientemente la garganta—. ¡Que monstruosos berridos! ¡Parece cómo si estuviera rabioso de la leche!
    —Porque lo está —dijo el capellán Krepp.
    Chireadan le lanzó una rápida mirada.
    —¿Qué?
    —Está rabioso —repitió Krepp—. Y no me extraña. Yo también lo estaría si hubiera tenido que cumplir al pie de la letra el primer deseo que, sin saberlo, expresó el brujo...
    —¿Cómo? —gritó Jaskier—. ¿Geralt? ¿Un deseo?
    —Él tenía en la mano el sello que aprisionaba al genio. El genio cumple sus deseos. Por eso la hechicera no puede subyugar al djinn. Pero el brujo no debe decírselo a ella, incluso si ya se dado cuenta. No debe decírselo.
    —Su puta madre —murmuró Chireadan—. Comienzo a entender. El carnicero en la mazmorra... Reventó...
    —Ése fue el segundo deseo del brujo. Le queda sólo uno. El último. ¡Pero, por los dioses, no debe confesárselo a Yennefer!

XII
    Estaba de pie, inmóvil, inclinada sobre él, sin desviar su atención al djinn que se revolvía en sus ligaduras sobre el tejado de la posada. El edificio se estremecía, del techo caían cal y astillas, los muebles se arrastraban por el suelo con movimientos espasmódicos.
    —Así que es eso —susurró—. Mis felicitaciones. Has conseguido engañarme. No era Jaskier, sino tú. ¡Por eso el djinn lucha de tal modo! Pero aún no he perdido, Geralt. No me valoras, no valoras mi fuerza. De momento os tengo a los dos en la sartén, al djinn y a ti. ¿Tienes todavía un deseo? Pídelo ahora. Liberarás al djinn y entonces lo meteré en la botella.
    —Ya no tienes suficientes fuerzas, Yennefer.
    —No sabes las fuerzas que tengo. ¡Tu deseo, Geralt!
    —No, Yennefer. No puedo... Puede que el djinn lo otorgue pero a ti no te perdonará. Cuando esté libre, te matará, se vengará de ti... No te dará tiempo a atraparlo y no te dará tiempo a defenderte. Estás agotada, apenas te tienes en pie. Morirás, Yennefer.
    —¡Ése es mi riesgo! —gritó con rabia—. ¿A ti que te importa? ¡Piensa mejor en lo que el djinn te puede dar a ti! ¡Todavía tienes un deseo! ¡Puedes pedir lo que quieras! ¡Aprovecha tu oportunidad! ¡Aprovéchala, brujo! ¡Puedes tener todo! ¡Todo!

XIII
    —¿Morirán los dos? —aulló Jaskier—. ¿Cómo puede ser? Don Krepp, o como os llaméis... ¿Por qué? Si el brujo... ¿Por qué Geralt, su puta y reputa madre, no huye? ¿Por qué? ¿Qué lo detiene allí? ¿Por qué no abandona a su suerte a esa jodida bruja y no huye? ¡Si él sabe que no tiene sentido!
    —Completamente sin sentido —repitió Chireadan con amargura—. Completamente.
    —¡Es un suicidio! ¡E idiotismo común y corriente!
    —Al fin y al cabo, ésta es su profesión —terció Neville—. El brujo salva mi ciudad. Pongo a los dioses por testigos de que si vence a la hechicera y expulsa al demonio, lo recompensaré con generosidad...
    Jaskier se quitó de la cabeza el sombrerito adornado con una pluma de garza, escupió en él, lo tiró al fango y lo pisoteó, repitiendo diversas palabras en diversos idiomas.
    —Pero si él... —gimió de pronto—. ¡Tiene todavía un deseo de reserva! ¡Podría salvarla a ella y a sí mismo! ¡Don Krepp!
    —No es tan fácil —se lo pensó el capellán—. Pero si... si expresara correctamente el deseo... si de algún modo uniera su destino con el destino de... No, no creo que se le ocurra. Y puede que sea mejor así.

XIV
    —¡Tu deseo, Geralt! ¡Más deprisa! ¿Qué es lo que ansias? ¿Inmortalidad? ¿Riqueza? ¿Gloria? ¿Poder? ¿Fuerza? ¿Honores? ¡Deprisa, no tengo tiempo!
    Callaba.
    —Humanidad —dijo de pronto, riéndose con gesto perverso—. Lo he adivinado, ¿verdad? ¡Eso es lo que ansías, lo que anhelas! La liberación, la libertad de ser quien quieres y no quien debes. El djinn otorgará ese deseo, Geralt. Pídelo.
    Callaba.
    Estaba junto a él, cubierta con el centelleante resplandor de la bola mágica, en la claridad de la magia, entre el brillo de los rayos que sujetaban al djinn, con el cabello encrespado y los ojos violetas ardiendo, enhiesta, esbelta, morena, terrible...
    Y hermosa.
    Se agachó violentamente, lo miró a los ojos, de cerca. Percibió el olor a lila y grosella.
    —Callas —susurró—. ¿Qué es lo que anhelas entonces, brujo? ¿Cuál es tu más oculto sueño? ¿No lo sabes o es que no puedes decidirte? Busca en ti mismo, busca profunda y cuidadosamente, porque la Fuerza gira alrededor de ti, ¡no tendrás una segunda oportunidad!
    Y de pronto él supo la verdad. Supo. Supo quién había sido ella antes. Lo que recordaba, lo que no podía olvidar, con lo que tenía que vivir. Quién había sido en realidad, antes de convertirse en hechicera.
    Porque le miraban los ojos fríos, penetrantes, enfadados e inteligentes de una jorobada.
    Se asustó. No, no de la verdad. Se asustó de que pudiera leer sus pensamientos, de que pudiera enterarse de que él lo sabía. De que nunca se lo iba a perdonar. Ahogó estos pensamientos en su interior, los mató, los echó de su memoria para siempre, sin huellas, sintiendo ante esto un tremendo alivio. Sintiendo que...
    El techo estalló. El djinn, enredado en la red de los rayos que se extinguía poco a poco, se lanzó directamente hacia ellos, gritando, y en el grito aquél había triunfo y ansia de matar. Yennefer se arrojó contra él, en sus manos había luz. Una luz muy débil.
    El djinn abrió la boca y lanzó hacia ella sus garras. Y el brujo comprendió de pronto que ya sabía lo que deseaba.
    Y pidió su deseo.

XV
    La casa explotó, ladrillos, vigas y tablas revolotearon hacia lo alto en una nube de humo y de chispas. De entre el polvo saltó el djinn, grande como un establo. Bramando y estallando en una carcajada triunfal, el genio del aire, el djinn, ya libre, redimido, no sujeto por ningún deber ni la voluntad de nadie, trazó tres círculos sobre la ciudad, dobló el pararrayos de la torre del ayuntamiento, levantó el vuelo hacia lo alto y voló, se perdió, desapareció.
    —¡Huye! ¡Huye! —gritó el capellán Krepp—. ¡El brujo logró su propósito! ¡El genio se va! ¡No es ya amenaza para nadie!
    —¡Aj! —dijo Errdil con verdadero arrobo—. ¡Qué ruina más maravillosa!
    —¡Mierda, mierda! —gritó Jaskier, encogido detrás del muro—. ¡Ha destruido toda la casa! ¡Nadie ha podido sobrevivir a eso! ¡Nadie, os digo!
    —El brujo Geralt de Rivia se sacrificó por la ciudad —dijo ceremoniosamente el burgomaestre Neville—. No le olvidaremos, le honraremos. Pensaremos en una estatua...
    Jaskier se sacudió del hombro un pedazo de estera de caña pegada con barro, limpió el jubón de cachitos de enlucido mojados de lluvia, miró al burgomaestre y en unas cuantas palabras elegidas con precisión expresó su opinión sobre sacrificios, honores, memoria y todas las estatuas del mundo.

XVI
    Geralt miró a su alrededor. Por el agujero del techo caían lentas gotas de agua. Junto a ellos se amontonaban escombros y fragmentos de madera. Por una extraña casualidad el lugar donde yacían estaba completamente limpio. No les había caído encima ni siquiera una tabla ni un ladrillo. Era como si les hubiera cubierto un escudo invisible.
    Yennefer, ligeramente enrojecida, estaba sentada a su lado, con las manos apoyadas en las rodillas.
    —Brujo —carraspeó—. ¿Estás vivo?
    —Lo estoy. —Geralt se limpió la cara de polvo y pajas, gruñó. Yennefer, con un lento movimiento, tocó su muñeca, siguió delicadamente el contorno de su mano.
    —Te he quemado...
    —No es nada. Un par de ampollas...
    —Lo siento. Sabes, el djinn se ha escapado. Definitivamente.
    —¿Lo lamentas?
    —No mucho.
    —Eso está bien. Ayúdame a levantarme, por favor.
    —Espera —susurró—. Ese deseo tuyo... Escuché lo que deseaste. Me quedé pasmada, simplemente me quedé pasmada. Podría haberme esperado cualquier cosa, pero qué... ¿Qué te llevó a ello, Geralt? ¿Por qué... por qué yo?
    —¿No lo sabes?
    Se inclinó sobre él, lo tocó, sintió en el rostro la caricia de sus cabellos que olían a lila y grosella y supo de pronto que nunca iba a olvidar ese olor, ese débil roce, supo que nunca más iba a poder compararlo con otro perfume y con otras caricias. Yennefer lo besó y él comprendió que nunca más iba a desear otros labios que estos, blanditos y húmedos, dulces del pintalabios. Supo de pronto que desde ese momento existiría sólo ella, su cuello, sus hombros y pechos liberados del negro vestido, su delicada y fría piel, imposible de comparar con ninguna que tocara antes. Miró de cerca sus ojos violetas, los ojos más hermosos de todo el mundo, ojos que, como se temía, iban a convertirse para él en...
    Todo. Lo sabía.
    —Tu deseo —susurró con los labios pegados a su oreja—. No sé si tales deseos pueden realizarse. No sé si existe en la Naturaleza una Fuerza capaz de realizar tales deseos. Pero si es así, estás condenado. Condenado a mí.
    Él la interrumpió con un beso, un abrazo, un halago, una caricia, muchas caricias y luego ya con todo, con él mismo por entero, cada pensamiento, un sólo pensamiento, con todo, con todo, con todo. Cortaron el silencio con suspiros y susurros de la ropa arrojada al suelo, cortaron el silencio muy delicadamente y fueron perezosos, y fueron cuidadosos y fueron atentos y sensibles, y aunque ambos no sabían muy bien qué era la atención ni la sensibilidad, lo consiguieron porque ambos lo querían con todas sus fuerzas. Y no tenían prisa alguna, y el mundo entero dejó de existir de pronto, dejó de existir por un pequeño, corto instante y a ellos les parecía que había transcurrido la eternidad toda, porque verdaderamente había transcurrido toda la eternidad.
    Y luego el mundo comenzó a existir de nuevo, pero ahora era completamente distinto.
    —¿Geralt?
    —¿Humm?
    —¿Y ahora qué?
    —No sé.
    —Yo tampoco sé. Porque sabes, yo... No estoy segura de si valió la pena ser condenado a mí. Yo no sé... Espera, qué haces... Quería decirte...
    —Yennefer... Yen
    —Yen —repitió, capitulando por completo—. Nunca nadie me llamó así. Dilo otra vez, por favor.
    —Yen.
    —Geralt.

XVII
    La lluvia dejó de caer. El arco iris apareció sobre Rinde, surcó el cielo con un arco multicolor y entrecortado. Daba la sensación de que nacía justamente sobre el arruinado techo de la posada.
    —Por todos los dioses —murmuró Jaskier—. Qué silencio... No viven, os digo. O bien se mataron el uno al otro o se los cargó mi djinn.
    —Hay que echar un vistazo —dijo Vratimir, limpiándose la frente con un gorro arrugado—. Pueden estar heridos. ¿Llamamos a un médico?
    —Mejor a un enterrador —afirmó Krepp—. Yo conozco a esa hechicera y el brujo también lleva al diablo dentro. No hay nada que hacer, más vale empezar a cavar dos agujeros en el camposanto. A esa Yennefer yo aconsejaría rematarla con una estaca de álamo.
    —Qué silencio —repitió Jaskier—. Hace un momento hasta los tejados volaban y ahora no se oye ni una mosca.
    Se acercaron a las ruinas de la posada, despacio y muy atentos.
    —Que el carpintero haga unos ataúdes —dijo Krepp—. Decidle al carpintero...
    —Silencio —le cortó Errdil—. He oído algo. ¿Qué ha sido eso, Chireadan?
    El elfo retiró los cabellos de la oreja terminada en punta, inclinó la cabeza.
    —No estoy seguro... Acerquémonos más
    —Yennefer está viva —dijo de pronto Jaskier, forzando su oído musical—. He oído como gemía. ¡Oh, ha gemido otra vez!
    —Ajá —confirmó Errdil—. Yo también la he oído. Gemía. Tiene que estar sufriendo horriblemente, os digo. ¿Chireadan, a dónde vas? ¡Ten cuidado!
    El elfo se retiró de la ventana destrozada a través de la cual había mirado.
    —Vámonos de aquí —dijo seco—. No les molestemos.
    —Entonces, ¿están vivos los dos? ¿Chireadan? ¿Qué hacen allí?
    —Vámonos de aquí —repitió el elfo—. Los dejaremos allí solos por algún tiempo. Que se queden allí ella, él y su último deseo. Esperaremos en cualquier taberna, y dentro de poco se nos unirán. Los dos.
    —¿Qué hacen allí? —Jaskier se mostró interesado—. ¡Dilo, joder!
    El elfo sonrió. Muy, muy triste.
    —No me gustan las grandes palabras —dijo—. Y sin usar grandes palabras no se lo puede describir.

Andrzej Sapkowski
El último deseo

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