jueves, 23 de diciembre de 2021

Andrzej Sapkowski / El confín del mundo

 


Andrzej Sapkowski

5

EL CONFÍN DEL MUNDO


I

    Jaskier bajó con cuidado los escalones de la taberna, llevando dos jarras que chorreaban espuma. Maldiciendo en voz baja, se abrió paso por entre el grupo de niños curiosos que se apretaban en torno a él. Atravesó oblicuamente el corral, evitando las numerosas plastas de las vacas.
    Alrededor de una mesa puesta en la calle, ante la que el brujo hablaba con el estarosta de la villa, se habían reunido ya unas decenas de colonos. El poeta colocó las jarras, se sentó. Enseguida se dio cuenta de que durante su corta ausencia la conversación no había avanzado ni siquiera una pulgada.
    —Soy brujo, señor estarosta —repitió por no se sabe qué vez Geralt, hundiendo los labios en la espuma de la cerveza—. No mercadeo nada. No me ocupo de alistar para el ejército y no sé curar los muermos. Soy brujo.
    —Es una especie de profesión —aclaró por no se sabe qué vez Jaskier—. Brujo, ¿comprendéis? Mata estriges, espectros también. Extirpa toda porquería. Como un profesional, por dinero, ¿Comprendéis, estarosta?
    —¡Ajá! —La frente del estarosta, surcada por las arrugas provocadas por pensamientos demasiado complicados, se relajó—. ¡Brujo! ¡Haber empezado por ahí!
    —Pues claro —afirmó Geralt—. Por eso pregunto: ¿hay faena para mí por estos alrededores?
    —Aaah... —El estarosta comenzó a pensar de nuevo en un modo bastante visible—. ¿Faena? Como cuál... Bueno... ¿Elementalos? ¿Preguntáis si no haya acá elementalos?
    El brujo se sonrió y asintió con la cabeza, rascándose ligeramente con una falange el párpado cubierto de polvo.
    —Haya —concluyó el estarosta al cabo de un buen rato—. Mirar allá, ¿veis aquellas sierras? Allá moran los elfos, allá tienen su reino. Los palacios suyos, os digo, por entero son de oro puro. ¡Ay, señores! Los elfos, os digo. Peligro. Quien allá acude, jamás regresa.
    —Así lo creo —dijo Geralt con frialdad—. Por eso es por lo que no pienso ir allá.
    Jaskier se rió con insolencia. El estarosta, como Geralt se esperaba, se lo pensó durante un largo rato.
    —Ajá —dijo por fin—. Clarito, claro. Pero hay otros elementalos acá. De las tierras de los elfos se nos cuelan, por lo visto. Oh, señores, hay de ellos, los hay. Ni se pueden contar. Y la peor es la Muaré, ¿acaso miento, paisanos?
    Los «paisanos» se reanimaron, rodearon la mesa por todos lados.
    —¡La Muaré! —dijo uno—. Sí, sí, con toda razón habla el estarosta. Una moza descolorida, que corre por las casas al alba, ¡y los críos se mueren!
    —Y trasgos —añadió otro, soldado en la guardia local—. ¡Les enredan las crines a las caballerías en las cuadras!
    —¡Y murciégalos! ¡Murciégalos hay!
    —¡Y calvorotes! ¡Por su culpa la gente se llena de granos!
    Los siguientes minutos fueron ocupados por un intensivo recuento de los seres que importunaban a los lugareños con sus innobles actos o con su mera existencia. Geralt y Jaskier se enteraron de datos acerca de los trastornones y las mamillas, seres debido a los cuales un labrador honrado no puede encontrar su casa cuando está borracho, sobre las cometas, que vuelan y beben la leche de las vacas, sobre las cabezas con patas de araña que corren por los bosques, sobre los joboldag, que llevan un sombrerito rojo, y sobre los peligrosos lucios, que arrancan la ropa blanca de las manos de las mujeres que están lavando y mira, igual les da por liarse con las propias mujeres. No se quedaron, como era habitual, sin que les informaran de que la vieja Naradkova vuela por las noches subida al atizador y de día provoca abortos, que el molinero mezcla la harina con polvo de bellotas y que un cierto Duda, hablando del capataz real, le llamó a éste ladrón y granuja.
    Geralt escuchó con tranquilidad, asintiendo con la cabeza en fingida atención, realizó unas cuantas preguntas relativas sobre todo a los caminos y la topografía del terreno, después de lo cual se levantó y le hizo una seña a Jaskier.
    —Entonces, con los dioses, buenas gentes —dijo—. Pronto volveré, entonces veremos qué se deja hacer.
    Se fueron en silencio, entre los chozos y las tapias, acompañados del ladrido de los perros y la algarada de los niños.
    —Geralt —habló Jaskier, levantándose sobre los estribos y arrancando unas hermosas manzanas de unas ramas que sobresalían por encima de las paredes de un huerto—. Todo el camino te has estado quejando de que cada vez te es más difícil encontrar trabajo. Y por lo que escuché hace unos instantes resulta que podrías trabajar aquí hasta el invierno, y sin descanso. Aquí te ganarías unos duros y yo encontraría bonitos temas para mis romances. Entonces, explícame, ¿por qué seguimos andando?
    —No me ganaría aquí ni un real, Jaskier.
    —¿Por qué?
    —Porque ni una sola palabra de todo lo que dijeron era verdad.
    —¿Qué dices?
    —Ninguno de los monstruos de los que hablan existe.
    —¡Te burlas de mí! —Jaskier escupió las pipas y echó los restos a un perro callejero que estaba muy pegado a los cascos del caballo—. No, no es posible. Me fijé en esas gentes y yo conozco bien a las personas. No mentían.
    —No —aceptó el brujo—. No mentían. Creen ciegamente en ello. Lo que no cambia las cosas.
    El poeta se mantuvo un rato en silencio.
    —Ninguno de esos monstruos... ¿Ninguno? No puede ser. Alguno de los que mencionaron tiene que existir. ¡Aunque no sea más que uno! Reconócelo.
    —Lo reconozco. Es seguro que por aquí hay uno de ellos.
    —¡Lo ves! ¿Cuál?
    —El murciélago.
    Dejaron atrás la última cerca y salieron a una calzada entre bancales amarillos de colza y campos ondulados de trigo. El camino, en dirección contraria, lo recorrían carros cargados. El bardo colocó la pierna sobre el arzón de la silla, apoyó el laúd en la rodilla y rasgueó una nostálgica melodía. De hito en hito, saludaba con la mano a las mozas risueñas y arremangadas que caminaban por los rebordes del camino llevando rastrillos en sus hombros poderosos.
    —Geralt —dijo de pronto—. Pero hay monstruos. Puede que no sean tantos como antes, puede que no acechen detrás de cada árbol en el bosque, pero hay. Existen. ¿A qué se debe entonces que la gente además se invente los que no hay? Y por si fuera poco, incluso creen en aquello que se inventaron. ¿Eh? ¿Geralt de Rivia, famoso brujo? ¿No pensaste nunca en ello?
    —Pensé en ello, famoso poeta. Y conozco la causa.
    —Interesante.
    —A la gente —Geralt volvió la cabeza— le gusta inventarse monstruos y monstruosidades. Entonces se parecen menos monstruosos a sí mismos. Cuando beben como una esponja, engañan, roban, le dan de palos a su mujer, matan de hambre a su vieja abuelilla, golpean con un hacha a la raposa atrapada en el cepo o acribillan a flechazos al último unicornio del mundo, les gusta pensar que sin embargo todavía es más monstruosa que ellos la Muaré que entra en las casas a la aurora. Entonces, como que se les quita un peso de encima. Y les resulta más fácil vivir.
    —Lo recordaré —dijo Jaskier al cabo de un rato de silencio—. Sacaré unas rimas y compondré un romance sobre ello.
    —Componlo. Pero no cuentes con grandes aplausos.
    Cabalgaban despacio pero al poco perdieron de vista la última aldea de chozos. No mucho después alcanzaron la línea de unas lomas pobladas de bosques.
    —Ah. —Jaskier detuvo el caballo, miró a los lados—. Contempla, Geralt. ¿No es hermoso? Un idilio, así me lleve el diablo. ¡La vista se alegra!
    El terreno más allá de las lomas caía levemente en distintas direcciones, formando llanuras a medias cubiertas de un mosaico de cultivos de muchos colores. En medio, redondos y regulares como hojas de trébol, brillaban tres lagos bordeados por oscuros cinturones de matorrales de alisos. El horizonte estaba marcado por una nebulosa línea de montañas de color azul oscuro, alzándose sobre una oscura e informe extensión de bosque.
    —Vamos, Jaskier.
    La calzada conducía directa hacia los lagos a través de diques de tierra y bandadas de chillones patos salvajes, cercetas, garzas y somorgujos que estaban escondidos en las alisedas. La riqueza de plumíferos asombraba ante la huella evidente de actividad humana: los diques estaban bien cuidados, cubiertos de fajina, las esclusas reforzadas con piedras y maderos. Las compuertas junto a los estanques no estaban podridas en absoluto, el agua corría alegremente. En los juncos de las orillas se veían canoas y embarcaderos, y desde las profundidades se erguían pértigas donde estaban colgadas redes y mallas.
    De pronto, Jaskier miró hacia atrás.
    —Alguien va detrás de nosotros —dijo nervioso—. ¡En un carro!
    —Inaudito —se mofó el brujo sin mirar—. ¿En un carro? Y yo que pensaba que los de aquí iban en murciélagos.
    —¿Sabes lo que te digo? —refunfuñó el trovador—. Cuando más cerca del confín del mundo, más agudas se vuelven tus bromas. ¡Asusta pensar a dónde llegarás!
    Cabalgaban sin prisa, y como el carro al que iban enganchados dos caballos píos no llevaba carga, les alcanzó muy pronto.
    —Prrrrr. —El hombre que conducía sujetó los caballos justo detrás de ellos. Llevaba una zamarra de borrego sobre la piel desnuda y los cabellos le alcanzaban hasta las cejas—. ¡Alabados sean los dioses, caballeros!
    —¡Alabados sean! —contestó Jaskier, entendido en costumbres.
    —No por mí —masculló el brujo.
    —Tapadera me nombran —declaró el arriero—. Os vi a vos, cómo platicasteis con el estarosta de la Posada de Arriba. Sé que brujo sois.
    Geralt dejó pasar el carro, permitió a la yegua ramonear las hierbas del camino.
    —Oí —continuó el hombre de la zamarra— cómo el estarosta os contó tamaños cuentos. Os lo conocí en vueso gesto y no me fue raro, que ha tiempo que no oía tales mentiras ni embustes.
    Jaskier se sonrió. Geralt miró al aldeano atentamente, sin decir nada. El aldeano llamado Tapadera carraspeó.
    —¿No querríais liaros con una faena de las buenas, verdadera, señor brujo? —preguntó—. Algo tendría para vos.
    —¿El qué?
    Tapadera no bajó los ojos.
    —Mal se habla de negocios por los caminos. Vayamos a mi casa, a Posada de Abajo. Allá platicaremos. Al cabo, éste es también vueso camino.
    —¿Por qué estáis tan seguro?
    —Porque aquí no hay otro camino, y vuesos caballos el morro tienen en aquesta dirección, y no a la contraria.
    Jaskier se sonrió de nuevo.
    —¿Qué dices a esto, Geralt?
    —Nada —contestó el brujo—. Mal se habla por los caminos. En marcha pues, señor don Tapadera.
    —Atar los caballos a las estacas y encaramaos al carro —propuso el aldeano—. Os será más cómodo. ¿Por qué cansar el culo con la silla?
    —Verdad de la buena.
    Se subieron al carro. El brujo se tumbó sobre la paja con voluptuosidad. Jaskier, temiendo ensuciar su elegante jubón verde, se sentó en el asiento. Tapadera silbó a los caballos, el vehículo avanzó rechinando por sobre los maderos que reforzaban los diques.
    Cruzaron un puente sobre los canales repletos de nenúfares y lentejas de río, atravesaron una franja de campos segados. A todo su alrededor, hasta donde la vista alcanzaba, se extendían campos labrados.
    —No se puede creer que esto sea el confín del mundo, el fin de la civilización —dijo Jaskier—. Echa un vistazo, Geralt. Centeno como oro, y entre ese maíz podría esconderse un hombre a caballo. Y mira los nabos, son enormes.
    —¿Sabes algo de agricultura?
    —Nosotros los poetas debemos saber de todo —afirmó Jaskier con soberbia—. En caso contrario nos comprometeríamos cuando escribimos. Hace falta estudiar, querido mío, estudiar. De la agricultura depende el destino del mundo, por ello está bien saber algo de agricultura. La agricultura proporciona alimento, viste, guarda del frío, provee de entretenimiento y ayuda a las artes.
    —Con lo del entretenimiento y las artes creo que te has pasado un poco.
    —¿Y de dónde se saca el aguardiente?
    —Comprendo.
    —Nada comprendes. Estudia. Mira esas florecillas violetas. Son altramuces.
    —En verdad que eso son arvejas —le contradijo Tapadera—. ¿Acaso no visteis nunca altramuces? Pero en algo acertasteis, señor. Todo se cría aquí con mucha fuerza y crece que da gloria. Por ello lo llaman el Valle de las Flores y por ello nuesos agüelos se asentaron acá, y echaráronse de aquí a los elfos.
    —El Valle de las Flores, es decir Dol Blathanna. —Jaskier le dio con el codo al brujo tendido en sobre la paja—. ¿Te das cuenta? A los elfos echaráronse pero los antiguos nombres elfos no creyeréronse necesario cambiárarse. Les falta fantasía. ¿Y cómo se vive aquí con los elfos, jefe? Al fin y al cabo los tenéis con las montañas de por medio.
    —No nos mezclamos los unos con los otros. Ellos con ellos, nostros con nostros.
    —La mejor solución —dijo el poeta—. ¿No es cierto, Geralt?
    El brujo no contestó.

II
    —Gracias por el convite. —Geralt relamió la cuchara de hueso y la colocó en el cuenco vacío—. Miles de gracias, señor. Y ahora, si permitís, vayamos al asunto.
    —Va, venga —se mostró de acuerdo Tapadera—. ¿Qué, Dhun?
    Dhun, el Anciano de Posada de Abajo, un enorme hombre de lúgubre mirada, inclinó la cabeza a las mozas; éstas, a toda prisa recogieron de la mesa la vajilla y dejaron la sala del concejo, para evidente tristeza de Jaskier, el cual desde el principio del banquete les había mostrado sus blancos dientes y les había empujado a soltar risitas a base de bromas bastante vulgares.
    —Escucho entonces —dijo Geralt, mirando por la ventana desde la que le llegaba el golpetear del hacha y el sonido de la sierra. En el exterior se estaba haciendo algo con madera, un fuerte olor a resina llegaba hasta la isba—. Decidme en qué os puedo ayudar.
    Tapadera miró a Dhun. El viejo colono asintió, carraspeó.
    —Va, esto es así —dijo—. Hay acá una cierta haza...
    Geralt dio un puntapié por debajo de la mesa a Jaskier, el cual se disponía ya a soltar un comentario malintencionado.
    —Haza —continuaba Dhun—. ¿No digo bien, Tapadera? Estuvo esta haza por largo tiempo baldía, pero la aramos y ahora sembramos allá cáñamo, centeno y lino. Un pedazo de terreno, os digo. Hasta el mesmo monte que alcanza...
    —¿Y qué? —no resistió el poeta—. ¿Qué hay en esa haza?
    —Va. —Dhun bajó la cabeza, se arrascó detrás de una oreja—. Va, allá campa un diablo.
    —¿Qué? —resopló Jaskier—. ¿El qué?
    —Lo dicho, el Diablo.
    —¿Qué diablo?
    —¿Y qué diablo va a ser? El Diablo y basta.
    —¡Pero si los diablos no existen!
    —No interrumpas, Jaskier —dijo Geralt con voz serena—. Y vos, seguid adelante, señor Dhun.
    —Pues si lo dije: un diablo.
    —Esto ya lo sé. —Geralt, cuando quería, sabía ser paciente hasta el extremo—. Decidme qué aspecto tiene, de dónde salió, en qué os estorba. Una cosa tras la otra, si no os importa.
    —Va. —Dhun alzó una mano nudosa y comenzó a contar, doblando los dedos de uno en uno con grandes trabajos—. Una cosa tras la otra, cuán vivo y sabio home sois. Va, venga. Aspecto tiene, señor, pues de diablo, un diablo tal que ni pintado. ¿De dónde salió? Pues de lugar ninguno. Pam, paf, chas, y miro: diablo. Y estorbar, lo que es estorbar, lo cierto es que no mucho. Y hay veces en que hasta ayuda.
    —¿Ayuda? —se rió Jaskier mientras intentaba sacar una mosca de la cerveza—. ¿El diablo?
    —No interrumpas, Jaskier. Seguid, señor Dhun. En qué forma os ayuda ese, como decís...
    —Diablo —repitió con énfasis el aldeano—. Va, ayuda de tal modo: estercola el campo, remueve el terreno, mata los topos, asusta a los pájaros, vela por los nabos y los rabanillos. Ah, y las hojillas que se resecan se come de las coles. Pero por cierto que también la col entera se come. No es que se embuche otra cosa. Así es este diablo.
    Jaskier se rió de nuevo, después de lo cual chasqueó los dedos y disparó la mosca bañada en cerveza hacia el gato que dormía junto al hogar. El gato abrió un ojo y miró al bardo con reproche.
    —En cualquier caso —habló con tranquilidad el brujo—, estaríais dispuestos a pagarme para libraros de ese diablo, ¿o no? En otras palabras, ¿no lo queréis por estos alrededores?
    —¿Y quién —Dhun le miró lúgubremente— querría un diablo en la tierra de sus padres? Nuesa es esta tierra, de nuesos antepasados, por cesión del rey, y nada pinta acá un diablo. Al cuerno con su ayuda, ¿qué pasa, qué no tenemos manos nostros mesmos? Y no de diablo, señor brujo, sino de malevada bestia tiene en la cabeza tales, con perdón, mierdas, que no se puede aguantar. No sabes por la mañana lo que le vendrá a la cabeza por la noche. Y allá, señores, que ensucia el pozo, y acá que corre a una moza, la asusta, la amenaza que la va a encular. Roba, señores, los avíos de la casa y de la cosecha. Destruye y rompe, importuna, mete el morro en el dique, patea en los bajos como un castor o un hurón cualequiera, el agua de un estanque se escurrió del todo y las carpas se murieron. En el hórreo quemó unos escobeños, el hideputa, y hizo cenizas la mies toda...
    —Entiendo —le cortó Geralt—. Veo entonces que sí que estorba.
    —No —agitó la cabeza Dhun—. No estorba. Diabluras hace y no más.
    Jaskier se volvió hacia la ventana, ahogando las risas. El brujo callaba.
    —Y a qué más plática —dijo el hasta entonces silencioso Tapadera—. ¿Vos sois brujo, no? Pues entonces meteislo en cintura a aqueste diablo. Buscabais faena en Posada de Arriba, yo mismo lo oí. Pues acá tenéis faena. Os pagaremos lo preciso. Pero guardaos, no querríamos que matarais al diablo. Eso sí que no.
    El brujo alzó la cabeza y mostró una sonrisa siniestra.
    —Interesante —dijo—. Aun diría más, no muy habitual.
    —¿Qué? —Dhun arrugó el rostro.
    —Una condición no muy habitual. ¿Por qué tanta piedad?
    —No se le debe matar. —A Dhun se le arrugó aún más el rostro—. Porque en aqueste Valle...
    —No se le debe matar y basta —le interrumpió Tapadera—. Agarraislo sólo, señor, o bien echaislo al quinto cuerno. Y no os quejaréis de la paga.
    El brujo callaba sin dejar de sonreírse.
    —¿Aceptáis el trato? —preguntó Dhun.
    —Primero me gustaría echar un vistazo a ese vuestro diablo.
    Los aldeanos se miraron el uno al otro.
    —Vueso derecho —dijo Tapadera, después de lo que se levantó—. Y vuesa voluntad. Por todos los alrededores andurrea el diablo a las noches, pero de día suele estar allá por los cañaverales. O entre los sauces viejos, en el pantano. A voluntad podréis verlo allá. No os vamos a urgir. Si queréis descansar, descansaiste tan largo como queráis. Ni comodidades ni viandas os ahorraremos, tal y como es el derecho del huésped. Con los dioses.
    —Geralt. —Jaskier se levantó del escabel, contempló a los aldeanos que se alejaban de la casa—. No entiendo nada. No ha pasado ni un día desde que hablábamos de monstruos imaginarios y tú de pronto te contratas para cazar diablos. Y que justo los diablos son invenciones, criaturas míticas, lo sabe todo el mundo, descontando por lo que veo algunos aldeanos analfabetos. ¿Qué significa este inesperado entusiasmo tuyo? Apuesto, como te conozco un poco, a que no te rebajaste a solucionarnos de este modo alojamiento, manutención y lavado de ropa.
    —Por supuesto —se enfadó Geralt—. Parece que ya me conoces un poco, pallador.
    —En tal caso no lo entiendo.
    —¿Y qué hay que entender aquí?
    —¡No existe el diablo! —gritó el poeta, sacando definitivamente al gato de su sueño—. ¡No hay! ¡Los diablos no existen, diablos!
    —Cierto —se sonrió Geralt—. Pero yo, Jaskier, nunca pude resistir la tentación de ver algo que no existe.

III
    —Una cosa es cierta —murmuró el brujo recorriendo con la vista la enmarañada jungla de cañas que se extendía ante ellos—. Este diablo no es tonto.
    —¿Por qué lo dices? —se interesó Jaskier—. ¿Porque se esconde en una espesura impenetrable? Una liebre común y corriente tiene suficiente cerebro para ello.
    —Me refiero a las propiedades especiales del cañaveral. Un campo tan enorme emite una potente aura antimágica. La mayor parte de los encantamientos resultan aquí inútiles. Y mira allí, ¿ves esas hierbas? Eso es lúpulo. El polen del lúpulo actúa de forma parecida. Apuesto a que no es casualidad. El bellaco siente el aura y sabe que aquí está seguro.
    Jaskier tosió, se colocó los pantalones.
    —Me interesa ver —dijo, rascándose la frente, debajo del sombrerillo— cómo te pondrás a ello, Geralt. Todavía no tuve ocasión de verte nunca en el tajo. Apuesto a que sabes un tanto de la caza de diablos. Intentaré recordar un antiguo romance. Había uno sobre un diablo y una moza, indecoroso, pero divertido. Moza, piensas...
    —Olvídate de la moza, Jaskier.
    —Como quieras. Quería ayudar, nada más. Y no hay que menospreciar los cantos antiguos, está oculta en ellos la sabiduría recogida por generaciones. Hay un romance sobre un jornalero llamado Yolop, el cual...
    —Cierra el pico. Es hora de ponerse al tajo. Hay que ganarse la manutención y el lavado de ropa.
    —¿Qué quieres hacer?
    —Fisgaré un poco en los cañaverales.
    —Muy original —rebufó el trovador—. Aunque no muy refinado.
    —¿Y tú qué harías?
    —Algo inteligente —se burló Jaskier—. Brillante. Con una batida de caza. Echaría al diablo de entre los arbustos y en campo abierto lo acosaría a caballo y lo atraparía con un lazo. ¿Qué te parece?
    —Una concepción muy interesante. Quién sabe, puede que se pudiera usar si quisieras participar, porque para tal operación hacen falta por lo menos dos personas. Pero por ahora no vamos de caza. De momento quiero tan sólo orientarme, saber qué cosa es el diablo éste. Por eso me tengo que meter en los cañaverales.
    —¡Eh! —El bardo se dio cuenta sólo ahora—. ¡No llevas la espada!
    —¿Y para qué? Yo también conozco los romances sobre el diablo. Ni la moza ni el jornalero llamado Yolop llevaban espada.
    —Hmm... —Jaskier miró a su alrededor—. ¿Tenemos que meternos en el mismo centro de esa espesura?
    —Tú no tienes. Puedes volver a la aldea y esperarme allí.
    —Oh, no —protestó el poeta—. ¿Cómo voy a perderme tamaña ocasión? Yo también quiero ver al diablo, convencerme de si en verdad es tan fiero como lo pintan. Pregunté si obligatoriamente tenemos que atravesar por el cañaveral porque allí hay una trocha.
    —Cierto. —Geralt se hizo sombra con la mano—. Hay una trocha. La usaremos.
    —¿Y si es la trocha del diablo?
    —Mejor. Así no andaremos de más.
    —Sabes, Geralt —parloteó el bardo mientras atravesaba detrás del brujo el estrecho e irregular sendero entre las cañas—. Siempre pensé que «diablo» era una metáfora, creada para que fuera como una maldición. «Vaya un diablillo», «Que se vaya al diablo», «Qué diablos». Así decimos nosotros en la lengua común. En mi tierra se usa «allá donde el diablo dijo buenas noches» para referirse al quinto pino. Los duendes, cuando ven que se acerca alguien a caballo, dicen: «De nuevo los diablos traen a alguien». Los enanos maldicen «Düvvel hoáel», cuando algo no les sale, y a las mercancías defectuosas las llaman «Düvvelsheyss». Y en la Antigua Lengua hay un dicho: «A d'yaebl aép arse», que quiere decir...
    —Sé lo que quiere decir. Deja de cotorrear, Jaskier.
    Jaskier se calló, se quitó el sombrerito adornado con una pluma de ganso, se abanicó con él y se secó la frente sudorosa. En la espesura hacía un calor pesado, húmedo, asfixiante, incrementado incluso por el perfume de hierbas y matorrales en flor que flotaba en el ambiente. El sendero se torcía ligeramente y, al otro lado de la curva, se terminaba en un pequeño claro lleno de malas hierbas.
    —Mira, Jaskier.
    En el mismo centro del claro se erguía una piedra grande y plana sobre la que había unos cuantos cuenquecillos de barro. Entre los cuencos resaltaba una vela de sebo quemada casi hasta el final. Geralt vio, pegados a las plastas de grasa desecha, unos granos de maíz y de habas, así como otros pipos y semillas, ya irreconocibles.
    —Como me imaginaba —murmuró—. Le ofrecen aquí sacrificios.
    —Cierto —afirmó el poeta señalando a la vela—. Y le encienden fuego al diablo. Pero por lo que veo lo alimentan de semillas como a una gallina. Joder, vaya una pocilga asquerosa. Todo está pegajoso de brea y miel. Qué...
    Las siguientes palabras del bardo se ahogaron en un berrido sonoro y amenazador. En los cañaverales algo se removió y pataleó, después de lo cual de la espesura surgió el más extraño ser que a Geralt le hubiera sido dado contemplar.
    El ser tenía algo más de cuatro codos de altura, ojos saltones, cuernos y barbas de cabra. También los labios, vivos, partidos y blandos, recordaban una cabra rumiando. La parte inferior del cuerpo del ser estaba oculta por pelos largos, densos, de color rojo oscuro que alcanzaban hasta unas pezuñas bifurcadas. El engendro también estaba provisto de una cola terminada en un bordón apincelado, que agitaba enérgicamente.
    —¡Uk! ¡Uk! —castañeteó el monstruo, moviendo las pezuñas—. ¿Qué aquí? Largo, largo, que os ensarto en mis cuernos, ¡uk, uk!
    —¿Te ha dado alguien alguna vez una patada en el culo, cabroncillo? —no resistió Jaskier.
    —¡Uk! ¡Uk! ¡Beeeee! —baló el cuernocabra. Resultaba difícil discernir si esto era una afirmación, una negación o incluso un menosprecio de la pregunta.
    —Cállate, Jaskier —habló el brujo—. No digas ni una palabra.
    —¡Blebleblebeeeee! —gorjeó con rabia el ser, alzando tanto los labios que dejó al descubierto unos amarillentos dientes de caballo—. ¡Uk! ¡Uk! ¡Uk! ¡Bleubeeeubleuuubeeeee!
    —Seguro, seguro —afirmó Jaskier—. El organillo y la campanilla son tuyos. Cuando te vayas a ir a casa, los recoges.
    —Déjalo ya, joder —gritó Geralt—. Lo vas a estropear todo. Guarda para ti tus estúpidas bromas...
    —¡Bromas! —berreó sonoramente el cuernocabra y dio un salto—. ¡Bromas, beee, beeee! Nuevos bromeadores vinieron, ¿qué? ¿Trajeron bolitas de metal? ¡Ya os daré yo bolitas de metal a vosotros, canallas, uk, uk! ¿No queríais bromas, beeee? ¡Aquí tenéis bromas! ¡Tenéis vuestras bolitas! ¡Tenéis!
    El ser saltó y agitó violentamente la mano. Jaskier aulló y cayó en la trocha tentándose la frente. El ser dio un balido, agitó de nuevo la mano. Junto a la oreja de Geralt algo pasó silbando.
    —¡Tenéis vuestras bolitas! ¡Beeee!
    Una bolita de metal de una pulgada de diámetro le asestó al brujo en el hombro, la siguiente le acertó a Jaskier en la rodilla. El poeta soltó una imprecación y emprendió la huida. Geralt se lanzó delante de él sin esperar, mientras las bolitas le silbaban por encima de la cabeza.
    —¡Uk! ¡Uk! ¡Beee! —gritó el cuernocabra, saltando—. ¡Ya os daré bolitas! ¡Bromistas de mierda!
    Una bolita silbó en el aire. Jaskier lanzó una maldición aún más fea y se agarró el codo. Geralt se echó a un lado, entre los cañaverales, pero no escapó al impacto que le acertó en el omóplato. Había que reconocer que el diablo tenía una puntería asombrosa y que parecía tener un depósito inagotable de bolitas. El brujo, arrastrándose por entre la espesura, escuchó aún el balido triunfal del diablo victorioso y, enseguida, el silbido de otra bolita, la blasfemia y el pataleo de Jaskier escapando de la vereda.
    Y luego se hizo el silencio.

IV
    —Bueno, sabes, Geralt. —Jaskier apretó contra la frente una herradura enfriada en un cubo de agua—. No me esperaba esto. Un simple monstruillo cornudo con barbas de chivo, un simple morueco peludo, y te echó de allí como a cualquier mocoso. Y a mí me abrió la cabeza. ¡Mira qué chichón tengo!
    —Es la sexta vez que me lo enseñas. No parecía interesante ni siquiera la primera vez.
    —¡Qué amable! ¡Y yo que pensaba que iba a estar seguro contigo!
    —No te pedí que corrieras detrás de mí a los cañaverales. Te pedí, sin embargo, que escondieras detrás de los dientes tu lengua de verdulera. No me hiciste caso, ahora sufre. En silencio, si no te importa, porque justo están entrando.
    A la sala del concejo entraron Tapadera y el imponente Dhun. Tras ellos se arrastraba una abuelilla de cabellos grises y tan crujiente como un hojaldre, conducida por una muchacha rubia y terriblemente delgada.
    —Señor Dhun, señor Tapadera —comenzó el brujo sin preámbulos—. Antes de ponernos en camino pregunté si habíais intentado hacer algo vosotros solos con ese diablo vuestro. Dijisteis que no habíais hecho nada. Tengo motivos para pensar que fue de otro modo. Espero vuestras explicaciones.
    Los colonos murmuraron entre ellos, después de lo cual Dhun tosió y dio un paso.
    —Razón tenéis, señor, perdón pedimos. No lo dijimos pues la vergüenza se nos comía. Queríamos por nuesa propia mano engañar al diablo, obligailo a que se fuera con...
    —¿De qué modo?
    —Aquí en nueso valle —Dhun hablaba con lentitud— ya en tiempos rebullían las monstruosidades. Dragones de aire, wijunos de tierra, camorreros, fantasmones, arañas gigantes y tarascas de varias clases. Y nostros, cura de nuesos males siempre en nueso libro bucábamos.
    —¿En qué libro?
    —Saque usté el libro, agüela. ¡El libro digo, el libro! ¡Me se cuece la sangre! ¡Sorda como tapia! ¡Lille, dile a la agüela que enseñe el libro!
    La muchacha de cabellos claros arrancó un gran libro de los dedos de la viejecilla y se lo dio al brujo.
    —En aqueste libro —siguió Dhun—, el cual en la nuesa familia desde tiempos inmemoriales guardamos, hay remedios para todo monstruo, brujería y prodigio como hubo o haya en el mundo.
    Geralt dio vueltas en sus manos al volumen pesado, grueso y cubierto de polvo. La muchacha estaba todavía delante de él, limpiándose las manos en el delantal. Era de más edad de lo que al principio había pensado, le había engañado su delicada figura, tan diferente de la sólida postura de otras muchachas del poblado que serían seguramente de su tiempo.
    Colocó el libro sobre la mesa y abrió la pesada cubierta de madera.
    —Échale un vistazo a esto, Jaskier.
    —Runas Primeras —valoró el trovador, mirando por encima de sus hombros, con la muchacha siempre enfrente—. La escritura más antigua, utilizada hasta el momento de la introducción del nuevo alfabeto. Basada en las runas de los elfos y en los ideogramas de los enanos. Divertida sintaxis, pero así se hablaba entonces. Interesantes dibujos e ilustraciones. No se ve algo así a menudo, Geralt, y en caso afirmativo, sólo en bibliotecas de santuarios, no en poblachos en el confín del mundo. Por todos los dioses, ¿de dónde habeislo sacado, aldeanos míos? Creo que no querréis contarnos que sabéis leer esto. ¿Abuela? ¿Sabes leer Runas Primeras? ¿Sabes leer cualquier runa?
    —¿Quééééé?
    La muchacha de cabellos claros se acercó a la abuelilla y le susurró algo directamente al oído.
    —¿Leer? —La viejecilla mostró al reírse sus encías desdentadas—. ¿Yo? No, majete. Esas artes no las tengo yo, no.
    —Explicadme —dijo Geralt con frialdad, volviéndose hacia Dhun y Tapadera— de qué forma utilizáis el libro si no sabéis leer las runas.
    —La vieja más vieja siempre sabe lo que en el libro está puesto —afirmó lóbrego Dhun—. Y aquesto que sabe, a alguna moza lo enseña, cuando le llega la hora de ir a la tierra. Vos mismos comprendéis que a nuesa abuela la hora se le acerca. La abuela por eso tomó a Lille y la enseña. Pero trastanto, la abuela lo sabe mejor todo.
    —La vieja bruja y la bruja joven —murmulló Jaskier.
    —Si no he entendido mal —dijo Geralt con incredulidad—, ¿la abuela se sabe el libro entero de memoria? ¿Es así, abuela?
    —Entera no, qué es lo que dices —respondió la abuela, de nuevo por intercesión de Lille—: aquesto sólo que enrededor de los santos se encuentra.
    —Ajá. —Geralt abrió el libro al azar. La imagen que se veía en la destrozada página mostraba un cerdo con manchas y con cuernos en forma de lira—. Permitid entonces, abuela. ¿Qué hay escrito aquí?
    La abuela ceceó, miró los grabados y luego cerró los ojos.
    —Auroch cornudo o taurus —recitó—. Ítem por los iletrados nombrado con error bisomte. Cuernos posee y con ellos embiste...
    —Basta. Muy bien, a decir verdad. —El brujo dio la vuelta a unas cuantas páginas pegajosas—. ¿Y aquí?
    —Nubecillas y planetillas varios son. Éste lluvia provoca, aqueste vientos hace soplar, aquelotro cría truenos. Quisierais guardar de su acción la cosecha, tomaréis un cuchillo de fierro, nuevo, tres medias onzas de boñiga de oso, sebo de garza gris...
    —Bien, bravo. Hmm... ¿Y aquí? ¿Qué es esto?
    El dibujo mostraba un engendro desgreñado, montado a caballo, con ojos enormes y aún mayores dientes. En la mano derecha el ser asía una espada considerable, en la izquierda, una bolsa de monedas.
    —Brujeador —murmuró la vieja—. Por algunos nombrados brujos. Llamarlo es harto peligroso, anque necesario, pues si contra las monstruosidades y las plagas nada más puede, el brujeador puede. Guardarse es, sin embargo, preciso...
    —Basta —murmuró Geralt—. Basta, abuela. Gracias.
    —No, no —protestó Jaskier con una sonrisa malvada—. ¿Cómo sigue? ¡Pero qué interesante es este libro! Hablad, abuela, hablad.
    —Eeeh... Guardarse es, sin embargo, preciso, de tentarlo y tocarlo al brujeador, porque ello puede ser causa de ensarnecerse. Y hay que las mozas esconder, que el brujeador lujurioso es, más allá de toda medida...
    —Coincide como que ni pintado —se rió el poeta, y Lille, le pareció al brujo, se sonrió en forma apenas visible.
    —...Anque el brujeador gran rapaz es, que tras el oro va —murmuraba la abuela, entrecerrando los ojos—, no daile más que: por el utopes, real de plata o real y medio. Por el gatolako: dos reales de plata. Por el vampero, cuatro reales de plata...
    —Aquéllos eran tiempos —murmuró el brujo—. Gracias, abuela. Y ahora mostradnos dónde se discurre aquí del diablo y qué se cuenta sobre los diablos en el libro. En este caso me sería de más agrado escuchar, porque en ello interés tengo, qué remedio con él utilizasteis.
    —Cuidado, Geralt —se rió Jaskier—. Comienzas a caer en su jeringonza. Es un dialecto contagioso.
    La abuela, moviendo las manos con dificultad, volvió unas cuantas páginas. El brujo y el poeta se inclinaron sobre la mesa. En efecto, en el grabado figuraba el lanzador de bolitas, cornudo, peludo, con su cola y su sonrisa pérfida.
    —Diablo —recitó la abuela—. Ítem nombrado cojuelo o bien silvan. Contra las posesiones y las bestias de corral es grande dañino y enfadoso. Si se lo quiere echar de los campos, hay que tal obrar...
    —Sí, sí —murmulló Jaskier.
    —Toma de nueces un puño —siguió la abuela, moviendo su índice por el pergamino—. Toma de bolas de fierro otro. De miel un cantarillo, de brea otro. De jabón gris una escudilla, de requesón otra. Entretanto el diablo está quieto, acude a él en horas nocturnas. Para principiar has de comer las nueces. Entonces el diablo, que goloso es, acudirá y preguntará acaso sean deliciosas. Al efecto a él le has de dar las bolitas de fierro.
    —Seréis cabrones —murmulló Jaskier—. Seréis locos...
    —Silencio —dijo Geralt—. Venga, abuela. Seguid.
    —...Pondréis la miel en los labios, el diablo, viendo que es miel, tal miel se le antojará. Daile a él la brea y tú el requesón has de comer. Escucharás cómo al diablo le zumban y retumban las entrañas, pero como si nada has de obrar. Y si se le antoja al diablo requesón, daile a él jabón. Después del jabón, el diablo no habrá de resistirlo...
    —¿Llegasteis hasta el jabón? —le interrumpió Geralt con rostro de piedra, volviéndose hacia Dhun y Tapadera.
    —Quiá. Ni pensailo —gruñó Tapadera—. Más que a las bolas. Ay, señor, nos dio él candela, cuando mordió las bolas...
    —Pero, ¿quién os mandaba —se enojó Jaskier— darle tantas bolas? Está en el libro escrito que un puñado sólo. ¡Y vosotros un saco de las bolas le disteis! ¡Munición para dos años sin exagerar le disteis, pedazo de bolos!
    —Cuidado —se sonrió el brujo—. Comienzas a caer en su jeringonza. Es un dialecto contagioso.
    —Gracias.
    Geralt levantó de pronto la cabeza y miró a los ojos de la muchacha que estaba al lado de la anciana. Lille no bajó los ojos. Los tenía de un azul claro y radiante.
    —¿Por que le hacéis ofrendas de semillas? —preguntó con aspereza—. Se ve perfectamente que es un típico comedor de plantas.
    Lille no contestó.
    —Te he hecho una pregunta, muchacha. No tengas miedo, no se infecta uno de sarna sólo por hablar conmigo.
    —Nada le preguntéis, señor —habló Tapadera con visible embarazo en la voz—. Lille... ella... rara es. No os contestará, no la obliguéis.
    Geralt todavía miraba a los ojos de Lille, Lille seguía sin apartar la mirada. Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, arrastrándose por la nuca.
    —¿Por qué no fuisteis a por el diablo con estacas y viernos? —alzó la voz—. ¿Por qué no le pusisteis cepos? Si lo hubierais querido, su cabeza de cabra ya estaría colgando de un palo como espantapájaros. A mí me avisasteis de que no lo intentara matar. ¿Por qué? Tú se lo prohibiste, ¿no es cierto, Lille?
    Dhun se levantó del banco. La cabeza casi alcanzaba el techo.
    —Vete, moza —gritó—. Coge a la agüela y vete de acá.
    —¿Quién es ella, señor Dhun? —preguntó el brujo cuando la abuela y Lille cerraron la puerta tras de sí—. ¿Quién es esta muchacha? ¿Por qué ella goza de más respeto entre vosotros que este maldito libro?
    —No es asunto vueso. —Dhun le miró, y su mirada no era amigable—. Si queréis perseguir a las hembras sabias allá en vuesas ciudades, quemarlas en hogueras allá, no acá. En nuesa tierra tal cosa no hubo y no habrá.
    —No me habéis entendido —dijo con frialdad el brujo.
    —Porque no quiero.
    —Ya lo he observado —rezongó el brujo, hablando también con franqueza—. Pero una cosa importante habréis de saber, señor Dhun. De momento no nos obliga ningún contrato, de momento no me he comprometido a nada con vosotros. No tenéis razones para pensar que os habéis comprado un brujo que, por un real de plata o uno y medio, hará todo lo que vosotros no sabéis. O no queréis. O no se os permite. Así es, señor Dhun. No habéis comprado un brujo y no pienso que vayáis a conseguir comprarlo. No, desde luego con vuestra falta de gana por entender.
    Dhun calló, midiendo a Geralt con ojos terribles. Tapadera carraspeó, se removió en el banco, dio unas sonoras palmadas, luego, de pronto, se incorporó.
    —Señor brujo —dijo—. No os enojéis. Os lo contaremos de cabo a rabo. ¿Dhun?
    El Anciano del poblado hizo un gesto afirmativo y se sentó.
    —Cuando hacia acá veníamos —comenzó Tapadera— oservaisteis cómo se cría acá de todo y como las cosechas son acá de buenas. Tales se crían acá cosas, que en otros rincones mal se dan o ni se dan siquiera. Pues eso, en aquesta tierra nuesa son los esquejes y las semillas de sementera cosas de importancia, pues y de ellos pagamos los tributos y vendemos y mercamos...
    —¿Qué tiene que ver esto con el diablo?
    —Tiene. El diablo antes nomás molestaba y tontas jugarretas hacía, hasta que empezó a arramplar grano a lo bruto. A lo primero le trajíamos un poco a la piedra en los cañizos, pensamos, se llena y nos deja en paz. Pero nada: siguió arramplando más, a reventar. Y como quiera que echamos a esconder los depósitos que teníamos en pajares y hórreos que cerrábamos a cal y canto, pues él se enrabietó tanto, señor, que venga a balar, bramar, gritar «uk-uk», y cuando él «uk-uk», no, pues más vale salir pitando. Amenazó con que...
    —...por culo os daría —interrumpió Jaskier con sonrisa burlona.
    —También —asertó Tapadera—. ¡Y hasta las nuesas madres mentó! Para no darle más güeltas: como no podía robar, pues nos cargó un tributo. Mandó que le llevaran grano y otros enseres a sacos enteros. Entonces, cierto es que rabiosos nos puso y anduvimos tramando atizarle en el culo con el rabo. Pero...
    El labriego carraspeó, bajó la cabeza.
    —No hay que vacilar —habló de pronto Dhun—. Mal le calamos al brujo. Va, desembucha todo, Tapadera.
    —La agüela, atizarle al diablo nos prohibió —dijo Tapadera muy deprisa—, pero sabemos, sin embargo, que es Lille, pues la agüela... La agüela sólo dice lo que Lille le manda. Y nostros... vos mismo lo visteis, señor brujo. Nostros la obedecemos.
    —Ya lo he observado. —Geralt deformó los labios en una sonrisa—. La abuela es capaz sólo de mover las barbas y recitar un texto que no entiende ella misma. Y sin embargo miráis a la muchacha como si fuera una forma de la diosa, con la boca abierta. Evitáis sus ojos, pero intentáis prever sus deseos. Y sus deseos son órdenes para vosotros. ¿Quién es, esa Lille vuestra?
    —Pues lo hais adivinado ya, señor. Veedora. Es dicir, Sabia. Pero no le habléis de ello a nadie. Os lo pedimos. Si esto llegara a oídos del corregidor, o no lo permitan los dioses, del virrey...
    —No temáis —afirmó serio Geralt—. Sé de lo que habláis y no os traicionaré.
    Las extrañas mujeres y muchachas llamadas veedoras o Sabias, que a veces se encuentran por las aldeas, no gozaban de la mayor simpatía de los magnates que recogían tributo u obtenían ganancias de la agricultura. Los labradores siempre pedían consejo a las profetisas, sobre casi cada asunto. Les creían ciegamente y sin límites. Pero las decisiones tomadas sobre la base de tales consejos resultaban a menudo opuestas a la política de señores y gobernantes. Geralt había oído hablar de casos absolutamente radicales e incomprensibles: del exterminio de todo el ganado reproductor, de no llevar a cabo la siembra o la cosecha, e incluso de migraciones de aldeas enteras. Los gobernantes perseguían por ello «las supersticiones», a menudo sin reparar en medios. Por eso los labriegos habían aprendido muy deprisa a esconder a las Sabias. Pero no habían dejado de escuchar sus consejos. Porque, como probaba la experiencia, una cosa estaba más allá de toda duda: a largo plazo siempre resultaba que las Sabias tenían razón.
    —Lille al diablo cargarnos no nos dejó —siguió Tapadera—. Mandó hacer tal como en el libro se manda. Como sabéis, no salió. Y ya tuvimos problemas con el corregidor. Cuando le dimos menos grano que de costumbre, los morros se le retorcieron, gritó, injurió. Del diablo ni pío le soltamos, que el corregidor serio es y poco aguanta las bromas. Y entonces vos aparecistes. Pregunté a la Lille si sos podía... alquilar...
    —¿Y?
    —Dijo, por la agüela, que primero os ha de mirar.
    —Y nos miró.
    —Os miró. Y sos aceptó, se lo conocimos, sabemos ver lo que Lille acepta y lo que no.
    —No me dijo ni palabra.
    —A nadie, si no es a la agüela, nunca jamás dijera palabra. Pero si no os aceptara, de la sala no se hubiera ido como si nada.
    —Humm... —pensó Geralt—. Esto es interesante. Una profetisa que, en vez de profetizar, calla. ¿De dónde vino a vosotros?
    —No sabemos, señor brujo —murmulló Dhun—. Pero con la agüela, tal y como los viejos recuerdan, también así fue. La agüela de antes también una moza poco habladora se sacó, una que salió de no se sabe ónde. Y aquesta moza, es justo nuesa agüela de ahora. El mi agüelo dicía, que la agüela se ennueva en tal forma. Del mesmo modo que la luna que en el cielo se ennueva y cada vez nueva es. No sos riáis...
    —No me río —agitó la cabeza Geralt—. Demasiado he visto ya para que me hagan de reír tales cosas. Tampoco pienso meter la nariz en vuestros asuntos, señor Dhun. Mi pregunta va dirigida a establecer el vínculo entre Lille y el diablo. Creo que vosotros mismos ya habéis comprendido que existe tal vínculo. Si vuestra veedora os es tan necesaria, entonces, en lo tocante al diablo puedo daros un único consejo: tenéis que quererlo.
    —Saber, señor —dijo Tapadera—, que no sólo del diablo se trata. Lille matar no nos deja. Ni una criatura sola.
    —Por supuesto —terció Jaskier—. Las profetisas de aldea proceden del mismo tronco que los druidas. Y un druida, cuando un tábano le está chupando la sangre, hasta le desea buen provecho.
    —Acertaisteis —se sonrió ligeramente Tapadera—. Acertaisteis en el medio. Lo mesmo nos pasó con unos jabalines que se jamaban las verduras. ¿Y qué? Mirar por la ventana: verduritas como de pintura. Se halló el medio. Lille no sabe siquiera cuál. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿Lo cogéis?
    —Lo cojo —murmulló Geralt—. Y cómo. Pero no importa. Lille o no, vuestro diablo es un silván. Una criatura extraordinariamente rara, pero dotada de razón. No lo mataré, mi código no me lo permite.
    —Si razona —habló Dhun—, tonces hacerle de razonar.
    —Por supuesto —le apoyó Tapadera—. Si el diablo tiene razón, quiere dicir que el grano con razón lo roba. Vos, señor brujo, enteraros qué es lo que quiere. Pues el grano no se come, al menos no tanto. Entonces, ¿para qué cojones quiere el grano? ¿Por hacernos mal, o qué? ¿Qué quiere? Enteraros y echailo de los alredores con remedios brujeriles. ¿Lo haréis?
    —Lo intentaré —se decidió Geralt—. Pero...
    —Pero, ¿qué?
    —Vuestro libro, queridos míos, está anticuado. ¿Entendéis a dónde quiero llegar?
    —Pues la verdad —murmuró Dhun— es que no mucho.
    —Os lo explicaré. Pues, señor Dhun, señor Tapadera, si pensabais que mi ayuda os va a costar un real de plata o uno y medio, entonces os equivocáis completamente.

V
    —¡Hey!
    De la espesura surgió un siseo, un colérico «uk-uk» y un agitar del ramaje.
    —¡Hey! —repitió el brujo, cautelosamente oculto—. Venga, muéstrate, Cojuelo.
    —Cojuelo tu padre.
    —¿Y entonces cómo? ¿Diablo?
    —Diablo tu padre. —El cuernocabra asomó la cabeza por entre las cañas, mostrando los dientes—. ¿Qué quieres?
    —Hablar.
    —¿Bromeas o qué? —baló el diablo—. ¿Piensas que no sé quién eres? Los labriegos te han alquilado para que me eches de aquí, ¿o no?
    —Cierto —aceptó Geralt con indiferencia—. Y justo de eso quería hablar contigo. ¿Y si llegamos a un acuerdo?
    —Ahí te duele —barritó el diablo—. Querrías escurrir el bulto a bajo coste, ¿eh? ¿Sin esfuerzo? ¡Conmigo no hay tales numeritos, beee! La vida, humano, es pura competencia. Gana el mejor. Si quieres ganarme, prueba que eres mejor. En vez de ponernos de acuerdo, competencia. El que gane pone las condiciones. Propongo una carrera desde aquí al sauce viejo que está sobre la tumba.
    —No sé dónde está la tumba ni dónde el sauce viejo.
    —Si lo supieras no te propondría la carrera. Me gusta competir pero no me gusta perder.
    —Ya lo he visto. No, no vamos a correr. Hace calor, hoy.
    —Una pena. ¿Puede que compitamos de otro modo? —El diablo mostró los dientes amarillos y cogió del suelo un montón de cantos rodados—. ¿Conoces el juego «Quién grita más fuerte»? Yo tiro primero. Cierra los ojos.
    —Tengo otra propuesta.
    —Soy todo oídos.
    —Te largas de aquí sin competencias, sin carreras y sin gritos. Por ti mismo, sin imposiciones.
    —Métete esa propuesta a d'yeabl aép arse —el diablo demostró su conocimiento de la Antigua Lengua—. No me voy de aquí. Me gusta.
    —Pero has hecho demasiadas travesuras. Te has pasado con tus bromas.
    —Düvvelsheyss con mis bromas. —El silván, como se veía, conocía también el idioma de la gente pequeña—. Y tus propuestas también son Düvvelsheyss. Nunca me iré de aquí. A menos que me venzas en algún juego. ¿Te doy una oportunidad? Vamos a jugar a las adivinanzas, si no te gustan los juegos de acción. Ahora te pondré una adivinanza, si la aciertas, habrás ganado y me iré de aquí. Si no lo consigues, yo me quedo y tú te vas. Piénsatelo bien, porque la adivinanza no es fácil.
    Antes de que Geralt acertara a protestar, el diablo dio un balido, golpeteó con las pezuñas, barrió la tierra con la cola y recitó:

    No lejos del río, crece en blando barro
    una flor manchada en un tallo largo.
    Hojitas rositas, de vainas bien llenas.
    No la enseñes al gato, que la devora entera

    —Venga, ¿qué es? Adivina.
    —No tengo ni idea —reconoció indiferente el brujo, sin intentarlo siquiera—. ¿Quizás los guisantes trepadores?
    —Mal. Perdiste.
    —¿Y cuál es la respuesta correcta? ¿Qué cosa tiene... humm... vainas bien llenas?
    —La col.
    —Escucha —gritó Geralt—. Empiezas a ponerme nervioso.
    —Te avisé —se rió el diablo— de que la adivinanza no iba a ser fácil. Lo siento. Gané, luego me quedo. Y tú te vas. Le despido a usted calurosamente.
    —Un momento. —El brujo metió con disimulo la mano en un bolsillo—. ¿Y mi adivinanza? Creo que tengo derecho a la revancha.
    —No —protestó el diablo—. ¿Por qué razón? Podría no acertarla. ¿Me tienes por tonto?
    —No —agitó la cabeza Geralt—. Te tengo por un zopenco malvado y arrogante. Ahora nos vamos a divertir con un juego nuevo, que desconoces.
    —¡Ja! ¡Por fin! ¿Qué juego es?
    —El juego se llama —dijo el brujo muy despacio— «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». No tienes que cerrar los ojos.
    Geralt se enderezó en un golpe relampagueante, la bolita de acero silbó agudamente en el aire y con un chasquido le golpeó al diablo justo entre los cuernos. El ser se derrumbó de espaldas como atravesado por un rayo. Geralt se tiró de cabeza entre las cañas y lo agarró por la pata velluda. El silván berreó y coceó, el brujo escondió la cabeza detrás de los brazos, pero incluso así le campanilleaban los oídos, pues el diablo, pese a su incómoda postura, pateaba con la fuerza de una mula rabiosa. Intentó atrapar la pezuña coceadora pero no pudo. El cuernocabra se agitó, martilleó la tierra con las manos y lo coceó de nuevo, directamente en la frente. El brujo lanzó una maldición al sentir cómo el pie del diablo se le escapaba de entre los dedos. Al separarse, los dos cayeron en dos direcciones distintas, volteando con un chasquido las cañas y enredándose en las hierbas del pantano.
    El diablo se liberó primero y cargó, bajando la testa cornuda. Pero Geralt ya estaba sobre sus pies y evitó el ataque sin problemas, asió al ser por los cuernos, empujó fuerte, le echó al suelo y le sujetó con las rodillas. El diablo barritó y le escupió en los ojos de tal forma que no hubiera avergonzado a un camello afligido de ptialismo. El brujo se echó hacia atrás automáticamente, pero sin soltar los cuernos del diablo. El silván, intentando proyectar la cabeza, coceó con las dos patas y, lo que es más extraño, con las dos acertó. Geralt maldijo, pero no le soltó. Alzó al diablo de la tierra, lo apoyó sobre las cañas temblorosas y con todas sus fuerzas le dio de patadas en las rodillas velludas, después de lo cual se inclinó y le escupió en la oreja. El diablo aulló y chasqueó los dientes.
    —¡No hagas a los demás... —jadeó el brujo—... lo que no quieras que te hagan a ti! ¿Seguimos jugando?
    —¡Bleblebleeeeee! —El diablo gorgoteó, aulló y escupió rabioso, pero Geralt le tenía fuertemente cogido por los cuernos y empujó la cabeza hacia abajo, gracias a lo cual los escupitajos le dieron al diablo en sus propias patas, mientras arañaban la tierra y levantaban nubes de polvo y hierbajos.
    Los siguientes minutos transcurrieron en un forcejeo intensivo, intercambio de variados insultos y de patadas. Si de algo podía alegrarse Geralt era únicamente del hecho de que nadie lo veía, pues la escena era completamente estúpida.
    El ímpetu de la última patada separó a ambos luchadores y les envió en direcciones distintas, a lo profundo del cañaveral. El diablo, de nuevo, precedió al brujo y se levantó. Emprendió la huida, cojeando visiblemente. Geralt, jadeando y enjugándose el rostro, se lanzó a perseguirlo. Atravesaron el cañaveral y entraron en el campo de centeno. El brujo escuchó los cascos de un caballo al galope. Un sonido que estaba esperando.
    —¡Aquí, Jaskier! ¡Aquí! —gritó—. ¡En el centeno!
    De pronto vio el pecho del caballo justo delante de él y seguidamente resultó atropellado. Rebotó contra el caballo como contra un muro y cayó de espaldas. Del golpe contra el suelo se le nublaron los ojos. Pese a ello alcanzó a echarse a un lado, detrás de los tallos del centeno, para evitar los cascos. Se levantó rápidamente, pero en aquel momento le atropelló un segundo jinete, tumbándole de nuevo. Y luego, de pronto, alguien se le lanzó encima, aplastándole contra la tierra.
    Y luego hubo un relámpago y un terrible dolor en la cabeza.
    Y oscuridad.

VI
    Tenía arena en los labios. Cuando quiso escupirla, se dio cuenta de que estaba tendido con el rostro sobre la tierra. Cuando quiso moverse, se dio cuenta de que estaba atado. Alzó ligeramente la cabeza. Escuchaba voces.
    Estaba tendido en una cama de hojas secas, junto a un tocón de pino. A unos veinte pasos había varios caballos desensillados. Los veía a través de las hojas de unos helechos, bastante borrosos, pero uno de aquellos caballos era sin duda la yegua castaña de Jaskier.
    —Tres sacos de maíz —escuchó—. Bien, Torque. Muy bien. Has cumplido.
    —Y eso no es todo —dijo un balido que sólo podía ser la voz del diablo silván—. Mira eso, Galarr. Son judías, pero completamente blancas. ¡Y qué grandes! Y esto, esto se llama colza. De ella se saca aceite.
    Geralt apretó fuertemente los párpados y los abrió de nuevo. El diablo y Galarr, quienquiera que fuese, utilizaban la Antigua Lengua, el idioma de los elfos. Pero las palabras «maíz», «judía» y «colza» las habían pronunciado en la lengua común.
    —¿Y esto? ¿Qué es esto? —preguntó el llamado Galarr.
    —Semillas de lino. Lino, ¿comprendes? Para hacer camisas. Es mucho más barato que la seda y más resistente. La forma de usarlo es, me parece, muy complicada, pero me enteraré de cómo hacerlo.
    —Sólo con que lo pudiéramos emplear, este lino tuyo, sólo con que no se nos echara a perder como los nabos —le acusó Galarr, utilizando de nuevo aquel extraño volapük—. Intenta conseguir más esquejes de nabo, Torque.
    —No tengas miedo —baló el diablo—. Aquí no hay problema con eso, aquí crece todo de la leche. Os los conseguiré, no te preocupes.
    —Y todavía algo más —dijo Galarr—. Entérate por fin en qué consiste ese sistema suyo de los barbechos.
    El brujo levantó la cabeza con cuidado e intentó darse la vuelta.
    —Geralt... —escuchó un susurro—. ¿Te despertaste?
    —Jaskier... —respondió—. Dónde estamos... Qué nos ha pasado...
    Jaskier sólo le chitó que se mantuviera en silencio. Geralt estaba ya harto. Blasfemó, se tensó y se dio la vuelta hacia el otro lado.
    En el centro del claro estaba el diablo que tenía, como ahora sabía, el sonoro nombre de Torque. Estaba ocupado en cargar en un caballo sacos, costales y alforjas. En ello le ayudaba un hombre delgado y alto que sólo podía ser Galarr. Éste, al escuchar el movimiento del brujo, se dio la vuelta. Sus cabellos eran negros, con un tono visiblemente granate. Poseía unos rasgos agudos y unos ojos grandes y brillantes. Y unas orejas terminadas en punta.
    Galarr era un elfo. Elfo de las montañas. Sangre pura de Aén Seidhe, un representante del Antiguo Pueblo.
    Galarr no era el único elfo al alcance de la vista. Al borde del campo estaban sentados otros seis. Uno se ocupaba de rebuscar en las alforjas de Jaskier, otro jugueteaba con el laúd del trovador. El resto, alrededor de un saco abierto, se ocupaba en devorar ávidamente nabos y zanahorias crudas.
    —¡Vanadáin, Toruviel! —dijo Galarr, señalando a los prisioneros con un ademán de la cabeza—. ¡Vedrái! ¡Enn'le!
    Torque dio un salto y berreó.
    —¡No, Galarr! ¡No! ¡Filavandrel lo prohibió! ¿Lo has olvidado?
    —No, no lo he olvidado. —Galarr echó dos bolsas atadas por encima del lomo de un caballo—. Pero hay que comprobar que las ataduras no se han aflojado.
    —¿Qué queréis de nosotros? —gritó el trovador mientras uno de los elfos, poniéndole de rodillas, comprobaba las ataduras—. ¿Por qué nos atáis? ¿Qué buscáis? Soy Jaskier, poe...
    Geralt escuchó el sonido de un golpe. Se dio la vuelta, torció la cabeza.
    La elfa que estaba de pie junto a Jaskier tenía los ojos negros y cabellos de cuervo que caían abundantemente sobre los hombros y estaban ligados a la altura de las sienes con dos finas trenzas. Vestía un corto chaleco de cuero sobre la camisa de satén verde y unas ceñidas calzas de lana metidas dentro de unas botas de montar. Tenía cubiertas las caderas con un pañuelo de colores que alcanzaba hasta el medio muslo.
    —¿Qué glosse? —preguntó, mirando al brujo y jugueteando con la empuñadura de un largo estilete que colgaba del cinturón—. ¿Qué l'en pavienn, ell'ea?
    —Nell'ea —negó—. T'en pavienn, Aén Seidhe.
    —¿Has oído? —La elfa se volvió hacia su camarada, un altísimo Seidhe que, sin hacer el esfuerzo de controlar las ligaduras de Geralt, rasgueaba el laúd de Jaskier con un gesto de indiferencia en su rostro oblongo—. ¿Has oído, Vanadáin? ¡El hombremono sabe hablar! ¡Incluso sabe ser descarado!
    El Seidhe se encogió de hombros. Las plumas que decoraban su chaqueta tremolaron.
    —Un motivo más para amordazarlo, Toruviel.
    La elfa se inclinó hacia Geralt. Tenía largas pestañas, una tez pálida y poco natural y labios agrietados y hendidos. Llevaba un collar largo de pedazos de abedul dorado y tallado engarzado en una cadena que daba varias vueltas al cuello.
    —Venga, di algo más, hombremono —silbó—. Veremos lo que vale tu costumbre de hacer sonar la laringe.
    —¿Qué pasa, que necesitas un pretexto —el brujo se puso de espaldas con un esfuerzo, escupió la arena— para golpear a alguien atado? Golpea sin pretexto, ya he visto que te gusta. Descárgate.
    La elfa se enderezó.
    —Ya me descargué sobre ti, y eso fue cuando tenías las manos libres —dijo—. Yo fui quien te atropelló con el caballo y te dio en la testa. Has de saber que también acabaré contigo cuando llegue el momento.
    No contestó.
    —Lo que más me gustaría sería atravesarte de cerca, mirándote a los ojos —siguió la elfa—. Pero apestas terriblemente, humano. Te dispararé con mi arco.
    —Como quieras. —El brujo encogió los hombros tanto como se lo permitían las ligaduras—. Haz lo que quieras, noble Aén Seidhe. No será difícil acertarle a un objetivo atado e inmóvil.
    La elfa estaba delante de él con las piernas abiertas, se agachó, le brillaban los dientes.
    —No será difícil —siseó—. Acierto en lo que quiero. Pero puedes estar seguro de que no morirás al primer disparo. Ni al segundo. Intentaré que te enteres de que estás muriendo.
    —No te acerques tanto —frunció el ceño, haciendo como que le daba asco—. Apestas terriblemente, Aén Seidhe.
    La elfa dio un paso atrás, se balanceó en sus anchas caderas y con rabia le dio una patada en el muslo. Geralt se encogió viendo el lugar al que tenía intenciones de patear seguidamente. Lo consiguió, le dio en la cadera, pero de tal modo que hasta los dientes le dolían.
    El elfo que estaba al lado aplaudió los golpes con agudos acordes de las cuerdas del laúd.
    —¡Déjalo, Toruviel! —berreó el diablo—. ¿Te has vuelto loca? ¡Galarr, dile que lo deje!
    —¡Thaésse! —gritó Toruviel y pateó al brujo otra vez. El alto Seidhe rasgó las cuerdas con violencia, una se rompió lanzando un agudo gemido.
    —¡Basta ya! ¡Basta, por los dioses! —dijo Jaskier revolviéndose y forcejeando con las cuerdas—. ¿Por qué lo torturas así, puta zorra? ¡Dejadnos en paz! Y tú deja en paz mi laúd, ¿vale?
    Toruviel se volvió hacia él con una perversa mueca en sus labios agrietados.
    —¡Un músico! —aulló—. ¡Ser humano y músico! ¡Tocador de laúd!
    Sin una palabra arrancó el instrumento de las manos del elfo y con rabia lo estrelló contra el tocón del pino. Luego echó los restos enredados de cuerdas sobre el pecho de Jaskier.
    —En los cuernos de una vaca tienes que tocar, salvaje, y no en un laúd.
    El poeta palideció mortalmente, los labios le temblaban. Geralt, sintiendo crecer allá en su interior una rabia fría, atrapó con su mirada los ojos negros de Toruviel.
    —¿Y tú qué miras? —silbó la elfa, agachándose—. ¡Sucio hombremono! ¿Quieres que te arranque esos ojos saltones?
    Su collar colgaba justo delante de él. El brujo se tensó, se lanzó de repente, agarró el collar con los dientes y tiró de él con fuerza, juntando los pies y echándose hacia un lado. Toruviel perdió el equilibrio, cayó sobre él. Geralt se revolvió en las ligaduras como un pez en la orilla, arrastró a la elfa sobre él, echó la cabeza hacia atrás de tal modo que hasta le crujieron los huesos del cuello y, con todas sus fuerzas, le golpeó en el rostro con la frente. Toruviel aulló, se atragantó.
    Se la arrancaron brutalmente, tomándola por los cabellos y las ropas, la levantaron. Alguien le golpeó, sintió como unos anillos le rasgaban la piel sobre la barbilla, el bosque bailó y fluyó ante sus ojos. Observó cómo Toruviel se arrodillaba, vio la sangre que brotaba de su nariz y su boca. La elfa sacó el estilete de la funda, pero de pronto rompió en sollozos, se enderezó, se echó las manos al rostro y puso la cabeza entre las rodillas.
    El alto elfo de la abigarrada chaqueta cubierta de plumas le quitó el estilete de las manos y se encaminó hacia el brujo. Se sonrió, alzando la hoja. Geralt lo veía todo en un tono rojizo, la sangre de la frente herida por los dientes de Toruviel le resbalaba por las cuencas de los ojos.
    —¡No! —barritó Torque, echándose sobre el elfo y colgándose de su brazo—. ¡No lo mates! ¡No!
    —Voe'rle, Vanadáin —se escuchó de pronto una sonora voz—. ¿Quéss aén? ¡Caélm, evelliénn! ¡Galarr!
    Geralt volvió la cabeza hacia atrás todo lo que le permitía el puño aferrado a sus cabellos.
    El caballo que entraba en el calvero era blanco como la nieve, tenía un lomo grande, blando, aterciopelado como cabello de mujer. Los cabellos del jinete sentado en una rica silla eran de idéntico color, ceñidos en la frente por una cinta con zafiros engarzados.
    Torque, balando, alcanzó el caballo, se aferró al estribo y ahogó al elfo de cabellos blancos con un diluvio de palabras. El Seidhe le interrumpió con un gesto de majestad, bajó de la silla. Se acercó a Toruviel, a quien sostenían dos elfos. Con cuidado, le retiró del rostro un pañuelo ensangrentado. Toruviel dio un gemido desgarrador. El Seidhe agitó la cabeza, se volvió en dirección al brujo, se acercó. Sus negros y penetrantes ojos, brillantes como estrellas en su pálida faz, estaban ojerosos, como si no hubiera sido capaz de conciliar el sueño durante varias noches seguidas.
    —Muerdes incluso atado —dijo en voz baja en una común desprovista de acento—. Como un basilisco. Sacaré mis conclusiones de ello.
    —Toruviel empezó —baló el diablo—. Lo pateó, atado, como si hubiera perdido la razón...
    El elfo le ordenó silencio de nuevo. A una corta orden otros Seidhe arrastraron al brujo y a Jaskier junto al tocón y les ataron a él con cinturones. Luego todos se agruparon en torno a Toruviel, que estaba tendida en el suelo, impidiendo que la vieran. Geralt escuchó como en cierto momento ella dio un grito agitándose en sus manos.
    —No quería esto —dijo el diablo, que seguía junto a ellos—. No quería, humano. No sabía que ellos iban a aparecer aquí justo cuando nosotros... Cuando te derribaron y a tu amigo lo ataron con la cuerda, les pedí que os echaran allí, en el centeno. Pero...
    —No podían dejar testigos —murmulló el brujo.
    —No nos van a matar, ¿verdad? —gritó Jaskier—. No nos van a...
    Torque callaba, agitando ligeramente la nariz.
    —Joder —gritó de nuevo el poeta—. ¿Nos van a matar? ¿De qué va esto, Geralt? ¿De qué fuimos testigos?
    —Nuestro amigo el cuernocabra cumple en el Valle de las Flores una misión concreta. ¿No es cierto, Torque? A petición de los elfos roba semillas, esquejes, técnicas de agricultura... ¿Qué más, diablo?
    —Lo que se puede —baló Torque—. Todo lo que ellos necesitan. Y dime qué es lo que ellos no necesitan. Se mueren de hambre allá en las montañas, sobre todo en invierno. Y no tienen ni idea de agricultura. Antes de que aclimaten el ganado o las aves de corral, antes de que puedan criar algo en los bancales... No tienen tiempo para ello, humano.
    —Una mierda me importa a mí su tiempo. ¿Qué les hice yo? —gritó Jaskier—. ¿Qué mal les hice yo?
    —Piensa bien —dijo el elfo de cabellos blancos acercándose sin ruido— y puede que seas capaz de encontrar tú solo la respuesta a esa pregunta.
    —Él simplemente se venga de todo el daño que los elfos han recibido de los humanos —se sonrió con sarcasmo el brujo—. Le da igual en quién se venga. No te dejes engañar por su noble postura y su elaborado lenguaje, Jaskier. No se diferencia en nada de ésa de los ojos negros que nos pateó. Tiene que descargar sobre alguien su odio inútil.
    El elfo alzó el destrozado laúd de Jaskier. Durante un instante contempló en silencio el roto instrumento, por fin lo arrojó sobre los matorrales.
    —Si quisiera dar rienda suelta a mi odio o a mi deseo de venganza —dijo, mientras jugueteaba con sus guantecillos de blanca y delicada piel—, caería sobre el valle de noche, quemaría el poblado y degollaría a sus habitantes. Un juego de niños, ellos ni siquiera ponen guardia. No nos ven y no nos escuchan cuando van al bosque. ¿Qué puede ser más fácil, más simple, que un rápido y silencioso disparo desde los árboles? Pero nosotros no os damos caza. Eres tú, humano de ojos extraños, quien dio caza a este nuestro amigo, el silván Torque.
    —Eeeeh, qué exagerado —baló el diablo—. Vaya una caza. Nos entreteníamos un rato...
    —Sois vosotros, humanos, los que odiáis a todo lo que se diferencia de vosotros, aunque sea sólo en la forma de las orejas —siguió tranquilo el elfo sin prestarle atención al cuernocabra—. Por eso nos quitasteis nuestras tierras, nos expulsasteis de nuestras casas, nos obligasteis a vivir en montañas inhóspitas. Ocupasteis nuestro Dol Blathanna, el Valle de las Flores. Me llamaba Filavandrel aén Fidháil de la Torre de Plata, de la familia de los Feleaorn de los Navíos Blancos. Ahora, expulsado y perseguido hasta el confín del mundo, me llamo Filavandrel del Confín del Mundo.
    —El mundo es grande —murmuró el brujo—. Cabemos todos. Hay sitio de sobra.
    —El mundo es grande —repitió el elfo—. Eso es cierto, humano. Pero vosotros cambiasteis el mundo. Al principio lo cambiasteis a la fuerza, obrasteis con él como con todo lo que ha caído en vuestras manos. Ahora resulta que el mundo ha comenzado a adaptarse a vosotros. Se ha plegado ante vosotros. Os obedece.
    Geralt no respondió.
    —Torque dijo la verdad —siguió Filavandrel—. Sí, nos morimos de hambre. Sí, nos amenaza la destrucción. El sol brilla de otro modo, el aire es distinto, el agua no es el mismo agua que era antes. Todo lo que antes comíamos, lo que usábamos, muere, se empequeñece, se echa a perder. Nosotros nunca cultivábamos la tierra, no la heríamos con la azada y el arado, al contrario que vosotros. A vosotros la tierra os paga un sangriento tributo. A nosotros nos lo regalaba. Vosotros arrancáis a la tierra sus tesoros por la fuerza. Para nosotros, la tierra misma los criaba y florecía, porque nos amaba. En fin, no hay amor que dure eternamente. Pero nosotros queremos perdurar.
    —En vez de robar grano, se puede comprar. Tanto como necesitéis. Todavía tenéis multitud de enseres que los humanos consideran extraordinariamente valiosos. Podéis comerciar.
    Filavandrel sonrió insultante.
    —¿Con vosotros? Nunca.
    Geralt movió los músculos del rostro, haciendo crujir la sangre pegada a la mejilla.
    —Iros al diablo junto con vuestra arrogancia y vuestro desprecio. Si no queréis convivir, os condenáis vosotros mismos a la destrucción. Convivir, adaptarse, es vuestra única oportunidad.
    Filavandrel se inclinó hacia adelante, los ojos le brillaban.
    —¿Convivir en las condiciones impuestas por vosotros? —preguntó algo trastornado pero aún con una voz tranquila—. ¿Reconocer vuestra dominación? ¿Perder nuestra identidad? ¿Convivir como qué? ¿Esclavos? ¿Parias? ¿Convivir con vosotros desde fuera de las murallas de las ciudades que levantáis para aislaros de nosotros? ¿Convivir con vuestras mujeres e ir por ello al cadalso? Basta con ver lo que les espera a cada paso a los hijos nacidos de tal convivencia. ¿Por qué evitas mi mirada, hombre extraño? ¿Cómo te parece la convivencia con el prójimo del cual te diferencias tan sólo un poco?
    —Me las apaño. —El brujo le miró directamente a los ojos—. De algún modo, consigo apañármelas. Porque tengo que hacerlo. Porque no tengo otra salida. Porque de algún modo expulsé de mí cualquier orgullo y cualquier arrogancia por mi diferencia, porque comprendí que el orgullo y la arrogancia, aunque son una defensa para ser diferente, son una lamentable defensa. Porque comprendí que el sol brilla de otra forma, que algo cambia y yo no soy el eje de estos cambios. El sol brilla de otra forma y seguirá brillando y de nada sirve intentar cazarlo con una red. Hay que aceptar los hechos, elfo, hay que aprender de ellos.
    —¿Justo eso es lo que queréis, verdad? —Filavandrel se limpió el sudor con la muñeca, encima de la pálida frente y sobre las blancas cejas—. ¿Eso es lo que queréis imponerles a otros? ¿La convicción de que ha llegado vuestro tiempo, la era y la época de los humanos, que lo que le hacéis a otras razas es tan natural como la salida y la puesta del sol? ¿Que todos tienen que hacerse cargo de ello, aceptarlo? ¿Y tú me acusas de orgullo? ¿Y qué son esas ideas que proclamas? ¿Por qué vosotros, los humanos, no os dais cuenta por fin del hecho de que en vuestro dominio del mundo hay tanto de inevitable como en las pulgas que se reproducen sobre una manta? Con idéntico resultado me podrías proponer la convivencia con las pulgas, con la misma concentración escucharía a las pulgas que, a cambio del reconocimiento de su supremacía, consintieran en el uso común de la manta.
    —No pierdas entonces más tiempo en la discusión con tan desagradables insectos, elfo —dijo el brujo, controlando su voz con esfuerzo—. Me extraña cuánto valor le das a esta pulga como para despertar en ella un sentimiento de culpa y de arrepentimiento. Eres lamentable, Filavandrel. Estás amargado, sediento de venganza y testigo de tu propia impotencia. Sigue, clávame la espada. Véngate de la raza humana. Verás como te sientes mejor. Dame patadas en los huevos o en los dientes como tu Toruviel.
    Filavandrel volvió la cabeza.
    —Toruviel está enferma —dijo.
    —Conozco esa enfermedad y sus síntomas. —Geralt escupió por encima del hombro—. El medicamento que le apliqué la aliviará.
    —Ciertamente, no tiene sentido esta conversación. —Filavandrel se levantó—. Lo siento, pero tenemos que mataros. La venganza no tiene nada que ver con esto, se trata de una pura decisión práctica. Torque debe seguir ejerciendo su función y nadie tiene derecho a imaginarse para quién lo hace. No estamos para guerras con vosotros y no nos meteremos en el comercio y el intercambio. No somos tan ingenuos para no saber de qué son avanzadilla vuestros mercaderes. Quién acude tras ellos. Y qué tipo de convivencia trae consigo.
    —Elfo —habló con voz baja el hasta entonces silencioso Jaskier—. Tengo amigos. Gente que dará un rescate por nosotros. Si lo quieres, también en forma de víveres. En cualquier forma. Piensa en ello. Sabes que esos granos robados no os salvarán...
    —Nada los puede salvar ya —le interrumpió Geralt—. No llores delante de él, Jaskier, no le niegues. No tiene sentido y es indigno.
    —Para alguien que vive tan poco —sonrió forzadamente Filavandrel—, muestras un sorprendente desprecio por la muerte, humano.
    —Naces una vez y una vez te mueres —dijo con serenidad el brujo—. Una buena filosofía para las pulgas, ¿verdad? ¿Y tu longevidad? Me das pena, Filavandrel.
    El elfo alzó las cejas.
    —Explica por qué.
    —Sois lamentables y risibles, vosotros, con vuestras bolsas robadas de sementera en las alforjas de los caballos, con semillas de guisantes, con esa pizca con la que queréis perdurar. Y con esa misión vuestra que tiene que alejar vuestros pensamientos del cercano holocausto. Porque tú mismo sabes que esto es ya el final. Nada se cría y nada crece en los altiplanos, nada os salvará. Pero gozáis de larga vida, viviréis mucho, mucho tiempo, en vuestro arrogante aislamiento, elegido por vosotros mismos, cada vez menos numerosos, más débiles, cada vez más amargados. Y tú sabes lo que sucederá entonces, Filavandrel. Sabes que entonces los jóvenes desesperados, de ojos viejos como siglos, y muchachas marchitas, estériles y enfermas como Toruviel, llevarán al valle a aquéllos que todavía puedan sostener en las manos espadas y arcos. Cabalgaréis hacia el valle florecido al encuentro de la muerte, anhelando morir con dignidad, en lucha, y no en vuestros lechos, donde os derriba la anemia, la tuberculosis o el escorbuto. Entonces, longevo Aén Seidhe, me recordarás. Recordarás que me diste pena. Y comprenderás que tenía razón.
    —El tiempo dirá quién tenía razón —habló en voz baja el elfo—. Y en esto, la ventaja la posee la longevidad. Yo tengo la oportunidad de convencerme de ello. Aunque sea gracias a esas semillas de guisante robadas. Tú no tendrás tal oportunidad. Morirás en unos instantes.
    —Déjale al menos a él. —Geralt señaló a Jaskier con un movimiento de cabeza—. No, no por alguna misericordia patética. Por razonamiento. Nadie se acordará de mí, pero a él querrán vengarlo.
    —Poco valoras mi razón —dijo indeciso el elfo—. Si él sobrevive gracias a ti, sin duda se sentirá en la obligación de vengarse.
    —¡Puedes estar seguro! —estalló Jaskier, pálido como la muerte—. Puedes estar seguro hijo de perra. Mátame también porque te prometo que de otro modo levantaré contra vosotros al mundo entero. ¡Verás para lo que sirven las pulgas de la manta! ¡Os aniquilaremos aunque tengamos que igualar con la tierra esas montañas vuestras! ¡Puedes estar seguro!
    —Cuidado que eres tonto, Jaskier —suspiró el brujo.
    —Naces una vez y una vez te mueres —afirmó con dureza el poeta, aunque el efecto de dureza lo estropearon un tanto los castañeteos de los dientes.
    —Esto cierra el asunto. —Filavandrel sacó los guantes del cinturón y se los enfundó—. Es hora de terminar este episodio.
    A una orden suya, unos elfos con arcos se colocaron de frente. Llevaron a cabo esto muy deprisa, debían de estar esperando desde hacía tiempo. Uno, observó el brujo, roía todavía un nabo. Toruviel, con los labios y la nariz vendados en cruz con cintas de tela y corteza de abedul, estaba de pie delante de los arqueros. Sin arco.
    —¿Os vendamos los ojos? —preguntó Filavandrel.
    —Largo. —El brujo volvió la cabeza—. Lárgate.
    —A d'yeabl aép arse —terminó Jaskier, con los dientes como castañuelas.
    —¡Oh, no! —berreó de pronto el diablo, corriendo y poniéndose delante de los condenados—. ¿Habéis perdido la razón? ¡Filavandrel! ¡Esto no es lo que convinimos! ¡No así! Tenías que llevarlos a las montañas, guardarlos en alguna cueva hasta que terminemos aquí...
    —Torque —dijo el elfo—. No puedo. No puedo arriesgarme. ¿Viste lo que hizo a Toruviel estando atado? No puedo arriesgarme.
    —¡No me interesa lo que puedes o lo que no! ¿Qué es lo que os imagináis? ¿Pensáis que os permitiré cometer un asesinato? ¿Aquí, en mi tierra? ¿Junto a mi pueblo? ¡Vosotros, malditos tontos! Largo de aquí con vuestros arcos, porque si no os ensarto en mis cuernos, ¡uk, uk!
    —Torque. —Filavandrel apoyó las manos en el cinturón—. Esto que tenemos que hacer es necesario.
    —¡Düvvelsheyss es, y no necesidad!
    —Échate a un lado, Torque.
    El cuernocabra movió las orejas, berreó aún más fuerte, abrió desmesuradamente los ojos y dobló el codo en un gesto insultante muy popular entre los enanos.
    —¡Aquí no vais a matar a nadie! ¡Subíos a los caballos y largaos a vuestras montañas, al otro lado del puerto! ¡Si no, vais a tener que matarme a mí también!
    —Sé razonable —dijo despacio el elfo de cabellos blancos—. Si les dejamos vivos los humanos se enterarán de lo que haces. Te atraparán y te torturarán. Los conoces.
    —Los conozco —bramó el diablo, todavía cubriendo con su cuerpo a Geralt y Jaskier—. ¡Resulta que los conozco mucho mejor que vosotros! ¡Y a decir verdad no sé quién es mejor de los dos! ¡Lamento haberme aliado con vosotros, Filavandrel!
    —Tú mismo lo quisiste —habló con frialdad el elfo, dando una señal a los arqueros—. Tú lo quisiste, Torque. ¡L'sparelleán! ¡Evellién!
    Los elfos sacaron las flechas de las aljabas.
    —Vete, Torque —dijo Geralt, apretando los dientes—. Esto no tiene sentido. Échate a un lado.
    El diablo, sin moverse del sitio, le hizo el gesto de los enanos.
    —Escucho... una música... —sollozó de pronto Jaskier.
    —Suele suceder —afirmó el brujo, mirando a las puntas de las flechas—. No te preocupes. No es ninguna vergüenza volverse tonto del miedo.
    El rostro de Filavandrel se transformó, se contrajo en un gesto extraño. El Seidhe de cabellos blancos se dio la vuelta con violencia, gritó a los arqueros, breve y precipitadamente. Los arqueros bajaron los arcos.
    Lille entró en el claro.
    Ya no era la delgada muchacha de aldea vestida con un traje de lana cardada. A través de la alta hierba del calvero venía, no, no venía, fluía hacia ellos una Reina, resplandeciente, de cabellos de oro, de ojos de fuego, la maravillosa Reina de los Campos, decorada con guirnaldas de flores, espigas, tallos de hierba. A su izquierda renqueaba sobre unas patitas inseguras un cervatillo, a su derecha se arrastraba un enorme erizo.
    —Dana Méadbh —dijo con veneración Filavandrel, y luego inclinó la cabeza y se hincó de rodillas.
    El resto de los elfos se puso también de rodillas, lentamente, como con desgana, uno tras otro cayeron sobre las rodillas, inclinaron la cabeza rindiendo homenaje. La última que se arrodilló fue Toruviel.
    —Haél, Dana Méadbh —repitió Filavandrel.
    Lille no respondió al saludo. Se detuvo algunos pasos por delante de los elfos. Posó su mirada celeste en Jaskier y Geralt. Torque, aunque también de rodillas e inclinado, inmediatamente se puso a liberar a los prisioneros. Ninguno de los Seidhe se movió.
    Lille estaba delante de Filavandrel. No habló, no produjo el mínimo sonido, pero el brujo vio los cambios en el rostro del elfo, percibió el aura que les envolvía y no tuvo ninguna duda de que entre ellos se estaba llevando a cabo un intercambio de pensamientos. El diablo lo agarró de pronto por las manos.
    —Tu amigo —baló en baja voz— decidió desmayarse. Justo a tiempo. ¿Qué hacemos?
    —Dale un par de soplamocos.
    —Con gusto.
    Filavandrel se levantó. A una orden suya los elfos se lanzaron a ensillar los caballos.
    —Ven con nosotros, Dana Méadbh —dijo el elfo de cabellos blancos—. Te necesitamos. No nos abandones, Eterna. No nos prives de tu amor. Sin él moriremos.
    Lille giró lentamente la cabeza, apuntó hacia el oriente, en dirección a las montañas. El elfo se inclinó, dando agua en la mano a su caballo de crines blancas.
    Jaskier apareció, pálido y enmudecido, apoyado en el silván. Lille le contempló, se sonrió. Miró a los ojos del brujo, miró largo rato. No dijo ni una sola palabra. Las palabras no eran necesarias.
    Casi todos los elfos estaban ya sobre sus monturas cuando se acercaron Filavandrel y Toruviel. Geralt miró a la elfa, a sus ojos negros, visibles detrás de los vendajes.
    —Toruviel... —comenzó. Y no terminó.
    La elfa agitó la cabeza. Sacó de un lado de su silla un laúd, un maravilloso instrumento de madera ligera, artísticamente taraceada, con un grifo labrado en el mástil. Sin una palabra le alcanzó el laúd a Jaskier. El poeta aceptó el instrumento, se inclinó. También sin una sola palabra, pero sus ojos decían mucho.
    —Salud, hombre extraño —dijo en voz baja Filavandrel a Geralt—. Tenías razón. No son necesarias las palabras. No cambiarán nada.
    Geralt se mantuvo en silencio.
    —Después de pensarlo —añadió el Seidhe—, llegué a la conclusión de que tenías razón. Antes, cuando decías que te dábamos pena. Hasta la vista, entonces. Hasta la vista dentro de poco, en el día en que bajaremos de las colinas para morir con honor. Te buscaremos entonces, yo y Toruviel. No nos falles.
    Se miraron el uno al otro durante un largo rato. Y luego el brujo respondió con claridad y brevedad.
    —Lo intentaré.

VII
    —¡Por todos los dioses, Geralt! —Jaskier dejó de tocar, acarició el laúd, lo tocó con la mejilla—. ¡Esta madera canta sola! ¡Estas cuerdas están vivas! ¡Vaya un tono maravilloso! Truenos, por este laúd es un precio muy barato el soportar un par de patadas y un poco de miedo. Me hubiera dejado patear del amanecer a la puesta de sol si hubiera sabido lo que iba a ganar. ¿Geralt? ¿Me estás escuchando?
    —Es difícil no oíros. —El brujo sacó la cabeza de las páginas del libro, miró al diablo, el cual seguía empeñado en soplar un extraño caramillo hecho de pedazos de cañas de distinto tamaño—. Os oigo yo, y os oyen por todos los alrededores.
    —Düvvelsheyss es, que no alrededores. —Torque soltó la flauta—. Desierto y eso es todo. Despoblado. Culo del mundo. ¡Ay, echo de menos mis cañaverales!
    —Echa de menos los cañaverales —se rió Jaskier, mientras recorría con cuidado los misteriosos relieves de la caja del laúd—. Entonces habría que haberse quedado en aquella espesura como el ratón en su ratonera en vez de asustar mozas, destrozar enseres y cagarse en el pozo. Pienso que ahora serás más cuidadoso y te abstendrás de más chanzas, ¿no, Torque?
    —Me gustan las chanzas —afirmó el diablo mostrando los dientes—. Y no me imagino vivir sin ellas. Pero como queráis, os prometo que en mis nuevos territorios seré más precavido. Haré travesuras con discreción.
    La noche era nublada y borrascosa, el viento doblaba las cañas, susurraba en las ramas de los matorrales entre los que habían acampado. Jaskier echó unos leños al fuego. Torque se atrafagó en su lecho, espantando los mosquitos con su rabo. En el lago, un pez dio un salto.
    —Describiré en un romance toda esta nuestra aventura en el confín del mundo —proclamó Jaskier—. Y a ti también te describiré en ella, Torque.
    —No pienses que te vas a ir de rositas —graznó el diablo—. Porque entonces yo haré también un romance y te describiré a ti, y de tal modo que durante veinte años no te vas a poder mostrar delante de personas decentes. Así que ten cuidado. ¿Geralt?
    —¿Qué?
    —¿Has leído algo interesante en ese libro que sonsacaste de forma vergonzosa a los labriegos?
    —Por supuesto.
    —Pues léenoslo, mientras el fuego aún alumbra.
    —Sí, sí. —Jaskier rasgueó las sonoras cuerdas del laúd de Toruviel—. Lee, Geralt.
    El brujo se apoyó en los codos, acercó el libro a la lumbre.
    —Contemplarla se puede —comenzó— en el estío, desde los Días de Maio y Iunio fasta los días de Otubre, mas lo más corriente es en la Festa de Augusto, a la que los antigos nombraban «Lammas». Aparécese ella como la Doncella de Pelo Claro, envuelta toda en flores, y todo lo vivo acude a ella y siente apego a ella, tanto las verduras y yerbas como las animalias. Por eso su nombre de ella es «Vivia». Los antigos la nombraron «Danamebi» y la adoraban con gran devoción. Y fasta los Barbudos, contra que viven dentro de las sierras y no en la mitad de los campos, la veneran y la nominan «Bloëmenmagde».
    —Danamebi —murmulló Jaskier—. Dana Méadbh, la Doncella de los Campos.
    —Por ende Vivia anda, la tierra pare y florece y rebulle de todas las criaturas, tal es su poder. Las naciones todas le entregan ofrendas con veneración, en vana esperanza de que a ellos, y no a campos ajenos, Vivia los visite. Porque también se dice que vendrá el tiempo en que al fin Vivia asiento tome entre aquestas gentes que ella mesma escoja, pero es esto sólo cuento de mulleres. Pues los sabios dicen que Vivia las tierras todas ama, y todo lo que se cría y crece en ella, por igual, sin diferencia, el pequeño árbol o el gusano cualquier, y las gentes todas no son para ella más que el árbol delgado, pues y también ellos habrán de pasar algún día, y nuevos vendrán, otras tribus y gentes. Y Vivia eterna es, fue y será, siempre, por los siglos de los siglos.
    —¡Por los siglos de los siglos! —cantó el trovador y tañó el laúd. Torque se le unió con un agudo tono de su silbato de caña—. ¡Sé alabada, Doncella de los Campos! Por la belleza, por las flores de Dol Blathanna, pero también por la piel del que suscribe, por la piel que salvaste de que la agujerearan con la punta de una flecha. ¿Sabéis? Os diré algo.
    Dejó de tocar, abrazó el laúd como si fuera un niño y se puso triste.
    —Creo que no hablaré en mi romance de los elfos y de las dificultades con las que tienen que bregar. No faltarían buitres dispuestos a irse a las montañas... Por qué adelantar...
    El trovador se calló.
    —Termina —dijo Torque con amargura—. Querías decir: adelantar aquello que es inexorable. Inevitable.
    —No hablemos de eso —les cortó Geralt—. ¿Para qué hablar? Las palabras no son necesarias. Tomad ejemplo de Lille.
    —Se comunicaba telepáticamente con los elfos —murmuró el bardo—. Lo sentí. ¿No es cierto, Geralt? Tú eres capaz de percibir tal comunicación... ¿Entendiste de qué...? ¿Lo que le comunicaba el elfo?
    —Un tanto.
    —¿De qué hablaba?
    —De la esperanza. De que todo se renueva y no deja de renovarse.
    —¿Sólo eso?
    —Es suficiente.
    —Humm... ¿Geralt? Lille vive en la aldea, entre los humanos. ¿Crees que...?
    —¿...que se quedará entre ellos? ¿Aquí, en Dol Blathanna? Puede ser. Si...
    —¿Si qué?
    —Si los humanos se muestran dignos de ello. Si el confín del mundo continúa siendo el confín del mundo. Si somos capaces de respetar las fronteras. Venga, basta de tanto hablar, muchachos. Es hora de dormir.
    —Cierto. La medianoche se acerca, el fuego se marchita. Me quedaré un rato todavía, siempre me salen mejor las rimas junto a un fuego que se apaga. Y necesito un título para mi romance. Un título bonito.
    —¿Quizás «El confín del mundo»?
    —Demasiado banal —bufó el poeta—. Incluso si se trata de hecho del confín del mundo, hay que definir este lugar de otro modo. Una metáfora. Doy por hecho que sabes lo que es una metáfora, ¿eh, Geralt? Humm. Dejadme pensar... «Allá donde...» Joder. «Allá donde...»
    —Buenas noches —dijo el diablo.

Andrzej Sapkowski
El último deseo

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