James Joyce |
Joyce y Proust
en el hotel Majestic
Tomás Eloy Martínez
HIGHLAND PARK, N.J.
La primera persona a la que oí hablar del único y mitológico encuentro entre Marcel Proust y James Joyce fue Nélida Gardell, mi profesora de francés en la Escuela de Letras de la Universidad de Tucumán. Nélida describía el diálogo entre los dos mayores novelistas del siglo XX como un torneo de torpezas y desdenes, el vuelo de aves majestuosas condenadas a no entenderse.
De acuerdo con su versión, ambos habían sido convocados a una comida en el hotel Ritz de la Place Vendôme, en París, por el barón Edmond de Rothschild, deseoso de pagar una fortuna para oír cómo dos genios desplegaban ante él sus lujos verbales.
“¿Se sabe lo que dijeron?”, preguntó toda la clase. La profesora Gardell respondió, enigmática: “Proust quiso averiguar si a Joyce le gustaban las trufas que se estaban sirviendo. Joyce respondió secamente que no”.
Esa escena patética de la literatura universal me persiguió durante años como un fantasma tenaz y, por mucho que la busqué en las excelentes y numerosas biografías de los dos escritores, los relatos me parecieron siempre insatisfactorios.
Jean-Yves Tadié, que publicó en 1996 una monumental vida de Proust –quizá la mejor de todas–, despacha el episodio en menos de una página, enfatizando que los dos genios no simpatizaron, al punto de que cuando Proust se ofreció a llevar a Joyce en su taxi la respuesta fue un par de gestos groseros. Joyce se puso a fumar desenfrenadamente y abrió de par en par las ventanas, a sabiendas de que su colega asmático no toleraba el humo y sufría con las corrientes de aire.
Richard Ellman, el gran biógrafo de Joyce, es más minucioso. Registra al menos cuatro versiones de lo que se dijo, incluyendo la de las trufas, y cuenta que Joyce sintió después melancolía por la oportunidad perdida: “Me habría gustado encontrar a Proust en otro lugar, más a solas, para hablar con él a gusto, aunque no sé de qué”.
Me resigné a no saber ya más de aquel encuentro hasta que, hace pocas semanas, leí un libro magistral de 360 páginas que cuenta al fin la historia con pelos y señales. Se llama Proust at the Majestic (Proust en el hotel Majestic), y su autor es el inglés Richard Davenport-Hines, también autor de una bien documentada historia de los narcóticos y de una biografía del poeta W. H. Auden.
Desde hace medio siglo el hotel Majestic de París no es lo que era. Cuando Proust y Joyce se conocieron, poco después de la medianoche del 18 de mayo de 1922, se había puesto de moda. A sus salones suntuosos acudían, de rigurosa etiqueta, todas las personas notables que vivían en la ciudad o estaban de paso. Cada una de sus 450 habitaciones daba a la avenida Kléber, muy cerca del Arco de Triunfo. Todas disponían de un cuarto de baño, lo que era una excentricidad lujosa para aquellos tiempos, sobre todo en París.
Contra lo que suponía la profesora Gardell, el anfitrión no fue el barón de Rothschild, sino el matrimonio de Violet y Sydney Schiff. Ella era una casamentera; él, un novelista justamente olvidado, con una insuperable capacidad para el chisme. Ambos merecían ser personajes de Proust.
Dieron la cena para celebrar el estreno de Renard, el ballet cómico de Igor Stravinsky que esa misma noche había sido presentado en la Opera de París por los Ballets Russes de Serge Diaghilev.
De modo que no sólo Stravinsky y Diaghilev participaron de la célebre comida del Majestic. También estaban allí Ernest Ansermet, que había dirigido la orquesta de Renard, y Pablo Picasso, que llevaba una faja roja alrededor de la cabeza. Sólo faltaba Victoria Ocampo para completar el cuadro. Pero el principal –y luego proclamado– propósito de los Schiff era reunir en la misma jaula de oro a Proust y Joyce, y observar lo que pasaba entre ellos, para contarlo luego a los cuatro vientos.
Lo que pasó fue tan poco que ni siquiera sirvió como tema de conversación en los salones de la semana. Eso explica que la historia haya circulado como un mito hasta que Davenport-Hines la devolvió a la realidad. No han quedado noticias de lo que comieron, que debió de ser lo usual en las veladas del Majestic: una entrada de caviar, faisán con espárragos y helados de frutas tropicales. Se sabe, sí, que Diaghilev, Stravinsky y Ansermet estaban muy cansados de las tensiones del largo día y se retiraron poco después de la medianoche.
Picasso se quedó bebiendo hasta que la cabeza se le cayó sobre la mesa. También Joyce, en silencio, bebía champagne y eructaba con ganas. Al llegar, se había disculpado por no estar vestido de etiqueta. “No tengo dinero para esas inutilidades”, declaró. El único tema de conversación que le interesaba era su novela Ulysses, que se había publicado tres meses antes y que estaba ya en todas las bocas, sobre todo en las de quienes la leían sin entenderla.
Los restos de la comida fueron retirados de las mesas a la una de la madrugada. Joyce –ha contado el crítico Clive Bell, quien oyó la historia de boca de Sydney Schiff– siguió sentado, sin hablar, con una mano en el mentón y la otra ocupada con una copa de champagne. A las dos de la mañana estaba completamente borracho y de a ratos soltaba bufidos sonoros.
Quince, acaso veinte minutos después, los Schiff vieron entrar a un hombre pequeño y sigiloso, enfundado en un abrigo de pieles, que se movía –según Clive Bell– como una rata. De lejos parecía pringoso y húmedo. Era el autor de En busca del tiempo perdido. Ya había terminado de escribir su gran novela y todavía la estaba corrigiendo y añadiendo frases. Era entonces mucho más célebre que Joyce, y sus largas frases perfectas, encadenadas unas a otras por una música inimitable, se repetían en los salones con devoción sacramental.
Aunque Joyce no vio a su colega como un hombre enfermo (diría, por lo contrario: “Se queja, pero está más sano que yo”), las drogas que Proust se inyectaba o bebía con frecuencia asesina estaban acabándolo. Seis exactos meses después de la reunión en el Majestic, una septicemia veloz acabaría con él. Dijera Joyce lo que dijera, era un agonizante en lucha contra la muerte.
Cuenta Davenport-Hines que se ubicaron en sillas contiguas. Registra seis versiones de lo que hablaron –una de ella es la de las trufas–, y en todas persiste la incomprensión. Joyce contó años más tarde que la única palabra memorable de aquel encuentro fue un monosílabo, “no”. “Proust me preguntó si yo conocía al duque tal o cual. Le dije: «No». Madame Schiff quiso saber si Proust había leído éste o aquel capítulo de Ulysses. Respondió: «No». La situación era insoportable.”
Otras veces, en sus años de gloria, Joyce pagó la indiferencia de Proust hacia su obra maestra con sarcasmos envenenados. Uno de los apuntes de su diario es revelador: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”. Y luego, en una carta a su editora Sylvia Beach, que era también la dueña de la célebre librería Shakespeare & Co, cuenta, con un juego de palabras difícil de traducir: “Acabo de leer En busca de las Sombrillas Perdidas por varias Muchachas en Flor en el Camino de Swann con Gomorrea et Cie., escrito por Marcella Proyst y James Joust.” Los dos grandes hombres no volvieron a verse. Eran aves de plumaje tan distinto que sólo se habrían lastimado.
Proust, como bien apuntó la profesora Gardell, nunca tuvo tiempo de leer Ulysses. Las interminables correcciones a su novela lo absorbían por completo. La muerte, además, estaba mordiéndole los talones. El 22 de noviembre de aquel 1922, Joyce asistió al funeral de su colega en la capilla Saint-Pierre-de-Chaillot, incómodo entre tantos príncipes, barones, embajadores y cabezas engominadas. Cuando el organista tocó, en vez de la habitual música litúrgica, la Pavana para una infanta difunta, de Ravel, se retiró rezongando.
Como sucede con todas las leyendas, imaginar esa noche de mayo en el Majestic deja sensaciones más intensas que la realidad, que suele ser plana y decepcionante.
LA NACION
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