jueves, 20 de febrero de 2020

Almudena Grandes / El último baile



Almudena Grandes

El último baile


En la última noche electoral me tragué cuatro episodios de 
The Strain, donde la humanidad lucha contra unos vampiros

23 DE NOVIEMBRE DE 2019

CUANDO SE ENCIENDEN las luces, una mujer muy alta, con el pelo recogido y envuelto en una media de color carne atada con un nudo en la coronilla, se dirige a los espectadores. Lleva un rabillo negro, enorme, pintado en cada ojo. El conjunto evoca una versión cochambrosa de Alicia Alonso, y de eso se trata. He sido bailarina, declara, o mejor dicho, profesora de baile durante toda mi vida, aunque más que enseñar, he aprendido de mis alumnas. Si a los ocho años ya calzaba un 41, y mientras lo dice se mira los pies… ¿Cómo iba a bailar yo, que me pongo un tutú y parezco una jirafa?
Siempre estaré en deuda con Carme Portaceli por haberme dado la oportunidad de moderar los encuentros con el público del Teatro Español de Madrid durante dos temporadas seguidas. No hay mucha gente que pueda disfrutar del privilegio de ver todas las obras programadas durante un año en un teatro tan importante. Yo he tenido esa suerte, y el encargo de Carme ha representado para mí una fuente permanente de luz, de alegría, en estos tiempos que, de puro grises, ni siquiera acaban de ser oscuros. Así recuerdo Lo nunca visto, un espectáculo espléndido que gira alrededor de una profesora de baile —la jirafa que calza un 41— que, cuando está a punto de jubilarse, convoca a sus antiguas alumnas para montar una última función de despedida. Sólo acuden dos a su llamada. La primera es un ama de casa gaditana que llega con un pie descalzo, el otro embutido en un zapato de tacón, mientras empuja un carrito de la compra. La segunda es una yonqui gallega, tan perdida que, al ver a su antigua profesora, exclama: caballero, ¿aquí se puede fumar?
A mí siempre me ha gustado bailar, pero casi nunca me he atrevido a hacerlo en público. De vez en cuando bailo en mi casa, sola, cuando nadie me ve, pero obedezco a mis propios complejos. En mi adolescencia, el ideal de belleza era radicalmente opuesto al modelo que yo encarnaba. Se llevaban las chicas menudas, escurridas, con muy poco pecho y cierto aire andrógino. Entre ellas, en las pistas de las discotecas, y aunque sólo calzaba un 40, yo me sentía como una hipopótama, una versión sobredimensionada y torpe de las modelos de los viejos anuncios de aceite de oliva, una venus prehistórica llena de bultos que botaban al ritmo de la música. Me daba tanta vergüenza imaginarme que salía corriendo de allí, y por ese camino, de vergüenza en vergüenza, me acostumbré a no bailar, aunque en algunas ocasiones he sido incapaz de resistir esa tentación.
La última vez que bailé fue en la noche del 28 de abril. Después del recuento, fui con unos amigos a la discoteca donde los socialistas celebraban su triunfo, me pedí una copa y me apoyé en una columna, como de costumbre. Pero al rato pensé, si va a gobernar la izquierda, si hemos parado a la ultraderecha, si el PP tiene 66 diputados…, ¿cómo no voy a bailar? Por eso bailé, no hice otra cosa durante más de dos horas, hasta que todos mis amigos, rendidos, me dijeron, vámonos ya, y me tuve que ir.
En Lo nunca visto, las arruinadas alumnas de una maestra que es una pura ruina deciden representar sus vidas en una función terminal, casi póstuma. Ellas también ceden a la tentación, intentan corregir en la ficción los errores que cometieron en la realidad, se representan a sí mismas como mujeres que supieron acertar, en lugar de haberse equivocado. Hasta que su maestra las detiene gritando “hacia atrás no, hacia atrás no se puede, hacia delante sí, hacia atrás no se puede, hacia delante sí…”.
Hacia atrás no se puede. Hemos ido hacia delante, como todos, como siempre. En la última noche electoral, ni siquiera vi los programas especiales que ofrecían las televisiones. Me tragué cuatro episodios seguidos de la última temporada de The Strain, una vieja serie de Guillermo del Toro en la que la humanidad lucha contra una raza de vampiros malísimos que han esclavizado a hombres y mujeres para dominar el mundo. Me he enrolado en el ejército humano porque ya soy muy mayor y necesito ganar alguna guerra, aunque sea de ficción.
Mientras llega esa victoria, reconozco que me gustaría volver a bailar. Pero como hacia atrás no se puede, hacia delante sí, la verdad es que no tengo muchas esperanzas de volver a lograrlo.

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