EL LIBRO DE LA SEMANA
Renacimiento de una joven tártara
Guzel Yájina se estrena en la novela y narra con una prosa cinematográfica una tragedia del siglo XX: una historia de abuso y liberación durante la Gran Purga estalinista
Monika Sgustová
6 de mayo de 2019
Zuleijá abre los ojos es la ópera prima de Guzel Yájina, escritora y guionista de expresión rusa, aunque de raíces tártaras. Yájina, cuya lengua materna es el tártaro, nació en 1977 en Kazán, capital de Tartaria, y basó su novela, galardonada con varios premios rusos e internacionales, en las vivencias de su abuela. El lector se encuentra con la protagonista, Zuleijá, cuando esta tímida y sumisa musulmana tiene 30 años y vive con su marido y su suegra, a la que llama para sus adentros la Vampira; y es que Zuleijá vive su vida como si fuera un cuento de hadas supervisado por Alá. Hijo y madre menosprecian a esa chica menuda y frágil que se casó a los 15 años y cuyas cuatro hijas están enterradas en el cementerio del pueblo. Desde el alba hasta entrada la noche Zuleijá desempeña los trabajos más duros tanto en la casa como en el bosque helado sin ser consciente de su condición de esclava. La aldea donde viven se encuentra en la Tartaria soviética.
Zuleijá tiene los mismos años que el siglo XX. Muy a principios de los treinta Stalin decreta la represión de los terratenientes y los campesinos con propiedades, a los que llama kulaks, categoría a la que pertenecen Zuleijá y su marido. Tras un altercado en el que un soldado del Ejército Rojo mata a tiros a su esposo, Zuleijá y otros campesinos del pueblo son hechos prisioneros y conminados a coger lo más imprescindible, abandonar su casa y seguir a los soldados. Éstos los llevan a la cárcel de Kazán para luego cargarlos en un tren de transporte de ganado junto a multitud de otros kulaks presos y trasladarlos al destierro y los trabajos forzados en Siberia.
Empieza la primera ola de lo que en 1937 llegaría a convertirse en la Gran Purga stalinista. Centenares de personas mueren primero en el tren y luego en el barco que los conduce en ínfimas condiciones por el amplísimo río siberiano Angará. El viaje hacia el destierro dura meses y los acontecimientos durante ese trayecto ocupan un tercio de la novela.
Tras el naufragio del barco, que se hunde por culpa de la sobrecarga de pasajeros, solo se salva un puñado de personas. A Zuleijá, embarazada de su marido muerto, la salva Ignatov, el asesino de éste. La lleva a la orilla del río donde, en medio de la taiga, los desterrados fundan una localidad, Semruk. Como un símbolo de la nueva vida, Zuleijá da a luz a Yuzuf. La comunidad dispone apenas de lo más esencial y, como Robinson Crusoe, empieza de cero.
A lo largo de los meses y los años van llegando más kulaks destinados al destierro y Semruk se convierte en una aldea cuyo comandante es Ignatov. Zuleijá aprende a sobrevivir: cada madrugada sale con su fusil a la taiga de donde trae animales y aves. Ella sola educa a su hijo y vive una relación amorosa con Ignatov. Su Alá ha quedado atrás.
El título de la novela se refiere al arte de observar de la protagonista: los ojos verdes de Zuleijá descubren la prodigiosa animación de Kazán, la belleza salvaje de Siberia, los matices de la piel de su hijo. Pero sobre todo hace alusión a su emancipación y renovación.
Aunque firmemente instalada en la tradición literaria rusa, en la novela pululan muchas palabras tártaras; el tártaro es un idioma túrquico hablado por seis millones de personas. Además, elementos de culto popular —milagros, magia, cuentos y espíritus— abundan en sus páginas. Así, cuando Zuleijá busca a su hijo perdido en la taiga, el cuerpo menudo de éste cae del árbol invernal con precisión milimétrica en los brazos extendidos de la madre. La alegre ironía con la cual se narran esos prodigios hace pensar tanto en los cuentos de Gogol como en la novela El maestro y Margarita de Bulgakov.
La tradición literaria rusa es perceptible a lo largo de la novela. La historia de amor que Zuleijá vive con Ignatov llega a su auge de modo dostoievskiano. Los dos enamorados se convierten en pareja solo después de haberlo perdido todo: él su puesto de comandante, ella tras renunciar a una cómoda habitación, al trabajo de cazadora y hasta a su hijo único que se va a estudiar a Leningrado. Eso hace pensar en Raskólnikov y Sonia de Crimen y castigo, que se desplazan a Siberia con las manos vacías y el alma en paz, o en los protagonistas de Tolstói Kitty y Levin, que en Ana Karenina encuentran la satisfacción en la vida del campo. La diferencia es que Zuleijá e Ignatov viven en el infierno stalinista que únicamente la belleza salvaje de la taiga y la ternura efusiva de su relación pueden dulcificar.
La narración se mueve como un río vivaracho con sus olas y cascadas. Yájina desarrolla su prosa cinematográfica con fogosidad y su pasión se contagia al lector. Además, el lector no deja de impregnarse de la realidad de la Unión Soviética, de esa tragedia del siglo XX: aprende cómo vivieron los rusos el Gran Terror y la Gran Purga stalinistas, además del despertar de la solidaridad que generó la Segunda Guerra Mundial. La potente novela sobre Zuleijá, una historia de abuso, arbitrariedad y dolor, pero también de renacimiento, resurrección y liberación, traducida con excelencia por Jorge Ferrer, no puede dejar indiferente a ningún lector.
Zuleijá abre los ojos. Guzel Yájina. Traducción de Jorge Ferrer. Acantilado, 2019. 544 páginas. 28 euros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario