Liudmila Petrushévskaia
BOHEMIA
En la ópera La Bohème hay alguien que ama a una persona, que vive absorbido por algo y que luego abandona al ser amado, o éste lo abandona a él. Sin embargo, en el caso de Klavdia todo fue mucho más sencillo, aunque de ella sí que se podía decir con todo fundamento que era una bohemia, porque no tenía dinero ni refugio, llevaba ocho años estudiando por correspondencia para bibliotecaria, comía tres veces por semana y no hacía otra cosa que ir de casa en casa en compañía de holgazanes como ella, con los que nunca tenía romance. Y eso que ella era la única mujer de aquel pequeño círculo de bohemios -los bohemios más selectos de la ciudad, porque realmente no tenían nada, ni techo, ni con qué abrigarse en invierno; unos iban en gabardina, otros sin gorro-. En verano los talones de Klavdia hacían ruborizar a la gente decente; pero así habían de ser los talones de una joven que caminaba mucho por las calles, y así también tenían que ser sus piernas, su cara y su cabello, y así, sin pretensiones y callada, había de ser aquella bohemia que no permanecía en ningún sitio, sino que siempre estaba de paso y de la que nunca se sabía cuándo ni dónde comía y pernoctaba. Klavdia escribía poesía o novelas largas que leía a veces en su círculo en voz alta, y no era allí peor consideraba que las demás poetisas de otros círculos de cualquier tiempo y condiciones que fuesen. Los veranos abandonaban la ciudad de repente, bruscamente, y buscaban refugio en algún lugar del norte, en las isbas, y recopilaban canciones o cantaban ellos mismos en las bodas. En todo caso, Klavdia había pasado el verano viajando mucho, haciendo auto-stop a los camiones, por Dios sabía qué caminos -incluidos esos que hacen que uno vaya dando saltos hasta el techo del camión o golpeándose los talones con el suelo de la caja-. Y había sido precisamente entonces cuando a la bohemia Klavdia le había sucedido algo que resultaba imposible de explicar: había empezado a sentir un fuerte dolor en el vientre. Pero, como habían salido de la ciudad, tenían que seguir viajando: esa era la norma. Klavdia tuvo que seguir adelante con sus dos compañeros de viaje, sentarse en podridas cunetas de carreteras que cruzaban bosques pantanosos, dormir en henares, hacer sus necesidades entre los arbustos y en los huertos traseros de las casas. Klavdia, con todo y eso, ya no podía comer. Si alguien la hubiera contemplado, habría visto que se debilitaba a ojos vistas; pero nadie se preocupaba de ella, porque sus compañeros habían decidido abandonarla y lo habían hecho, y Klavdia no se veía a sí misma y no sabía cómo se había quedado. Pero, de todas formas, consiguió llegar hasta un embarcadero, y allí cogió un barco, viajó en cuarta clase, en un rincón de la sentina, bajo el nivel del agua, en donde apestaba a gases de escape del barco; hasta se metieron con ella unos inspectores, que acabaron dejándola en paz porque se distrajeron con unos extranjeros que lanzaban gritos fuertes acerca de algo relativo a los billetes. Cuando el barco llegó a su destino, Klavdia, medio dormida, salió a la luz del día y consiguió llegar al tren eléctrico, y así viajó -el vientre seguía doliéndole- hasta que, por fin, se vio en el andén de N., su pueblo natal. Su madre la encontró tirada en la parcela de junto a la casa. Después de tanto peregrinar, Klavdia pudo por fin acostarse en una cama limpia. Y, al ponerse una mañana temprano a hacer sus necesidades en un retrete situado fuera de la casa, junto a un rosal silvestre, soltó de pronto un chorro de sangre y todo se aclaró de inmediato: el hecho era que había abortado -y, por cierto, un feto bastante grande-. La madre, que había acompañado a Klavdia hasta el rosal, le dijo que se trataba de un niño. Y Klavdia contaba luego a la gente que el mes tal debería haber parido un niño. Más adelante, contaba que hacía unos meses podría haber tenido un niño; barajaba las fechas como una madre de verdad, aunque siempre añadía que la cosa había sido de pura casualidad y que con anterioridad no sospechaba absolutamente nada. Pero todos sentían una extrema sensación al oír los cálculos y la historia de Klavdia, y todos respondían exactamente de la misma manera, con el silencio, como si no supieran qué decir de aquel hecho. Por eso, con el tiempo, también Klavdia dejó de contarlo. Y lo único que pasó fue que su madre, no se sabe por qué, y gastándose un dineral, trasladó el retrete a un nuevo lugar, cubrió con tierra el lugar en que había estado el viejo retrete y plantó allí un pequeño serbal y un abedul.
Liudmila Petrushévskaia
Amor inmortal
Alianza Cuatro, Madrid, 1993, pp. 100-102
DE OTROS MUNDOS
Cuentos
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