Graham Green Ilustración de T.A. |
Graham Greene: un recuerdo
Anthony Burgess
4 de abril de 1991
Conocí a Graham Greene en 1957. Yo había regresado de Malaya, y un amigo suyo de aquel protectorado de reciente independencia me había pedido que le llevara unas camisas de seda confeccionadas para él en Kuala Lumpur. Se las entregué en su piso de Albany, y aquel día comimos juntos. Al cabo de un tiempo alguien hizo circular el rumor de que las camisas llevaban cosidas en sus puños píldoras de opio. En mi opinión, era un rumor infundado. Green y yo compartíamos la devoción por el opio, perfectamente satisfecha en Extremo Oriente. También teníamos en común el ser católicos, pero esto, a pesar del viejo sarcasmo marxista, no representa una adicción. El día de ese primer encuentro era viernes, de modo que comimos pescado. Antes, mi anfitrión me preparó un martini muy cargado. En aquella época era poseedor de la enorme colección de botellines de whisky sobre la que se basaría para algunas escenas de Nuestro hombre en La Habana. Los botellines formaban parte de la decoración, y no se podían utilizar.Yo acababa de publicar mi primera novela, Time for a Tiger, y Greene tuvo la amabilidad de pedirme que le dedicara su ejemplar. A los dos nos editaba entonces Heinemann, y estoy seguro de que a Greene le había llegado ese ejemplar de forma gratuita.
En mis posteriores tratos con él noté de su parte cierta desconfianza. Creo que estaba relacionada con la religión. El se había convertido al catolicismo, como su amigo Evelyn Waugh, y tenía perfecta conciencia de la distancia que separa a un converso de alguien que es católico desde la cuna, como yo. Yo pertenecía a una cultura diferente, más europea que británica, y carecía tanto de la rigidez de Waugh como de la pedantería de Greene. De los dos, el mejor converso era Waugh, cuyas objeciones teológicas a El revés de la trama (a mi juicio, el mejor libro de Greene) siguen pareciéndome tan brillantes como válidas. No cabía duda alguna respecto a cual de los dos era más inteligente.
El pecado
Greene se sentía fascinado por el pecado, mientras que Waugh lo aborrecía. En su primera novela católica, Brighton, parque de atracciones, estableció una curiosa oposición entre un universo secular en el que las cosas bien hechas sostenían una pelea intrascendente con las cosas mal hechas, y un universo escatológico en el que el bien libraba una auténtica guerra contra el mal. El mal, fuera como fuese, terminaba siendo una instancia cargada de nobleza, y Pinky, el gángster católico (que pronuncia unas palabras improbables: "Credo in unum Satanum"), es al menos suficientemente hombre como para condenarse, por decirlo con palabras de T. S. Eliot. A Greene no le gustaron nunca las objeciones que yo opuse a sus distorsiones éticas. Era un hombre susceptible. Greene era un exiliado nato. A mí siempre me lo pareció. Teníamos esto en común, y esta característica tenía que ver con nuestra fe compartida. Es algo que nos llevó a los dos al Mediterráneo, él a Antibes y yo a Italia primero y después a Mónaco. En cierto sentido éramos vecinos. A mí no me convencía mucho su planteamiento vital, ya que vivía con la esposa de otro hombre, pero con el transcurso de los años terminó una versión muy personal del catolicismo en la que cabía incluso una probable ausencia de la deidad. Lo que más me preocupaba de él era su capacidad para reconciliar un sistema espiritual con un sistema materialista. En su opinión, el comunismo era el idearlo político que mejor encajaba con la mística católica. Lo dice explícitamente en Los comediantes: es posible que el comunismo tenga las manos manchadas de sangre, pero es todavía peor la escudilla en la que Poncio Pilatos se lavó las suyas. Me parece que Greene evitaba enfrentarse a ciertos temas morales muy complejos por el procedimiento de viajar a países en los que los problemas relativos al establecimiento del bien social estaban excesivamente simplificados. Era muy fácil estar del lado de los revolucionarios cuando su tarea consistía en eliminar una dictadura sin Dios. Haití, Panamá y Argentina eran sus escenarios preferidos para sus dramas humanos más bien simplistas.
Nuestro último encuentro ocurrió hace 11 años. Nos vimos en su pequeño apartamento de la rue Pasteur. Yo tenía muchas ganas de investigar no tanto sus raíces teológicas como las literarias. En cuanto a las primeras, yo seguía opinando que Greene era un jansenista para el que el orden natural era corrupto, pero él lo negó con la mayor firmeza. Seguía leyendo lo que James Joyce habría llamado teología de andar por casa, pero se ganó todas mis simpatías cuando me dijo que estaba leyendo a Ford Maddox Ford, a quien, como yo, consideraba el mejor y el más novelista del siglo. También su pasión por Ford provocó una disputa entre nosotros. Él había editado Parade's End, e imperdonablemente, eliminó la última novela de la tetralogía. Me pareció curiosa pero típicamente obtuso suponer que había que tomar en serio el nulo aprecio que Ford sintió por Last Post. Sus juicios literarios no eran de fiar, cosa que estaba dispuesto a admitir.
Disfrutando
La época edwardiana en la que floreció Ford era su Ítaca literaria. Admiraba profundamente a Conrad y en cierto sentido se veía a sí mismo como el sucesor: alguien que investiga las motivaciones humanas bajo cielos exóticos. Pero sabía que había decidido servir un género inferior al que representan Nostromo y El corazón de las tinieblas. Sus novelas han sido populares en dos sentidos. Se vendían muchísimo y fueron convertidas en películas casi siempre mediocres. Explotaban, además, desarrollos argumentales ensayados hasta la saciedad, y jamás ambicionaron las dimensiones que, para Ford y Conrad, eran imprescindibles en quien pretende dar una visión panorámica de la vida. Greene reconoció que ninguna de sus novelas merecía ser calificada de "grande". Aceptó el criterio del comité del premio Nobel, según el cual era demasiado popular como para merecer la distinción que tradicionalmente reciben escritores grandes pero que no venden apenas. A los 75 años predijo que esperaba un premio más grande que el Nobel. ¿Cuál? La muerte.
El puede haber dicho que quería la bendición final o la maldición, pero no hay duda de que estaba disfrutando de la vida -alto, en buena forma física, de Ojos claros, amante de una atractiva francesa y del vino francés-. Parte de los placeres de su vida era la cuota diaria de doscientas palabras -ni mas, ni menos- en minúscula caligrafía. Se jactaba ante mí del exacto recuento de las palabras que podía escribir en la primera página de un nuevo manuscrito a máquina. Doscientas palabras diarias le dejaban la mayor parte del día para vivir. Vivir podía significar ser combativo. El J'accuse que elevó a Jacques Medecin, alcalde de Niza, mostró el espíritu luchador de un hombre que no estaba dispuesto a tolerar la injusticia. Pagó muy alto el precio de lo que se consideró un panfleto, pero la paga fue solo en dinero, algo que tenía en abundancia, aunque esto no se manifestara en opulencia o sibaritismo en su estilo de vida. "Il n'est pas facile", me dijo un destacado nizardo. Tampoco lo era él. Lamento que nuestra relación se interrumpiera por un roce que pareció frívolo y que era simplemente un síntoma de nuestra edad.
Me preguntaron en un programa de televisión francés cuántos años tenía en ese momento Greene, y yo le eché un par de años más. Esto levantó su furia cuyo exceso no llegó a alterar la exquisita caligrafía en que la expresó. Más tarde yo fui indiscreto con un periodista sobre su vida doméstica. La furia entonces se moduló en la recomendación perentoria de que yo debía ver a un médico. Pero yo me daba cuenta de que existía una antipatía difícil de analizar, expresada en un Frase de la semana de periódico dominical. Lo entrevisté y le mostré el texto de la entrevista. La aprobó pero luego dijo públicamente: "Puso palabras en mi boca que he tenido que mirar después en el diccionario".
Sostuve por él un cauteloso afecto. Le gustaba escribir y lo hacía bien. Nunca hice una crítica de sus libros que no fuera por lo menos lisonjeramente laudatoria.
Una vez le pregunté lo que Auden había querido decir con la frase "cuán grahamgreeniano" y cuál era la ubicación exacta de Greenelandia. Observó que esa reducción periodística expresaba una superficilaidad desechable -el tópico del exilio llevado a beber bajo las palmeras, visitando ocasionalmente el burdel local, consciente del abandono de Dios y del mundo-. Así es el cura borracho de El poder y la gloria, pero, siendo un ministro de la fe católica, es mucho más que eso. El mundo cariado de Greenlandia es el del hombre caído, el Adán desesperado inseguro de su pecado pero convencido de su culpa. La redención parece ser una historia diferente. En otras palabras, el tema de Greene era el del pecado original, un concepto impopular en nuestras sociedades relativistas. Lo sorprendente es que pudiera hacer ficción popular con ello.
En nuestra última comida juntos le pregunté qué es lo que más echaba de menos de Gran Bretaña. "Las salchichas", dijo. No había suficiente pan en la ajosa variedad francesa. Murió un poco católico, un poco cosmopolita, muy escritor, ciertamente todo un inglés.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de abril de 1991
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