Woody Allen en 2015 durante el Festival de Cine de Cannes. IAN LANGSDON EFE |
Woody Allen
Un amigo
Desde 1969, Woody Allen ha cumplido con su autocondena a rodar una película por año
29 AGO 2016 - 17:00 COT
Si hoy es martes y pesa menos el plomizo desánimo del final de vacaciones es porque este fin de semana llegó nueva película de Woody Allen a los cines. Para alguien nacido en 1969 resulta facilísimo enumerar las películas del director neoyorquino, porque desde entonces ha cumplido con su autocondena a rodar una película por año, del mismo modo que los demás obedecemos al calendario. Desde los 15 años suelo ver las películas de Woody Allen el mismo día en que se estrenan y en ocasiones me ha tocado acudir a cines en ciudades desconocidas y extrañas, donde me he sentido más acompañado por ese rito. Quizá por ello también percibo sus películas como el encuentro con un amigo, un amigo al que no ves a menudo, que se ha casado y separado varias veces, que tiene hijos de distintos matrimonios y ha cambiado de trabajos y ciudades donde vivir, ese amigo al que a menudo te toca defender de las críticas y ataques de otros y que en ocasiones a ti mismo te ha fatigado o crispado. Pero que es amigo y siempre lo será porque está encadenado a momentos compartidos y tu vida quedaría agujereada si prescindieras de él.
Woody Allen ha establecido a lo largo del tiempo una familiaridad con el espectador. Incluso algunos abominan de sus películas como abominan de tener que ir a comer con sus familias el día de Navidad. Tras ellas, hemos querido descubrir la personalidad del autor, su cómica ligereza, su angustia existencial, el tributo a los maestros, la inteligencia crítica, su reivindicación de la torpeza. Durante casi dos décadas, el cine de Woody Allen estuvo sumido en una profunda crisis de fe en el género humano. Sus películas eran cínicas. Tenía excusa, había gastado cuatro millones de dólares en abogados, había sido repudiado por su propio hijo y se le acusaba de crímenes nunca probados, pero sobre todo de haber quebrado la moralidad pública, pese a que sus historias casi siempre tratan de cómo las pasiones se imponen a todo cálculo. Preso de la tecnología financiera, ciudades franquicia ejercieron de productoras asociadas con el rescate de ideas guardadas en su sobre beige de proyectos por hacer. Pero en los últimos años sus películas vuelven a ser melancólicas fascinaciones, asociadas al miedo a la muerte, la fugacidad de la vida y el fracaso de la inteligencia. Son sencillas y no hacen reír tanto, pero te invitan a olvidar por unas horas dónde estás, quién eres y que vives en un país sin proyecto. Cumplen, por tanto, con la idea perfecta de la cita con un amigo.
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