lunes, 13 de noviembre de 2017

Jacinton Antón / Que le corten la cabeza / Ana Bolena y otros decapitados

Ana Bolena

¡Que le corten la cabeza!

Ana Bolena y otros decapitados



Me obsesiona perder la cabeza. Literalmente. Así que me producen un morbo especial las decapitaciones. Es algo que hunde sus raíces en mi infancia: siempre que estaba enfermo me hacían leer vidas de santos -a ver si cundía el ejemplo, supongo: yo era un niño travieso- y lo que más me interesaba era cuando llegabas al final y a tantos de esos edificantes personajes ¡chas!, les cortaban la cabeza. Estaban, claro Juan el Bautista y Judas Tadeo (al que hay que invocar si tienes migraña, por alusiones, supongo), pero mis preferidos eran san Denis obispo, que después de ser decapitado anduvo seis kilómetros con la cabeza bajo el brazo hasta entregársela a una piadosa dama -¡cómo estaría el París de la época que había que caminar tanto para encontrar una mujer honrada!-, tras lo cual el resto del santo se desplomó, y san René Goupil (patrón de los anestesistas), que a la sazón evangelizando a los iroqueses perdió la cabeza a golpes de tomahawk, lo que desde luego es una bella forma de juntar el santoral con El último mohicano.


Hay una atracción por las decapitaciones, los verdugos y las víctimas. 'Los Tudor' se ha deleitado en ella. En el fondo, el interés por saber qué se siente en ese trance en el tajo

La historia de san Denis y la de un fulano pecador cuyo nombre no recuerdo pero la cabeza del cual fue capaz de un acto de contrición e incluso de comulgar después de separada del cuerpo despertaron en particular mi insano interés acerca de lo que se experimenta cuando te decapitan. Me alegró descubrir años después que no era el único con esa morbosa curiosidad. Una de las grandes leyendas urbanas de la decapitación es la de que el gran Lavoisier cuando iba a ser guillotinado en 1794 pidió que le secundaran en un último experimento, y viva el empirismo: para que pudiera despejarse la cuestión de si la cabeza cortada seguía poseyendo conciencia -como todos nos tememos-, él trataría de pestañear el tiempo que fuera capaz: se dice que fueron 15 terribles segundos.
Más allá del secreto placer que me dio conocer el tajante destino del padre de la química, materia que me causó tantos problemas durante el bachillerato, el relato me tuvo conmocionado mucho tiempo. Además descubrí el caso de Henri Languille, un asesino que en 1905 se prestó a que un tal doctor Beaurieux, asistiera a su cita con Madame Guillotin y estudiara las reacciones de su cabeza. El médico aguardó a que los movimientos espasmódicos de los párpados y los labios cesaran y entonces, cuando la cabeza pareció relajada (¡) gritó: "¡Eh, Languille!". El decapitado abrió los ojos. Como lo oyen. Beaurieux se asomó a ellos y lo que vio, dijo, fue "una mirada viva". Los párpados volvieron a cerrarse y el médico volvió a llamar. ¡Y volvieron a abrirse! A la tercera llamada ya no hubo, gracias a Dios, respuesta...
Pensaba haber superado el asunto y tener la cabeza en otro sitio, por así decirlo, pero la reciente afluencia de decapitaciones en la pequeña pantalla ha resucitado mi viejo morbo. Entre otras, Los pilares de la tierra y sobre todo Los Tudor han mostrado cortes de cuello a mansalva con una asombrosa deleitación.
Las decapitaciones de John Fisher -cuya cabeza, es fama, pareció rejuvenecer una vez cocida y clavada en el puente de Londres- y Thomas More ya son duras, ya. Pero la de Buckingham, aterrado y lloroso, y las sucesivas de los acusados por adulterio con el pendón de Ana Bolena, cuyos cuerpos, agitándose convulsos, dejan el patíbulo hecho un mar de sangre, resultan espantosas. Lo digo con conocimiento de causa porque las he revisado con renovado horror, estudiando hasta el último macabro detalle, en Internet, donde las puedes disfrutar como si fueran videoclips de Shakira. Qué decir de lo de Thomas Cromwell -la ejecución, no el videoclip-, con ese verdugo ¡en baja forma!, incapaz de acertar el cuello en cuatro golpes consecutivos hasta que uno de los guardias de la Torre, un Beefeater -eso es lo que te hace falta al ver la escena: un gin tonic bien cargado-, le arrebata el hacha y acaba el asunto él mismo...
Es imposible no pensar en los sentimientos que experimentaría uno en el cadalso. ¿Estaríamos a la altura de la situación?, ¿nos flaquearían las piernas?, ¿trataríamos de ganar tiempo? A veces, de noche, puedo sentir el frío tacto del hacha en la piel del cuello cuando el verdugo realiza unos toquecitos previos para calcular el golpe. Imagino los instantes antes del hachazo brutal. Mi mirada fijándose en un último detalle absurdo y entonces, ¡chas!
Lo más tremendo es ese tiempo infernal del patíbulo, los minutos inexorables que concentran la esencia de nuestra condenada humanidad. El público expectante, el verdugo impaciente, aterrador bajo la máscara, el vuelo de un vencejo que corta el cielo acerado de la fría mañana postrera. Lo implacablemente irremediable de la situación, te pongas como te pongas. Atender las instrucciones -"Cuando estiréis los brazos golpearé"-. Intentar llevarlo con dignidad, con compostura. Aunque no siempre es fácil: "¡Vamos acabando!", le grita la chusma a uno de los reos en Los Tudor cuando el pobre tipo intenta articular un conmovedor discurso de despedida. Qué difícil encontrar unas buenas últimas palabras. "Preferiría estar pescando", fueron las de un condenado. "¿Qué tengo que hacer?", dijo Jane Grey. "Seis guineas para ti si no me decapitas como hiciste con Lord Russell", le susurró el duque de Monmouth a su verdugo que no había acertado a la primera el corte del cliente previo.
Que te tocara un buen profesional garantizaba un trance menos penoso. Cratwell era un verdadero carnicero. Bull falló a la primera con María, la reina de Escocia, y le dio con el hacha en la nuca, para estupefacción de los testigos -y ni te digo lo que debió pensar la reina-. Peor era John Thrift, propenso al nerviosismo. En cambio Richard Brandon, que de niño practicaba decapitando perros y gatos, nunca necesitó más de un golpe: ¡chas!, listo. La cima de su carrera fue, claro, decapitar a Carlos I.
He visto hachas de decapitar, de verdad, instrumentos terribles, y en una escalofriante ocasión sostuve en mis manos temblorosas una espada para el mismo fin, de un verdugo alemán (Scharfrichter) del XVII. Un arma impresionante, sin punta, todo filo. El poder de esas espadas era asombroso, bien manejadas lograban un momentum tan enérgico que se podía llegar a decapitar a dos personas a la vez, como hizo un carnifex germano, recompensado por el público con grandes aplausos. Mijaíl Kuráyev me habló una vez de la tradición rusa de enterrar las espadas de verdugo cuando habían segado una cantidad determinada de vidas y se las consideraba ahítas de sangre. Aún se encuentran, me dijo, armas de esas, que parecen resplandecer con un aura oscura de dolor.
Había que ser un artista para usar la espada y la víctima tenía que ser capaz de permanecer muy quieta. Si se hacía mal era un desastre: en 1626 se precisaron 29 tajos para decapitar al conde de Chalais y a Angeline Tiquet en 1699 un verdugo chapucero le rebanó una oreja y la mejilla y aún hicieron falta dos golpes más para cortarle la cabeza.
Para decapitar a Ana Bolena -la única en Inglaterra para la que no se empleó el hacha, atención especial del agradecido Henry por los servicios prestados- hubo que traer un especialista francés de Calais. Eran los mejores. Finos estilistas. Charles-Henri Sanson Charlot (de la famosa dinastía de cortacuellos, y que luego manejaría con tino la guillotina) decapitó en 1776 al Chevalier de la Barre con tanta habilidad que la cabeza permaneció unos segundos balanceándose sobre el cuello. "Sacudíos señor, está hecho", cuentan que le dijo a la víctima. Con la espada, tenían que decapitarte erguido, sin el tajo, generalmente de rodillas. Lo de la Bolena aunque supuestamente considerado -la espada era mucho más limpia que la brutal hacha y el ejecutor mantuvo escondido su instrumento y distrajo a la chica antes de despacharla con un único golpe- fue duro. Separada la cabeza, párpados y labios se abrieron y cerraron convulsivamente un rato, según explica Geoffrey Abbott, Yeoman retirado, en su morbosamente indispensable Lords of the Scaffold, a history of the executioner (Hale, 1991).
Como ven el asunto es jugoso, y no hemos hablado de las cucarachas, que según Scientific American poseen la extravagante capacidad, afortunadas criaturas, de sobrevivir varias semanas sin cabeza (¡y la cabeza también!). Extraño y morboso mundo...
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de julio de 2011


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