Puedo ver a Mary Joplin ahora, acuclillada en los matorrales con las rodillas separadas y la falda estirada sobre los muslos. En el más cálido de los veranos (y aquel lo era) Mary tenía mocos y frotaba meditativamente la punta de su respingona nariz con el dorso de la mano, e inspeccionaba el brillante rastro caracolero que en él quedaba. En cuclillas las dos, la hierba cosquilleante nos llegaba hasta las orejas: la misma hierba que, cuando pasaba la mitad del verano, dejaba de hacer cosquillas y arañaba y trazaba líneas blancas, como el arte de una tribu primitiva, en nuestras piernas desnudas. A veces nos levantábamos a la vez, como si tiraran de nosotras unos hilos invisibles. Apartando en franjas la áspera hierba, nos acercábamos un poco más a donde sabíamos que estábamos yendo, a donde sabíamos que no debíamos ir. Luego, como por una señal predeterminada, nos agachábamos de nuevo para hacernos medio invisibles por si Dios echaba una ojeada a los campos.
Hablábamos ocultas en la hierba: yo monosilábica, reservada, ocho años, con unos pantalones cortos demasiado pequeños, a cuadros blancos y negros, que habían sido de mi talla un año antes; Mary con los brazos flacos y huesudos, las rótulas como platitos de hueso, las piernas llenas de cardenales, su risilla y su cacareo burlón y sus sorbetones. Alguna mano desconocida, tal vez la suya, le había colocado en las greñas una cinta blanca retorcida; por la tarde se le había desplazado hacia un lado, de modo que su cabeza parecía un paquete mal atado. Mary Joplin me hacía preguntas:
—¿Vosotros sois ricos?
Eso me sorprendió.
—Creo que no. Somos medianos, más o menos. ¿Vosotros sois ricos?
Lo consideró. Me sonrió como si fuésemos ya camaradas.
—Nosotros somos también medianos, más o menos.
Pobreza significaba unos ojos azules implorantes y un cuenco de limosnas. Un niño de la caridad. Remiendos de colores en la ropa. En los dibujos de los cuentos de hadas vives en el bosque bajo unos aleros goteantes, tu tejado es de paja. Tienes un cesto cubierto con paño de retales con el que te aventuras a ir a ver a tu abuela. Tu casa es de pastel.
Yo iba a casa de mi abuela con las manos vacías, y me mandaban ir sólo para que le hiciese compañía. Yo no sabía lo que significaba eso. A veces me quedaba mirando a la pared hasta que ella me dejaba volver a casa. A veces me dejaba desvainar guisantes. A veces me hacía sostener la madeja mientras ella la devanaba. Me chistaba para llamarme la atención si yo bajaba las muñecas. Cuando le decía que estaba cansada, ella decía que yo no sabía lo que significaba esa palabra. Ya me enseñaría ella lo que era cansarse, me decía. Y seguía murmurando: «Cansada, ya le enseñaré quién está cansada, yo la cansaré con un buen sopapo».
Cuando se me caían las muñecas y me fallaba la atención era porque estaba pensando en Mary Joplin. Sabía que no debía mencionar su nombre y la presión de no nombrarla iba haciéndola en mi imaginación fina y aplastada, atenuada, liquidada por hambre, una sombra de sí misma, hasta que no estaba ya segura de si existía cuando no estaba con ella. Pero luego, al día siguiente, en el primer resplandor de la mañana, cuando estaba en la escalera de la puerta de casa, veía a Mary apoyada en la casa de enfrente que, con una sonrisa burlona, se rascaba por debajo del vestido, y me sacaba la lengua estirándola hasta la raíz.
Si mi madre miraba fuera la veía también; o puede que no.
En aquellas tardes rumorosas, soñolientas, nuestro vagabundeo tenía un velado propósito y nos íbamos acercando más y más a la casa de los Hathaway. Yo no la llamaba así entonces, y hasta aquel verano ni siquiera sabía que existiese; fue como si se materializase durante mi mediana infancia, cuando nuestras fronteras se ensancharon, cuando nos alejamos más del núcleo de la aldea. Mary la había descubierto antes que yo. Se alzaba sola, sin ninguna edificación más cerca de ella, y supimos sin discusión que era la casa del rico; de piedra, con una torre redonda alta, se alzaba en sus jardines rodeada por un muro, pero no tan alto que nosotras no pudiéramos escalarlo para dejarnos caer suavemente entre los matorrales del otro lado. Desde allí veíamos que en los parterres de aquel jardín los rosales ya estaban agostados con gruesas ampollas marrones en el tallo. Los pradillos de césped estaban resecos. Los ventanales relumbraban y alrededor de la casa, en el lado por el que nos aproximábamos, corría una galería o arcada o terraza; yo no sabía cómo se llamaba y era inútil preguntárselo a Mary.
Ella dijo alegremente, mientras vagábamos campo a través:
—Mi papá me dice: tú eres tonta de remate, Mary, ¿lo sabes? Dice: cuando te hicieron a ti, cariño, rompieron el maldito molde. Dice: Mary, tú no sabes distinguir un ojo del culo del martes.
En aquel primer día en la casa de los Hathaway, cobijadas al fondo de los matorrales, esperamos a que los ricos salieran de aquellas ventanas relucientes que eran puertas también; esperábamos para ver lo que hacían. Mary Joplin me susurró:
—Tu mamá no sabe dónde estás.
—Bueno, tu mamá tampoco.
Mientras transcurría la tarde, Mary se hizo un hoyo o un nido. Se asentó cómodamente bajo un matorral.
—Si hubiese sabido que iba a ser tan aburrido —dije yo—, habría traído mi libro de la biblioteca.
Mary jugueteaba con las hojas de hierba, a veces tarareaba.
—Mi papá dice: espabila, Mary, o tendrás que ir al reformatorio.
—¿Qué es eso?
—Es donde te pegan todos los días.
—¿Por qué?
—Por nada, porque sí.
Me encogí de hombros. Parecía algo muy posible.
—¿Te pegan los fines de semana o sólo los días de escuela?
Me sentía soñolienta. Me daba igual lo que contestara.
—Te pones en una cola —dijo Mary —. Cuando te toca el turno…
Mary tenía un palito que estaba clavando en el suelo, haciéndolo girar y girar en la tierra.
—Cuando te toca el turno, Kitty, tienen un garrote grande y te dan una zurra tremenda con él. Te pegan en la cabeza hasta que te saltan los sesos.
Nuestra conversación cesó: falta de interés por mi parte. Con el tiempo empecé a sentir dolor y calambres en las piernas, que tenía dobladas debajo de mí. Cambié de posición irritada, señalé con la cabeza hacia la casa.
—¿Cuánto tenemos que esperar?
Mary tarareó. Cavaba con su palo.
—Pon las piernas juntas, Mary — dije—. Es de mala educación sentarse así.
—Escucha —dijo ella—, estuve aquí cuando una cría como tú estaba en la cama. He visto lo que tienen en esa casa.
Yo estaba despierta ya.
—¿Qué es lo que tienen?
—Algo a lo que no podrías ponerle un nombre —dijo Mary Joplin.
—¿Qué clase de cosa?
—Envuelta en una manta.
—¿Es un animal?
Mary se echó a reír.
—Un animal, dice. ¿Un animal se envuelve en una manta?
—Podrías envolver a un perro en una manta. Si estuviese malo.
Esto me parecía verdad; quise insistir; se me calentó la cara.
—No es un perro, no, no, no. —La voz de Mary se tomó su tiempo, sin revelarme su secreto—. Porque tiene brazos.
—Entonces es humano.
—Pero no tiene una forma humana.
Me sentí desesperada.
—¿Qué forma tiene?
Mary pensó.
—De coma —dijo lentamente—. Una coma, ¿sabes?, como la que ves en un libro.
No hubo modo de que dijera nada más.
—Sólo tendrás que esperar —dijo —. Si realmente quieres verlo esperarás, y si verdaderamente no puedes aguantarlo y te da igual perdértelo, lárgate y entonces podré verlo todo yo sola.
Al cabo de un rato dije: —No puedo estar aquí parada toda la noche esperando por una coma. Me he perdido la cena.
—A nadie le importará eso —dijo Mary.
Tenía razón. Entré sigilosamente, tarde, y nadie dijo nada. Fue un verano que, a finales de julio, había privado a los adultos de su resolución. A mi madre se le pusieron los ojos vidriosos al verme, como si yo representase un esfuerzo extra. Te derramabas encima zumo de grosella negra y conservabas las manchas pegajosas. Con pies mugrientos y la cara sucia vivías entre los matorrales y la hierba alta, y ardía todos los días un sol como los que pintan los niños, en un cielo que el calor hacía blanco. La ropa lavada colgaba en el tendedero como banderas de rendición. La luz se prolongaba mucho más al anochecer, terminando con una capa de rocío y una oscuridad desnuda. Cuando te llamaban al fin te sentabas bajo la luz eléctrica y te arrancabas a fajas y tiras la piel quemada por el sol. Había una sensación desvaída de asado en lo más profundo de tus miembros, pero ninguna sensación cuando te pelabas como un vegetal. Te mandaban a la cama cuando te entraba el sueño, pero como el calor de las sábanas te irritaba la piel volvías a despertarte. Te quedabas despierta en la cama haciendo rodar las uñas sobre las picaduras de insectos que tenías. Había algo que picaba en la hierba alta cuando te acuclillabas en ella, esperando el momento adecuado para escalar el muro; quizá también había algo que picaba cuando esperabas, espiando, entre los matorrales. El corazón latía emocionado toda la breve noche. Sólo con la primera luz llegaba un poquito de fresco, y el aire era claro como el agua.
Y en esa luz clara de la mañana entrabas paseando en la cocina y decías despreocupadamente:
—¿Sabéis que hay una casa arriba, más allá del cementerio, en la que vive gente rica? Tienen invernaderos. Mi tía estaba en la cocina en ese preciso momento. Estaba echando copos de maíz en un plato y cuando levantó la vista derramó algunos. Miró a mi madre, y se transmitió entre ellas algún secreto en el chispazo de un parpadeo, de un movimiento de la comisura de los labios.
—Se refiere a los Hathaway —dijo mi madre—. No hay que hablar de eso. —Parecía casi un ruego—. Ya es bastante malo sin necesidad de que las niñas pequeñas hablen de ello.
—¿Qué es malo…? —estaba preguntando yo cuando mi madre llameó como un chorro de gas.
—¿Ahí es donde has estado? Espero que no hayas subido hasta allí con Mary Joplin. Porque si te veo jugando con Mary Joplin, te desuello viva. Escucha lo que te digo, porque yo lo que digo lo hago.
—No subí allí con Mary Joplin — mentí veloz y fluidamente—. Mary está mala.
—¿Qué tiene?
Dije lo primero que se me ocurrió.
—Tiña.
Mi tía soltó una risotada.
—Sarna. Liendres. Piojos. Pulgas. —Era placentero aquel dulce bordado.
—Nada de eso me sorprendería gran cosa —dijo mi tía—. Lo único que me sorprendería sería que Sheila Joplin retuviera en casa un solo día de su vida a esa golfilla. Te lo aseguro, viven como animales. Ni siquiera tienen ropa de cama, ¿sabes?
—Al menos los animales salen de casa —dijo mi mamá—. Los Joplin no salen nunca. Hay cada vez más de ellos viviendo amontonados y peleándose como cerdos.
—¿Se pelean los cerdos? —pregunté yo. Pero no me hicieron caso. Estaban repasando un famoso incidente ocurrido antes de que yo naciera. Una mujer llevó a la señora Joplin, por lástima, una cazuela de guisado, y la señora Joplin, en vez de decir un «no gracias» educado, escupió en ella.
Mi tía, la cara ruborosa, interpretó el dolor de la mujer con el guiso; la historia estaba fresca como si nunca la hubiera contado. Mi madre intervino en su relato, entonando, en un decrescendo, las palabras con que concluía la historia:
—Y así lo echó a perder para la pobrecilla que lo había hecho y para cualquier pobrecilla que pudiera querer comerlo después.
Amén. Con esa coda, me fui sigilosamente. Mary, como encendida por el tic de un interruptor, estaba en la acera, oteando el cielo, esperando por mí.
—¿Has desayunado ya? —me preguntó.
—No.
No tenía sentido preguntar por el desayuno de ella.
—Tengo dinero para caramelos —dije.
Si no fuese por la persistencia de esa historia sobre Sheila Joplin y el guiso, yo habría pensado, en la vida posterior, que había soñado a Mary. Pero todavía hablan de ella en el pueblo y se ríen de ella; se ha desprendido de la repugnancia y la indignación originales. Qué buena cosa, que el tiempo haga eso por nosotros. Que nos espolvoree de indulgencia como polvo de hadas.
Yo me volví, antes de salir corriendo aquella mañana, enmarcada en la puerta de la cocina.
—Mary ha cogido miasis —había dicho—. Tiene gusanos.
Mi tía se echó a reír a carcajadas.
Llegó el mes de agosto y recuerdo las rejillas puestas de pie vacías, la brea hirviendo en la carretera y las cintas atrapamoscas, una ciruela amarilla glaseada y tachonada, colgando inerte en el escaparate de la tienda de la esquina. Tronaba todas las tardes a lo lejos y mi madre decía: «Estallará mañana», como si el verano fuese un cuenco agrietado y estuviésemos debajo de él. Pero no estallaba nunca. Palomas golpeadas por el calor se arrastraban al fondo de la calle. Mi madre y mi tía clamaban: «Que se te enfría el té», lo que evidentemente no era cierto, pero ellas lo tragaban a litros en su fe desesperada. «Es mi único placer», decía mi madre. Estaban repantigadas en tumbonas, las blancas piernas al aire. Tenían los cigarrillos metidos en el puño como los hombres, y se les filtraba el humo entre los dedos. La gente no se fijaba en cuándo entrabas y salías. No necesitabas comida; comprabas un polo en la tienda; el motor del congelador gemía.
No recuerdo mis viajes con Mary Joplin pero, fuera cual fuese el recorrido que hiciéramos, terminábamos siempre a las cinco cerca de la casa de los Hathaway. Recuerdo la sensación de mi frente apoyada en la piedra fría del muro antes de saltarlo. Recuerdo la arena fina en las sandalias, cómo la sacudía pero luego estaba allí de nuevo, incrustada en las plantas de los pies. Recuerdo el roce coriáceo de las hojas de los matorrales donde nos refugiábamos, cómo sus dedos enguatados exploraban suavemente mi rostro. La conversación de Mary atronaba en mi oído: «Y mi papá dice, y mi mamá dice…». Era al anochecer, me prometió, era entre dos luces cuando se presentaba la coma, que ella juraba que era humana. Siempre que yo intentaba leer un libro, ese verano, las letras se desdibujaban. Mi mente se disparaba a recorrer los campos; mi mente acariciaba la forma de Mary, su boca sonriente, la cara sucia, la blusa alzándose de pronto de su pecho y mostrando las moteadas costillas. Me parecía llena de sombras, al descubierto donde no debería estar, pero luego de pronto se bajaba la manga, eludiendo una caricia, poniéndose hosca si le dabas un codazo, dando un respingo. Su conversación se centraba, torpemente, en los destinos que podían aguardarte: golpes, retorcimientos, despellejaduras. Yo sólo podía pensar en lo que iba a enseñarme. Había preparado de antemano mi defensa en caso de que se me viese revoloteando por los campos. Andaba puntuando, diría. Andaba puntuando, buscando una coma. Sola, no con Mary Joplin, nada de eso.
Debí de quedarme hasta bastante tarde, oculta entre los matorrales, porque estaba soñolienta y cabeceaba. Mary me dio un codazo; me espabilé asustada, con la boca seca, y habría gritado si ella no me hubiese plantado en la boca una de sus zarpas. «Mira». El sol estaba más bajo, el aire era templado. Habían encendido una luz en la casa, tras los ventanales. Abrieron uno de ellos y observamos atentas: primero una mitad; una pausa; y luego la otra. Apareció algo ante nuestra vista: era una larga silla con ruedas que empujaba una señora. Rodaba ligera, sin dificultad, sobre las losas, y fue la señora la que atrajo mi atención; lo que yacía en la silla de ruedas parecía sólo una forma oscura tapada, y lo que atrapó mi mirada fue su delicado vestido de flores, la forma estrecha de su cabeza permanentada; no estábamos bastante cerca para olerla, pero yo imaginé que usaba perfume, agua de colonia. La luz de la casa parecía bailar con ella, alegre, fuera en la terraza. Movía la boca; hablaba y sonreía al bulto inerte al que empujaba. Asentó la silla, colocándola con cuidado, como respondiendo a una señal que conociese. Miró a su alrededor, alzando la mejilla hacia la luz dulcificada del sol poniente, luego se inclinó para poner otra capa sobre la cabeza del bulto, algún cobertor o chal, ¿con el tiempo que hacía?
—¿Ves cómo la envuelve? —me susurró Mary.
Lo vi; vi también la expresión de la cara de Mary, que era ávida y perdida, ambas cosas a la vez. La dama se volvió, con una palmada final a las mantas, y oímos el tintineo de sus tacones sobre las baldosas cuando cruzó hacia la puerta ventana y se fundió en la luz de la lámpara.
Mira a ver si ves dentro. Salta —urgí a Mary.
Ella era más alta que yo. Saltó una vez, dos veces, tres veces, golpeando el suelo cada una con un pequeño gruñido; queríamos saber qué había en el interior de la casa. Mary se paró bamboleante a descansar; volvió a acuclillarse; nos conformaríamos con lo que pudiéramos conseguir; estudiamos el bulto, dejado fuera para nuestra inspección. Su forma, bajo las mantas, parecía moverse con una ondulación; la cabeza, tapada, era enorme, colgaba. Parecía una coma, Mary tenía razón: aquel garabato de cuerpo, la cabeza colgante.
—Hazle un ruido, Mary —dije.
—No me atrevo —respondió ella.
Así que fui yo quien, desde la seguridad de los matorrales, ladré como un perro. Vi que la cabeza colgante se volvía, pero no pude ver una cara; y al momento siguiente, las sombras de la terraza vacilaron, y de entre los helechos de sus grandes macetas de porcelana salió la dama del vestido estampado y, dando sombra a los ojos con la mano, miró directamente hacia donde estábamos nosotras, pero no vio nada. Se inclinó sobre el bulto, el largo capullo, y habló; alzó la vista como para calcular el ángulo del sol poniente; retrocedió, poniendo las manos en los brazos de la silla y con un delicado movimiento balanceante maniobró con ella, la bamboleó hacia atrás y le dio la vuelta, posándola de modo que la cara de la coma pudiese recibir la última calidez del día; al mismo tiempo, inclinándose de nuevo y cuchicheando, retiró el chal.
Y vimos… nada; vimos algo que aún no había llegado a ser; vimos algo, no una cara sino quizá, pensaba yo, cuando pensaba en ello más tarde, quizá una posición negociadora para una cara, quizá una noción imprecisamente imaginada de una cara, como la de Dios cuando estaba intentando formarnos; vimos un espacio en blanco, vimos una esfera, no tenía rasgos, no tenía sentido y su carne parecía escaparse del hueso. Me tapé la boca con la mano y me encogí, acuclillándome. «Estate quieta». El puño de Mary se disparó contra mí. Me alcanzó dolorosamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas mecánicas, arrancadas por el golpe.
Pero en cuanto me las enjugué me levanté, la curiosidad como un anzuelo clavado en la garganta, y vi que la coma estaba sola en la terraza. La dama había vuelto a entrar en la casa. Le cuchicheé a Mary: «¿Puede hablar?». Comprendí, comprendí plenamente entonces lo que quería decir mi madre con lo de que en la casa de los ricos estaban bastante mal las cosas. ¡Albergar una criatura como aquella! Ser buena con la coma, envolverla en mantas… Mary dijo:
—Voy a tirarle una piedra, así veremos si puede hablar.
Deslizó la mano en el bolsillo y lo que sacó fue una piedra lisa y grande que parecía recién cogida en la costa, en la playa. Aquello no se encontraba en cualquier sitio, así que debía de haber ido preparada. Me gusta pensar que le puse una mano en la muñeca, que dije: «Mary…». Pero puede que no. Se levantó de donde estaba escondida, lanzó un único grito y lanzó la piedra. Tuvo buena puntería, casi buena. Oímos el sonido metálico de la piedra al dar en la estructura de la silla y luego un grito sordo, no como una voz humana, sino como algo distinto.
—Has visto cómo le he dado —dijo Mary.
Se mantuvo un instante alta y resplandeciente. Luego se agachó, se dejó caer a plomo a mi lado, ruidosamente. Después las sombras crepusculares serenas de la terraza se fracturaron, se escindieron. Llegó, con paso rápido, la señora, irrumpiendo a través de las altas sombras arqueadas que lanzaba hacia atrás el jardín sobre la casa, de la sombra de verjas y espalderas, de las pérgolas con sus rosas maltrechas. En las flores oscuras de su vestido habían estallado los pétalos y sangraban en la noche. Corrió los pocos pasos hacia la silla de ruedas, se detuvo una décima de segundo, la mano revoloteando sobre la cabeza de la coma. Luego se volvió hacia la casa y gritó, con voz áspera:
—¡Traed una linterna!
Me chocó la aspereza en una garganta que yo que había pensado que zurearía como una paloma, como un palomo; pero luego se volvió otra vez y lo último que vi antes de que saliéramos corriendo fue cómo se inclinaba sobre la coma y envolvía con el chal, muy tiernamente, el cráneo quejumbroso.
Mary no fue a la escuela en septiembre. Yo esperaba estar ya en su clase, porque había pasado de curso, y aunque Mary tenía diez años era bien sabido que nunca pasaba de curso: se quedaba siempre donde estaba. No pregunté por ella en casa, porque como el sol estaba ya escondido para el invierno y yo sellada y segura en mi piel, sabía que sería doloroso que me la arrancaran, y mi madre, como ella había dicho, era una mujer de palabra. Si te desuellan, pensaba yo, al menos cuidan de ti. Te envuelven en mantas en una terraza y te hablan suavemente y te vuelven hacia la luz. Recordaba la avidez en la cara de Mary y la comprendía en parte, pero sólo en parte. Si te pasabas el tiempo intentando comprender las cosas que pasaban cuando tenías ocho años y Mary tenía diez, desperdiciabas tus años productivos trenzando alambre de púas.
Una chica mayor me dijo aquel otoño:
—Se fue a otra escuela.
—¿Al reformatorio?
—¿Qué?
—Que si es un reformatorio.
—No, ha ido a la escuela de los tontos.
—La chica sacó la lengua y la movió lentamente de lado a lado—. ¿Entiendes?
—¿Les pegan todos los días?
La chica mayor sonrió.
—No creo que se tomen la molestia. Espero que por lo menos le afeiten la cabeza: la tenía llena de piojos.
Me llevé una mano a mi propio pelo, sentí la falta de él, el frío y en mi oreja un susurro, como el susurro de la lana; un chal alrededor de mi cabeza, una suavidad como lana de oveja: un olvido.
Deben de haber sido veinticinco años. Podrían haber sido treinta. No vuelvo mucho: ¿lo harías tú? La vi en la calle, iba empujando un carrito, sin bebé en él, sólo con una gran bolsa con un derrame de ropa sucia rebosante; una camiseta de bebé con un soplo de vómito, algo reptante como la bocamanga de un chándal, la esquina de una sábana sucia. Pensé inmediatamente: «Bueno, un espectáculo que alegra la vista, ¡alguien de esa familia va a la lavandería! Tengo que decírselo a mamá —pensé—. Para que pueda decir: nunca dejarás de asombrarte».
Pero no pude evitarlo. La seguí a poca distancia y dije:
—¿Mary Joplin? Tiró del cochecito hacia ella, como para protegerlo antes de volverse: sólo la cabeza, la mirada por encima del hombro, despacio, recelosa. Su cara, al principio de la edad madura, se había hecho imprecisa, como cera: parecía esperar el pellizco o el retorcimiento que le diese su forma. «Tendrías que haberla conocido bien antes para conocerla ahora —pensé de pronto, mirándola de reojo—, haber pasado horas con ella». La piel parecía colgar suelta y no había mucho que leer en los ojos de Mary. Yo esperaba, quizá, una pausa, un guion, un espacio, un espacio al que pudiera seguir una pregunta… «¿Eres tú, Kitty?» Se inclinó sobre su carrito y asentó la ropa sucia con una palmada, como para tranquilizarla. Luego se volvió hacia mí y me otorgó un escueto reconocimiento: un solo cabeceo, un punto final.
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—¿Vosotros sois ricos?
Eso me sorprendió.
—Creo que no. Somos medianos, más o menos. ¿Vosotros sois ricos?
Lo consideró. Me sonrió como si fuésemos ya camaradas.
—Nosotros somos también medianos, más o menos.
Pobreza significaba unos ojos azules implorantes y un cuenco de limosnas. Un niño de la caridad. Remiendos de colores en la ropa. En los dibujos de los cuentos de hadas vives en el bosque bajo unos aleros goteantes, tu tejado es de paja. Tienes un cesto cubierto con paño de retales con el que te aventuras a ir a ver a tu abuela. Tu casa es de pastel.
Yo iba a casa de mi abuela con las manos vacías, y me mandaban ir sólo para que le hiciese compañía. Yo no sabía lo que significaba eso. A veces me quedaba mirando a la pared hasta que ella me dejaba volver a casa. A veces me dejaba desvainar guisantes. A veces me hacía sostener la madeja mientras ella la devanaba. Me chistaba para llamarme la atención si yo bajaba las muñecas. Cuando le decía que estaba cansada, ella decía que yo no sabía lo que significaba esa palabra. Ya me enseñaría ella lo que era cansarse, me decía. Y seguía murmurando: «Cansada, ya le enseñaré quién está cansada, yo la cansaré con un buen sopapo».
Cuando se me caían las muñecas y me fallaba la atención era porque estaba pensando en Mary Joplin. Sabía que no debía mencionar su nombre y la presión de no nombrarla iba haciéndola en mi imaginación fina y aplastada, atenuada, liquidada por hambre, una sombra de sí misma, hasta que no estaba ya segura de si existía cuando no estaba con ella. Pero luego, al día siguiente, en el primer resplandor de la mañana, cuando estaba en la escalera de la puerta de casa, veía a Mary apoyada en la casa de enfrente que, con una sonrisa burlona, se rascaba por debajo del vestido, y me sacaba la lengua estirándola hasta la raíz.
Si mi madre miraba fuera la veía también; o puede que no.
En aquellas tardes rumorosas, soñolientas, nuestro vagabundeo tenía un velado propósito y nos íbamos acercando más y más a la casa de los Hathaway. Yo no la llamaba así entonces, y hasta aquel verano ni siquiera sabía que existiese; fue como si se materializase durante mi mediana infancia, cuando nuestras fronteras se ensancharon, cuando nos alejamos más del núcleo de la aldea. Mary la había descubierto antes que yo. Se alzaba sola, sin ninguna edificación más cerca de ella, y supimos sin discusión que era la casa del rico; de piedra, con una torre redonda alta, se alzaba en sus jardines rodeada por un muro, pero no tan alto que nosotras no pudiéramos escalarlo para dejarnos caer suavemente entre los matorrales del otro lado. Desde allí veíamos que en los parterres de aquel jardín los rosales ya estaban agostados con gruesas ampollas marrones en el tallo. Los pradillos de césped estaban resecos. Los ventanales relumbraban y alrededor de la casa, en el lado por el que nos aproximábamos, corría una galería o arcada o terraza; yo no sabía cómo se llamaba y era inútil preguntárselo a Mary.
Ella dijo alegremente, mientras vagábamos campo a través:
—Mi papá me dice: tú eres tonta de remate, Mary, ¿lo sabes? Dice: cuando te hicieron a ti, cariño, rompieron el maldito molde. Dice: Mary, tú no sabes distinguir un ojo del culo del martes.
En aquel primer día en la casa de los Hathaway, cobijadas al fondo de los matorrales, esperamos a que los ricos salieran de aquellas ventanas relucientes que eran puertas también; esperábamos para ver lo que hacían. Mary Joplin me susurró:
—Tu mamá no sabe dónde estás.
—Bueno, tu mamá tampoco.
Mientras transcurría la tarde, Mary se hizo un hoyo o un nido. Se asentó cómodamente bajo un matorral.
—Si hubiese sabido que iba a ser tan aburrido —dije yo—, habría traído mi libro de la biblioteca.
Mary jugueteaba con las hojas de hierba, a veces tarareaba.
—Mi papá dice: espabila, Mary, o tendrás que ir al reformatorio.
—¿Qué es eso?
—Es donde te pegan todos los días.
—¿Por qué?
—Por nada, porque sí.
Me encogí de hombros. Parecía algo muy posible.
—¿Te pegan los fines de semana o sólo los días de escuela?
Me sentía soñolienta. Me daba igual lo que contestara.
—Te pones en una cola —dijo Mary —. Cuando te toca el turno…
Mary tenía un palito que estaba clavando en el suelo, haciéndolo girar y girar en la tierra.
—Cuando te toca el turno, Kitty, tienen un garrote grande y te dan una zurra tremenda con él. Te pegan en la cabeza hasta que te saltan los sesos.
Nuestra conversación cesó: falta de interés por mi parte. Con el tiempo empecé a sentir dolor y calambres en las piernas, que tenía dobladas debajo de mí. Cambié de posición irritada, señalé con la cabeza hacia la casa.
—¿Cuánto tenemos que esperar?
Mary tarareó. Cavaba con su palo.
—Pon las piernas juntas, Mary — dije—. Es de mala educación sentarse así.
—Escucha —dijo ella—, estuve aquí cuando una cría como tú estaba en la cama. He visto lo que tienen en esa casa.
Yo estaba despierta ya.
—¿Qué es lo que tienen?
—Algo a lo que no podrías ponerle un nombre —dijo Mary Joplin.
—¿Qué clase de cosa?
—Envuelta en una manta.
—¿Es un animal?
Mary se echó a reír.
—Un animal, dice. ¿Un animal se envuelve en una manta?
—Podrías envolver a un perro en una manta. Si estuviese malo.
Esto me parecía verdad; quise insistir; se me calentó la cara.
—No es un perro, no, no, no. —La voz de Mary se tomó su tiempo, sin revelarme su secreto—. Porque tiene brazos.
—Entonces es humano.
—Pero no tiene una forma humana.
Me sentí desesperada.
—¿Qué forma tiene?
Mary pensó.
—De coma —dijo lentamente—. Una coma, ¿sabes?, como la que ves en un libro.
No hubo modo de que dijera nada más.
—Sólo tendrás que esperar —dijo —. Si realmente quieres verlo esperarás, y si verdaderamente no puedes aguantarlo y te da igual perdértelo, lárgate y entonces podré verlo todo yo sola.
Al cabo de un rato dije: —No puedo estar aquí parada toda la noche esperando por una coma. Me he perdido la cena.
—A nadie le importará eso —dijo Mary.
Tenía razón. Entré sigilosamente, tarde, y nadie dijo nada. Fue un verano que, a finales de julio, había privado a los adultos de su resolución. A mi madre se le pusieron los ojos vidriosos al verme, como si yo representase un esfuerzo extra. Te derramabas encima zumo de grosella negra y conservabas las manchas pegajosas. Con pies mugrientos y la cara sucia vivías entre los matorrales y la hierba alta, y ardía todos los días un sol como los que pintan los niños, en un cielo que el calor hacía blanco. La ropa lavada colgaba en el tendedero como banderas de rendición. La luz se prolongaba mucho más al anochecer, terminando con una capa de rocío y una oscuridad desnuda. Cuando te llamaban al fin te sentabas bajo la luz eléctrica y te arrancabas a fajas y tiras la piel quemada por el sol. Había una sensación desvaída de asado en lo más profundo de tus miembros, pero ninguna sensación cuando te pelabas como un vegetal. Te mandaban a la cama cuando te entraba el sueño, pero como el calor de las sábanas te irritaba la piel volvías a despertarte. Te quedabas despierta en la cama haciendo rodar las uñas sobre las picaduras de insectos que tenías. Había algo que picaba en la hierba alta cuando te acuclillabas en ella, esperando el momento adecuado para escalar el muro; quizá también había algo que picaba cuando esperabas, espiando, entre los matorrales. El corazón latía emocionado toda la breve noche. Sólo con la primera luz llegaba un poquito de fresco, y el aire era claro como el agua.
Y en esa luz clara de la mañana entrabas paseando en la cocina y decías despreocupadamente:
—¿Sabéis que hay una casa arriba, más allá del cementerio, en la que vive gente rica? Tienen invernaderos. Mi tía estaba en la cocina en ese preciso momento. Estaba echando copos de maíz en un plato y cuando levantó la vista derramó algunos. Miró a mi madre, y se transmitió entre ellas algún secreto en el chispazo de un parpadeo, de un movimiento de la comisura de los labios.
—Se refiere a los Hathaway —dijo mi madre—. No hay que hablar de eso. —Parecía casi un ruego—. Ya es bastante malo sin necesidad de que las niñas pequeñas hablen de ello.
—¿Qué es malo…? —estaba preguntando yo cuando mi madre llameó como un chorro de gas.
—¿Ahí es donde has estado? Espero que no hayas subido hasta allí con Mary Joplin. Porque si te veo jugando con Mary Joplin, te desuello viva. Escucha lo que te digo, porque yo lo que digo lo hago.
—No subí allí con Mary Joplin — mentí veloz y fluidamente—. Mary está mala.
—¿Qué tiene?
Dije lo primero que se me ocurrió.
—Tiña.
Mi tía soltó una risotada.
—Sarna. Liendres. Piojos. Pulgas. —Era placentero aquel dulce bordado.
—Nada de eso me sorprendería gran cosa —dijo mi tía—. Lo único que me sorprendería sería que Sheila Joplin retuviera en casa un solo día de su vida a esa golfilla. Te lo aseguro, viven como animales. Ni siquiera tienen ropa de cama, ¿sabes?
—Al menos los animales salen de casa —dijo mi mamá—. Los Joplin no salen nunca. Hay cada vez más de ellos viviendo amontonados y peleándose como cerdos.
—¿Se pelean los cerdos? —pregunté yo. Pero no me hicieron caso. Estaban repasando un famoso incidente ocurrido antes de que yo naciera. Una mujer llevó a la señora Joplin, por lástima, una cazuela de guisado, y la señora Joplin, en vez de decir un «no gracias» educado, escupió en ella.
Mi tía, la cara ruborosa, interpretó el dolor de la mujer con el guiso; la historia estaba fresca como si nunca la hubiera contado. Mi madre intervino en su relato, entonando, en un decrescendo, las palabras con que concluía la historia:
—Y así lo echó a perder para la pobrecilla que lo había hecho y para cualquier pobrecilla que pudiera querer comerlo después.
Amén. Con esa coda, me fui sigilosamente. Mary, como encendida por el tic de un interruptor, estaba en la acera, oteando el cielo, esperando por mí.
—¿Has desayunado ya? —me preguntó.
—No.
No tenía sentido preguntar por el desayuno de ella.
—Tengo dinero para caramelos —dije.
Si no fuese por la persistencia de esa historia sobre Sheila Joplin y el guiso, yo habría pensado, en la vida posterior, que había soñado a Mary. Pero todavía hablan de ella en el pueblo y se ríen de ella; se ha desprendido de la repugnancia y la indignación originales. Qué buena cosa, que el tiempo haga eso por nosotros. Que nos espolvoree de indulgencia como polvo de hadas.
Yo me volví, antes de salir corriendo aquella mañana, enmarcada en la puerta de la cocina.
—Mary ha cogido miasis —había dicho—. Tiene gusanos.
Mi tía se echó a reír a carcajadas.
Llegó el mes de agosto y recuerdo las rejillas puestas de pie vacías, la brea hirviendo en la carretera y las cintas atrapamoscas, una ciruela amarilla glaseada y tachonada, colgando inerte en el escaparate de la tienda de la esquina. Tronaba todas las tardes a lo lejos y mi madre decía: «Estallará mañana», como si el verano fuese un cuenco agrietado y estuviésemos debajo de él. Pero no estallaba nunca. Palomas golpeadas por el calor se arrastraban al fondo de la calle. Mi madre y mi tía clamaban: «Que se te enfría el té», lo que evidentemente no era cierto, pero ellas lo tragaban a litros en su fe desesperada. «Es mi único placer», decía mi madre. Estaban repantigadas en tumbonas, las blancas piernas al aire. Tenían los cigarrillos metidos en el puño como los hombres, y se les filtraba el humo entre los dedos. La gente no se fijaba en cuándo entrabas y salías. No necesitabas comida; comprabas un polo en la tienda; el motor del congelador gemía.
No recuerdo mis viajes con Mary Joplin pero, fuera cual fuese el recorrido que hiciéramos, terminábamos siempre a las cinco cerca de la casa de los Hathaway. Recuerdo la sensación de mi frente apoyada en la piedra fría del muro antes de saltarlo. Recuerdo la arena fina en las sandalias, cómo la sacudía pero luego estaba allí de nuevo, incrustada en las plantas de los pies. Recuerdo el roce coriáceo de las hojas de los matorrales donde nos refugiábamos, cómo sus dedos enguatados exploraban suavemente mi rostro. La conversación de Mary atronaba en mi oído: «Y mi papá dice, y mi mamá dice…». Era al anochecer, me prometió, era entre dos luces cuando se presentaba la coma, que ella juraba que era humana. Siempre que yo intentaba leer un libro, ese verano, las letras se desdibujaban. Mi mente se disparaba a recorrer los campos; mi mente acariciaba la forma de Mary, su boca sonriente, la cara sucia, la blusa alzándose de pronto de su pecho y mostrando las moteadas costillas. Me parecía llena de sombras, al descubierto donde no debería estar, pero luego de pronto se bajaba la manga, eludiendo una caricia, poniéndose hosca si le dabas un codazo, dando un respingo. Su conversación se centraba, torpemente, en los destinos que podían aguardarte: golpes, retorcimientos, despellejaduras. Yo sólo podía pensar en lo que iba a enseñarme. Había preparado de antemano mi defensa en caso de que se me viese revoloteando por los campos. Andaba puntuando, diría. Andaba puntuando, buscando una coma. Sola, no con Mary Joplin, nada de eso.
Debí de quedarme hasta bastante tarde, oculta entre los matorrales, porque estaba soñolienta y cabeceaba. Mary me dio un codazo; me espabilé asustada, con la boca seca, y habría gritado si ella no me hubiese plantado en la boca una de sus zarpas. «Mira». El sol estaba más bajo, el aire era templado. Habían encendido una luz en la casa, tras los ventanales. Abrieron uno de ellos y observamos atentas: primero una mitad; una pausa; y luego la otra. Apareció algo ante nuestra vista: era una larga silla con ruedas que empujaba una señora. Rodaba ligera, sin dificultad, sobre las losas, y fue la señora la que atrajo mi atención; lo que yacía en la silla de ruedas parecía sólo una forma oscura tapada, y lo que atrapó mi mirada fue su delicado vestido de flores, la forma estrecha de su cabeza permanentada; no estábamos bastante cerca para olerla, pero yo imaginé que usaba perfume, agua de colonia. La luz de la casa parecía bailar con ella, alegre, fuera en la terraza. Movía la boca; hablaba y sonreía al bulto inerte al que empujaba. Asentó la silla, colocándola con cuidado, como respondiendo a una señal que conociese. Miró a su alrededor, alzando la mejilla hacia la luz dulcificada del sol poniente, luego se inclinó para poner otra capa sobre la cabeza del bulto, algún cobertor o chal, ¿con el tiempo que hacía?
—¿Ves cómo la envuelve? —me susurró Mary.
Lo vi; vi también la expresión de la cara de Mary, que era ávida y perdida, ambas cosas a la vez. La dama se volvió, con una palmada final a las mantas, y oímos el tintineo de sus tacones sobre las baldosas cuando cruzó hacia la puerta ventana y se fundió en la luz de la lámpara.
Mira a ver si ves dentro. Salta —urgí a Mary.
Ella era más alta que yo. Saltó una vez, dos veces, tres veces, golpeando el suelo cada una con un pequeño gruñido; queríamos saber qué había en el interior de la casa. Mary se paró bamboleante a descansar; volvió a acuclillarse; nos conformaríamos con lo que pudiéramos conseguir; estudiamos el bulto, dejado fuera para nuestra inspección. Su forma, bajo las mantas, parecía moverse con una ondulación; la cabeza, tapada, era enorme, colgaba. Parecía una coma, Mary tenía razón: aquel garabato de cuerpo, la cabeza colgante.
—Hazle un ruido, Mary —dije.
—No me atrevo —respondió ella.
Así que fui yo quien, desde la seguridad de los matorrales, ladré como un perro. Vi que la cabeza colgante se volvía, pero no pude ver una cara; y al momento siguiente, las sombras de la terraza vacilaron, y de entre los helechos de sus grandes macetas de porcelana salió la dama del vestido estampado y, dando sombra a los ojos con la mano, miró directamente hacia donde estábamos nosotras, pero no vio nada. Se inclinó sobre el bulto, el largo capullo, y habló; alzó la vista como para calcular el ángulo del sol poniente; retrocedió, poniendo las manos en los brazos de la silla y con un delicado movimiento balanceante maniobró con ella, la bamboleó hacia atrás y le dio la vuelta, posándola de modo que la cara de la coma pudiese recibir la última calidez del día; al mismo tiempo, inclinándose de nuevo y cuchicheando, retiró el chal.
Y vimos… nada; vimos algo que aún no había llegado a ser; vimos algo, no una cara sino quizá, pensaba yo, cuando pensaba en ello más tarde, quizá una posición negociadora para una cara, quizá una noción imprecisamente imaginada de una cara, como la de Dios cuando estaba intentando formarnos; vimos un espacio en blanco, vimos una esfera, no tenía rasgos, no tenía sentido y su carne parecía escaparse del hueso. Me tapé la boca con la mano y me encogí, acuclillándome. «Estate quieta». El puño de Mary se disparó contra mí. Me alcanzó dolorosamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas mecánicas, arrancadas por el golpe.
Pero en cuanto me las enjugué me levanté, la curiosidad como un anzuelo clavado en la garganta, y vi que la coma estaba sola en la terraza. La dama había vuelto a entrar en la casa. Le cuchicheé a Mary: «¿Puede hablar?». Comprendí, comprendí plenamente entonces lo que quería decir mi madre con lo de que en la casa de los ricos estaban bastante mal las cosas. ¡Albergar una criatura como aquella! Ser buena con la coma, envolverla en mantas… Mary dijo:
—Voy a tirarle una piedra, así veremos si puede hablar.
Deslizó la mano en el bolsillo y lo que sacó fue una piedra lisa y grande que parecía recién cogida en la costa, en la playa. Aquello no se encontraba en cualquier sitio, así que debía de haber ido preparada. Me gusta pensar que le puse una mano en la muñeca, que dije: «Mary…». Pero puede que no. Se levantó de donde estaba escondida, lanzó un único grito y lanzó la piedra. Tuvo buena puntería, casi buena. Oímos el sonido metálico de la piedra al dar en la estructura de la silla y luego un grito sordo, no como una voz humana, sino como algo distinto.
—Has visto cómo le he dado —dijo Mary.
Se mantuvo un instante alta y resplandeciente. Luego se agachó, se dejó caer a plomo a mi lado, ruidosamente. Después las sombras crepusculares serenas de la terraza se fracturaron, se escindieron. Llegó, con paso rápido, la señora, irrumpiendo a través de las altas sombras arqueadas que lanzaba hacia atrás el jardín sobre la casa, de la sombra de verjas y espalderas, de las pérgolas con sus rosas maltrechas. En las flores oscuras de su vestido habían estallado los pétalos y sangraban en la noche. Corrió los pocos pasos hacia la silla de ruedas, se detuvo una décima de segundo, la mano revoloteando sobre la cabeza de la coma. Luego se volvió hacia la casa y gritó, con voz áspera:
—¡Traed una linterna!
Me chocó la aspereza en una garganta que yo que había pensado que zurearía como una paloma, como un palomo; pero luego se volvió otra vez y lo último que vi antes de que saliéramos corriendo fue cómo se inclinaba sobre la coma y envolvía con el chal, muy tiernamente, el cráneo quejumbroso.
Mary no fue a la escuela en septiembre. Yo esperaba estar ya en su clase, porque había pasado de curso, y aunque Mary tenía diez años era bien sabido que nunca pasaba de curso: se quedaba siempre donde estaba. No pregunté por ella en casa, porque como el sol estaba ya escondido para el invierno y yo sellada y segura en mi piel, sabía que sería doloroso que me la arrancaran, y mi madre, como ella había dicho, era una mujer de palabra. Si te desuellan, pensaba yo, al menos cuidan de ti. Te envuelven en mantas en una terraza y te hablan suavemente y te vuelven hacia la luz. Recordaba la avidez en la cara de Mary y la comprendía en parte, pero sólo en parte. Si te pasabas el tiempo intentando comprender las cosas que pasaban cuando tenías ocho años y Mary tenía diez, desperdiciabas tus años productivos trenzando alambre de púas.
Una chica mayor me dijo aquel otoño:
—Se fue a otra escuela.
—¿Al reformatorio?
—¿Qué?
—Que si es un reformatorio.
—No, ha ido a la escuela de los tontos.
—La chica sacó la lengua y la movió lentamente de lado a lado—. ¿Entiendes?
—¿Les pegan todos los días?
La chica mayor sonrió.
—No creo que se tomen la molestia. Espero que por lo menos le afeiten la cabeza: la tenía llena de piojos.
Me llevé una mano a mi propio pelo, sentí la falta de él, el frío y en mi oreja un susurro, como el susurro de la lana; un chal alrededor de mi cabeza, una suavidad como lana de oveja: un olvido.
Deben de haber sido veinticinco años. Podrían haber sido treinta. No vuelvo mucho: ¿lo harías tú? La vi en la calle, iba empujando un carrito, sin bebé en él, sólo con una gran bolsa con un derrame de ropa sucia rebosante; una camiseta de bebé con un soplo de vómito, algo reptante como la bocamanga de un chándal, la esquina de una sábana sucia. Pensé inmediatamente: «Bueno, un espectáculo que alegra la vista, ¡alguien de esa familia va a la lavandería! Tengo que decírselo a mamá —pensé—. Para que pueda decir: nunca dejarás de asombrarte».
Pero no pude evitarlo. La seguí a poca distancia y dije:
—¿Mary Joplin? Tiró del cochecito hacia ella, como para protegerlo antes de volverse: sólo la cabeza, la mirada por encima del hombro, despacio, recelosa. Su cara, al principio de la edad madura, se había hecho imprecisa, como cera: parecía esperar el pellizco o el retorcimiento que le diese su forma. «Tendrías que haberla conocido bien antes para conocerla ahora —pensé de pronto, mirándola de reojo—, haber pasado horas con ella». La piel parecía colgar suelta y no había mucho que leer en los ojos de Mary. Yo esperaba, quizá, una pausa, un guion, un espacio, un espacio al que pudiera seguir una pregunta… «¿Eres tú, Kitty?» Se inclinó sobre su carrito y asentó la ropa sucia con una palmada, como para tranquilizarla. Luego se volvió hacia mí y me otorgó un escueto reconocimiento: un solo cabeceo, un punto final.
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