martes, 14 de noviembre de 2017

Hilary Mantel / El asesinato de Margaret Thatcher



Hilary Mantel

BIOGRAFÍA


EL ASESINATO DE MARGARET THATCHEr

6 de agosto de 1983


Traducción de José Manuel Álvarez Flórez

25 DE ABRIL DE 1982, DOWNING STREET:
Anuncio de la recuperación de Georgia del Sur, en las Islas Falkland.
Sra. Thatcher: Damas y caballeros, el ministro de Defensa acaba de comunicarme una magnífica noticia…
Ministro: Hemos recibido el mensaje de que las tropas británicas han desembarcado en Georgia del Sur esta tarde, poco después de las cuatro, hora de Londres… El comandante de la operación ha enviado el siguiente mensaje: «Me complace informar a Su Majestad de que el Pabellón Blanco ondea junto a la Union Jack en Georgia del Sur. Dios salve a la Reina».
Sra. Thatcher: Alegrémonos de esa noticia y felicitemos a nuestras fuerzas armadas y a nuestros infantes de marina. Buenas noches, caballeros.
La señora Thatcher se vuelve hacia la puerta del nº 10 de Downing Street.
Periodista: ¿Vamos a declarar la guerra a Argentina, señora Thatcher?
Sra. Thatcher (deteniéndose en el escalón de la entrada): Alegrémonos.
Imagina primero la calle en la que ella exhaló su último aliento. Es una calle tranquila, sosegada, sombreada por viejos árboles: una calle de casas altas, las fachadas lisas como glaseado blanco, la mampostería del color de la miel. Algunas son georgianas, de fachadas planas. Otras son victorianas, con miradores relucientes. Son demasiado grandes para viviendas modernas y muchas se han dividido en pisos. Pero eso no elimina la elegancia de la proporción ni merma el intenso lustre de las puertas principales de paneles, guarnecidas de latón y pintadas de azul marino o verde bosque. El único inconveniente del vecindario es que hay más coches que espacio donde ponerlos. Los residentes los aparcan pegados unos a otros, con los permisos a la vista. Los que tienen caminos de acceso para coches se ven a menudo bloqueados en ellos. Pero son vecinos pacientes, orgullosos de su hermosa calle y dispuestos a sufrir por vivir en ella. Si alzas la vista, ves un frágil montante georgiano, o una cálida extensión de tejas de terracota, o un brillo de cristal coloreado. En primavera, los cerezos sueltan sus exóticos volantes de flores. Cuando el viento desprende los pétalos, remolinean en rosadas derivas y alfombran las aceras, como si unos gigantes hubiesen celebrado en la calle una boda. En verano, flota música que sale de las ventanas abiertas: Vivaldi, Mozart, Bach.
La calle en sí describe una curva suave, uniéndose a la vía principal cuando abandona la ciudad. La iglesia de Holy Trinity, insularizada, tiene colgadas banderas de guarnición. Mirando la ciudad desde la ventana de un piso alto (como hice yo el día del asesinato) sientes la presencia próxima de la fortaleza y el castillo. Miras a tu izquierda, y surge amenazadora imponiéndose sobre los cristales la Torre Redonda. Pero los días de aguanieve y nubes a la deriva la torre se achica, como el dibujo de un aficionado medio borrado. Sus líneas se suavizan, sus bordes se difuminan; se encoge en el frío crudo del río, parece más una montaña con un velo de niebla que un castillo construido para reyes.
Las casas a la derecha de Trinity Place (es decir, la derecha si miras hacia fuera de la ciudad) tienen jardines grandes, compartido ya por tres o cuatro vecinos cada uno de ellos. A principios de la década de 1980, Inglaterra no había sucumbido al olor a quemado. El tufo carbonizado de la barbacoa de fin de semana era desconocido, salvo en los «palacios de ginebra», los restaurantes de la ribera de Maidenhead y Bray. Nuestros jardines, aunque inmaculadamente conservados, veían pocas pisadas; no había niños en la calle, sólo parejas jóvenes que aún no habían engendrado y parejas mayores que podrían, como mucho, abrir una puerta para dejar que una fiesta vespertina se derramase en la terraza. El césped se asaba descuidado a lo largo de las tardes de calor, y en la tierra desmigajada de las urnas de piedra dormitaban enroscados los gatos. En otoño, compostaban en los patios montones de hojas que eran paleadas por los irritados propietarios de las plantas bajas. Las lluvias invernales empapaban los matorrales, sin que nadie lo viera.
Pero en el verano de 1983 este elegante rincón, por el que pasan de largo compradores y turistas, se había convertido en foco de interés nacional. Detrás de los jardines de los números 20 y 21 hay un hospital privado, un edificio pálido y gracioso que hace esquina. Tres días antes del asesinato, la primera ministra ingresó en ese hospital para una operación menor de la vista. La zona había quedado dislocada. Desde entonces. Los desconocidos daban empujones a los residentes, periodistas y equipos de televisión bloqueaban la calle y aparcaban sin permiso en los caminos de acceso de vehículos. Les veías subir y bajar por Spinner Walk’s arrastrando cables y focos, la mirada fija en las puertas del hospital de la carretera Clarence, las correas de las cámaras al cuello. Coagulaban cada pocos minutos en una masa de gruesas guerreras, como para asegurarse mutuamente de que no ocurría nada, pero de que podría ocurrir más tarde. Esperaban, y mientras esperaban sorbían zumo de naranja de envases de cartón y cerveza de latas; comían, derramándose migas por el pecho, tirando las bolsas de papel sucias en los parterres de flores. La panadera de la carretera St. Leonard se quedaba sin panecillos de queso a las diez de la mañana y sin todo lo demás al mediodía. Los windsorianos se agrupan en Trinity Place, bolsas de compras apoyadas en los muretes bajos. Especulamos sobre por qué se nos habría otorgado aquel honor, y sobre cuándo podría irse ella.
Windsor no es lo que piensas. Tiene su intelectualidad. Una vez que bajas del castillo hasta el final de la calle Peascod, no todos son aduladores monárquicos; y si cruzas la intersección hasta la carretera St. Leonard puedes olfatear republicanos secretos. De todos modos, era un triste consuelo en las elecciones para los socialistas locales, y la gente murmuraba que eran votos desperdiciados; tenían que mostrar la fuerza de sus sentimientos con una votación táctica, y la de su espíritu asistiendo a acontecimientos extravagantes en el centro artístico. Instalado en el parque de bomberos recientemente remodelado, era un lugar donde poetas autopublicados encontraban una plataforma, y se dispensaba vino blanco agrio de envases de cartón; los sábados por la mañana había clases de autoafirmación, yoga y enmarcado.
Pero cuando vino la señora Thatcher, los disidentes salieron a las calles. Se reunieron en grupos, inspeccionando a la prensa y girando los hombros hacia las puertas del hospital, donde una hilera de valiosas zonas de aparcamiento estaban marcadas y reservadas: SÓLO DOCTORES.
Una mujer dijo:
—Yo tengo un doctorado, y me siento a menudo tentada de aparcar ahí.
Era temprano y su barra aún estaba caliente de la panadería; la apretaba contra ella como si fuera un perrito. Añadió:
—Hay algunos comentarios fuertes circulando por ahí.
—El mío es una daga y vuela directamente hacia el corazón de él — dije yo.
—Tu sentimiento — dijo ella admirativamente— es el más fuerte que he oído.
—Bueno, tengo que volver a casa. Espero al señor Duggan para que arregle la caldera.
—¿Un sábado? ¿Duggan? Te hace un gran honor. Más vale que corras. Si no estás, te cobrará la espera. Es un tiburón ese hombre. Pero ¿qué vas a hacer?
Buscó un boli en el fondo del bolso.
—Te daré mi número. — Lo escribió en mi brazo desnudo, pues ninguna de las dos tenía papel—. Llámame. ¿Vas alguna vez al centro artístico? Podemos vernos allí y tomar un vaso de vino.
Cuando estaba metiendo el agua Perrier en la nevera sonó el timbre de la puerta. Había estado pensando: ahora no lo sabemos, pero recordaremos luego con cariño los días que la señora Thatcher estuvo aquí; nuevas amistades hechas en la calle, chismorreo sobre fontaneros que tenemos en común. El interfono emitía su crepitar habitual, como si alguien hubiese prendido fuego a la línea.
—Suba, señor Duggan — dije. Convenía ser respetuosa con él.
Yo vivía en la tercera planta, las escaleras eran empinadas, y Duggan, voluminoso y pesado. Así que me sorprendió que llamara a la puerta del piso tan rápido.
—Hola — dije—. ¿Ha conseguido aparcar la furgoneta?
En el descansillo (o más bien en el último escalón, pues yo estaba sola allí arriba) había un hombre de cazadora barata acolchada. Mi idea inocente fue: es el hijo de Duggan.
—¿La caldera? — dije.
—Sí — dijo él.
Entró con su bolsa de calderero. Estábamos nariz con nariz en un recibidor tamaño caja. Su cazadora, más que adecuada para el verano inglés, ocupaba el espacio que había entre nosotros. Me eché hacia atrás.
—¿Qué le pasa? — dijo.
—Gruñe y golpetea. Ya sé que estamos en agosto, pero…
—No, hace bien, hace bien, nunca se puede fiar uno del tiempo. ¿Se calientan los radiadores?
—A trozos.
—Aire en el sistema — dijo él—. Lo purgaré mientras espero. Podría hacerlo. Si tiene usted una llave. Entonces me asaltó una sospecha. «Espero», decía. ¿Espera qué?
—¿Es usted fotógrafo?
No contestó. Estaba tanteándose, buscando en los bolsillos, fruncía el ceño.
—Yo esperaba al fontanero. No debería haber entrado así.
—Usted me ha abierto la puerta.
—No a usted. De todos modos no sé por qué se ha molestado. No puede ver las puertas delanteras desde este lado. Tiene que salir de aquí — dije con acritud— y girar a la izquierda.
—Dicen que va a salir por la parte de atrás. Y queda muy a tiro desde aquí.
En mi dormitorio había una vista perfecta del jardín del hospital; cualquiera que diese un rodeo a la casa podía suponerlo.
—¿Para quién trabaja? — le pregunté.
—No necesita usted saberlo.
—Quizá no, pero sería correcto que me lo dijera.
Cuando retrocedí y entré en la cocina, me siguió. La habitación estaba inundada de sol y entonces lo vi claramente: un hombre corpulento, treinta y tantos, desastrado, con una cara redondeada y amistosa y pelo revuelto. Dejó la bolsa en la mesa y se quitó la cazadora. Su tamaño disminuyó a la mitad.
—Digamos que trabajo por mi cuenta.
—Aun así — dije—, yo debería recibir algo por el uso de mi piso. Es lo justo.
—No se podría poner un precio a esto — dijo él.
Era, por el acento, de Liverpool. Nada que ver con Duggan ni con el hijo de Duggan. Pero no había hablado hasta que estaba en la puerta del piso, así que ¿cómo iba a saberlo yo? Podría haber sido un fontanero, me dije. No había sido tan tonta, en realidad; de momento, lo único que me preocupaba era no perderme el respeto a mí misma. Antes de dejar entrar a un desconocido, aconseja la gente, pídele que se identifique. Pero imagina el follón que habría armado Duggan si yo hubiese hecho esperar a su chico en las escaleras, impidiéndole llegar a la caldera siguiente de su lista y mermando sus posibilidades de saqueo.
La ventana de la cocina daba a Trinity Place, que era un hervidero de gente en aquel momento. Si estiraba el cuello podía ver nueva presencia policial a mi izquierda, que subía de los jardines privados de Clarence Crescent.
—¿Quiere uno de éstos? — El visitante había encontrado sus cigarrillos.
—No. Y preferiría que no fumara.
—Está bien.
Se guardó la cajetilla en el bolsillo y sacó un pañuelo hecho una bola. Retrocedió de la alta ventana limpiándose la cara; cara y pañuelo estaban ambos arrugados y grises. No era claramente algo a lo que estuviese acostumbrado, colarse en casas particulares.
Me sentía más enojada conmigo misma que con él. Tenía que ganarse la vida, y quizá no pudieses culparle por colarse si una tonta le abría la puerta.
—¿Cuánto tiempo se propone estar aquí? — dije.
—La esperan dentro de una hora.
—Está bien. — Eso explicaba el aumento del ruido y el zumbido de la calle—. ¿Cómo lo sabe?
—Tenemos una chica dentro. Una enfermera.
Le entregué dos hojas del papel de cocina.
—Gracias. — Se secó la frente—. Ella va a salir y los médicos y las enfermeras se pondrán en fila para que pueda darles las gracias. Recorrerá la fila con su gracias-gracias y su adiós-adiós, luego dará vuelta a la esquina, entrará en una limusina y se irá. Bueno, ésa es la idea. No sé el momento exacto. Así que pensé que si estaba aquí pronto, podría instalarme, comprobar los ángulos.
—¿Cuánto conseguirá si todo sale bien?
—Perpetua sin condicional — dijo él. Me eché a reír.
—No es ningún crimen.
—Eso pienso yo.
—Hay bastante distancia — dije—. Quiero decir, ya sé que tienen lentes especiales, y es el único que está aquí arriba, pero ¿no prefiere tirarla de cerca?
—No — dijo él—. Mientras haya una vista despejada, la distancia no importa.
Arrugó el papel de cocina y buscó con la mirada el cubo de basura. Le cogí el papel, él gruñó, luego se aplicó a abrir la bolsa, una bolsa de lona para todo que yo suponía que sería tan adecuada para un fotógrafo como para cualquier trabajador manual. Pero fue sacando una a una piezas de metal que, incluso en mi ignorancia, comprendí que no formaban parte del equipo de un fotógrafo. Empezó a montarlas; tenía unas yemas de los dedos delicadas. Cantaba mientras trabajaba, casi entre dientes, una cancioncilla de las gradas de los campos de fútbol.
Eres de Liverpool, un liverpuliano cochino, tu papá anda robando, tu mamá traficando, sólo eres feliz cuando los del paro te mandan el giro. A nuestros tapacubos, por favor, no les eches mano.
—Tres millones de parados — dijo—. Casi todos viven en nuestra zona. Aquí no sería un problema, ¿verdad?
—Oh, no. Hay muchas tiendas de regalos para dar trabajo a todo el mundo. ¿No ha ido hasta la calle High?
Pensé en las masas de turistas echándose unos a otros de la acera, peleándose por las bobadas de recuerdo y los nerviosos Beefeaters. Podría haber sido otro país. No llegaban voces de abajo, de la calle.
Nuestro hombre tarareaba, ensimismado. Me pregunté si su canción tendría una segunda estrofa. Limpiaba las piezas que iba sacando de la bolsa con un paño que estaba más limpio que su pañuelo, manejándolas con delicado respeto, como haría un monaguillo que limpiase los cálices para la misa.
Cuando el mecanismo estuvo montado lo alzó para que yo lo inspeccionara.
—Material plegable ––dijo—. Qué maravilla, ¿eh?¿Cabe en un paquete de copos de maíz. Lo llaman el haceviudas. Aunque no en este caso. Pobre Denis, ¿verdad? A partir de ahora, tendrá que hervirse él los huevos.
Parece, retrospectivamente, como si hubiera por delante horas, mientras estábamos los dos sentados en el dormitorio, él en una silla plegable cerca de la ventana de guillotina, su vaso de té acunado en las manos, el arma a los pies; yo sentada en el borde de la cama, sobre la que había echado rápidamente el edredón para adecentarla. Él había traído su cazadora de la cocina; quizá los bolsillos estuviesen llenos de cosas esenciales de asesino. Cuando la echó en la cama, resbaló en ella y cayó al suelo. Intenté cogerla y mi palma resbaló en el nailon; parecía tener vida propia, como un reptil. La eché en la cama a mi lado y la cogí por el cuello. Él miraba con indulgente aprobación.
Seguía mirando su reloj, aunque decía que no tenía ninguna hora fija. Frotó una vez la esfera con la palma, como si pudiera estar brumosa y ocultase debajo una hora diferente. Comprobaba, con el rabillo del ojo, que yo seguía donde debía estar, con las manos a la vista: prefería, como explicó, que lo estuvieran. Luego fijaba la mirada abajo en los pradillos de césped, en las verjas traseras. Echaba la silla hacia delante sobre las patas delanteras, como si pretendiera estar así más cerca de su objetivo.
—Lo que no soporto es la falsa feminidad — dije—, el que falsee la voz. Y cómo se ufana de su papá el tendero y lo que le enseñó, aunque es evidente que si pudiese lo cambiaría todo para nacer de gente rica. Y cómo ama a los ricos, cómo los adora. Su filisteísmo, su ignorancia y esa forma que tiene de recrearse en ella. Su falta de compasión. ¿Por qué necesita operarse de la vista? ¿Porque no puede llorar? Cuando sonó el teléfono dimos los dos un salto. Yo interrumpí lo que estaba diciendo.
—Conteste — dijo él—. Será para mí.
Me resultaba difícil imaginar la atareada red de actividad que había tras los planes del día.
«Un momento», le había dicho después de preguntarle «¿té o café?» mientras encendía el hervidor.
—¿Sabía que yo estaba esperando al calderero?
Estoy segura de que no tardará en venir.
—¿Duggan? — dijo él—. No.
—¿Conoce a Duggan?
—Sé que no vendrá.
—¿Qué le han hecho?
—Vamos, por amor de Dios — replicó—. ¿Por qué íbamos a hacerle algo? No hay necesidad. Recibió el aviso. Tenemos camaradas en todas partes.
Camaradas. Una palabra agradable. Casi arcaica. «Santo cielo — pensé—: Duggan, un hombre del IRA.» Aunque mi visitante no hubiese indicado su filiación, yo me lo había dicho ya a voz en grito mentalmente. La palabra, las iniciales, no me causaban la conmoción ni  el desasosiego que os causarían a vosotros, tal vez. Le dije esto mientras iba a la nevera a por leche y esperaba a que hirviese el agua:
—Le impediría hacerlo si pudiese, pero sería sólo porque me da miedo por mí misma y por lo que va a pasarme a mí después de que lo haya hecho; lo cual, por cierto, ¿qué será? No soy amiga de esa mujer, aunque no creo — me sentí obligada a añadir— que la violencia resuelva nada. Pero no le traicionaría, porque…
—Sí — dijo él—. Todo el mundo tiene una abuela irlandesa. Eso no garantiza absolutamente nada. Estoy aquí por la situación de su piso. Me tienen sin cuidado sus afinidades. No se acerque a la ventana delantera y no toque el teléfono, o le doy un golpe que la mato. Me tienen sin cuidado las canciones que le cantaban sus condenados tíos abuelos los sábados por la noche.
Asentí. No era más que lo que yo misma había pensado. Era sentimiento sin ninguna sustancia.
El joven cantor a la guerra se va,
en las filas de los muertos lo encontrarás.
A la cintura lleva la espada de su padre,
y colgada a la espalda un arpa indomable.
Mis tíos abuelos (él tenía razón respecto a ellos) no habrían reconocido un arpa indomable aunque hubiese aparecido de pronto y les hubiese mordido en el trasero. El patriotismo sólo era una excusa para lo que ellos llamaban coger una buena, mientras sus mujeres tomaban té con pastas de jengibre y luego rezaban el rosario en la trascocina. Todo el asunto era una excusa: porque estamos oprimidos. Porque nos encontramos aquí sentados estando oprimidos, mientras gente de otras tribus prospera por sus propios impíos esfuerzos y se compra trajes de tres piezas.
Mientras nosotros estamos paralizados aquí dándole al la-la-la vieja Irlanda (porque a esta distancia en el tiempo se nos escapan las palabras), nuestros vecinos van resolviendo sus disputas, perdiendo sus orígenes y avanzando hacia formas más modernas no sectarias de estigma, expresadas en canciones modernas: eres liverpuliano, un cochino liverpuliano. Yo no lo soy, personalmente. Pero el norte es todo igual para los sureños. En Berkshire y en los Home Counties, todas las causas son la misma, todas las ideas por las que una persona podría querer morir: son molestias, una ruptura de la paz, y es probable que interrumpan el tráfico o hagan retrasarse los trenes.
—Parece que sabe sobre mí — dije. Mi tono parecía resentido.
—Todo lo que necesita saber cualquiera. Es decir, no que sea usted nada especial. Puede ser una ayuda si quiere, y si no quiere, nosotros podemos obrar en consecuencia.
Hablaba como si tuviese compañeros. Era un solo hombre. Aunque corpulento, incluso sin la cazadora. Supongamos que yo hubiese sido una conservadora de pura cepa, o una de esas almas devotas incapaces de aplastar un mosquito: no habría intentado de todos modos hacer ninguna trampa. Dada la situación, él contaba con que yo fuese dócil, o quizá confiase en mí hasta cierto punto, pese a su actitud burlona. De todos modos, me dejó seguirle al dormitorio con mi vaso de té. Él llevaba el suyo en la mano izquierda y el arma en la derecha. Dejó las esposas y el rollo de cinta adhesiva en la mesa de la cocina, donde los había dejado al sacarlos de la bolsa.
Y ahora me permite coger la extensión del teléfono de la mesita de noche y dárselo. Oí una voz de mujer joven, tímida y lejana. No parecía que estuviese en el hospital de la esquina. «¿Brendan?», dijo. Supuse que no era su verdadero nombre.
Posó el receptor tan fuerte que repiqueteó.
—Una puñetera demora. Serán unos veinte minutos, me dice. O treinta, podrían ser incluso treinta. — Dejó escapar el aliento como si hubiese estado reteniéndolo desde que había subido por las escaleras—. Qué putada. ¿Dónde está el retrete?
Puedes sorprender a una persona con «afinidades», pensé, y luego decir «¿Dónde está el retrete?». No es una expresión de Windsor. Tampoco había mucha duda en realidad. El piso era tan pequeño que su distribución era obvia. Se llevó el arma con él. Le oí orinar. Abrir un grifo. Chapotear. Salir, subiéndose la cremallera. Tenía la cara roja donde había aplicado la toalla. Se sentó con firmeza en la silla plegable. Se oyó un gemido del frágil entramado de caña.
—Tiene un número escrito en el brazo.
—Sí.
—¿Un número de qué?
—De una mujer.
Me humedecí el índice con la lengua y lo pasé por la tinta.
—Así no lo borrará. Tiene que usar jabón y frotar bien.
—Muy amable por tomarse tanto interés.
—¿Lo ha anotado ya? ¿Ese número?
—No.
—¿No lo quiere?
«Sólo si tengo un futuro», pensé. Me planteé cuándo sería adecuado preguntar.
—Prepare otro brebaje. Y póngale azúcar esta vez.
—Ah — dije; me avergonzó aquel fallo como anfitriona—.
No sabía que tomase azúcar. Puede que no tenga blanca.
—La burguesa, ¿eh?
Me enfadé.
—El orgullo no le impide disparar desde mi ventana de guillotina burguesa, ¿verdad?
Se echó hacia delante, la mano buscando el arma. No era para dispararme a mí, pero mi corazón saltó. Miraba furioso hacia abajo, hacia los jardines, tan tenso como si fuese a atravesar el cristal con la cabeza. Emitió un pequeño gruñido insatisfecho y volvió a aposentarse en la silla.
—Un puñetero gato en la verja.
—Tengo azúcar moreno — dije—. Supongo que sabrá igual una vez revuelto.
—No habrá pensado ponerse a gritar por la ventana de la cocina, ¿verdad? — preguntó él—. O intentar lanzarse escaleras abajo.
—¿Qué? ¿Después de todo lo que he dicho?
—¿Cree que está de mi lado? — Sudaba otra vez—. No sabe cuál es mi lado. Créame, no tiene ni idea.
Entonces se me pasó por la cabeza que tal vez no fuese un «provisional», sino de uno de los grupos locos escindidos de los que se hablaba. Yo no estaba en posición de poder pararme en nimiedades, al final el resultado sería el mismo. Pero dije:
—¿Burguesía? ¿Qué clase de expresión de politécnico es ésa?
Estaba insultándole, y me proponía hacerlo. Para aquellos de tierna edad debería explicar que los politécnicos eran institutos de educación superior para los jóvenes que se perdían el acceso a la universidad: para aquellos que eran lo suficientemente brillantes para decir «afinidades», pero aun así llevaban cazadoras baratas de nailon.
Frunció el ceño.
—Haga el té.
—Creo que no debería burlarse de mis tíos abuelos por ser irlandeses de pega; si habla en tópicos, qué puede esperar.
—Era una especie de chiste — dijo.
—Ah, vaya. ¿De veras? — me quedé sorprendida—. No parecía que tuviese mucho más sentido del humor que ella.
Señalé con un cabeceo los jardines del otro lado de la ventana, donde la primera ministra iba a morir en breve.
—Yo no la culpo de no reírse — dijo—. No la culparé por eso.
—Pues debería hacerlo. Es lo que le impide darse cuenta de lo ridícula que es.
—Yo no diría que es ridícula — dijo él, testarudo—. Cruel y malvada, sí, pero ridícula no. ¿Puede dar risa eso?
—Todos los humanos se ríen. Todas las cosas humanas dan risa — dije.
—Jesús lloró — repuso él después de pensárselo un poco.
Esbozó una sonrisa burlona. Sonrió. Vi que se había relajado al saber que, debido al puñetero retraso, aún no tendría que asesinar.
—La verdad es que tal vez ella se riese de nosotros si nos viera ahora. Piense que probablemente se reiría si estuviese aquí — dije—. Se reiría porque nos desprecia. Mire su anorak. Ella desprecia su anorak. Mire mi pelo. Ella desprecia mi pelo.
Alzó la vista. No me había mirado antes, no para verme; yo sólo era la que hacía el té.
—Cuelga así, sin más — expliqué—, en vez de ondularse. Y debería llevarlo lavado y arreglado. Debería ir en rulos graduados, ella sabe lo que significa ese tipo de peinado. Y no me gustan sus andares. «A pasitos», ha dicho antes. «Daría la vuelta a pasitos.» Lo ha dicho bien, ¿sabe?
—¿De qué cree usted que va esto? — me preguntó.
—Irlanda.
Asintió.
—Y quiero que lo entienda. No voy a dispararle porque no le guste la ópera. O porque a usted no le gusten…, ¿cómo demonios los ha llamado?…, sus accesorios.
No se trata de su bolso. No se trata de su peinado. Es por Irlanda. Sólo Irlanda, ¿entiende?
—Oh, no sé — dije—. Me parece que también usted es un poco falso. No está más cerca de la madre patria que yo. Sus tíos abuelos podían conocer tal vez la música pero no la letra. Así que podría necesitar razones de apoyo. Adjuntos.
—A mí me educaron en una tradición — dijo—. Y mire, nos trae aquí.
Miró alrededor como si no lo creyese: el acto decisivo de una vida de entrega, dentro de diez minutos, de espaldas a un armario ropero de conglomerado embellecido con contrachapado blanco; una mampara de papel plegado, una cama sin hacer, una desconocida y el último té sin azúcar.
—Pienso en esos muchachos en huelga de hambre — dijo—, el primero de ellos muerto casi dos años después del día que ella fue elegida por primera vez. ¿Lo sabía usted? Tuvieron que pasar sesenta y seis días para que Bobby muriera. Y otros nueve muchachos después de él. Dicen que cuando llevas cuarenta y cinco días sin comer te sientes mejor. Ya no te dan arcadas y puedes beber agua de nuevo. Pero ésa es tu última oportunidad, porque a los cincuenta días apenas puedes ver ni oír. Tu cuerpo se digiere a sí mismo. Se come a sí mismo desesperado. ¿Se extraña de que ella no sea capaz de reír? No veo nada de lo que reírse.
—¿Qué puedo decir? — le pregunté—. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho.
Vaya y haga usted el té y yo me quedaré aquí sentada con el arma.
Pareció considerarlo por un momento.
—No acertaría usted. No tiene ningún entrenamiento.
—¿Cómo se entrenó usted?
—Blancos.
—No es como una persona viva. Podría dar a las enfermeras. A los médicos.
—Podría, desde luego.
Oí su tos larga de fumador.
—Ah, sí, el té — dije—. Pero ¿sabe otra cosa? Ellos pueden haber estado ciegos al final, pero tenían los ojos abiertos cuando empezaron. No se puede forzar a la piedad a un gobierno como el de ella. ¿Por qué iba a negociar? ¿Por qué esperarlo? ¿Qué era una docena de irlandeses para ellos? ¿O un centenar? Toda esa gente eran reos de pena capital. Pretenden ser modernos, pero si los dejaran acabarían sacando ojos en las plazas públicas.
—Podría no ser una mala cosa — dijo él—. Ahorcar.
En determinadas circunstancias.
Lo miré fijamente.
—¿Para un mártir irlandés? De acuerdo. Sí. Más rápido que morir de hambre.
—Desde luego. En eso tiene razón.
—¿Sabe lo que dicen los hombres en el bar? Dicen: «Nombra un mártir irlandés». Dicen: «Venga, venga, no puedes, ¿verdad?».
—Podría darle una retahíla de nombres — dijo él—. Estaban en el periódico. Dos años, ¿es demasiado para no recordarlo?
—No. Pero aguarde un momento, ¿quiere? Quienes lo dicen son ingleses.
—Tiene razón. Son ingleses — dijo con tristeza—. No recuerdan absolutamente nada. Ni una puta cosa.
«Diez minutos», pensé. Diez minutos más o menos. Me deslicé, desafiándole, hasta la ventana de la cocina. La calle había caído en el letargo del fin de semana; las multitudes estaban a la vuelta de la esquina. Debían de esperarla en breve. Había un teléfono en la encimera de la cocina al alcance de mi mano, pero si lo descolgaba él oiría sonido en la extensión del dormitorio y vendría a matarme no con una bala sino de alguna forma más discreta que no alertara a los vecinos y le echara a perder el día.
Esperé junto a la tetera mientras el agua hervía.
«¿Habrá sido un éxito la cirugía ocular? — me pregunté—. ¿Podrá ver cuando salga como una persona normal? ¿Tendrán que guiarla?  ¿Llevará los ojos vendados?»
No me gustó la imagen que se pintó en mi mente. Le grité a él para que me lo dijera.
«No, los viejos ojos serán agudísimos — gritó en respuesta—, tan agudos como una chincheta.»
«No hay ni una lágrima en ella — pensé—. Ni por la madre bajo la lluvia en la parada del autobús, ni por el marinero que se abrasa en el mar. Ella duerme cuatro horas por noche. Se sustenta con los vapores de whisky y el hierro de la sangre de su presa.»
Cuando volví con la segunda taza de té, con el azúcar moreno revuelto en ella, él se había quitado el maltrecho jersey, que estaba deshilachándose por los puños; «se viste para la tumba — pensé—, capa sobre capa, pero no impedirá que pase el frío». Debajo de la lana llevaba una camisa de franela desteñida, el cuello retorcido hecho un ovillo; «parece un hombre que se lava la ropa él mismo», pensé.
—¿Hay alguien que deje a su suerte? — dije.
—No — dijo él—. Yo no llego muy lejos con las chicas. — Se pasó una mano por el pelo para alisarlo, como si el ajuste pudiese cambiar su suerte—. Ningún crío; bueno, ninguno que yo sepa.
Le pasé el té. Bebió un trago e hizo una mueca.
—Después… — dijo.
—¿Sí?
—Localizarán enseguida la procedencia de los disparos, lo sabrán al momento. En cuanto baje las escaleras y salga por la puerta principal de la casa me tendrán allí en la calle. Llevaré el arma, así que me matarán en cuanto me vean. — Hizo una pausa y luego añadió, como si yo hubiese puesto reparos—: Es lo mejor.
—Ah — dije—. Yo creía que tenía un plan. Quiero decir, algo distinto a que le mataran.
—¿Qué plan mejor podría tener? — Sólo había un leve sarcasmo—. Es una bendición, esto. El hospital. Su piso. Su ventana. Usted. Es barato. Es pulcro. Queda hecho el trabajo y sólo cuesta un hombre. Yo le había dicho antes que la violencia no resolvía nada. Pero era sólo un tópico piadoso, como una oración antes de comer la carne. No estaba atendiendo a su significado cuando lo decía, me sentí hipócrita. Es sólo lo que los fuertes predican a los débiles: nunca lo oirás a la inversa; los fuertes no dejan sus armas.

—¿Y si yo pudiese ayudarle? — dije—. ¿Y si se pusiese cazadora para disparar y estuviese preparado para irse, dejar el arma aquí y salir con la bolsa vacía como un calderero, lo mismo que entró?
—En cuanto salga de esta casa estoy liquidado.
—Pero ¿y si sale de la casa de al lado?
—¿Y cómo podría hacerlo? — dijo.
—Acompáñeme — dije.
Lo ponía nervioso dejar su puesto de centinela, pero ante esa promesa debía hacerlo.
—Aún tenemos cinco minutos — dije—, y lo sabe, así que venga, deje el arma con cuidado debajo de la silla.
Se amontonó detrás de mí en el vestíbulo y tuve que decirle que retrocediera para así poder abrir la puerta.
—Eche el pestillo para que no se cierre — me aconsejó—. Sería una sandez que nos quedáramos en la escalera con la puerta cerrada.
Las escaleras de estas casas no tienen luz diurna. Puedes pulsar un interruptor temporal en la pared e inundar los descansillos de un resplandor amarillo. Tras los dos minutos asignados vuelves a la oscuridad. Pero la oscuridad no es tan profunda como te parece al principio.
Esperas, respirando suave, regularmente, los ojos adaptándose. Pies silenciosos sobre la gruesa alfombra, bajas sólo media planta. Escucha: la casa está silenciosa. Los inquilinos que comparten esta escalera están fuera todo el día. Las puertas cerradas amortiguan y anulan el mundo exterior, el cacareo de los boletines de noticias de las radios, el zumbido de los viajeros de la parte alta de la ciudad, hasta el apocalíptico estruendo de los aviones que descienden hacia Heathrow. El aire, que no circula, tiene un olor a alcanfor, como si la gente que vivió primero aquí estuviese abriendo chirriantes armarios, sacando su ropa de luto. Ni dentro ni fuera de la casa, visible pero no visto, podrías acechar aquí una hora sin que nada te molestara, podías pasarte un día entero. Podrías dormir aquí; podrías soñar. Ni inocente ni culpable, podrías ocultarte aquí durante décadas, mientras la hija del regidor envejece: envejecer también tú entre escalón y escalón, desprenderte del lazo corredizo de tu nombre. Un día Trinity Palace se derrumbará, en un soplo de yeso y de hueso empolvado. El tiempo llegará a un nivel cero, un punto: los ángeles buscarán entre las ruinas levantando a patadas los pétalos de las alcantarillas, los brazos envueltos en astrosas banderas.
En las escaleras, una palabra susurrada:
—¿Y me matará a mí?
Es una pregunta que sólo puedes hacer en la oscuridad.
—La dejaré atada y amordazada — dice—. En la cocina. Puede explicarles que lo hice en cuanto irrumpí en el piso.
—Pero ¿cuándo lo hará realmente? — La voz un susurro.
—Justo antes. Después no hay tiempo.
—Así no. Quiero ver. Yo no me pierdo esto.
—Entonces la ataré en el dormitorio, ¿de acuerdo?
La ataré de forma que pueda ver.
—Podría dejarme bajar las escaleras discretamente antes. Llevaré una bolsa de la compra. Si nadie me ve, diré que estuve fuera todo el tiempo. Pero no se olvide de forzar la puerta, ¿eh? Como un allanamiento…
—Veo que conoce mi trabajo.
—Estoy aprendiendo.
—Creía que quería ver cómo pasaba.
—Podría oírlo. Será como el estruendo del circo romano.
—No. No haremos eso. — Un toque: mano que roza un brazo—. Enséñeme eso que dice. Sea lo que sea estoy aquí para eso, perdiendo tiempo.
A la mitad del tramo de escalera hay una puerta. Parece la puerta de un armario de las cosas de la limpieza.Pero es pesada. Cuesta abrirla, la mano resbala en la manilla de metal.
—Puerta de incendios.
Me echa a un lado y la abre de un tirón.
A pocos centímetros de distancia, otra puerta.
—Empuje.
Empuja. Deslizarse lento, oscuridad en similar oscuridad. El mismo olor leve, estancado, acumulado, el olor de ese margen donde se encuentran el mundo público y el privado: gotas de agua de lluvia sobre moqueta, paraguas mojado, cuero de zapato empapado, olor metálico penetrante de llaves, la sal del metal en la palma. Pero ésta es la casa de al lado. Mira abajo la oscura caja de escalera. Es la misma, pero no. Puedes salir de un edificio y entrar en el otro. Entras en el número 21 como un asesino. Sales por el número 20 como un fontanero. Más allá de la escalera de incendios hay otras casas con otras vidas.
Historias diferentes que están próximas; están enroscadas como animales en invierno, la respiración superficial, el pulso imperceptible.
Lo que necesitamos, está claro, es tiempo. El obsequio de unos cuantos minutos para librarnos de una situación que parece innegociable. Hay una anomalía en la estructura del edificio. Es una posibilidad remota pero la única. De la puerta de la casa de al lado él saldrá unos metros más cerca del final de la calle: más cerca del final de la derecha, lejos de la ciudad y del castillo, lejos del crimen. Debemos suponer que no se propone morir si puede evitarlo: que en algún lugar de las calles del entorno, ilegalmente aparcado en el sitio reservado a un residente o bloqueando la salida de otro, hay un vehículo esperándole, para ponerle a salvo y disolverle como si nunca hubiera sido.
Él vacila, mirando la oscuridad.
—Inténtelo. No encienda la luz. No hable. Pase.
¿Quién no ha visto la puerta en el muro? Es el consuelo del niño inválido, la última esperanza del prisionero. Es la salida fácil para el agonizante, que no perece en la presa mortal de un ruidoso estertor, sino que se va en un suspiro, como una pluma que cae. Es una puerta especial y no obedece a ninguna de las leyes que gobiernan la madera o el hierro. Ningún cerrajero puede vencerla, ningún alguacil puede abrirla de una patada; los policías que patrullan pasan de largo, porque sólo es visible para los ojos de la fe. Una vez que la cruzas, regresas como ángulos y aire, como chispas y llama. Sabes que el asesino era un centelleo en su marco. Al otro lado de la puerta de incendios se funde, y por eso es por lo que nunca le has visto en las noticias. Por eso no conoces su nombre, su rostro. Por eso es por lo que, para tu conocimiento cierto, la señora Thatcher siguió viviendo hasta que se murió. Pero fíjate en la puerta: fíjate en la pared: fíjate en el poder de la puerta en la pared que nunca viste que estaba allí. Y fíjate en el viento frío que sopla cuando la abres un poco. La historia podría haber sido siempre de otro modo. Pero está el tiempo, el lugar, la negra oportunidad: el día, la hora, la inclinación de la luz, la furgoneta de los helados que campanillea en una carretera lejana cerca de la vía de circunvalación.
Y de vuelta atrás, al número 21, el asesino resopla y ríe.
—¡Chis! — le digo.
—¿Es ésa su gran sugerencia? ¿Que me maten en la misma calle un poco más allá? Bien, lo intentaremos. Salir por otro sitio. Una sorpresita.
Queda ya poco tiempo. Regresamos al dormitorio. Él no había dicho si yo viviría o si tenía otros planes. Me lleva a la ventana.
—Ábrala ya. Luego retroceda.
Teme que un ruido súbito sobresalte a alguien abajo. Pero aunque la ventana es pesada, y tiembla a veces en el marco, se desliza con suavidad hacia arriba. No tiene por qué temer. Los jardines están vacíos. Pero más allá, en el hospital, detrás de las verjas y los matorrales, hay movimiento. Están empezando a salir: no la camarilla oficial, sino un grupo de enfermeras con sus batas y sus gorros.
Él coge el haceviudas, lo coloca tiernamente sobre las rodillas. Inclina la silla hacia delante y, como veo que sus manos están una vez más resbaladizas de sudor, le llevo una toalla y él la coge sin hablar y se seca las palmas. Vuelvo a tener el recuerdo de algo sacerdotal: un sacrificio. Haraganea una avispa en el alféizar. El aroma del jardín es acuoso, verde. Entra bamboleante la tibia luz del sol, abrillanta los zapatones sucios de él, avanza tímidamente por la superficie del tocador. Deseo preguntar: «Cuando suceda lo que ha de suceder, ¿será ruidoso? ¿Desde donde esté sentada yo? ¿Voy a estar sentada? ¿O de pie? ¿De pie dónde? ¿Junto a su hombro? Quizá debiera arrodillarme y rezar».
Ya estamos a segundos del blanco. La terraza, los céspedes, gorjean con personal del hospital. Se ha formado una línea de recepción. Médicos, enfermeras, empleados. Se incorpora el chef, con su uniforme blanco y su gorro. Es un tipo de sombrero que yo sólo he visto en los cuentos infantiles ilustrados. Me río sin poder evitarlo. Percibo cada subir y bajar de la respiración del asesino. Cae un silencio: sobre los jardines y sobre nosotros.
Tacones altos sobre el sendero musgoso. Tip-top. Pasito a pasito. Ella se está esforzando, pero se acerca muy deprisa a ninguna parte. El bolso en el brazo cuelga como un escudo. El traje sastre exactamente como yo he previsto, el lazo de gatito, un largo collar de perlas y (un toque nuevo) grandes gafas protectoras. Para protegerla, sin duda, de las pruebas de la tarde. Va recorriendo la línea dando la mano. Ahora que estamos aquí al fin, hay todo el tiempo del mundo. El asesino se arrodilla, colocándose en posición. Ve lo que yo veo, el casco reluciente de pelo. Lo ve brillar como una moneda de oro en una alcantarilla, lo ve grande como la luna llena. La avispa revolotea en el alféizar, se queda suspendida en el aire quieto. Un fácil guiño del ojo ciego del mundo:
—Alegrémonos — dice él—. Alegrémonos, joder.




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