domingo, 24 de diciembre de 2023

Stephen King / Zona muerta 1 y 2



Stephen King
ZONA MUERTA

1.
    Cuando terminó sus estudios universitarios, John Smith había olvidado por completo la fea caída que había sufrido en el hielo en aquel día de enero de 1953. En verdad, le habría resultado difícil recordarlo cuando terminó la escuela primaria. Y su madre y su padre nunca se enteraron de que se había producido.


    Estaban patinando en un tramo despejado del estanque Runaround, en Durham. Los niños mayores jugaban al hockey con viejos palos remendados y utilizaban como metas un par de cestos de patatas. Los críos más pequeños se entretenían como han venido haciéndolo desde tiempos inmemoriales, arqueando cómicamente los tobillos hacia dentro y hacia afuera, resollando en la atmósfera helada a ocho grados bajo cero. En un ángulo del tramo despejado, dos neumáticos ardían despidiendo abundante hollín, y unos pocos padres permanecían sentados en las inmediaciones vigilando a sus chicos. La época de los quitanieves todavía estaba lejos, y la diversión invernal aún consistía en. ejercitar el cuerpo y no un motor de gasolina.
    Johnny había bajado de su casa, situada un poco más allá del límite de Pownal, con los patines colgados al hombro. A sus siete años era un patinador bastante diestro. Todavía no estaba en condiciones de participar en los partidos de hockey de los niños mayores, pero podía describir círculos alrededor de la mayoría de los otros críos de su edad, que hacían girar constantemente los brazos para conservar el equilibrio o caían despatarrados sobre sus asentaderas.
    En ese momento patinaba lentamente por el perímetro exterior del tramo despejado, lamentando no poder deslizarse hacia atrás como Timmy Benedix, mientras escuchaba cómo el hielo retumbaba y crujía misteriosamente más adelante bajo la capa de nieve, y mientras escuchaba también los gritos de los jugadores de hockey, el traqueteo de un camión cargado de madera que cruzaba el puente rumbo a U. S. Gypsum en Lisbon Falls, el murmullo de la conversación de los adultos. Se sentía muy feliz de estar vivo en ese frío y hermoso día de invierno. No tenía ningún problema, nada lo inquietaba, no deseaba nada... excepto poder patinar hacia atrás como Timmy Benedix. Pasó patinando junto al fuego y vio que dos o tres de los adultos hacían circular una botella de licor.
    –¡Dame un trago! –le gritó a Chuck Spier, que estaba abrigado con una gruesa camisa de leñador y unos pantalones de franela verde para la nieve.
    Chuck le sonrió.
    –Lárgate de aquí, mocoso. Oigo que tu madre te está llamando.
    Johnny Smith, el crío de seis años, también sonrió y se alejó patinando. Y vio que Timmy Benedix en persona se acercaba cuesta abajo, seguido por su padre, por el lado de la pista que correspondía a la carretera.
    –¡Timmy! –exclamó–. ¡Mira esto!.
    Se volvió y empezó a patinar desmañadamente hacia atrás. Sin darse cuenta de ello, se estaba introduciendo en la pista de hockey.
    –¡Eh, renacuajo! –gritó alguien–. ¡Quítate de en medio!.
    Johnny no lo oyó. ¡Lo estaba logrando! ¡Patinaba hacia atrás! Había encontrado el ritmo... repentinamente. Consistía en una especie de balanceo de las piernas...
    Bajó la vista, fascinado, para observar lo que hacían sus piernas.
    El disco de hockey de los niños mayores, viejo y maltrecho y lleno de muescas en los bordes, pasó zumbando junto a él, sin dejarse ver. Uno de los jugadores, que no era un gran patinador, lo estaba siguiendo con una arremetida ciega, frontal.
    Chuck Spier previó lo que iba a ocurrir. Se puso en pie y vociferó:
    –¡Johnny! ¡Cuidado!
    John levantó la cabeza ...y a continuación el mal patinador lo embistió a toda velocidad, con sus ochenta kilos.
    Johnny salió despedido, con los brazos estirados. Una fracción de segundo después su cabeza golpeó contra el hielo y se sumergió en una bruma negra.
    Bruma negra... hielo negro... bruma negra... hielo negro... negro. Negro.
    Le dijeron que se había desvanecido. De lo único que estaba realmente seguro era de que se le había ocurrido esa extraña idea reiterativa y de que súbitamente había visto un círculo de caras inclinadas sobre él... jugadores de hockey asustados, adultos preocupados, críos curiosos. Timmy Benedix sonreía con una mueca burlona.
    Chuck Spier lo estaba sosteniendo.
    –Hielo negro. Negro.
    –¿Qué dices? –preguntó Chuck–. Johnny... ¿te encuentras bien? Te diste un porrazo tremendo.
    –Negro –respondió Johnny con voz gutural–. Hielo negro. No volveré a saltarlo, Chuck.
    Chuck miró en torno, un poco asustado, y después nuevamente en dirección a Johnny. Palpó el bulto que se estaba formando sobre la frente del niño.
    –Lo siento –dijo el jugador torpe–. Ni siquiera lo vi. Los críos tienen prohibida la entrada en la pista. Así lo estipulan las reglas–.Paseó su mirada insegura sobre quienes lo rodeaban, buscando apoyo.
    –Johnny? –insistió Chuck. No le gustaba la expresión de los ojos de Johnny. Oscuros y lejanos, distantes y fríos–. ¿Te encuentras bien?
    –No volveré a saltarlo –contestó Johnny, sin tener conciencia de lo que decía, pensando sólo en el hielo... el hielo negro–. La explosión. El ácido.
    –¿Crees que debemos llevarlo al médico? –le preguntó Chuck a Bill Gendron–. No sabe lo que dice.
    –Dale un minuto para que se reponga –aconsejó Bill.
    Le dieron un minuto, y a Johnny se le despejaron las ideas.
    –Estoy bien –murmuró–. Dejen que me levante.
    Timmy Benedix seguía ostentando su mueca burlona, el muy maldito. Johnny resolvió darle una lección. Antes del fin de semana daría vueltas patinando alrededor de Timmy... hacia atrás y adelante.
    –Ven a sentarte un rato junto al fuego –dijo Chuck–. Te diste un porrazo tremendo.
    Johnny se dejó guiar hasta la fogata. El olor del caucho derretido era fuerte y penetrante, y le revolvió un poco el estómago. Le dolía la cabeza. Tanteó con curiosidad el chichón que teníasobre el ojo izquierdo. Le pareció que la protuberancia medía un kilómetro de altura.

    –¿Recuerdas quién eres y todo lo demás? –inquirió Bill.
    –Sí. Claro que sí. Estoy bien.
    –¿Cómo se llaman tu padre y tu madre?
    –Herb y Vera. Herb y Vera Smith.
    Bill y Chuck intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.
    –Creo que se encuentra bien –comentó Chuck, y entonces repitió, por tercera vez–: Pero recibió un porrazo tremendo, ¿no es cierto? Qué barbaridad.
    –Así son los críos manifestó Bill. Miró con ternura a sus mellizas de ocho años, que patinaban cogidas de la mano, y después otra vez a Johnny–. Si hubiera sido un adulto, probablemente el golpe le habría matado.
    –No si hubiera sido polaco –replicó Chuck, y los dos se ,echaron a reír. La botella de Bushmill empezó a circular nuevamente.
    Diez minutos más tarde Johnny estaba de vuelta en el hielo. El dolor de cabeza ya había empezado a amainar y el chichón resaltaba sobre su frente como una extraña marca grabada a fuego. Cuando volvió a su casa para almorzar, la alegría de haber aprendido a patinar hacia atrás le había hecho olvidar la caída y el desvanecimiento.
    –¡Válgame Dios! ––exclamó Vera Smith cuando le vio,. ¿Cómo te has hecho eso?
    –Me caí –respondió Johnny, y comenzó a sorber su sopa de tomate Campbell's.
    –¿Te sientes bien, John? –preguntó su madre, palpándole delicadamente.
    –Por supuesto, mamá.
    Y eso era cierto... si se exceptuaban las pesadillas esporádicas que tuvo durante más o menos un mes; las pesadillas y la propensión a experimentar de cuando en cuando una fuerte modorra a determinadas horas del día en que nunca había estado somnoliento antes. Y esto cesó aproximadamente cuando cesaron las pesadillas.
    Estaba en perfectas condiciones.
    A mediados de febrero, Chuck Spier se levantó una mañana y descubrió que la batería de su viejo De Soto modelo 48 estaba descargada. Trató de cargarla con el camión de su granja. Cuando estaba ciñendo la segunda grapa a la batería del De Soto, ésta le estalló en la cara, salpicándosela con esquirlas y ácido corrosivo. Chuck perdió un ojo. Vera comentó que sólo por la gracia divina no había perdido los dos. Johnny pensó que se trataba de una tragedia atroz y acompañó a su padre cuando éste fue a visitar a Chuck en el Lewiston General Hospital, una semana después del accidente. Johnny experimentó una fuerte emoción cuando vio al corpulento Chuck postrado en la cama del hospital, con un aspecto extrañamente consumido y enjuto... y esa noche soñó que era él quien estaba postrado allí.
    De vez en cuando, en los años subsiguientes, Johnny tuvo algunas premoniciones –sabía cuál sería el próximo disco que propalaría la radio antes de que el disc jockey lo pusiera y cosas por el estilo– pero nunca las asoció con el accidente que había sufrido en el hielo. Para entonces ya lo había olvidado.
    Y las premoniciones no eran nunca muy asombrosas, ni tampoco muy frecuentes. Nada muy sorprendente ocurrió hasta la noche de la feria del condado y de la máscara. Antes del segundo accidente.
    Más tarde pensó en eso a menudo.
    El episodio de la Rueda de la Fortuna se produjo antes del segundo accidente.
    Como una advertencia de su propia infancia.

2.
    Durante aquel verano de 1955 el viajante de comercio recorrió incansablemente Nebraska y Iowa de un lado a otro bajo el sol quemante. Iba al volante de un Mercury sedán modelo 53 que ya había recorrido más de cien mil kilómetros. Las válvulas del Mercury empezaban a producir un marcado resuello. El viajante era un hombre robusto que aún tenía el aspecto de un muchacho del Medio Oeste alimentado con maíz y, en aquel verano de 1955, sólo cuatro meses después de la quiebra de su empresa de pintura de casas, situada en Omaha, Greg Stillson tenía apenas veintidós años.
    El maletero y el asiento posterior del Mercury estaban repletos de cajas, y las cajas estaban repletas de libros. La mayoría de éstos eran ejemplares de la Biblia. Los había de todas las formas y tamaños. El producto básico era la American Truth Way Bible, ilustrada con dieciséis láminas a color, pegada con cola de aviación, a un dólar sesenta y nueve, capaz de resistir por lo menos diez meses sin desencuadernarse; luego había un libro de bolsillo más humilde, el American Truth Way New Testament, a sesenta y cinco centavos, sin láminas a color pero con las palabras de Nuestro Señor Jesucristo impresas en rojo; y para los grandes despilfarradores llevaba la. American Truth Way De Luxe Word of God, a diecinueve dólares noventa y cinco, encuadernada en una imitación de cuero blanco, con un vale para grabar en oro el nombre del propietario de la cubierta, veinticuatro láminas a color, y una sección en el medio para anotar nacimientos, bodas y defunciones. Y la De Luxe Word of God duraba hasta dos años sin desencuadernarse. También había una caja de libros en rústica titulados America the Truth Way: The Communist Jewish Conspiracy Against Our United States, o sea «la conspiración judeo-comunista contra nuestros Estados Unidos».
    Greg ganaba más con este libro de bolsillo, impreso en papel muy económico, que con todas las Biblias. Su texto explicaba detalladamente cómo los Rothschild, los Roosevelt y los Greenblatt se estaban apoderando de la economía y el gobierno norteamericanos. Contenía gráficos que demostraban que los judíos estaban directamente asociados con el eje comunista-marxista-leninista-trotskista y, a través de éste, con el Anticristo en persona.
    No hacía mucho que había terminado la era del maccarthysmo en Washington. La estrella de Joe McCarthy aún no había llegado a su ocaso en el Medio Oeste y a Margaret Chase Smith de Maine la llamaban «la perra» por su famosa Declaración de Conciencia. La clientela rural y agrícola de Greg Stillson parecía tener un interés morboso no sólo en elmaterial sobre el comunismo sino también en la idea de que los judíos dominaban el mundo.
    En ese momento Greg giró por el polvoriento camino particular de una granja situada a unos treinta kilómetros al oeste de Ames, en Iowa. Tenía aspecto de estar desierta, clausurada –con las persianas bajas y las puertas del granero cerradas– pero no podías estar seguro de nada si no probabas antes. Este lema le había dado buenos resultados a Greg Stillson en los aproximadamente dos años transcurridos desde que él y su madre se habían mudado de Oklahoma a Omaha. El negocio de la pintura de casas no había sido muy lucrativo, pero él había necesitado quitarse por un tiempo de la boca el sabor de Jesús, con perdón de la pequeña blasfemia. Sin embargo ahora volvía al terruño, aunque esta vez no como predicador u organizador de ceremonias evangélicas primitivas, y le consolaba un poco el hecho de haber dejado por fin las milagrerías.
    Abrió la portezuela del auto y cuando pisó el polvo del camino particular vio salir del granero un amenazador perrazo de campo, con las orejas gachas. Soltó una andanada de ladridos.
    –Hola, chucho –dijo Greg por lo bajo, con voz grata pero sonora. A los veintidós años ya tenía la voz de un experto hipnotizador de multitudes.
    El perro no respondió a la cordialidad de su voz. Siguió avanzando, descomunal y torvo, con la idea fija de almorzarse a un viajante de comercio. Greg volvió a sentarse en el auto, cerró la portezuela, y pulsó dos veces el claxon. El sudor le chorreaba por la cara y hacía virar el traje de hilo blanco a un color gris oscuro en las manchas circulares de las axilas y en el árbol ramificado que le trepaba por la espalda. Volvió a pulsar el claxon pero no obtuvo respuesta. Los palurdos habían montado en su International Harvester o en su Studebaker y se habían ido a la ciudad.
    Greg sonrió.
    En lugar de poner la marcha atrás y retroceder por el camino particular, tanteó el asiento posterior y empuñó un pulverizador de insecticida... que no estaba cargado con Flit sino con amoníaco.
    Greg tiró del émbolo y se apeó nuevamente, sonriendo mansamente.
    El perro, que se había sentado, volvió a alzarse inmediatamente y avanzó hacia él, gruñendo.
    Greg no dejó de sonreír.
    –Así me gusta, chucho –dijo, con su voz grata, sonora–. Ven aquí. Ven a buscar lo que te corresponde.
    Odiaba a esos feos perros campesinos que se enseñoreaban sobre sus parcelas de patio como pequeños Césares arrogantes. Eran el reflejo de sus amos.
    –Maldito atajo de patanes –siseó entre dientes. Seguía sonriendo–. Ven, perrito.
    El perro se acercó. Se tensó sobre las patas traseras, listo para precipitarse sobre él. Una vaca mugió en el establo y el viento susurró dulcemente en el maizal. Cuando el animal se abalanzó, la sonrisa de Greg se trocó en una mueca dura y cruel. Empujó el émbolo del pulverizador y roció los ojos y el hocico del perro con una nube abrasadora de gotitas de amoníaco.
    Los ladridos coléricos se transformaron enseguida en breves gemidos de dolor, y después, cuando la causticidad del amoníaco hizo sentir realmente sus efectos, en aullidos desgarradores. Inmediatamente dio media vuelta. Ya no era un perro guardián sino sólo un chucho derrotado.
    Las facciones de Greg Stillson se habían ensombrecido. Sus ojos se habían reducido a grotescas ranuras. Se adelantó rápidamente y descargó un fuerte puntapié contra las ancas del perro con uno de sus fuertes zapatos. El animal soltó un gañido ululante y, azuzado por el dolor y el miedo, selló su propia perdición al volverse nuevamente para enfrentar al responsable del infortunio, en lugar de correr a ocultarse en el granero.
    Embistió ciegamente, con un gruñido, mordió el bajo de la pernera derecha de los pantalones de hilo blanco de Greg, y lo desgarró
    –¡Hijo de puta! –exclamó Greg, furioso y sorprendido, y pateó nuevamente al perro, esta vez con la fuerza necesaria para hacerlo rodar por el polvo. Avanzó de nuevo hacia el animal y le asestó otro puntapié, sin dejar de vociferar. Entonces el perro, con los ojos lacrimosos y el hocico afiebrado, con una costilla fracturada y otra dislocada, comprendió que corría peligro en presencia de ese loco. Pero ya era demasiado tarde.
    Greg Stillson lo persiguió por el patio polvoriento de la granja, resollando y gritando, con las mejillas empapadas en sudor, y siguió pateándolo hasta que el animal quejumbroso apenas pudo arrastrarse por la tierra. Perdía sangre por media docena de heridas. Estaba agonizando.
    –No deberías haberme mordido –susurró Greg–. ¿Me oyes? ¿Me oyes? No deberías haberme mordido, perro de mierda. Nadie se cruza en mi camino. ¿Me oyes? Nadie.
    Le asestó otra patada con la puntera ensangrentada del zapato, pero el animal apenas pudo emitir un gorgoteo ahogado. No era algo que pudiera darle mucha satisfacción. A Greg le dolía la cabeza. Era el sol. La carrera bajo el sol en pos del perro. Podría considerarse afortunado si no se desmayaba.
    Cerró un momento los ojos, respirando rápidamente. Las gotas de transpiración le chorreaban por la cara como lágrimas y se anidaban como gemas en su cabello cortado en cepillo, en tanto el perro descalabrado agonizaba a sus pies. Unas motas de luz coloreada, que palpitaban al ritmo de los latidos de su corazón, flotaban en la oscuridad detrás de sus párpados.
    Le dolía la cabeza.
    A veces se preguntaba si estaba enloqueciendo. Como en ese trance. Había querido arrojarle al perro una nube de amoníaco con el pulverizador y ahuyentarlo hacia el granero para poder dejar su tarjeta de visita en la rendija de la puerta mosquitera. Habría vuelto en otra oportunidad y habría hecho una venta. ¿Y ahora? Había que ver ese estropicio. Desde luego, no podía dejar la tarjeta.
    Abrió los ojos. El perro yacía a sus pies, jadeando aceleradamente, perdiendo sangre por el morro. Cuando Greg Stillsonbajó la mirada, le lamió humildemente el zapato, como si quisiera confesar su derrota, y después siguió muriendo pocoa poco.
    –No deberías haberme desgarrado los pantalones –le dijo–. Me costaron cinco dólares, perro de mierda.
    Tenía que irse de allí. No lo pasaría bien si Clem Destripaterrones y su esposa y sus seis críos volvían ahora de la ciudad en el Studebaker y encontraban a Fido exhalando su último suspiro en presencia del viejo y abyecto viajante.
    Perdería su empleo. La American Truth Way Company no contrataba vendedores que mataban perros de amos cristianos.
    Greg volvió al Mercury, con una risita nerviosa, montó en el coche y salió rápidamente del camino interior, en marcha atrás. Giró hacia el este por la carretera polvorienta que atravesaba el maizal, recta como un cordel, y pronto estaba avanzando a cien por hora, dejando una estela de polvo de tres kilómetros de longitud.
    Ciertamente no quería perder su empleo. Aún no. Embolsaba mucho dinero: a las actividades que conocía la American Truth Way Company Greg había sumado algunas otras, propias, de las que la firma no tenía noticia. Ahora estaba prosperando. Además, sus viajes le daban la oportunidad de conocer a mucha gente... a muchas chicas. Era una buena vida, pero...
    Pero no estaba satisfecho.
    Siguió conduciendo, con la cabeza palpitante. No, sencillamente no estaba satisfecho. Intuía que estaba predestinado para algo más portentoso que deambular en auto por el Medio Oeste y vender Biblias y adulterar los formularios de comisiones con el fin de ganar dos dólares más por día. Intuía que estaba predestinado para... para...
    Para la grandeza.
    Sí, se trataba de eso, claro que se trataba de eso. Hacía unas pocas semanas se había tirado a una chica en el pajar, mientras sus padres estaban en Davenport vendiendo un cargamento de gallinas, y ella había empezado por preguntarle si quería un vaso de limonada y una cosa había llevado a otra, y después de haberla poseído ella había dicho que casi era como si la hubiera montado un cura y él la había abofeteado, sin saber por qué. La había abofeteado y después se había ido.
    Bueno, no.
    En realidad, la había abofeteado tres o cuatro veces. Hasta que ella había gritado y chillado pidiendo auxilio y entonces él se había controlado y de alguna manera –había tenido que emplear hasta la última pizca de seducción que le había dado Dios– había hecho las paces con ella. Entonces también le había dolido la cabeza, y las motas pulsátiles de luz se habían disparado y habían danzado en su campo visual, y había tratado de decirse que eso era efecto del calor, del calor explosivo del pajar, pero no era sólo el calor el que le hacía doler. la cabeza. Era lo mismo que había sentido en el patio cuando el perro le había desgarrado los pantalones: algo oscuro y demencial.
    –No estoy loco –dijo en voz alta, en el coche. Bajó rápidamente el cristal de la ventanilla y dejó entrar el calor del verano y el olor del polvo y el maíz y el estiércol. Encendió la radio, elevó el volumen y sintonizó una canción de Patti Page. Su jaqueca amainó un poco.
    Todo era cuestión de controlarse y... y de no ensuciar su expediente. Así, no podían fastidiarte. Y él se estaba especializando en lo uno y lo otro. Ya no soñaba tan a menudo con su padre, esos sueños en que su padre se erguía sobre él con el casco echado hacia atrás, rugiendo: «¡No sirves para nada, enano! ¡No sirves para una mierda!.
    Los sueños no se repetían con tanta frecuencia porque sencillamente no respondían a la realidad. Ya no era un enano. Claro que en su infancia había estado enfermo muchas veces, que había sido enclenque, pero después había crecido; mantenía a su madre...
    Y su padre había muerto. Su padre no podía verle. Él no podía hacerle tragar sus palabras porque había muerto en la explosión de una torre de petróleo y estaba muerto y a Greg le habría gustado desenterrarlo una vez, una sola vez, y gritarle en su cara putrefacta: ¡Te equivocaste, papá, te equivocaste conmigo!, para asestarle luego un buen puntapié como...
    Como el que le había asestado al perro.
    El dolor de cabeza había vuelto, pero iba disminuyendo.
    –No estoy loco –repitió por debajo del ruido de la música. Su madre le había dicho a menudo que estaba predestinado para algo grande, para algo extraordinario, y Greg la creía.
    Bastaría con que controlara sus actos, como el de abofetear a la chica o patear al perro, y no ensuciara su expediente.
    Cualquiera que fuese su grandeza, la reconocería cuando se le presentara. Se sentía muy seguro de ello.
    Volvió a pensar en el perro, y esta vez la evocación le hizo esbozar una sonrisa, totalmente desprovista de humor o compasión.
    Su grandeza estaba en gestación. Tal vez tardaría años en materializarse... él era joven, por supuesto, y no había nada de malo en el hecho de ser joven con tal de que entendiera que no podía tenerlo todo al mismo tiempo. Con tal de que creyera que lo conseguiría al fin. Y lo creía.
    Y que Dios y Su Hijo Jesús se apiadaran de cualquiera que se cruzase en su camino.
    Greg Stillson asomó por la ventanilla un codo bronceado por el sol y empezó a silbar al compás de la radio. Apretó el pedal del acelerador, aumentó la velocidad del viejo Mercury a ciento cinco, y enfiló por la recta carretera rural de Iowa hacia lo que le deparaba el futuro.

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