Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Stephen King
Cementerio de animales
(Víctor Pascow de visita)
16
Algo le despertó mucho después. Fue un golpe lo bastante fuerte como para que él se incorporara en la cama pensando si Ellie se habría caído o si se habría desmontado la cuna de Gage. Entonces salió la luna de detrás de una nube, inundando la habitación de una luz fría y pálida, y Louis vio a Víctor Pascow en la puerta. El golpe lo había dado Víctor Pascow al abrir la puerta.
Allí estaba, con la cabeza hundida detrás de la sien izquierda. La sangre se le había secado en la cara dejándole unas rayas moradas que recordaban la pintura de guerra de los indios. Se le veía la protuberancia blanquecina de la clavícula. Estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Venga conmigo, doctor —dijo—. Tenemos que ir a un sitio.
Louis miró enderredor. Su mujer no era más que un bulto impreciso bajo el edredón amarillo, y dormía. Volvió a mirar a Pascow, que estaba muerto y no muerto. Sin embargo, Louis no tenía miedo. Enseguida comprendió por qué. «Es un sueño —pensó. Y el alivio que este pensamiento le produjo le hizo darse cuenta de que sí había tenido miedo al fin y al cabo—. Los muertos no vuelven; fisiológicamente es imposible. Este muchacho está en un cajón frigorífico de Bangor con la marca del patólogo —una costura en forma de Y— en la espalda. Probablemente, el patólogo le habrá metido el cerebro en la cavidad torácica, después de extraer una muestra del tejido para análisis y le habrá rellenado el cráneo de papel marrón para que no gotee —eso es mucho más fácil que tratar de colocar el cerebro otra vez en su sitio, como si fuera una pieza de puzzle.» El tío Carl, padre de la infortunada Ruthie, le había contado que los patólogos hacían eso, y le había contado otras muchas cosas que probablemente harían gritar de horror a Rachel, con su necrofobia. Pero Pascow no podía estar aquí. Ni hablar, amigo. Pascow estaba en un cajón frigorífico con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie. «Y tampoco tendrá puestos esos "shorts" colorados.»
No obstante, sentía el impulso de levantarse. Los ojos de Pascow estaban fijos en él.
Louis apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo, regalo de boda de la abuela de Rachel. Las borlas se le hundieron en los talones. Aquel sueño era muy real. Tan real que Louis no siguió a Pascow hasta que éste dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras. El impulso de seguirle era fuerte, pero Louis no quería que un cadáver ambulante le tocara, ni siquiera en sueños.
Pero se fue tras él. Brillaba la seda de los "shorts" colorados.
Cruzaron la sala de estar, el comedor y la cocina. Louis esperaba que Pascow descorriera el pestillo e hiciera girar el picaporte de la puerta que comunicaba la cocina con el cobertizo que hacía las veces de garaje para la furgoneta y el Civic, pero Pascow atravesó la puerta sin abrirla. Louis pensó entonces con un leve asombro: «¿Conque así es como hay que hacerlo? Sencillísimo. Eso lo hace cualquiera.»
Él lo intentó —y le produjo cierto regocijo chocar con la dura madera. Evidentemente, él era un realista incluso cuando estaba soñando. Louis hizo girar el cerrojo Yale, descorrió el pestillo y entró en el garaje. Pascow no estaba. Louis se preguntó si su visitante habría dejado de existir. Eso acostumbraban hacer los personajes de los sueños. Con la misma facilidad con que uno cambiaba de escenario. Tanto estabas desnudo al lado de una piscina con una erección de campeonato, hablando de la posibilidad de hacer un intercambio de parejas con Roger y Missy Dandridge, por ejemplo, como escalando un volcán hawaiano. Quizá había perdido a Pascow porque ahora iba a empezar el segundo acto.
Pero cuando Louis salió del garaje, volvió a verle. Estaba de pie, en la embocadura del sendero, iluminado por la luna.
Entonces sintió miedo. Se le metía por todos los huecos del cuerpo y los llenaba de un humo sucio. Louis no quería ir allí arriba. Se detuvo.
Pascow miró por encima del hombro. A la luz de la luna, sus ojos parecían de plata. Louis sintió un nudo de angustia en el vientre. Aquel hueso que sobresalía, aquellas manchas de sangre coagulada… Pero era inútil tratar de resistirse a aquellos ojos. Por lo visto, se trataba de un sueño sobre la hipnosis… sobre lo que era sentirse dominado e incapaz de evitar las cosas, como fue incapaz de evitar la muerte de Pascow. Ya puedes haber estudiado veinte años, que si te ponen delante a un tipo con un boquete como aquél en la cabeza, de nada te sirven. Para el caso, lo mismo habría sido llamar a un fontanero, a un zahorí o a Perico de los Palotes.
Pero mientras pensaba en estas cosas ya iba hacia el sendero, siguiendo los "shorts" que, con aquella luz, parecían tan morados como la sangre de la cara de Pascow.
A Louis no le gustaba el sueño aquel. Quiá. Era demasiado real. Las borlas de la alfombrilla, el no haber podido traspasar la puerta. En un sueño como es debido, cualquiera puede filtrarse por puertas y paredes (o debería poder)… y ahora sentía el rocío helado en los pies y la brisa de la noche en el cuerpo, desnudo salvo por los "shorts" del pijama. Y, cuando llegaron a los árboles, las agujas de los pinos se le clavaban en las plantas de los pies. Otro detalle que resultaba más real de lo necesario.
«No importa. No importa. Estoy en casa y en la cama. No es más que un sueño, por muy real que parezca, y, como todos los sueños, mañana parecerá ridículo. Despierto, descubriré sus incongruencias.»
Una ramita le arañó en el bíceps y Louis hizo una mueca de dolor. Allí delante, Pascow no era más que una sombra, y ahora el terror de Louis parecía haber cristalizado dentro de su cabeza en estas palabras: «Voy al bosque detrás de un muerto, voy a Pet Sematary andando detrás de un muerto, y no es un sueño. Que Dios me proteja, no es un sueño. Esto está pasando de verdad.»
Bajaron por el otro lado de la colina. El sendero serpenteaba entre los árboles y luego cruzaba la espesura. Ahora no llevaba botas. Sintió una fría jalea bajo los pies y tenía que avanzar sujetándose a las ramas para no resbalar. Se oían desagradables chasquidos como de ventosas. Sentía el lodo entre los dedos de los pies, separándoselos.
Trató desesperadamente de aferrarse a la idea de que todo era un sueño.
No cuajaba.
Llegaron al claro y la luna volvió a salir de su arrecife de nubes, inundando el cementerio de una claridad fantasmal. Las estelas —pedazos de madera y de hojalata cortada con las tenazas de papá y luego aplastada con el martillo, losas melladas de pizarra— se destacaban con claridad tridimensional, proyectando sombras negras y nítidas.
Pascow se detuvo junto a SMUCKY GATO OVEDIENTE y miró a Louis. El horror, el terror que sentía entonces… Le parecía que estos sentimientos seguirían creciendo y creciendo hasta que su cuerpo reventara por efecto de su presión implacable. Pascow le sonreía con sus labios ensangrentados enseñando los dientes, y su sano color bronceado adquiría a la luz de la luna el tono marfileño del cadáver que va a ser amortajado.
Pascow levantó el brazo señalando. Louis siguió con la mirada la dirección que le indicaba y lanzó un gemido. Sus ojos se dilataron y se apretó los labios con los nudillos. Sintió algo frío en la cara y se dio cuenta de que estaba llorando de terror.
El montón de troncos del que Jud hiciera bajar a Ellie tan alarmado, se había convertido en un montón de huesos. Y los huesos se movían, retorcían y entrechocaban: mandíbulas, fémures, cúbitos, molares, incisivos; vio las sardónicas calaveras de seres humanos y animales, falanges que tintineaban. Aquí, los restos de un pie flexionaban sus pálidas articulaciones…
Ah, y se movía; estaba reptando.
Pascow venía ahora hacia él, con su cara ensangrentada, sombría a la luz de la luna, y el último vestigio de pensamiento coherente de Louis acabó de diluirse en una idea repetitiva: «Tienes que gritar para despertarte, aunque asustes a Rachel, a Ellie, a Gage y a todo el vecindario, tienes que gritar para despertarte gritargritargritarparadespertartedespertartedespertarte…»
Pero no le salía más que un tenue soplo de aire, como el sonido que hace el niño que trata de aprender a silbar.
Pascow se acercó y empezó a hablar.
—La puerta no debe abrirse —dijo Pascow. Se inclinaba para hablarle, porque Louis había caído de rodillas. Ya no le sonreía de oreja a oreja. Había en su cara una expresión que en un principio Louis tomó por compasión. Pero no era compasión, sino una horrible paciencia. Señaló al montón de huesos que rebullían—. No traspase la barrera, por mucho que lo desee, doctor. La barrera se levantó para ser respetada. Recuerde esto: aquí hay una fuerza superior a lo que usted imagina. Es una fuerza vieja y siempre inquieta. Recuérdelo.
Louis volvió a tratar de gritar, y no pudo.
—Vengo como amigo —dijo Pascow; pero, ¿dijo realmente "amigo"? Louis creía que no. Era como si Pascow hablara en una lengua extranjera que Louis interpretaba gracias a una magia especial de los sueños…, y "amigo" era el equivalente más aproximado que podía hallar la atribulada mente de Louis—. Usted y aquellos a los que ama están expuestos a la destrucción, doctor. —Estaba lo bastante cerca como para que Louis notara su olor a muerte.
Pascow extendía el brazo hacia él.
Y aquel leve y alucinante entrechocar de huesos.
Louis se echaba hacia atrás, en su afán por rehuir aquella mano. Su propia mano tropezó con una estela derribándola. El rostro de Pascow, inclinado sobre él, llenaba todo su campo visual.
—Doctor, recuérdelo.
Louis trató de gritar, y el mundo se borró de su vista dando vueltas, pero seguía oyendo el repiqueteo de huesos en la cripta de la noche iluminada por la luna.
17
Una persona normal tarda siete minutos en dormirse; pero, según la "Fisiología humana" de Hand, la misma persona tarda entre quince y veinte minutos en despertar. Al parecer, el sueño es un lago del que cuesta más salir que entrar. El ser humano despierta por etapas, pasando del sueño profundo al sueño ligero y a ese estado llamado «duermevela» en el que la persona oye sonidos y hasta contesta a preguntas que después no recuerda, salvo, si acaso, como un sueño.
Louis oía el castañeteo de huesos, pero el sonido se hacía más metálico y agudo por momentos. Un golpe. Un grito. Más sonidos metálicos… ¿Algo que rodaba? «Claro —convino su aletargado cerebro—. Los huesos, rodando.»
Louis oyó la voz de su hija:
—¡Toma, Gage! ¡Toma!
Siguió un gorgorito de alegría de Gage, y entonces Louis abrió los ojos y vio el techo de su habitación.
Se quedó muy quieto, dejándose inundar por la realidad, la estupenda realidad, la bendita realidad.
Todo, un sueño. Espantoso y vivido, pero sueño. Sólo un fósil del subconsciente.
Volvió a oír el sonido metálico. Era un cochecito de juguete de Gage que corría por el pasillo de arriba.
—¡Toma, Gage!
—¡Toma! —gritó Gage—. ¡Toma-toma-toma!
Pumba-pumba-pumba. Los pies descalzos de Gage batían la alfombra. Los niños reían por lo bajo.
Louis miró a su derecha. Rachel ya se había levantado. La cama estaba abierta. El sol brillaba ya muy alto. Louis miró el reloj y vio que eran casi las ocho. Rachel le había dejado dormir… probablemente a propósito.
Normalmente, ello le hubiera irritado, pero no esta mañana. Respiró profundamente, satisfecho por el momento con estar allí, con aquel sol que entraba por la ventana, palpando la inconfundible textura del mundo real. Motas de polvo bailaban en aquel rayo de sol.
—¡El! —gritó Rachel desde abajo—. Ya es hora de que bajes, recojas tu bocadillo y salgas a esperar el autobús.
—Voy, mamá. —Las pisadas de la niña, más fuertes—. Toma tu coche, Gage. Yo tengo que ir a la escuela.
Gage se puso a chillar, indignado. Sus protestas eran enmarañadas. —Las únicas palabras que se distinguían eran: "Gage, coche, toma y Ellie, bus"—. Pero el mensaje estaba bien claro: Ellie debía quedarse, el colegio podía irse a la porra por un día.
Otra vez la voz de Rachel:
—El, despierta a papá antes de bajar.
Entró Ellie, con el pelo recogido en una cola de caballo y su vestido rojo.
—Estoy despierto, cariño —dijo él—. Anda al autobús.
—Sí, papá. —La niña se acercó, le dio un beso en la áspera mejilla y salió corriendo hacia la escalera.
El sueño empezaba a diluirse, a perder coherencia. Magnífico.
—¡Gage! —gritó Louis—. ¡Un beso a papá!
Gage hizo caso omiso. Bajaba la escalera detrás de Ellie tanaprisa como podía, chillando a voz en cuello:
—¡Toma! ¡Toma! ¡TOMA!
Louis apenas alcanzó a entrever la figura rechoncha del niño que sólo llevaba el pañal y las braguitas de plástico.
—¿Estás despierto, Louis? —gritó Rachel desde abajo.
—Sí —dijo Louis sentándose en la cama.
—¡Ya te lo he dicho! —gritó Ellie—. Me voy. ¡Adiós! —Un portazo y un berrido de indignación de Gage subrayaron estas palabras.
—¿Un huevo o dos? —preguntó Rachel.
Louis apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo y ya iba a responder que nada de huevos, sólo un tazón de cereales antes de salir corriendo…, cuando las palabras se le ahogaron en la garganta.
Tenía los pies sucios de tierra y agujas de pino.
El corazón le hizo una pirueta de saltimbanqui. Con un movimiento brusco, los ojos desorbitados y los dientes clavados en una lengua insensible, Louis arrancó la sábana de encima de un puntapié. La parte baja de la cama estaba sembrada de agujas de pino y las sábanas, manchadas de barro.
—¿Louis?
Entonces vio que también tenía agujas de pino en las rodillas. De pronto, se miró el brazo derecho. Vio un arañazo reciente en el bíceps, exactamente donde se le clavara la rama… en el sueño.
«Voy a gritar. Me lo noto.»
El grito retumbaba en su interior, como la detonación del frío proyectil del miedo. Su realidad se tambaleaba: la verdadera realidad eran las agujas de pino, el barro de las sábanas, la herida del brazo.
«Voy a gritar, y luego me volveré loco y ya no tendré que preocuparme más.»
—¿Louis? —Rachel estaba subiendo la escalera—. Louis, ¿te has dormido otra vez?
Durante dos o tres segundos, trató de sobreponerse haciendo un esfuerzo, al igual que cuando se organizó aquel barullo en el Centro Médico, poco después de que llevaran a Pascow en la manta, moribundo. Lo consiguió. Le ayudó el afán de impedir que ella le viera en aquel estado, con los pies cubiertos de barro, la ropa de la cama amontonada en el suelo y aquella sábana enlodada.
—Estoy despierto —gritó jovialmente. Le sangraba la lengua, del mordisco que se había dado. Tenía un remolino de ideas en la cabeza y, en el fondo de su mente, lejos de donde se desarrollaba la acción del raciocinio, se preguntaba si habría estado siempre tan próximo a aquella irracionalidad desaforada. Si lo estábamos todos.
—¿Un huevo o dos? —Rachel se había parado en el segundo o tercer peldaño. Gracias a Dios.
—Dos —respondió él casi sin darse cuenta—. Revueltos.
—Así se habla —dijo ella, volviendo a la cocina.
Louis cerró un momento los ojos y respiró aliviado, pero en la oscuridad volvió a ver los ojos plateados de Pascow y volvió a abrirlos inmediatamente. Louis empezó a moverse con rapidez, desterrando todo pensamiento. Quitó las sábanas. Las mantas estaban bien. Hizo un ovillo con las sábanas, salió al pasillo y las arrojó por la trampilla de la ropa sucia.
Casi corriendo, entró en el baño, conectó la ducha manual y se limpió pies y piernas con un agua que casi le escaldó, pero él ni se preocupó de graduar la temperatura.
Empezaba a sentirse mejor, más sereno. Mientras se secaba, le asaltó la idea de que aquella misma sensación debían de experimentar los asesinos cuando creían haberse librado de todas las pruebas comprometedoras. Se echó a reír. Siguió secándose y riendo. Parecía no poder parar.
—¡Eh, el de ahí arriba! —gritó Rachel—. ¿Qué es eso tan divertido?
—Un chiste muy personal —contestó Louis sin dejar de reír. Estaba asustado, pero el miedo no le quitaba la risa. Era una risa que nacía de un vientre más duro que los ladrillos de una pared. Sí; había estado acertado al tirar las sábanas por la trampilla. Missy Dandridge venía cinco días a la semana a pasar el aspirador, limpiar y… hacer la colada. Rachel no vería aquellas sábanas hasta que las pusiera otra vez en la cama… limpias. Era posible que Missy comentara lo de las manchas a Rachel, pero él no lo creía. Probablemente, la buena mujer cuchichearía a su marido que los Creed hacían en la cama cosas muy extrañas con barro y agujas de pino, en lugar de pinturas corporales.
Esta idea hizo que Louis riera aún más fuerte.
Mientras se vestía, la risa fue apagándose hasta extinguirse por completo y Louis se sintió un poco mejor. No comprendía por qué, pero así era. Ahora la habitación volvía a estar normal, aunque sin las sábanas. Se había librado del veneno. Tal vez la palabra adecuada fuera «pruebas», pero para él era un veneno.
«Tal vez esto sea lo que hace la gente con lo inexplicable —pensó—. Tal vez esto haga la gente con lo irracional que no encaja con el principio de causas y efectos que rige el mundo occidental.» Tal vez así afrontaba la mente el platillo volante que ves una mañana suspendido en el aire encima de tu jardín de atrás, la lluvia de ranas, la mano que sale de debajo de la cama y te toca el pie a medianoche: una crisis de risa o una crisis de llanto… Y puesto que aquello era un ente inviolable que no podías descomponer, tenías que expulsarlo intacto, como una piedra de riñón.
* * *
Gage estaba sentado en su silla alta, tomando la papilla de cereales al cacao con la que embadurnaba la mesa, decoraba la alfombrilla de plástico colocada debajo de su silla y se friccionaba el pelo.
Rachel salió de la cocina con el plato de huevos revueltos y una taza de café.
—¿Qué chiste era ése? —preguntó Rachel—. Te reías como un loco. Hasta me asustaste.
Louis abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y lo que salió fue un chiste que había oído la semana anterior en el supermercado de la carretera, sobre un sastre judío que se compró un loro que sólo sabía decir: «Ariel Sharon se hace la paja.»
Rachel se reía… y también Gage, por cierto.
«Magnífico. Nuestro héroe se ha deshecho de las pruebas comprometedoras,léase las sábanas, y ha explicado satisfactoriamente el ataque de risa en el baño. Ahora nuestro héroe leerá el periódico matutino, o le echará un vistazo por lo menos, para dar a la mañana un aire de normalidad.»
Con este pensamiento, Louis abrió el periódico.
«Así se hace, muy bien —pensaba con un profundo alivio—. Tienes que expulsarlo como si fuera un cálculo y sanseacabó… Si acaso, puedes hablar de ello una noche con los amigos, alrededor de una hoguera de campamento, cuando sople el viento y salgan a relucir hechos inexplicables. Porque junto a un fuego de campamento, en las noches de viento, se habla mucho.»
Louis comió los huevos y besó a Rachel y a Gage. Sólo al salir lanzó una mirada al armario de la ropa sucia. Todo estaba perfectamente. Otra mañana espléndida. Parecía que el verano no iba a acabar nunca. Todo, perfectamente. Lanzó una mirada al sendero mientras sacaba el coche del garaje, pero también estaba a la perfección. Y uno, tan tranquilo. Lo expulsas como si fuera una piedra.
Todo siguió bien hasta que hubo recorrido unos quince kilómetros. Entonces le entró un temblor tan fuerte que tuvo que salir de la carretera 2 y parar en el desierto aparcamiento de Sing's, el restaurante chino que estaba cerca del Centro Médico de Maine Oriental… adonde habrían llevado el cuerpo de Pascow. Al Centro Médico, se entiende, no al restaurante chino. Vic Pascow no volvería a tomar una ración de "mu gu gaipan". Ja, ja.
Aquellos espasmos hacían de su cuerpo lo que querían. Louis se sentía indefenso y aterrado, pero no por algo sobrenatural, que ahora, a la luz del sol, parecía imposible, sino aterrado por la posibilidad de que estuviera volviéndose loco. Le parecía que un alambre invisible se le estaba enrollando en el cuerpo.
—Basta —dijo—. Basta ya.
Buscó en la radio con dedos torpes y tropezó con Joan Báez que cantaba sobre brillantes y herrumbre. Aquella voz dulce y fresca le serenó y, cuando acabó la canción, Louis se sintió con ánimo de seguir conduciendo.
* * *
Stephen King
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