lunes, 25 de diciembre de 2023

Odiado lector / Anecdotario del desprecio al lector

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Richard Ford. Imagen: CC.

Odiado lector: anecdotario del desprecio al lector


Diego Cuevas
22 de septiembre de 2023


De Ray Bradbury se decía que era un tipo muy dedicado con los fans. Él mismo describió con muchísima ternura su encuentro con un joven lector muy preocupado por la veracidad científica en las ficciones del escritor: «Un niño horrible se me acercó y me dijo «Sobre tu libro Crónicas marcianas…», le dije «¿Sí?», y me preguntó «¿Recuerdas cómo explicas que el satélite Deimos se alza por el este?». Y le dije «¿Sí?». Y me contestó: «Pues no». Así que le pegué».

Es probable que Bradbury estuviera de coña y que fuera menos arisco de lo que pretendía aparentar. Neil Gaiman ya relató en cierta ocasión que el famoso autor de Farenheit 451 era capaz de dedicar una tarde entera a un fan de once años para explicarle los entresijos de la profesión de escritor. Pero también es verdad que los escritores no siempre se han contenido o amilanado ante las críticas profesionales y los juicios populares, salpicando la historia de la literatura con un fabuloso desfile de desprecios al lector curioso. Desde elegantes jugadas a modo de prefacios sarcásticos, a espectáculos lamentables y dementes en entornos online. Y pasando por melodiosas poesías con invitaciones a la prospección anal, guasas sin tapujos, discursos infinitos, acosos e incluso actitudes completamente psicópatas constitutivas de delitos tipificados. O lo de Anne Rice, por supuesto, que es para darle de comer en otra galaxia.

Desprecio ilustre

El paraíso perdido fue la gran sacada de chorra de John Milton. Un texto elaborado entre 1658 y 1663, cuando el hombre se encontraba en las peores condiciones posibles, enfermo de gota, emocionalmente hundido tras la muerte de su segunda esposa y completamente ciego, delegando la escritura en copistas y amigos a los que les dictaba las frases.

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John Milton. Imagen: Dominio público.

El paraíso perdido adoptó la forma de un poema épico de más de diez mil versos que serían publicados por primera vez en 1667. Y su trama se presentó como un remake del tercer capítulo del Génesis bíblico, que además añadía al relato varios flashbacks de la batalla de los ángeles contra Satán. E incluso unos flashforwards de posteriores eventos descritos en la Biblia, introducidos en la trama con la excusa de ser visiones proyectadas en la cabeza de Adán por cortesía del arcángel san Gabriel. El paraíso perdido no solo fue considerado por los expertos en literatura como la obra maestra de Milton, sino también como la pieza épica definitiva al combinar con éxito elementos de La odisea de Homero, La reina hada de Edmund Spenser y la Divina comedia de Dante Alighieri

Pero El paraíso perdido también tuvo sus detractores, porque al hablar de aquel «poema épico» todos estaban bastante de acuerdo en que iba bien servido de lo segundo, la épica, pero unos cuantos consideraban que era un atentado a lo primero, la poesía. Y todo porque Milton había decidido escribir diez mil versos sin utilizar ni una sola rima en ellos. Tras escuchar las quejas ante la ausencia de ripios, el escritor añadió, en las reimpresiones del libro, un prefacio titulado «El verso» y dirigido sutilmente a los ofendidos por la ausencia de asonancia. En aquellas líneas, el hombre explicaba que «La medida utilizada es verso heroico inglés sin rima, como el de Homero en griego y el de Virgilio en latín», matizaba que «la rima no es un complemento necesario ni un verdadero adorno del poema o del buen verso, especialmente en las obras más largas, sino la invención de una época bárbara, para realzar la materia miserable y la métrica coja», apuntaba que lo de rimar era una tontada torpe de poetas modernillos, y acababa rematándolo todo al afirmar que «este descuido de la rima no debe tomarse como un defecto, aunque quizás pueda parecerlo así a los lectores vulgares». Más que un prólogo, aquello era un mic drop literato en el siglo XVII.

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Dos siglos después de su primera publicación, Gustave Doré ilustró el paraíso perdido con imágenes tan fabulosas como estas.

A Mark Twain deberíamos de considerarlo un precavido o un visionario. Porque a la hora de publicar Las aventuras de Huckleberry Finn decidió contestar a los críticos de la novela antes siquiera de que aquellos se quejasen. Y lo hizo a través de una nota al inicio del libro que anunciaba lo siguiente: «AVISO: Las personas que intenten encontrar una motivación en esta historia serán procesadas; las personas que intenten encontrar una moraleja serán desterradas; las personas que intenten encontrar una trama serán fusiladas. POR ORDEN DEL AUTOR, Per G. G., jefe de artillería». Twain no iba nada desencaminado, tras el lanzamiento de la novela descubrió que su obra era condenada públicamente en ciertos sectores, y envió una carta a sus editores que decía: «Aparentemente, la biblioteca de Concord ha descrito Las aventuras de Huckleberry Finn como «Basura solo apta para pobres». ¡Esto hará que vendamos al menos cinco mil copias más!».

En algún momento de su vida, T. S. Elliot redactó un poema dirigido explícitamente a sus detractoras. Una pieza titulada sin muchos rodeos como The triumph of bullshit (El triunfo de la estupidez, dicho finamente) que el escritor tuvo el detalle de no publicar en vida. En aquel texto, el poeta encadenaba una colección de versos elegantes con los que demostraba que era un adelantado a su tiempo, al ser capaz de reflejar la obsesión reciente que tiene la generación Z de meterse las cosas allá por donde la luz no brilla. El original puede leerse aquí, pero vamos a estampar a continuación la versión traducida por Carlos Llaza para regocijo de todos los esfínteres: 

Damas que de mis atenciones gozan

Si consideran mis méritos minúsculos

descoloridos, alambicados, 

grandilocuentes, de mal gusto, vanos, 

monótonos, rabiosos, estreñidos, 

galimatías infecundos,

y amanerados, quizá imitados. 

Por dios, métanselos por el culo. 

 

Damas, que juzgan mis intenciones ridículas, 

raras, insípidas, torpes, obtusas, 

pomposas, engreídas, ineptas, minuciosas, 

fofas como el centro de un brioche crudo. 

Versículos que flotan con debilidad versiculosa.

Intentos tenues, a veces burdos, de alcanzar una emoción carambanosa.

Por dios, métanselas por el culo. 

 

Damas que ven en mi un gritón innecesario. 

Actor paupérrimo, tan afable y ruidoso,

que tal vez la gente grite «es muy fingido para nosotros».

Niño inexperto, juguetes nuevos e imaginarios,

leones carnívoros, cañones incendiarios.

Motores vaporosos -todo eso va a pasar;

cuán inocente- «Quiere ponernos a temblar».

Por dios, métaselo por el culo. 

 

Y cuando usted recorra con pie de plata.

Las teorías del jardín desperdigadas.

Llevense todo, también mis buenas intenciones.

Y por amor de dios, métanselas por el culo. 

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T.  S. Elliot

A la hora de afrontar públicamente las críticas, Ray Bradbury además de pegarle a niños repelentes, también tenía palabras de cariño, cargadas de metáforas excesivas, dirigidas a diversos colectivos: «Si a los mormones no les gustan mis obras, que escriban las suyas propias. Si los irlandeses odian mis historias de Dublín, que alquilen máquinas de escribir. Si los profesores y editores de la escuela primaria descubren que mis frases rompedoras les fracturan los dientes de leche, que coman pastel duro sumergido en el té insípido de su propia elaboración impía». Isabel Allende explicó con orgullo que sus libros habían sido vetados por muchas asociaciones de padres y colectivos cristianos, y también que aquello había ayudado muchísimo a propulsar las ventas de sus novelas. Douglas Adams, cansado de que los fans le sugirieran introducir ciertos personajes en todas las escenas de su saga Guía del autoestopista galáctico, inició un capítulo de Hasta luego y gracias por el pescadoinvitando a los lectores más quejicas a saltárselo por completo y continuar la lectura en el tramo donde reaparecía el robot Marvin. 

Cuando llegó el momento de lanzar la segunda edición de aquel popular documental sobre trekking y bisutería llamado El Señor de los Anillos, J. R. R. Tolkien creyó conveniente incluir una nota al inicio del volumen dedicada a los detractores con los que se había topado desde que comenzó a erigir la Tierra Media. Un pequeño apunte muy elegante que decía tal que así: «Algunos de los que han leído, o reseñado, este libro lo han encontrado aburrido, absurdo o contemplativo. Y yo no tengo razones para quejarme, teniendo en cuenta que poseo opiniones similares sobre el trabajo de esas personas. O sobre el tipo de literatura que es evidente que prefieren». George R. R. Martin, el otro gran autor de fantasía con erres y puntos en el apellido, suele pasarse por el forro las críticas y los gruñidos de sus seguidores cuando aquellos le ven haciendo cualquier cosa que no sea escribir un nuevo libro. Pero sí que ha tenido el detalle de contestar las protestas ante el gran número de personajes muertos en su Canción de hielo y fuego. Algo que hizo aconsejando a sus lectores que no se encariñasen tanto con la gente, recordando que técnicamente en Hamlet hay una body count más alta, y tranquilizando a todo el mundo al asegurar que en la novela que cerraría la serie no la palmaría nadie. Porque a aquellas alturas ya habrían muerto todos en las novelas previas, y en aquel último libro se limitaría a describir el tiempo que hacía durante cientos de páginas.

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Ray Bradbury y su mujer Maggie en 1970. Imagen: CC.

En 1986, la escritora Alice Hoffman publicó en el periódico The New York Times una opinión negativa de la novela El periodista deportivo de Richard Ford. Y el bueno de Ford decidió replicar a la crítica al estilo americano: agarró un libro de Hoffman, lo reventó a tiros en el patio trasero de su casa, y le envió los restos a la autora. A la hora de justificarse, el hombre le quitaba plomo al asunto, «Bueno, mi mujer disparó primero», aclaraba, «ella sacó el libro al patio y disparó contra él. La gente se lo toma a la tremenda, no es como si le hubiésemos disparado a Hoffman». En el fondo, Ford era un verdadero encanto: en 2004 el hombre se acercó a Colson Whitehead durante una celebración literaria para anunciarle «He esperado dos años para esto. Tú escupiste sobre mi libro y ahora yo escupo sobre ti» antes de regalarle tremendo esputo. Whitehead, un hombre que ha sido galardonado dos veces con el premio Pulitzer a la obra de ficción, había hablado mal de Pecados sin cuento veinticuatro meses antes, en otra sección de reseñas literarias del The New York Times

Lo cierto es que hay que apuntar que Alice Hoffman, esa autora cuya obra Ford cosió a tiros, también ha demostrado tener muy poco de santa, y mucho de maltomada a la hora de enfrentarse a las críticas. En 2009, tras toparse con una valoración negativa de su libro El lenguaje de Arnelle en las páginas de The Boston Globe, Hoffman publicó en Twitter la dirección de correo electrónico y el número de teléfono de la autora de aquella reseña en el diario, e invitó a todos sus seguidores a «decirle lo que opináis de las críticas sarcásticas».

Welcome to the internet

La llegada de internet supuso un nuevo modo de entender la relación entre los críticos, el público y los autores en el campo de las letras. Con la red, las reseñas literarias dejaron de ser exclusivas de la prensa para reacomodarse en las páginas de Amazon, en las webs literarias, en los blogs personales y en los posts de Goodreads. De este modo, nacieron multitud de nuevas vías que favorecían la interacción entre lectores y escritores. Sendas virtuales que, como sabe todo aquel que haya pasado más de media hora en internet, siempre acaban desembocando en los mismos lugares: el conflicto y la vergüenza ajena.

Anne Rice es uno de los ejemplos más populares de escritora de éxito a la que contratar internet en la mansión no le hizo ningún favor. Cántico de sangre, la décima entrega de la famosa serie Crónicas vampíricas iniciada con Entrevista con el vampiro, llegó a las librerías en 2004 y ya tuvo a bien presentarse con ganas de camorra desde la primera página: la novela se iniciaba con el vampiro Lestat echando en cara a los lectores la tibia acogida de una entrega anterior de la saga, Mmenoch el diablo. Entendiendo por «tibia» que hasta los mayores fans de los colmillos sentenciaron que aquello era un puto coñazo. Pero el verdadero drama de ese Cántico de sangre tendría lugar en el momento en el que Rice se asomó a las reseñas de Amazon y descubrió que los lectores más desencantados con su trabajo cometían la osadía de criticarlo en internet. Algo que la mujer decidió contraatacar afilando la estaca y redactando una extensa respuesta a las calumnias en la sección de comentarios de la casa de Jeff Bezos. Un tochazo de un único párrafo y más de mil cien palabras donde Rice advertía a sus detractores que estaban «cuestionando el texto desde una perspectiva equivocada», aseguraba que «estas suposiciones estúpidas y arrogantes sobre mí y lo que estoy haciendo son una calumnia», y finalmente acusaba a los descontentos de mear en ese Amazonas digital del capitalismo: «Habéis utilizado el sitio como si fuera un urinario público para publicar falsedades y mentiras». El cabreo posterior de la autora llegó al punto de solicitar públicamente a Amazon que eliminase de la web todas las opiniones negativas realizadas por usuarios anónimos.

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Anne Rice. Imagen

En 2013, a una mujer llamada Kayeigh Herbertson se le ocurrió postear una reseña muy poco positiva del libro Pandora de Rice en su humilde blog personal de literatura, un espacio titulado Articulate and intricate con menos de cien followers. Lo simpático es que Herbertson despedazó el libro en todos los sentidos: tras criticar el contenido y el estilo de la escritora, deshojó la novela para utilizar sus páginas como material de manualidades con el que darle al découpage. Rice descubrió la entrada de aquel pequeño blog donde su Pandora era mutilada, pero a aquellas alturas la escritora de best sellers ya no era la misma persona que en 2004 se había presentado gritando en Amazon. Porque, tras casi una década navegando por internet, Rice ya había entendido cómo funcionaba el tema de gestionar las iras online. Concretamente, había aprendido a utilizar las redes sociales y por eso mismo decidió postear en su Facebook una entrada donde explicaba la ofensa recibida, enlazaba la dirección del blog de Herbertson y azuzaba a sus fans para que hostigaran a la bloguera en los comentarios. En cuestión de horas, el blog de Herbertson acumuló más de medio millar de mensajes de Ricebelievers que peregrinaban desde el juicio constructivo, hasta el insulto condensado en una única palabra que rima con fruta. Rice se justificó con mucha malicia asegurando que lo que pretendía era darle visibilidad y visitas al blog de la chica. En cambio, Hebertson ofreció una lección de estilo al torear el diluvio de comentarios. Contestó afablemente a las críticas, aceptó agradecida las sugerencias, e ignoró con diligencia a los trolls, logrando que estos últimos se cabreasen mucho más al saberse inocuos. Entretanto, la escritora Stacia Kane remitió una copia de su libro Unholy Ghosts a la bloguera acosada y le comentó que, si no le gustaba la novela, estaría encantada de que utilizase el libro para elaborar manualidades de las suyas.

Rice también estaba muy en contra del sano arte del fanfic, algo que le asqueaba tanto como para enviar a sus abogados a perseguir las páginas web que alojaban relatos amateurs con personajes de las Crónicas vampíricas. Por todo lo anterior, el alter ego internetero, arisco y malintencionado, de Rice no tardó mucho en convertirse en leyenda, y en ejemplo de cómo no hay que lidiar con las opiniones negativas. Terry Pratchett solía ser muy activo en las redes al interactuar con sus lectores, ignorando la mayor parte del tiempo a los que buscaban las cosquillas. Pero cuando se animaba a contestar a algún malencarado solía anteceder la respuesta con el texto «{annericemode = OFF}» para avisar que la réplica iba con buenas intenciones y ganas de tomarse el asunto seriamente. Excepto en una ocasión, donde utilizó un «{annericemode = ON}» para contraatacar con mala leche a un lector que consideraba ilógica una escena que Pratchett había tomado prestada de un evento histórico real.

Laurell Kaye Hamilton, autora de la serie policíaca-erótica-fantástica-vampírica de Anita Blake, se atrevió a asomarse por los foros de internet para ver qué opinaban sus lectores y se encontró con varios haters ciscándose fuerte en su obra. Hamilton decidió contestar a todos ellos utilizando el noble recurso de moldear un post en forma de ladrillazo. Una misiva, titulada «Estimado lector negativo», donde la escritora arrancaba con la marcha pasivo-agresiva metida hasta el fondo: «Si estáis descontentos con mis libros y habéis decidido abandonarlos y no leer nunca más nada que yo escriba, genial […] La vida es demasiado corta para leer libros que no te gustan. Así que si no lo estás pasando bien, deja de leerlos. Hay libros con menos sexo que los míos, libros que no te harán pensar mucho, libros que no te empujan más allá de la barrera de lo mundano. Si quieres permanecer tranquilo, no leas mis libros, porque ellos me empujan a mí y a mi personaje más allá de la zona de confort. Ignora mis libros del mismo modo en el que ignoras aquello que te da miedo, te confunde o te cabrea. Yo tengo mi propia lista de cosas similares. Así que bien por ti si has decidido no leerme nunca más. Buena suerte». 

A partir de ahí, el post de Hamilton se dedicaba a explicar con admirable dedicación lo mucho que vendían sus libros, lo extraño de ciertos encuentros con fans que hicieron horas de cola durante las firmas para decirle a la cara que odiaban su última obra, las razones por las que no era lícito que los lectores se quejasen cuando ella decidía matar personajes, cómo tenía en cuenta las sugerencias, e incluso detalles sobre lo que iba a suceder en las futuras entradas de la serie. Pero en el fondo, aquella homilía era un esfuerzo vacuo: los únicos que prestarían atención a la carta serían los fanáticos de la saga. Y los que habían dejado de leer a la escritora no iban a molestarse en aguantar cuatro páginas más salidas de la misma pluma. Hamilton, al igual que Rice, no había entendido que internet fue creada para acoger (a ser posible, por separado) tres cosas: porno, gatitos y quejas de usuarios. Y, sobre todo, que a los que se encargaban de producir la última de ellas les daba bastante igual el feedback.

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Laurell K. Hamilton. Imagen: CC.

Scott Adams es ese autor de tiras cómicas que a todos nos caía bien en los noventa, cuando no existía internet, por su serie Dilbert. Scott Adams también es ese autor de tiras cómicas a todos nos cayó como un martillazo en las gónadas cuando el tío descubrió las redes y decidió compartir su moderada opinión sobre la sociedad en la que vivimos. El mismo que dijo que los blancos no deberían juntarse con los negros porque los segundos eran unos delincuentes, que Trump era lo más, y que escribió un post sobre la igualdad salarial entre hombres y mujeres que era una joyita detrás de otra y rezaba así: «Lo cierto es que las mujeres son tratadas de diferente modo por la sociedad por exactamente la misma razón por la que son tratados de diferente modo los niños y los que tienen una deficiencia mental. Es más fácil así para todos. No debates con un niño de cuatro años por qué no debería cenar chucherías. No le das un puñetazo a alguien con una deficiencia mental ni siquiera cuando él te ha golpeado primero. Y no discutes con una mujer cuando te comenta que ella cobra ochenta céntimos mientras tu ganas un dólar. Es el camino de la menor resistencia. Conservas tu energía para batallas más importantes». Pero el racismo y la misoginia no eran las únicas virtudes con las que Adams decidió deslumbrarnos en su existencia online. Porque cuando el hombre descubrió el mundillo de los foros, se dedicó a contestar personalmente a sus haters, haciéndose pasar por un fan de Dilbert que llamaba retrasados a todos aquellos lectores incapaces de ver la genialidad que poseía el autor. Al ser descubierto, el autor lo confesó todo, pero se justificó diciendo que había que tener en cuenta el contexto. Y puso como ejemplo una foto que le había recibido en el email donde se veía a un mono con la cara de Barack Obama, explicando que sin el contexto adecuado aquella imagen podría ser malinterpretada como racista. Desde luego, el tío no sabía cuándo, ni cómo, parar.

Pero los grandes autores no eran los únicos que se dejaban arrastrar por las iras. Porque en el ecosistema de narradores más humildes también abunda la gente con taras. Jacqueline Howett, madre del libro autopublicado The Greek Seaman, se topó en un blog con una crítica positiva de su texto donde, eso sí, se apuntaba que el manuscrito estaba plagado de faltas de ortografía y construcciones gramaticales erróneas. Ante la ofensa, Howett respondió con una colección de réplicas que, sorprendentemente, estaban repletas de faltas ortográficas y frases torpemente redactadas. Stephan J. Harper, padre de una historia de misterio llamada Venice Under Glass donde todos los personajes eran ositos de peluche, se convirtió en noticia literaria allá por 2014. Pero no por lo virtuoso de su prosa, sino por lo desastroso de su ego: el tío se tiró cuatro meses seguidos encadenando mensajes cada vez más enajenados en la web que alojaba una mala crítica de su novela de felpa detectivesca. El espectáculo fue tan lamentable, y popular en los medios más inesperados, como para que los dueños de la página permitieran que el escritor continuase esputando libremente sus chorradas, en una suerte de experimento antropológico a contemplar con palomitas a mano. Pero finalmente, cuando el novelista amateur comenzó a rebuscar información personal y familiar del crítico para atacarle, en la web optaron por echar el candado a la sección de comentarios, dejar el despropósito a la vista para escarnio público, y mandar a paseo al cretino de los furros italianos. A día de hoy, el bueno de Harper, que se autocomparaba con James Joyce o F. Scott Fitzgerald, lo único épico que ha escrito es esa admirable ristra de desvaríos de tarado.

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Juro que esto no es una coña, sino una de las imágenes que realmente ilustran Venice Under Glass. Éste es el nivel

Las orejas del escritor indie Dylan Saccoccio se convirtieron en un par de chimeneas cuando, ojeando Goodreads, descubrió una reseña de una estrella (sobre cinco) de su libro The tale of Onora: the boy and the peddler of death. Una crítica donde cierta usuaria etiquetaba el texto como «ampuloso y pretencioso». Saccoccio decidió entonces enfrentarse personalmente a aquel juicio de manera sosegada: redactando un rosario de réplicas muy ampulosas y pretenciosas contra la usuaria, solicitándole que borrase la review monoestrella alegando que de no hacerlo era una malísima persona, y llamando psicópatas y «destructores de la humanidad» a aquellos que se asomaban por los comentarios para decirle que si eso que rebajase las revoluciones. Para sorpresa de pocos, con aquel espectáculo el escritor lo único que consiguió fue desatar una tormenta de mierda sobre su criatura. Los usuarios de Goodreads comenzaron a votar con la mínima puntuación a The boy and the peddler of death, y el libro pasó de tener un porcentaje anecdótico de reseñas negativas a lucir una valoración media de una estrella y media. Desesperado, Saccoccio ofreció una copia del libro firmada gratis a toda aquella persona que publicase una reseña de cinco estrellas de la novela. En Goodreads, la primera opinión con cinco estrellitas que se puede leer de la novela rezalo siguiente: «Este es el mejor libro que he leído en mi vida. Tiene todo lo que quiero en un libro. Tiene páginas y la mayoría de esas páginas tienen palabras. […] He tenido que quemar la ropa que llevaba puesta cuando leí esta obra, así de poderosa es».

En 2019, Stephen King reveló que el truco para superar las opiniones negativas era tan simple como ser paciente, y tomárselo todo como una carrera de fondo: «He vivido más que mis críticos, y eso me produce un enorme placer».

Putos locos

La cara más terrorífica del desprecio al leyente es aquella que asoma cuando se combinan las averías cerebrales con el moderno mundo online. El punto intermedio donde convergen la personalidad obsesiva, la indiscreción de las redes sociales y el estilo de defensa Bradbury, basado en hostiar a la voz crítica, es el lugar exacto donde las situaciones más esperpénticas tienen lugar. 

En 2013, la escritora Kathleen Hale invitó a sus seguidores de Twitter a proponer ideas interesantes para la que sería su segunda novela. Y entre las personas que acudieron a la llamada de la brainstorming improvisada, se tropezó con el perfil de una mujer llamada Blythe Harris, con quien interactuó brevemente, que captó su atención. Curioseando, la escritora descubrió que aquella usuaria había puesto a parir en Goodreads su primera novela, No one else can have you, un texto que aún no se había lanzado oficialmente, pero del que se distribuyeron algunas copias para reseñar entre los habituales de la web literaria. En su crítica, Harris condenaba la novela otorgándole la mínima puntuación junto a una crítica devastadora que incluía cosas tan tiernas como un «A la mierda con este libro». Intrigada, Hale localizó el Instagram de la usuaria y contactó con otros autores que le recomendaron no entrar en el juego de aquel perfil. Por lo visto, pertenecía a alguien con bastante mala fama en la blogosfera literaria, una persona que se había enredado en el pasado en varios follones muy feos contra escritores y lectores. Pero en lugar de ignorar el asunto como cualquier persona con algún centímetro de frente, Hale decidió acechar a la individua, espiar su Instagram desde las sombras y obsesionarse con cada nimiedad que Harris publicaba en Twitter.

La cosa comenzó a ponerse turbia cuando la editorial de Hale le solicitó el nombre de algún crítico de internet con el que ella quisiera emparejarse para hacer una promoción del libro. En lugar de elegir a algún conocido, la escritora pidió que se invitase al evento a la misteriosa Blyhte Harris, a sabiendas de que sus editores tendrían a mano los datos de contacto porque le habían enviado una copia previa de No one else can have you a casa. Harris declinó participar en el evento, pero Hale obtuvo la dirección física de la vivienda de la mujer y decidió llevar el stalkeo al nivel CSI: rastreando la documentación disponible en internet descubrió que la casa pertenecía a una persona que no se llamaba Blythe Harris. Localizó las redes sociales de la mujer propietaria de la vivienda y comenzó a sospechar que se trataba de alguien que se escondía bajo el seudónimo de Harris para liarla en Goodreads. Mosqueada, contactó con el presentador Nev Schulman del programa Catfish, un reality centrado en destapar perfiles falsos de gente que liga por internet, con la esperanza de recibir algún tipo de consejo, a pesar de que lo de ella no era cosa de desamores sino de rabia ante una mala crítica. Alquiló un coche, condujo hasta la dirección que había obtenido de la editorial y, tras cotillear el entorno y husmear por las ventanillas el interior del vehículo de Harris, le dejó un libro de autoayuda en la puerta de casa antes de pirarse por patas del lugar.

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Kathleen Hale y la portada de su libro de ensayos Kathleen Hale is a crazy stalker.

Pero la historia ni siquiera terminó ahí, porque después de su visita ninja, Hale decidió telefonear a Harris al trabajo para forzarla a confesar que habitaba en internet tras un nombre falso, algo que la acosada negaría rotundamente. La escritora decidió recapitular toda esta vergonzosa odisea en un artículo para The Guardian bastante inquietante. Un extenso relato muy ameno de leer, pero que evidenciaba que a la novelista le faltaban un par de tornillos en la sesera. Aquello no tardó en convertirse en un tema polémico, porque lo de comportarse como una psicópata zumbada no suele levantar muchas simpatías. Y Hale decidió sacar partido del bombo mediático y publicar poco después un libro de ensayos titulado Kathleen Hale is a crazy stalker narrando sus traumas y algunas cacerías personales entre las que se encontraban aquella que la hizo famosa. Kathleen Hale is a crazy stalker tiene dos estrellas en Goodreads, y eso a lo menor significa potenciales nuevas aventuras para la tipa.

Meses después de que Hale se dedicara a acosar a un alter ego digital, un hombre llamado Richard Brittain decidió dejar claro que a él nadie le iba a arrebatar el título de Mecha Más Corta y Tarado Más Gordo. En 2015, Brittain era un londinense de veintiocho años cuya carrera se limitaba a ser famoso en tres calles, tras ganar el premio gordo en el concurso televisivo Countdown, y a ser el autor de media docena de libros autopublicados completamente olvidables. A la larga, Brittain también sería el escritor que, ese mismo año, leyó una opinión negativa de un adelanto de su novela The World Rose y decidió aclarar las cosas en persona, y de la peor manera imaginable, con la lectora que firmaba la reseña, Paige Rolland, una joven de dieciocho primaveras. El hombre localizó en las redes la tienda de comestibles donde trabajaba la mujer, viajó más de seiscientos kilómetros hasta el lugar, entró en el local, agarró una botella de vino de la sección de bebidas y se la estampó en la cabeza a Rolland cuando aquella se encontraba agachada y desprevenida ordenando los enseres del supermercado. Rolland cayó inconsciente y fue trasladada a un hospital. Brittain, que ya poseía antecedentes por haber acosado a una excompañera de estudios, fue juzgado y condenado a treinta meses de cárcel. En Amazon, entre las reseñas de sus libros alguien calificó The World Rose como una novela «tan divertida de leer como la esquela de tu madre, pero no igual de bien escrita». No todos opinaban lo mismo: en la misma página otro usuario le otorgaba al texto una puntuación de cuatro estrellas sobre cinco, acompañada del texto «¡Este libro es extraordinario! Por favor, no me hagas daño».

JOT DOWN

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