viernes, 22 de diciembre de 2023

Stephen King / En el umbral de la noche / Prefacio



Stephen King
EN EL UMBRAL DE LA NOCHE
PREFACIO

    Hablemos, usted y yo. Hablemos del miedo. La casa está vacía mientras escribo. Fuera, cae una fría lluvia de febrero. Es de noche. A veces, cuando el viento sopla como hoy, se corta la electricidad. Pero por ahora tenemos corriente, así que hablemos muy sinceramente del miedo. Hablemos de forma muy racional de la aproximación al filo de la locura… y quizá del salto al otro lado de ese filo.


    Me llamo Stephen King. Soy un hombre adulto, con esposa y tres hijos. Los amo y creo que este sentimiento es correspondido. Soy escritor y mi oficio me gusta mucho. Mis ficciones —Carrie, La hora del vampiro El resplandor— han tenido tanto éxito que me permiten dedicarme exclusivamente a escribir, de lo cual estoy muy complacido. A esta altura de la vida parezco estar bastante sano. Durante el último año he podido cambiar los cigarrillos sin filtro que fumaba desde los dieciocho años por otra marca con un bajo contenido de nicotina y alquitrán, y todavía alimento la esperanza de poder librarme por completo de este hábito. Mi familia y yo vivimos en una linda casa a orillas de un lago de Maine relativamente libre de contaminación. El otoño pasado me desperté una mañana y vi un ciervo en el jardín que se abre detrás de la casa, junto a la mesa para picnics. Es una buena vida.
    Pero…, hablemos del miedo. No levantaremos la voz ni gritaremos. Conversaremos racionalmente, usted y yo. Hablaremos de la forma en que a veces la sólida trama de las cosas se deshace con alarmante brusquedad.
    Por la noche, cuando me acuesto, todavía tengo cuidado en asegurarme de que mis piernas están debajo de las sábanas después de que se apagan las luces. Ya no soy un niño pero…, no me gusta dormir con una pierna fuera. Porque si alguna vez saliera de debajo de la cama una mano helada y me cogiera el tobillo, podría lanzar un alarido. Sí, un alarido que despertaría a los muertos. Claro que estas cosas no suceden, y todos lo sabemos. En los cuentos que siguen usted encontrará toda clase de criaturas nocturnas: vampiros, amantes demoníacos, algo que habita en un armario, otros múltiples terrores. Ninguno de ellos existe. Lo que espera debajo de mi cama para pillarme el tobillo no existe. Lo sé. Y también sé que si tengo la precaución de conservar el pie bajo las sábanas nunca podrá pillarme el tobillo.
    A veces hablo ante grupos de personas interesadas en el oficio de escribir o en la literatura, y antes de que termine el tiempo reservado para las preguntas y respuestas siempre se levanta alguien e inquiere: ¿Por qué ha elegido usted escribir sobre temas tan macabros?
    Casi siempre contesto con otra pregunta: ¿Qué le hace suponer que puedo elegir?
    Escribir es una ocupación en la que cada cual manotea lo que puede. Parece que todos nacemos equipados con un filtro en la base del cerebro, y todos los filtros son de distintas dimensiones y calibres. Es posible que lo que se atasca en mi filtro pase de largo por el suyo. Y no se preocupe, es posible que lo que se atasca en el suyo pase de largo por el mío. Aparentemente todos tenemos la obligación innata de tamizar el sedimento que se atasca en nuestros respectivos filtros mentales, y por lo general lo que encontramos se transforma en algún tipo de actividad subsidiaria. Es posible que el contable también sea fotógrafo. Que el astrónomo coleccione monedas. Que el maestro copie lápidas mediante frotes con carbonilla. A menudo el sedimento depositado en el filtro mental, el material que se resiste a pasar de largo, se convierte en la obsesión particular de cada uno. Por acuerdo tácito, en la sociedad civilizada llamamos «hobbies» a nuestras obsesiones.
    A veces el hobby se transforma en una ocupación permanente. El contable puede descubrir que con las fotos ganará lo suficiente para mantener a su familia; el maestro puede adquirir tanta experiencia en los frotes de lápidas como para dedicarse a pronunciar conferencias sobre el tema. Y hay algunas profesiones que empiezan como hobbies y que continúan siendo hobbies aun después de que quienes los practican consiguen ganarse la vida con ellos. Como «hobby» es una palabreja muy manida y vulgar, también hemos adoptado el acuerdo tácito de llamar «artes» a nuestros hobbies profesionales.
    Pintura. Escultura. Composición musical. Canto. Actuación dramática. Interpretación musical. Literatura. Sobre estos siete temas se han escrito suficientes libros como para hundir con su peso una flota de transatlánticos de lujo. Y en lo único en lo que al parecer nos ponemos de acuerdo respecto de ellos es en lo siguiente: quienes se dedican sinceramente a estas artes seguirían consagrándose a ellas aunque no les pagaran por sus esfuerzos, aunque sus esfuerzos fueran criticados o incluso denigrados, aunque los castigaran con la cárcel o la muerte. A mi juicio, ésta es una definición bastante buena de la conducta obsesiva. Se aplica tanto a los hobbies simples como a los más refinados que denominamos «artes». Los coleccionistas de armas ostentan en sus automóviles adhesivos con la leyenda SÓLO ME QUITARÁ MI ARMA CUANDO ME LA ARRANQUE DE MIS FRÍOS DEDOS CADAVERICOS; y en los suburbios de Boston, las amas de casa que descubrieron la militancia política durante el conflicto del transporte de escolares fuera de sus distritos, exhibían a menudo en los parachoques traseros de sus automóviles adhesivos análogos con la inscripción IRÉ A LA CÁRCEL ANTES DE PERMITIR QUE SAQUEN A MIS HIJOS DEL BARRIO. De igual modo, si mañana prohibieran la numismática, sospecho que el astrónomo no entregaría sus viejas monedas de acero y níquel: las envolvería cuidadosamente en plástico, las sumergiría en el depósito del retrete y disfrutaría contemplándolas por la noche.

    Puede parecer que nos hemos apartado del tema del miedo, pero en realidad no nos hemos alejado demasiado. El sedimento que se atasca en la rejilla de mi sumidero es a menudo el del miedo. Me obsesiona lo macabro. Ninguno de los cuentos que figuran a continuación fue escrito por dinero, aunque algunos los vendí a revistas antes de reunirlos aquí y nunca devolví un cheque sin cobrarlo. Quizá soy obsesivo, pero no loco. Repito, sin embargo, que no los escribí por dinero. Los escribí porque se me antojó. Tengo una obsesión con la que se puede comerciar. En celdas acolchadas de todo el mundo hay maniáticos y maniáticas que no han tenido tanta suerte.
    No soy un gran artista, pero siempre me he sentido impulsado a escribir. De modo que cada día vuelvo a tamizar el sedimento, revisando los detritos de observación, de recuerdos, de especulación, tratando de sacar algo en limpio del material que no pasó por el filtro y no se perdió por el sumidero del inconsciente.
    Es posible que Louis L'Amour, el autor de novelas del Oeste, y yo, nos detengamos a orillas de una laguna de Colorado, y que ambos concibamos una idea en el mismo instante. Es posible, también, que los dos sintamos la necesidad apremiante de sentamos a verterla en palabras. Tal vez el tema de su relato serán los derechos de riego en época de sequía, y es más probable que el mío se ocupe de algo espantoso y desorbitado que emerge de las aguas mansas para llevarse ovejas… y caballos… y finalmente seres humanos. La «obsesión» de Louis L'Amour gira alrededor de la historia del Oeste americano. Yo prefiero lo que se arrastra a la luz de las estrellas. Él escribe novelas del Oeste; yo escribo relatos de terror. Los dos estamos un poco chalados.
    Las artes son obsesivas y la obsesión es peligrosa. Se parece a un cuchillo hincado en el cerebro. En algunos casos —pienso en Dylan Thomas, en Ross Lockridge, en Hart Crane y en Sylvia Plath— el cuchillo puede volverse ferozmente contra quien lo empuña. El arte es una enfermedad localizada, por lo general benigna —los creadores tienden a vivir mucho tiempo— y a veces atrozmente maligna. Hay que manejar el cuchillo con cuidado, porque se sabe que corta sin mirar a quién. Y las personas prudentes tamizan el sedimento con cautela…, porque es muy posible que no toda esa sustancia esté muerta.
    Y una vez aclarado por qué uno escribe esas cosas, surge la pregunta complementaria: ¿Por qué la gente lee esas cosas? ¿Por qué se venden? Esta pregunta lleva implícita una hipótesis, a saber, que el relato de miedo, de horror, refleja un gusto malsano. La gente que me escribe empieza diciendo, a menudo: «Supongo que le pareceré raro, pero realmente me gustó La hora del vampiro», o «Probablemente soy morboso, pero disfruté Insólito esplendor de principio a fin… »
    Creo que la clave de esto podemos encontrarla en un fragmento de una crítica de cine de la revista Newsweek. Se trataba de un comentario sobre una película de terror, no muy buena, y decía más o menos lo siguiente: «…una película estupenda para las personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de carretera». Es un buen juicio cáustico, pero cuando uno se detiene a analizarlo comprende que se puede aplicar a todas las películas y relatos de terror. Ciertamente La noche de los muertos vivientescon sus truculentas escenas de canibalismo y matricidio, era una película para personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de carretera. ¿Y qué decir de la chica que vomitaba sopa de guisantes sobre el sacerdote en El exorcista? Dráculade Stoker, que a menudo sirve como punto de referencia para los relatos modernos de horror (y así debe ser, porque se trata del primero con matices francamente psicofreudianos), describe a un maníaco llamado Renfield que engulle moscas, arañas y finalmente un pájaro. Regurgita el pájaro, después de haberlo comido con plumas y todo. La novela también narra el empalamiento —la penetración ritual, se podría decir— de una joven y bella vampira, y el asesinato de un bebé y su madre.
    La gran literatura de lo sobrenatural contiene a menudo el mismo síndrome del «aminoremos la marcha y contemplemos el accidente»: Beowulf que mata a la madre de Grendel; el narrador de El corazón delator que descuartiza a su benefactor enfermo de cataratas y esconde los trozos bajo las tablas del piso; la tétrica batalla del Hobbit Sam con la araña Shelob en el último libro de la trilogía de los Anillosde Tolkien.
    Algunos lectores rechazarán vehementemente esta argumentación y dirán que Henry James no nos muestra un accidente de carretera en La vuelta de tuercaafirmarán que las historias macabras de Nathaniel Hawthorne, como El joven Goodman Brown El velo negro del clérigotambién son de mejor gusto que DráculaEs una idea absurda. También nos muestran el accidente de carretera: han retirado los cuerpos pero todavía vemos la chatarra retorcida y la sangre que mancha la tapicería. En cierto sentido la delicadeza, la ausencia de melodrama, el tono apagado y estudiado de racionalidad que impregna un cuento como El velo negro del clérigo son aún más sobrecogedores que las monstruosidades batracias de Lovecraft o el auto de fe de El pozo y el péndulo, de Poe.
    Lo cierto es —y la mayoría de nosotros lo sabemos, en el fondo — que muy pocos podemos dejar de echar una mirada nerviosa, por la noche, a los restos que jalonan la autopista, rodeados por coches patrulla y balizas. Los ciudadanos maduros cogen el periódico, por la mañana, y buscan inmediatamente las notas necrológicas, para saber a quiénes han sobrevivido. Todos experimentamos una breve fascinación nerviosa cuando nos enteramos de que ha muerto un Dan Blocker, o un Freddy Prinze, o una Janis Joplin. Nos embarga el terror mezclado con una extraña forma de gozo cuando Paul Harvey nos cuenta por la radio que una mujer embistió el filo de una hélice en un pequeño aeropuerto de campaña, durante una borrasca, o que un hombre metido en una gigantesca mezcladora industrial se evaporó instantáneamente cuando un compañero de trabajo tropezó con los controles. No hace falta explayarse sobre lo que es obvio: la vida está poblada de horrores pequeños y grandes, pero como los pequeños son los que entendemos, son también los que nos sacuden con toda la fuerza de la mortalidad.
    Nuestro interés por estos horrores de bolsillo es innegable, pero también lo es nuestra repulsa. El uno y la otra se combinan de manera inquietante, y el producto de esta combinación parece ser la culpa…, una culpa quizá no muy distinta de la que acompañaba habitualmente al despertar sexual.
    No tengo por qué decirle que no se sienta culpable, así como tampoco tengo por qué justificar mis novelas ni los cuentos que encontrará a continuación. Pero se puede observar una analogía interesante entre el sexo y el miedo. A medida que adquirimos la capacidad de enlabiar relaciones sexuales, se aviva nuestro interés por dichas relaciones. Ese interés, si no se pervierte, se encauza naturalmente hacia la copulación y la perpetuación de la especie. A medida que tomamos conciencia de nuestra muerte inevitable, descubrimos la emoción llamada miedo. Y pienso que, así como la copulación tiende a la autoconservación, todo temor tiende a la comprensión del desenlace final.
    Existe una vieja fábula acerca de siete ciegos que tocaron siete partes distintas de un elefante. Uno de ellos pensó que había cogido una serpiente, otro que se trataba de una hoja gigantesca de palmera, otro que estaba palpando una columna de piedra. Cuando intercambiaron impresiones, llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos era un elefante.
    El miedo es la emoción que nos ciega. ¿A cuántas cosas tememos? Tenemos miedo de apagar la luz con las manos húmedas. Tenemos miedo de meter un cuchillo en la tostadora para desatascar un bollo sin desenchufarla antes. Tenemos miedo de lo que nos dirá el médico cuando haya terminado de examinarnos. Nos asustamos cuando el avión se convulsiona bruscamente en pleno vuelo. Tenemos miedo de que se agoten el petróleo, el aire puro, el agua potable, la buena vida. Cuando nuestra hija ha prometido llegar a casa a las once y ya son las doce y cuarto y la nieve azota la ventana como arena seca, nos sentamos y fingimos contemplar el programa de Johnny Carson y miramos de vez en cuando el teléfono silencioso y experimentamos la emoción que nos ciega, la emoción que reduce el proceso intelectual a una piltrafa.
    El lactante es una criatura impávida hasta la primera oportunidad en que la madre no está cerca para introducirle el pezón en la boca cuando llora. El bebé no tarda en descubrir las duras y dolorosas verdades de la puerta que se cierra violentamente, de la estufa caliente, de la fiebre que sube con el crup o el sarampión. El niño aprende enseguida lo que es el miedo: lo descubre en el rostro de la madre o el padre cuando uno de éstos entra en el baño y lo ve con el frasco de píldoras o la cuchilla de afeitar en la mano.
    El miedo nos ciega y palpamos cada temor con la ávida curiosidad que emana de nuestro instinto de conservación, procurando compaginar un todo con cien elementos distintos, como en la fábula de los ciegos y el elefante.
    Intuimos la forma. Los niños la captan rápidamente, la olvidan y vuelven a aprenderla en la etapa adulta. La forma está allí, y tarde o temprano la mayoría entiende de qué se trata: es la silueta de un cuerpo bajo una sábana. Todos nuestros temores se condensan en un gran temor: un brazo, una pierna, un dedo, una oreja. Le tenemos miedo al cuerpo que está bajo la sábana. Es nuestro cuerpo. Y el gran atractivo de la ficción de horror, a través de los tiempos, consiste en que sirve de ensayo para nuestras propias muertes.
    El género nunca ha sido muy respetado. Durante mucho tiempo los únicos amigos de Poe y Lovecraft fueron los franceses, que de alguna manera han podido llegar a un entendimiento con el sexo y la muerte, entendimiento que ciertamente los compatriotas norteamericanos de Poe y Lovecraft no pudieron alcanzar por falta de paciencia. Los norteamericanos estaban ocupados construyendo ferrocarriles, y Poe y Lovecraft murieron pobres. La fantasía de la
Tierra Intermedia de Tolkien anduvo dando vueltas durante veinte años antes de convertirse en un éxito fuera del underground, y Kurt Vonnegut, cuyos libros abordan tan a menudo la idea de la preparación para la muerte, ha recibido críticas constantes, muchas de las cuales alcanzaron una estridencia histérica.
    Quizá la explicación consiste en que el autor de narraciones de terror siempre trae malas noticias: usted va a morir, dice. Olvídese del predicador evangélico Oral Roberts y de su «algo
bueno le va a suceder a usted », dice, porque algo malo le va a suceder a usted, y quizá sea un cáncer, o un infarto, o un accidente de coche, pero lo cierto es que le sucederá. Y le coge por la mano y le guía a la habitación y le hace palpar la forma que yace bajo la sábana… y le dice que toque aquí… aquí… y aquí…
    Por supuesto, el autor de narraciones de terror no tiene el patrimonio exclusivo de los temas vinculados con la muerte y el miedo. Muchos escritores considerados «de primera línea» los han abordado con diversos matices que van desde Crimen castigo de Fedor Dostoievski hasta ¿Quién le teme a Virginia Woolfde Edward Albee, pasando por las novelas de Ross MacDonald que tienen por protagonista a Lew Archer. El miedo siempre ha sido espectacular. La muerte siempre ha sido espectacular. Son dos de las constantes humanas. Pero sólo el autor de relatos de horror y sobrenaturales le abre al lector las compuertas de la identificación y la catarsis. Quienes abordan el género con una pequeña noción de lo que hacen, saben que todo el campo del horror y lo sobrenatural es una especie de pantalla de filtración tendida entre el consciente y el inconsciente: la ficción de horror se parece a una estación central de Metro implantada en la psique humana entre la raya azul de lo que podemos internalizar sin peligro y la raya roja de aquello que debemos expulsar de una manera u otra.
    Cuando usted lee una obra de horror, no cree realmente lo que lee. No cree en vampiros, hombres lobos, camiones que arrancan repentinamente y que se conducen solos. Los horrores en los que todos creemos son aquéllos sobre los que escriben Dostoievski y Albee y MacDonald: el odio, la alienación, el envejecimiento a espaldas del amor, el ingreso tambaleante en un mundo hostil sobre las piernas inseguras de la adolescencia. En nuestro auténtico mundo cotidiano somos a menudo como las máscaras de la Comedia y la Tragedia, sonriendo por fuera, haciendo muecas por dentro. En algún recoveco interior hay un interruptor central, tal vez un transformador, donde se conectan los cables que conducen a esas dos máscaras. Y es en ese lugar donde el relato de horror da tan a menudo en el blanco.
    El autor de narraciones de terror no es muy distinto del devorador de pecados gales, que presuntamente cargaba sobre sí las trasgresiones de los queridos difuntos al compartir sus alimentos. El relato de abyecciones y terror es una cesta llena de fobias. Cuando el autor pasa de largo, usted saca de la cesta uno de los horrores imaginarios y coloca dentro uno de los suyos propios, auténtico…, por lo menos durante un tiempo.
    En la década del 50 hubo una extraordinaria proliferación de películas de insectos gigantes: Them!, The Beginning of the End, The Deadly Mantisy así sucesivamente. Casi siempre, a medida que avanzaba la película, descubríamos que estos mulantes espantosos y descomunales eran producto de las pruebas atómicas realizadas en Nuevo México o en atolones desiertos del Pacífico (y en la más reciente Horror of Party Beachque podría haberse subtitulado
Armagedón sobre la manta de playalos culpables eran los residuos de los reactores nucleares). En conjunto, las películas de grandes insectos forman una configuración innegable, una nerviosa gestalt del terror de todo un país frente a la nueva era que había inaugurado el Proyecto Manhattan. En una etapa posterior de la misma década hubo un ciclo de películas de terror con adolescentes, que se inició con I Was a Teen-Age Werewolfhistoria de un hombre lobo adolescente, y que culminó con epopeyas como Teen-Agers from Outer Space yThe Blob, donde un Steve McQueen imberbe, ayudado por sus amigos adolescentes, se batía contra una especie de mutante de gelatina. En una época en que cada revista semanal contenía por lo menos un artículo sobre la ola creciente de delincuencia juvenil, las películas de terror con adolescentes expresaban la incertidumbre de todo un país respecto de la revolución juvenil que ya entonces estaba fermentando. Cuando usted veía cómo Michael Landon se transformaba en un hombre lobo con la chaqueta adornada por las iniciales de una escuela secundaria, aparecía un nexo entre la fantasía de la pantalla y sus propias ansiedades latentes respecto del golfo motorizado con el que salía su hija. A los mismos adolescentes (yo era uno de ellos y hablo por experiencia propia), los monstruos que nacían en los estudios arrendados de American-International les daban una oportunidad de ver a alguien aún más feo de lo que ellos mismos creían ser. ¿Qué eran unos pocos granos de acné comparados con esa cosa bamboleante que había sido un estudiante de la escuela secundaria en I Was a Teen-Age FrankensteinEste ciclo también expresaba otro sentimiento que alimentaban los jóvenes, a saber, que sus mayores les oprimían y menospreciaban injustamente, que sus padres sencillamente «no les entendían». Las películas se ceñían a fórmulas (como tantas obras de ficción terrorífica, escritas o filmadas), y lo que la fórmula reflejaba con más nitidez era la paranoia de toda una generación, una paranoia que era producto, en parte, de todos los artículos que leían sus padres. En las películas, un espantoso monstruo cubierto de verrugas amenaza Elmville. Los chicos lo saben, porque el platillo volante aterrizó cerca del rincón de los enamorados. En la primera parte, el monstruo verrugoso mata a un anciano que viaja en una camioneta (el papel del anciano era interpretado infaliblemente por Elisha Cook, Jr.). En las tres escenas siguientes, los chicos tratan de convencer a sus mayores de que el monstruo verrugoso anda realmente por allí. «¡Largaos de aquí antes de que os encierre a todos por salir tan tarde de vuestras casas!», gruñe el jefe de Policía de Elmville un momento antes de que el monstruo se deslice por la calle Mayor, sembrando la desolación a diestra y siniestra. Al fin son los chicos espabilados los que terminan con el monstruo verrugoso, y después se van a la cafetería a sorber malteados de chocolate y a menearse al son de una melodía inolvidable mientras los títulos de crédito desfilan por la pantalla.
    He aquí tres posibilidades distintas de catarsis en unsolo ciclo de películas, lo cual no está mal si se piensa que aquéllas eran epopeyas baratas que generalmente se filmaban en menos de diez días. Y no era que los guionistas, productores y directores de aquellas películas quisieran lograr ese objetivo. Ocurre, sencillamente, que el relato de horror se desarrolla con la mayor naturalidad en ese punto de contacto entre el consciente y el inconsciente, en el lugar donde la imagen y la alegoría prosperan espontáneamente y con los efectos más devastadores. Existe una línea directa de evolución entre I Was a Teen-Age Werewolf, por un lado, y La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, por otro, y entre TeenAge Monster, por un lado, y la película
Carne de Brian De Palma, por otro.
    La gran ficción de horror es casi siempre alegórica. A veces la alegoría es premeditada, como en Rebelión en la granja 1984,
y en otras ocasiones es casual: J.R.R. Tolkien juró vehementemente que el Oscuro Amo de Mordor no era Hitler disfrazado, pero las tesis y los ensayos que sostienen precisamente eso se suceden sin parar…, quizá porque, como dice Bob Dylan, cuando uno tiene muchos cuchillos y tenedores es inevitable que corte algo.
    Las obras de Edward Albee, de Steinbeck, de Camus, de Faulkner, giran alrededor del miedo y la muerte, y a veces del horror, pero generalmente estos escritores de primera línea los abordan en términos más normales y realistas. Sus obras están encuadradas en el marco de un mundo racional: son historias que «podrían suceder». Viajan por la línea de Metro que atraviesa el mundo exterior. Hay otros autores —James Joyce, nuevamente Faulkner, poetas como T.S. Eliot, Sylvia Plath y Anne Sexton— cuya obra se sitúa en el territorio del inconsciente simbólico. Viajan en la línea de Metro que se introduce en el panorama interior. Pero el autor de narraciones de terror está casi siempre en la terminal que une estas dos líneas, por lo menos cuando da en el blanco. En sus mejores momentos nos produce a menudo la extraña sensación de que no estamos totalmente dormidos ni despiertos, de que el tiempo se estira y se ladea, de que oímos voces pero no captamos las palabras ni la intención, de que el ensueño parece real y la realidad onírica.
    Se trata de una terminal extraña y maravillosa. La Casa de la Colina se levanta allí, en ese lugar donde los trenes corren en ambas direcciones, con sus puertas que se cierran prudentemente; allí está la mujer de la habitación con el empapelado amarillo, arrastrándose por el piso con la cabeza apoyada contra esa tenue mancha de grasa; allí están los vendedores ambulantes que amenazaron a Frodo y Sam; y el modelo de Pickman; el wendigo; Norman Bates y su madre terrible. En esta terminal no hay vigilia ni sueños, sino sólo la voz del escritor, baja y racional, disertando sobre la forma en que a veces la sólida trama de las cosas se deshace con alarmante brusquedad. Le dice que usted quiere contemplar el accidente de carretera, y sí, tiene razón, eso es lo que usted quiere. Hay una voz muerta en el teléfono…, algo detrás de los muros de la vieja casona que suena como si fuera más grande que una rata…, movimientos al pie de la escalera del sótano. El escritor quiere que usted contemple todas estas cosas y muchas más. Quiere que apoye las manos sobre la forma que se oculta debajo de la sábana. Y usted quiere apoyar las manos allí. Sí.
    Éstos son, a mi juicio, algunos de los efectos del relato de horror. Pero estoy firmemente convencido de que debe surtir otro efecto, y éste sobre todos los otros: Debe narrar un argumento capaz de mantener hechizado al lector o al escucha durante un rato, perdido en un mundo que nunca ha existido, que nunca ha podido existir. Debe ser como el invitado a la boda que detiene a uno de cada tres. Durante toda mi vida de escritor me he mantenido fiel a la idea de que, en la ficción, el mérito del argumento tiene prioridad sobre todas las otras facetas del oficio de escritor: ni la descripción de los personajes, ni el tema, ni la atmósfera valen nada si el argumento es aburrido. Y si el argumento se apodera del lector o el escucha, todo lo demás se puede perdonar. Mi cita preferida, en este contexto, proviene de la pluma de Earl Rice Burroughs, a quien nadie postularía como Gran Escritor Mundial, pero que conocía a fondo los méritos de un buen argumento. En la primera página de The Land That Time Forgot, el narrador encuentra un manuscrito en una botella. El resto de la novela es la transcripción de ese manuscrito. El narrador dice: «Leed una página, y os olvidaréis de mí.» Es un compromiso que Burroughs hace valer. Muchos autores de mayor talento que él no lo han conseguido.
    En resumen, amable lector, he aquí una verdad que hace rechinar los dientes al escritor más fuerte: nadie lee el prefacio del autor, excepto tres grupos de personas. Las excepciones son: primero, los parientes próximos del escritor (generalmente su esposa y su madre); segundo, el representante acreditado del escritor (y los diversos correctores y supervisores), cuyo interés principal consiste en verificar si alguien ha sido difamado en el curso de las divagaciones del autor; y tercero, aquellas personas que han ayudado al autor a salirse con la suya. Éstas son las personas que desean comprobar si la egolatría del autor se ha inflado hasta el extremo de permitirle olvidar que no lo ha hecho todo por sí solo.
    Otros lectores suelen pensar justificadamente, que el prefacio del autor es una imposición grosera, un anuncio de varias páginas de extensión destinado al autobombo, aún más agravante que la publicidad de cigarrillos que ha proliferado en las páginas centrales de los libros de bolsillo. La mayoría de los lectores vienen a ver el espectáculo, no a mirar cómo el director de escena saluda delante de las candilejas. Una vez más, justificadamente.
    Ahora me retiro. El espectáculo no tardará en empezar. Entraremos enesa habitación y tocaremos la forma oculta bajo la sábana. Pero antes de irme, quiero distraer sólo dos o tres minutos más de su tiempo para dar las gracias a algunas de las personas de los tres grupos arriba citados… y de un cuarto. Tengan paciencia mientras doy algunos testimonios de gratitud:
    A mi esposa, Tabitha, mi mejor crítica y la más implacable. Cuando mi obra le parece buena, lo dice; cuando piensa que he metido la pata, me sienta de culo con la mayor amabilidad y ternura posibles. A mis hijos, Naomi, Joe y Owen, que han sido muy tolerantes con las extrañas actividades que su padre ha desarrollado en la habitación de abajo. Y a mi madre, que falleció en 1973, y a la que está dedicado este libro. Me alentó sistemáticamente y sin flaquear, siempre supo encontrar cuarenta o cincuenta céntimos para el sobre de retorno, obligadamente provisto de sellos y completado con sus propias señas, y nadie —ni siquiera yo mismo— se sentía más satisfecho cuando yo «rompía la barrera».
    Dentro del segundo grupo, le estoy particularmente agradecido a mi supervisor, William G. Thompson de «Doubleday and Company», que ha trabajado pacientemente conmigo, que ha soportado diariamente mis llamadas telefónicas con permanente buen humor, que hace algunos años fue amable con un escritor carente de antecedentes, y que desde entonces no ha descuidado a dicho escritor.
    El tercer grupo incluye a las personas que compraron por primera vez mis obras: Robert A.W. Lowndes, que adquirió los dos primeros cuentos que vendí en mi vida; Douglas Alien y Nye Willden de la «Dugent Publishing Corporation», que compraron muchos de los otros que los siguieron para Cavalier y Geni, en aquellos días difíciles cuando a veces los cheques llegaban justo a tiempo para evitar lo que las compañías de electricidad designan con el eufemismo de «interrupción de servicio»; Elaine Geiger y Herbert Schnall y Carolyn Stromberg de New American Library; Gerard Van der Leun de
Penthouse y Harry Deinstfrey de Cosmopolitan. A todos vosotros, gracias.
    Hay un último grupo al que me gustaría transmitir mi agradecimiento, y lo componen todos y cada uno de los lectores que alguna vez aligeraron su billetera para comprar algo que yo había escrito. En muchos sentidos este libro les pertenece, porque indudablemente no se podría haber escrito sin ustedes. Gracias, pues.
    El lugar donde me encuentro aún está oscuro y lluvioso Es una excelente noche para esto. Hay algo que les quiero mostrar, algo que quiero que toquen. Está en una habitación no lejos de aquí…, en verdad, está casi a la misma distancia que la próxima página.
    ¿Vamos allá?

    Bridgton, Maine 27 de febrero de 1977


No hay comentarios:

Publicar un comentario