miércoles, 27 de diciembre de 2023

Visitas al Cementerio de animales

Stephen King

 


Visitas al

Cementerio

de animales

MARIANA ENRIQUEZ

Junio de 2019

Más que una novela de horror sobre seres que resucitan, Pet sematary –recién llevada al cine por segunda vez– es una historia sobre el duelo: sobre qué pasa cuando vivir es insoportable, pero morir es inconcebible.

Recibí Cementerio de animales como regalo de Nochebuena. Yo tenía diez años y mi tío, el hermano de mi padre, me lo obsequió porque era un best- seller y él, poco interesado en la literatura y menos aún en la literatura para niños y adolescentes, pensó que podía ser adecuado. La edición tenía un gato de ojos verdes en la tapa. También un hombre con una persona en brazos, aparentemente muerta o desmayada, pero esa figura no se veía muy bien; quizá a él no le pareció inquietante.

Empecé a leerlo la mañana de Navidad. Leí todo el día, paré para comer las sobras de la cena de Nochebuena, y al atardecer, ante una página particularmente brutal, arrojé el libro al suelo. Es mi recuerdo de lectura más vívido, iniciático y definitivo. Cuando expulsé ese libro de mis manos como si se tratara de un insecto venenoso supe que quería escribir, y entendí el inmenso poder de la ficción, lo verdadera que podía ser. Antes de esa Navidad, nunca había tenido una sensación física con la literatura.

Nunca antes ese miedo, ese asco, esa sorpresa, ese horror sagrado.

Cementerio de animales es una novela malsana. El pro- pio Stephen King reconoce que le provoca rechazo porque, incluso para sus estándares, es demasiado oscura. La historia no tiene ni un poco de esperanza, dice él. Tiene razón. Es despiadada. El título original, con su ortografía defectuosa, Pet sematary –así escrita por los niños que entierran a sus mascotas–, habla mejor de la esencia primaria y balbuceante del libro. Para King, fue una reescritura del clásico cuento de terror “La pata del mono” de W. W. Jacobs, el caso más extremo de la advertencia “Cuidado con lo que deseas”.

Lo que más deseamos, por supuesto, es levantar a los muertos. No importa si se es religioso o no: hasta el individuo más devoto sabe, en el fondo, que la promesa de vida eterna es, al menos, vaga. Y que la muerte es tan natural como injusta. Cementerio de animales es un libro furioso de alguien aterrorizado ante la muerte.

Cuando lo escribió, la familia de King y la de los protagonistas se reflejaban: padre, madre, dos hijos, uno de ellos muy pequeño. Los King y los Creed eran familias en espejo.

La historia de la novela: Louis Creed y su esposa, Rachel, deciden mudarse a una zona residencial de Maine, cerca del pueblo de Ludlow. Él es médico y trabajará en el campus de la universidad. La casa nueva queda cerca del bosque y de la carretera, en una encrucijada entre lo más violento de la vida moderna: por un lado el tráfico incesante de camiones letales como misiles, por el otro el misterio de la tierra y los árboles, de los seres eternos y la magia antigua que los indígenas debieron dejar atrás, víctimas de los colonizadores.

Detrás de la casa está el cementerio de mascotas que le da título al libro. Louis y el vecino de enfrente, Jud Crandall, tratan de fingir que es un paraje triste pero delicioso, donde la gente se despide de sus amigos: hasta hay tumbas para pececitos dorados, se ríen. Rachel, la esposa, es la única sincera. Odia el lugar. Le recuerda la muerte horrible y dolorosa de su hermana mayor, Zelda, que agonizó entre orines y gritos en la casa familiar, enferma de meningitis espinal. No existen los enfermos heroicos, le dice Louis cuando ella sufre flashbacks, cuando se le aparece aquella niña retorcida en una cama, loca y deforme. Nadie sufre en silencio, todos quieren repartir el dolor.

La muerte está por todos lados en la novela, es una infección, se impregna como el olor de la descomposición. Missy, la empleada doméstica, se suicida cuando descubre que tiene cáncer. No quiere sufrir. En su primer día de trabajo, Louis recibe a un joven accidentado, con la cabeza destrozada, Victor Pascow. Será, pronto, el fantasma bueno, el que advierte, el que quiere evitar la inevitable maldición. Norma, la esposa del vecino, sufre un ataque cardiaco. Todos indicios hasta que muere, atropellado por uno de los camiones torpedo, el gato de la familia, Church. Ellie Creed, la hija, lo ama con locura y Louis sabe además que Rachel, la madre, no puede hablarle a la niña de la muerte. Louis le cuenta su dilema doméstico al veci- no y se desata el infierno. Jud decide llevar a Louis al verdadero cementerio, el que queda detrás del de mascotas, dentro del bosque, en un terreno pedregoso y hostil. Un cementerio de ruinas circulares: las tumbas están marcadas por piedras. Llegan en un viaje alucinante y fantasmal: transitan un terreno que ya no es de este mundo. Louis entierra al gato allí, como Jud le indica. Lo hace en una especie de trance, hipnotiza- do por el espíritu del lugar. Intuye, cuando cava en la piedra, que esa tierra está hechizada pero sigue adelante y se arroja a los brazos de la muerte con inconsciencia y con cierto placer. El cementerio circular es un sitio místico de la tribu micmac y la trama enlaza con el mito del wendigo, un espíritu caníbal de los bosques. Aunque es una trama poderosa, porque es evidente la dimensión política anticolonial, que defiende las creencias y vidas de los nativos americanos, no es tan crucial en términos de perturbación. Es una muy inteligente referencia al horror folk. Pero no es lo que da miedo en Cementerio de animales. Lo que importa es que Louis se contagia de la mano de Jud, que antes de morir debe transmitir el secreto como la peste que es, no para liberarse, sino porque el lugar maldito se lo exige. El lugar se alimenta de dolor y necesita del sufrimiento de Louis.

El gato muerto vuelve, vivo, en pocos días. Apesta y rasguña, pero por lo demás no está tan cambiado. Es un tramposo o, mejor dicho, el espíritu que lo habita hace trampa. Ha vuelto un poco distinto. Eso es sopor- table, ¿no? Que quien amamos vuelva de la muerte con algunas diferencias no es un precio tan alto. Poco después, un camión atropella y destroza al hijo menor de Louis, Gage, de tres años. El chiquito sale corriendo hacia la carretera, y recibe el impacto de la velocidad y la fuerza de la máquina. Louis no llega a tiempo de salvarlo, aunque corre tras él.

No creo que haya muchas novelas “literarias” que relaten el duelo como lo hace Cementerio de animales. Su peso de plomo, su sensación de ahogo, el dolor en el cuerpo, el ardor en los ojos, el cansancio supremo, el odio, el auténtico odio ante el fin de una vida dorada y lo insoportable de las estúpidas exhortaciones a seguir adelante, aprender y hacerse fuerte. La muerte de Gage es inexplicable e imperdonable. Cuando Louis lo desentierra, la intimidad del acto, su ternura, son tan inigualables como perversas. Y su entierro en el cementerio resurreccionista es, en consecuencia, inevitable, porque Louis, después de la muerte del hijo, se ha convertido en un rebelde. Se enfrenta a la naturaleza; se enfrentaría a Dios si fuese un hombre religioso (y de alguna manera lo hace, aunque no crea en Él). Por supuesto, las consecuencias de sus actos son desastrosas, pero intentar revivir a su hijo es un acto noble. Stephen King no castiga a Louis. Está de su lado. King también se enfrenta al orden natural de las cosas. Lo desprecia. Le teme.

Esta es su novela más oscura porque quizá sea la más sincera y la más auténtica. Él mismo confiesa que es la única que le da miedo. Durante mucho tiempo estuvo en un estante de su casa: la consideraba dema- siado oscura para ser publicada. Cuando se editó, no hubo campaña de marketing y King no dio entrevistas (se publicó en 1983, después de éxitos enormes como El resplandor Carrie). Supuestamente esta actitud se debió a un cambio de editorial: este es el libro que le dejó a Doubleday antes de irse: por contrato, debía entregarles una novela más. Así que la falta de interés, dice, se debió a que fue un libro casi descartado para una editorial con la que estaba enojadísimo por temas de regalías. Pero quizá él no quería hablar de la novela porque le resultaba demasiado cercana. Stephen King vivió en una casa cerca de la carretera y un camión mató al gato de su hija. La charla que tuvo con ella sobre la muerte le disparó la trama cuando imaginó qué pasaría si el siguiente muerto en la carretera fuese su hijo más pequeño, Owen. En esa casa había un pequeño cementerio de mascotas, donde escribió algunas páginas. Todo el horror de amar y ser responsable de haber dado vida está en esta novela macabra. Es natural que él no la tolere. En una entrevista que concedió un año después de la publicación, dijo: “Si las cosas se hubieran dado como yo lo deseaba, no habría publicado Cementerio de animales. No me gusta. Es un libro terrible. No en términos de escritura, sino por cómo cae en espiral hacia la oscuridad. Parece querer decir que nada funciona y nada vale la pena. Y yo no creo en eso.”

Cementerio de animales no es, por supuesto, una novela sobre zombis. Es una novela sobre revenants: sobre resucitados, revenidos, regresados. Está más cerca de Lázaro que de La noche de los muertos vivientes. Los resucitados no son metáforas belicistas ni de otredad; no son un signo del fin de los tiempos. Son la materialización del deseo más oscuro y más claro. Son la promesa imposible de la vida y la conciencia en este plano, no en paraísos lejanos. 

Son una herejía y un anhelo. Son lo que no se atreve a hacer Victor Frankenstein cuando el monstruo asesina a su prometida Elizabeth Lavenza. Desea hacerlo, sin embargo. Ese deseo latente en el libro se encarna en la versión cinematográfica de Kenneth Branagh, estrenada en 1994: Elizabeth es arrancada de la muerte por Victor pero su cuerpo revenido está desesperado, es el de una suicida que ha sido reanimada solo para volver a morir. En “Persephone the wanderer”, la poeta Louise Glück escribía: “La primavera volverá / basada en una false- dad: / que los muertos regresan.” Orfeo no puede sacar a Eurídice del Inframundo. Llega hasta ella, negocia con Hades y Perséfone (que sí vuelve: con su regreso, cada año, vuelven la vida y el color), le permiten intentarlo y solo tiene que evitar una cosa, un pequeño detalle: mirar atrás, verle la cara a la mujer amada, comprobar que, en efecto, es capaz de salvarla. No puede, se da vuelta y la pierde para siempre. Y después él mismo es destrozado por las bacantes, que lo escuchan cantar. Furiosas, solo dejan intacta su cabeza.

Cementerio de animales fue llevada al cine dos veces. La primera versión, de 1989, es extraordinaria. La dirigió Mary Lambert y es un clásico sin pretensiones que desborda inteligencia y decisiones correctas. Lambert no tiene compasión. El funeral de Gage está reproducido en doloroso detalle: vemos la pelea entre padre y abuelo –el abuelo reprocha el descuido– y cómo los hombres rozan el pequeño ataúd que, por un momento, se abre y deja ver el cuerpo en su trajecito negro: sabemos que está cosido, que ha sido destrozado. El detalle también está en la novela, y es de una crueldad sádica. Pero ¿acaso no es cruel que un camión despedace a un chico de tres años? Zelda, la hermana enferma de Rachel, es una pesadilla en el libro y en la película no está a la altura, pero la interpretación y el maquillaje son dignísimos. Victor Pascow, el fantasma bien intencionado pero aterrador, llegó a estar en el póster de la película y es comprensible: la cami- nata por el cementerio de noche, ese paseo espectral que hace con Louis para advertirle que nunca vaya al cementerio de tierra pedregosa, es memorable, una de las secuencias emblemáticas del cine de terror. Pero la gran maravilla es el enorme actor Fred Gwynne que interpreta a Jud, el vecino ambiguo, conversador y amistoso, pero con un lado oscuro evidente a simple vista. Gwynne es famoso por su papel de Herman Munster en la clásica comedia Los Munsters, pero en Cementerio de animales es pura amenaza con su voz pro- funda y sus ojos pálidos, el cuerpo alto, la sonrisa torcida. Es un hombre que ha visto caminar a los muertos y volverá a verlos, porque jugar a ser dios es adictivo.

Nunca tendrían que haber hecho el remake de esta película, porque es perfecta, pero lo hicieron.

Cementerio de animales 2019 falla en absolutamente todo. Conserva el clima de horror folk del cementerio de mascotas y su aspecto de ruina moderna, pero todas las otras decisiones son cobardes. No muere el niño pequeño, sino la hija púber y vuelve casi como una zombi tranquila que puede pegar patadas con su vestido blanco, una vuelta de tuerca que podría ser interesante, rápidamente arruinada porque Ellie ni siquiera parece muerta y se intuye una intención de girl power tan injertada que es vergonzoso. Zelda es otro desastre y su muerte, de tan complicada, resul- ta incomprensible, cuando en el libro sencillamente se ahoga, como les suele suceder a los enfermos terminales, y su hermana no puede y, más importante, no quiere ayudarla, porque quiere deshacerse de esa carga, de los pañales, del sufrimiento, de cuidar para la muerte. El actor que interpreta a Jud hace una com- posición trivial. Victor Pascow, interpretado por un actor de color en otra concesión innecesaria –si querían un elenco diverso, había variantes más contundentes–, está reducido a escenas mínimas, todas mal resueltas. Cementerio de animales 1989 demostró que se podía filmar uno de los libros más brutales e inso- portables jamás escritos. La versión de 2019 demuestra que cualquier cosa puede volverse tonta, lavada y despojada de su fuerza original si se realiza sin pasión, sin ganas y sin entender con qué material enfermizo se lidia. Esta no es una historia sobre “¡booo!, los muertos vuelven”. Es una historia sobre el duelo: sobre qué pasa cuando vivir es insoportable, pero morir es inconcebible.

No estamos en paz con la muerte, dice Cementerio de animales. Eso lo decimos cuando fingimos estabilidad emocional, cuando nos mentimos a nosotros mismos afirmando que sintonizamos con un universo vacío y despiadado. Cuando la muerte nos toca, también somos capaces de ir al cementerio detrás del cemente- rio, en los bosques. El título de la novela es engañoso. Nos habla de un lugar de reconciliación y recuerdo, donde vamos a revivir aquellas mordidas cariñosas de nuestro perro de la infancia o los ronroneos de nuestra gata vieja y adorada. Pero es una fachada. En la novela, el cementerio de mascotas funciona como una carnada sentimental para hundirnos en la desesperación. Ya no se publican libros tan desafiantes, que no dan tregua ni alivio; que ni siquiera piensan en el lector más que para tomarlo de la mano y decirle, vamos por acá, esto es el infierno, y está tan, tan cerca. 

MARIANA ENRIQUEZ (Buenos Aires, 1973) es escritora. Entre sus libros más recientes se encuentran Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) y Los peligros de fumar en la cama (reeditado también por Anagrama en 2017).




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