miércoles, 27 de diciembre de 2023

Stephen King / Cementerio de animales / El gato ha vuelto

 

Garras
2023
Foto de Triunfo Arciniegas


Stephen King
CEMENTERIO DE ANIMALES
(El gato ha vuelto)

22

 * * *
    «Fue como pasar la película al revés», pensó Louis un rato después, cuando salieron del bosque a la explanada situada detrás de su casa. No sabía cuánto tiempo habían estado fuera. Se había quitado el reloj cuando se acostó después de comer, y lo dejó en el alféizar de la ventana, al lado de la cama. Sólo sabía que estaba reventado, molido. No recordaba haberse sentido tan cansado desde el primer día que trabajó con una cuadrilla del servicio de limpieza de Chicago un verano, hacía dieciséis o diecisiete años.


    Regresaron por el mismo camino, pero Louis recordaba muy poco del trayecto. Había tropezado cuando cruzaban el montón de troncos, eso lo recordaba: salió disparado hacia adelante y, absurdamente, le vino a la memoria una frase de "Peter Pan": «Oh, Jesús, dejé escapar mis alegres pensamientos y ahora me caigo», pero allí estaba la mano de Jud, firme y recia, e instantes después pasaban junto a la última morada del gato "Smucky", de "Trixie" y de "Marta, nuestra conejita" y entraban en el sendero que Louis recorriera no sólo con Jud, sino con toda su familia.
    Le parecía ahora que, casi insensiblemente, había tenido presente el sueño de Víctor Pascow que provocó su episodio de sonambulismo, pero sin encontrar ningún punto de enlace entre aquel paseo y la expedición de hoy. También comprendía que la aventura había sido peligrosa, realmente peligrosa. Y lo de menos era que se hubiera llagado las manos mientras se hallaba en un estado casi de sonambulismo. Podía haberse matado al pasar por los troncos. Podían haberse matado los dos. Costaba trabajo asociar semejante conducta con la sensatez. El estado de agotamiento en que se encontraba, lo atribuía al aturdimiento y al disgusto causado por la muerte de un animal querido de toda la familia.
    Y, al cabo de un rato, ya estaban otra vez en casa.
    Juntos se acercaron a la casa, sin decir nada, y se pararon en la entrada de coches. El viento rugía y silbaba. Sin una palabra, Louis tendió el pico a Jud.
    —Será mejor que entre en casa cuanto antes —dijo Jud al fin—. De un momento a otro, Louella Bisson y Ruthie Parks traerán a Norma y ella se extrañaría de no encontrarme.
    —¿Tienes hora? —preguntó Louis. Le sorprendía que Norma no estuviera ya en casa. Sus músculos le decían que debía de ser más de medianoche.
    —Aja. Llevo la cuenta del tiempo mientras estoy vestido. Luego, lo dejo escapar.
    Extrajo un reloj del bolsillo del pantalón y lo abrió.
    —Son más de las ocho y media —dijo cerrándolo de nuevo con un chasquido.
    —¿Las ocho y media? —repitió Louis estúpidamente—. ¿Nada más?
    —¿Qué hora creías tú que era? —preguntó Jud.
    —Más tarde.
    —Hasta mañana, Louis —dijo Jud dando media vuelta.
    —Jud.
    El viejo volvió la cabeza, con un leve gesto de interrogación.
    —Jud, ¿qué es lo que hemos hecho esta noche?
    —¿Qué? Enterrar al gato de tu hija.
    —¿Eso es todo?
    —Todo. Eres buena persona, Louis, pero haces demasiadas preguntas. A veces uno tiene que hacer lo que cree que es justo. Lo que el corazón le dice que es justo. Y si, después de hacerlo, uno no se siente del todo bien, como si tuviera indigestión, pero no en el buche, sino en la cabeza, entonces empieza a hacer preguntas y a pensar que quizá se ha equivocado. ¿Sabes lo que quiero decir?
    —Sí —respondió Louis, pensando que Jud debía de haberle leído el pensamiento mientras cruzaban la explanada, hacia las luces de la casa.
    —Pero quizá se les escapa que, antes de dudar de sí mismos, deberían desconfiar de sus propias dudas —dijo Jud mirándole fijamente—. ¿Tú qué opinas, Louis?
    —Opino que tal vez tengas razón —dijo Louis lentamente.
    —Y en cuanto a lo que uno siente en su corazón, no es muy bueno hablar de ello, ¿verdad?
    —Depende…
    —No —dijo Jud, como si Louis se hubiera mostrado plenamente de acuerdo—. No es bueno. —Y con aquella voz serena, firme e implacable, aquella voz que daba escalofríos a Louis, agregó—: Esas cosas son secretos. Se supone que son las mujeres las que mejor guardan los secretos, y algunos tendrán, pero cualquier mujer sensata te dirá que nunca ha podido averiguar lo que hay en el fondo del corazón del hombre. El fondo del corazón del hombre es árido, Louis, como el suelo de ese viejo cementerio micmac de ahí arriba. Es casi roca viva. El hombre cultiva lo que puede…, y lo cuida.
    —Jud…
    —No hagas preguntas, Louis. Acepta los hechos y déjate llevar por tu corazón.
    —Pero…
    —Pero nada. Acepta los hechos, Louis, y déjate llevar por tu corazón. Esta vez lo que hemos hecho está bien… Por lo menos, así lo espero por mi vida… Otra vez puede estar rematadamente mal.
    —¿No me contestarás ni a una pregunta?
    —Según lo que sea.
    —¿Cómo conociste ese sitio? —La pregunta se le ocurrió durante el regreso, al especular sobre si el propio Jud no tendría sangre micmac, aunque no lo parecía; su aspecto no podía ser más anglosajón.
    —Anda, pues por Stanny B. —dijo Jud con gesto de sorpresa.
    —¿Él tehabló del cementerio?

    —No —dijo Jud—. No es un lugar del que uno habla por las buenas. Allí enterré yo, cuando tenía diez años, a mi perro "Spot" que se arañó con un alambre de espino oxidado mientras perseguía a un conejo. La herida se infectó y lo mató.
    Allí había algo que no encajaba con lo que Louis había oído antes; pero el cansancio no le permitía pensar con claridad. Jud no dijo más, sólo le miraba con sus impenetrables ojos de anciano.
    —Buenas noches, Jud.
    —Buenas noches.
    El anciano cruzó la carretera cargado con el pico y la pala.
    —¡Gracias! —gritó impulsivamente Louis.
    Jud no volvió la cabeza; sólo levantó una mano, para indicar que le había oído.
    De pronto, en la casa, empezó a sonar el teléfono.
    Louis echó a correr haciendo una mueca por el dolor que se le despertó en muslos y caderas; pero cuando entró en la caldeada cocina, el aparato había llamado ya seis o siete veces y, en el momento en que Louis le puso la mano encima, enmudeció. Él contestó a pesar de todo, pero sólo se oía el zumbido de la señal para marcar.
    «Era Rachel —pensó—. Ahora mismo la llamo.»
    Pero de repente le parecía un trabajo excesivo tener que marcar, intercambiar unas envaradas frases con la madre —o, peor aún, con el padre esgrimidor de talonarios—, esperar a que se pusiera Rachel…, y luego Ellie. Porque la niña aún estaría levantada; era una hora antes en Chicago. Y Ellie le preguntaría por Church.
    «Está divinamente. Lo atropelló un camión de la Orinco. No sé por qué, estoy seguro de que ha sido un Orinco. Si no, sería una incongruencia, no sé si me entiendes. ¿Que no? Bueno, no importa. Murió en el acto, pero no quedó desfigurado. Jud y yo lo hemos enterrado en el cementerio micmac de la montaña… Una especie de anexo de Pet Sematary, como si dijéramos. El camino es chulísimo, tesoro. Cualquier día te llevo, para que pongas unas flores en la tumba, o sea, en el cairn. Pero eso, cuando se hielen las arenas movedizas y los osos se hayan ido a dormir para todo el invierno.»
    Louis colgó el teléfono, cruzó hacia el fregadero y llenó la pila de agua caliente. Se quitó la camisa y se lavó. A pesar del frío, había sudado como un cerdo y a eso olía, a cerdo.
    Había restos de asado de carne en el frigorífico. Louis los cortó en lonchas que puso sobre una rebanada de pan y agregó dos rodajas de cebolla. Se quedó contemplando unos momentos el plato y luego lo roció de ketchup y lo cubrió con otra rebanada de pan. Si Rachel y Ellie hubieran estado allí, habrían fruncido la nariz con idéntica mueca de repugnancia: ¡púa, qué basto!
    «Pues ustedes se lo pierden, señoras —pensó Louis con vivo regodeo, mientras devoraba el bocata. Estaba de fábula—. Dice Confucio que quien huele como un cerdo come como un lobo», pensó sonriendo. Hizo bajar el bocadillo con varios tragos de leche que bebió directamente del cartón —otra costumbre que Rachel detestaba—, subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama sin cepillarse los dientes. El dolor muscular se había reducido a un hormigueo que casi resultaba grato.
    El reloj seguía donde lo había dejado. Louis miró la hora. Las nueve y diez. Increíble.
    Louis apagó la luz, se volvió de lado y se quedó dormido.
    * * *
    Se despertó a eso de las tres de la madrugada y se levantó para ir al baño. Mientras orinaba, haciendo guiños a la blanca luz fluorescente del cuarto de baño, de pronto cayó en la cuenta de qué era lo que no concordaba, y sus ojos se agrandaron. Era como si dos piezas que debían encajar entre sí hubieran chocado rebotando.
    Aquella noche, Jud le había dicho que su perro murió cuando él tenía diez años: murió de la infección de las heridas que se produjo con un alambre de espino oxidado. Pero aquel día de finales de verano, en que subieron todos juntos a Pet Sematary, Jud dijo que su perro había muerto de viejo y que estaba enterrado allí…, hasta señaló la estela de la que el tiempo había borrado la inscripción.
    Louis descargó el depósito, apagó la luz y volvió a la cama. Había otra discrepancia… y la descubrió enseguida. Jud había nacido con el siglo y aquel día, en el cementerio, dijo a Louis que su perro murió durante el primer año de la Gran Guerra. Si se refería al primer año de guerra en Europa, Jud tenía entonces catorce y, si había querido decir el primer año de guerra para Estados Unidos, diecisiete.
    Pero esta noche dijo que tenía diez años cuando murió "Spot".
    «Bueno, Jud es un viejo, y a veces los viejos se hacen un lío con las fechas —pensó Louis, intranquilo—. Él mismo dice que se ha vuelto olvidadizo, que a veces le cuesta trabajo dar con nombres y direcciones que antes se sabía de memoria y que hay días en los que al levantarse no se acuerda de lo que la víspera había proyectado hacer. De todos modos, para su edad eso no es nada…, no llega a senilidad, sólo son pequeños despistes. No tiene nada de particular que una persona olvide la edad de un perro que murió hace más de setenta años. Ni de qué murió. No le des más vueltas, Louis.»
    Pero no podía volver a quedarse dormido. Se quedó despierto mucho rato, sintiendo el vacío de la casa y oyendo silbar el viento en los aleros.
    De pronto, se durmió sin darse cuenta; así debió de suceder porque, cuando ya iba a caer, le pareció oír unos pies descalzos que subían lentamente la escalera y pensó: «Déjame en paz, Pascow, déjame en paz. Lo hecho, hecho está y los muertos, muertos.» Y las pisadas se extinguieron.
    Aunque, a medida que iban acortándose los días, ocurrieron otras muchas cosas inexplicables, Louis no volvió a ser molestado por el espectro de Pascow, ni despierto ni dormido.

23
    Se despertó a las nueve de la mañana. Por las ventanas orientadas al este entraba un sol resplandeciente. Estaba sonando el teléfono. Louis descolgó.
    —¿Diga?
    —¡Eh! —dijoRachel—. ¿Te he despertado? Pues me alegro.
    —Sí, me has despertado, pécora —sonrió él.
    —¡Oooh! ¿Qué modales son ésos? Grosero —dijo ella—. Te llamé anoche. ¿Estabas en casa de Jud? Él vaciló apenas una fracción de segundo.
    —Sí —dijo—. Nos tomamos unas cervezas. Norma había ido a no sé qué cena de Acción de Gracias. Quería llamarte, pero… ya sabes lo que ocurre.
    —Sí, ya sé lo que ocurre.
    Charlaron un rato. Rachel le puso al corriente de las novedades de la familia, aunque maldita la falta. No obstante, se alegró de saber que la calva de su suegro aumentaba de tamaño a pasos agigantados.
    —¿Quieres hablar con Gage? —preguntó Rachel.
    Louis sonrió ampliamente.
    —¡Cómo no! Pero no le dejes colgar el teléfono como la otra vez.
    Se oían ruidos al otro extremo del hilo y la voz de Rachel que instaba al niño a decir hola a papá.
    Por fin Gage dijo:
    —Hola, paaá.
    —Hola, Gage —respondió Louis alegremente—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces? ¿Has vuelto a tirar el soporte de las pipas del abuelo? Me gustaría mucho. A ver si ahora arreglas los sellos de la colección.
    Gage estuvo parloteando jubiloso durante unos treinta segundos salpicando su discurso de alguna que otra palabra reconocible: "mammi, Élite, huelo, buela, coche, joe y caca". Su vocabulario era cada día más extenso.
    Por fin, Rachel consiguió arrancarle el auricular de las manos, con estridentes protestas de Gage y profundo alivio de Louis. Él quería mucho a su hijo y le echaba de menos atrozmente, pero mantener una conversación con un crío de menos de dos años era como tratar de jugar a las damas con un demente: las fichas bailaban por todas partes y acababas comiéndote las tuyas.
    —¿Y cómo van las cosas por ahí? —preguntó Rachel.
    —Oh, muy bien —dijo Louis, esta vez sin la más leve vacilación; pero comprendía que antes, cuando Rachel le preguntó si estaba en casa de Jud la noche anterior y él respondió que sí, había dado un paso decisivo. Le pareció oír la voz de Jud Crandall: «El fondo del corazón del hombre es más árido Louis… El hombre cultiva lo que puede, y lo cuida.»—. Un poco aburrido, si quieres que te diga la verdad. Os echo de menos.
    —¿Quieres decir que no estás disfrutando de tus vacaciones sin la "troupe"?
    —Oh, el silencio se agradece —reconoció él—. Pero, después de las primeras veinticuatro horas, empieza a pesar.
    —¿Me dejas hablar con papá? —Era la voz de Ellie, distante.
    —¿Louis? Aquí está Ellie.
    —Está bien, que se ponga.
    Estuvo hablando con Ellie casi durante cinco minutos. Ella le contó que su abuela le había comprado una muñeca, que el abuelo la había llevado de visita a los almacenes («Chico, qué mal huele aquello», dijo y Louis pensó: «Pues tu abuelito tampoco es una rosa», rica), que había ayudado a hacer pan y que Gage se había escapado mientras mamá le cambiaba. Echó a correr por el pasillo y se coló en el despacho del abuelo («¡Bravo, Gage!», pensó Louis sonriendo de oreja a oreja).
    Ya pensaba que iba a librarse —por lo menos, por hoy— y se disponía a decir a Ellie que pasara el teléfono a su madre para despedirse de ella, cuando Ellie le preguntó:
    —¿Cómo está Church, papi? ¿Me echa de menos?
    La sonrisa se borró de la cara de Louis, pero él respondió con perfecta naturalidad.
    —Está bien, supongo. Anoche le di las sobras del estofado y lo dejé salir. Hoy aún no lo he visto, pero es que acabo de despertarme.
    «Oh, chico, tú serías el asesino perfecto, más fresco que una lechuga. Doctor Creed, ¿cuándo vio a la víctima por última vez? Cuando vino a cenar. Tomó un plato de estofado, por cierto. Desde entonces no he vuelto a verle.»
    —Dale un besito de mi parte.
    —A tu gato le besas tú —dijo Louis, y Ellie soltó la risa.
    —¿Quieres hablar otra vez con mamá?
    —Sí; pásamela.
    Ya estaba. Louis habló con Rachel un par de minutos más. No se mencionó a Church. Él y su mujer se despidieron con el «te quiero mucho» de rigor y Louis colgó el auricular.
    —Listos por hoy —dijo Louis en voz alta, dirigiéndose a la habitación vacía y soleada. Tal vez lo peor fuera que no se sentía mal. No tenía ni asomo de remordimientos.

24
    Alrededor de las nueve y media, le llamó Steve Masterton para preguntar si quería jugar un partido de frontón; la cancha estaba disponible y podrían jugar todo el día, si les apetecía, añadió con alborozo.
    Louis comprendió su alegría —cuando la Universidad funcionaba, la lista de espera para el frontón abarcaba hasta dos días—, pero declinó la invitación, pretextando que tenía que trabajar en un artículo que preparaba para la "Revista de Medicina Universitaria".
    —¿Estás seguro? —preguntó Steve—. Mucho trabajo y poca distracción no es bueno para la salud.
    —Llámame luego —dijo Louis—. A lo mejor me tientas. Steve prometió hacerlo así y colgó. Esta vez Louis había dicho sólo una media mentira; efectivamente, tenía intención de trabajar en aquel artículo, que se refería al tratamiento de las enfermedades contagiosas como varicela y mononucleosis en una enfermería, pero la razón principal por la que había renunciado a jugar con Steve era la de que tenía todo el cuerpo dolorido. Lo averiguó cuando, después de hablar con Rachel, entró en el cuarto de baño para limpiarse los dientes. Los músculos de la espalda le tiraban y pinchaban, tenía los hombros magullados de acarrear la maldita bolsa de plástico y las corvas eran como cuerdas de guitarra tensadas para tres octavos más de lo normal. «Joder, y tú que pensabas estar en forma.» Bonito papel habría hecho en el frontón, persiguiendo la pelota como un viejo artrítico.
    A propósito de viejos, aquella excursión al bosque no la hizo solo, sino con un sujeto que frisaba los ochenta y cinco. Le hubiera gustado saber si Jud estaba aquella mañana tan cascado comoél.
    Estuvo una hora y media trabajando en el artículo, pero la cosa no iba bien. La soledad y el silencio empezaban a ponerle nervioso y acabó guardando los blocs de notas y las gráficas que había pedido al John Hopkins en el estante situado encima de la máquina de escribir, se puso el chaquetón y cruzó la carretera.
    Jud y Norma habían salido, pero encontró un sobre con su nombre, prendido en la puerta del porche. Lo quitó y levantó la solapa con el pulgar.
Louis:
    La santa esposa y yo nos hemos ido a Bucksport de compras y ver una cómoda que tienen en el Emporium Galorium a la que Norma le tiene echado el ojo desde hace cien años, o así parece. Seguramente, nos quedaremos a almorzar en McLeod's y regresaremos a media tarde. Pasa esta noche a tomar un par de cervezas, si quieres.
    Tu familia es tu familia. No quiero ser entrometido, pero si Ellie fuera hija mía yo aún no le diría que su gato había sido atropellado. ¿Para qué estropearle las vacaciones?
    A propósito, Louis, yo tampoco mencionaría por estos contornos lo que hicimos anoche. Hay otras personas que conocen ese viejo cementerio micmac y algunos han enterrado allí a sus animales. Es como un arrabal de Pet Sematary. ¡Lo creas o no, allí arriba han enterrado hasta un toro! El viejo Zack McGovern, que vivía en Stackpole Road, enterró en el cementerio micmac a su toro "Hanratty", que fue premiado en un concurso de ganado. Debió de ser en 1967 o 68. ¡Ja, ja! Cuando me dijo que él y sus dos hijos habían llevado al toro hasta allí arriba, casi me hernio de tanto reír. Pero a la gente de por aquí no le gusta hablar de ello, ni es que estén enterados los que ellos consideran «forasteros», no porque sean supersticiones que datan de hace más de trescientos años, sino porque, en cierto modo, ellos las creen y les parece que un «forastero» tiene que reírse de esas cosas. ¿Consideras que esto tiene sentido? Yo creo que no, pero así están las cosas. Conque hazme el favor de no decir nada. ¿De acuerdo?
    Ya hablaremos de ello, probablemente, esta misma noche, y entonces lo comprenderás mejor; pero, entretanto, quiero decirte que te portaste muy bien. Estaba seguro.
    JUD.
    PS. — Norma no sabe lo que dice esta carta —le he contado otro cuento— y, si a ti no te importa, prefiero que no se entere. En los cincuenta y ocho años que llevamos casados le he dicho a Norma más de una mentira. Supongo que la mayoría de los hombres mienten a sus esposas, pero me parece que casi todos ellos podrían presentarse ante Dios y confesar sus mentiras sin tener que bajar la cabeza.
    Bueno, ven esta noche y pimplaremos un poco.
    J.
    Louis se quedó en lo alto de la escalera que conducía al porche —ahora vacío, pues los confortables sillones de mimbre estaban guardados hasta otra primavera— mirando la carta con el entrecejo fruncido. ¿No decir a Ellie que el gato había muerto? No se lo había dicho. ¿Otros animales enterrados allí? ¿Supersticiones que databan de hacía más de trescientos años?
    «… y entonces lo comprenderás mejor.»
    Resiguió aquella línea con el dedo y, por primera vez, se puso a pensar deliberadamente en lo que habían hecho la noche anterior. Los recuerdos estaban borrosos, difuminados, como las imágenes de los sueños o de los actos que se realizan bajo los efectos de un estupefaciente. Se acordaba de haber subido al montón de troncos, y de aquel leve resplandor que había en el pantano, y de que allí había por lo menos de cinco a diez grados más de temperatura, pero todo ello era como esa conversación que mantienes con el anestesista antes de que te haga dormir.
    «… y supongo que la mayoría de los hombres mienten a su mujer…»
    «A su mujer y a su hija», pensó Louis, pero parecía cosa de magia la forma en que Jud había adivinado lo ocurrido aquella mañana, tanto en el teléfono como dentro de su cabeza.
    Louis dobló la carta lentamente, que estaba escrita en papel rayado como de una libreta de colegial, y volvió a meterla en el sobre. Luego, guardó el sobre en el bolsillo de atrás del pantalón y cruzó la carretera para volver a su casa.

25
    Era sobre la una de la tarde cuando Church regresó, lo mismo que el gato de la vieja canción infantil. Louis estaba en el garaje, donde llevaba más de seis semanas trabajando a ratos perdidos en un proyecto de estanterías bastante ambicioso. Quería guardar en aquellas estanterías, fuera del alcance de Gage, todas las cosas peligrosas del garaje, como el líquido del limpiaparabrisas, anticongelante y herramientas cortantes. Estaba clavando un clavo cuando entró Church. Louis ni dejó caer el martillo, ni tan sólo se golpeó el pulgar: el corazón se le puso a hacer "jogging", pero no le dio un vuelco; sintió en el estómago como un alambre candente, pero enseguida se enfrió, como el filamento de una bombilla que fulgura un momento antes de fundirse. Era, según se dijo después, como si toda aquella soleada mañana del día siguiente al de Acción de Gracias hubiera estado esperando el regreso de Church; como si en una parte más profunda y primitiva de su mente, conociera ya la finalidad de su excursión nocturna al cementerio micmac.
    Dejó el martillo cuidadosamente, se quitó los clavos que sostenía entre los labios y los guardó en el bolsillo de su delantal de trabajo, se acercó a Church y lo levantó del suelo.
    «Pero vivo —pensó en una excitación malsana—. Pesa lo mismo que antes del accidente. Es peso vivo. Pesaba más cuando estaba en la bolsa. Pesaba más cuando estaba muerto.»
    Ahora el corazón le dio un brinco —casi una voltereta— y se le nubló la vista.
    Church, con las orejas gachas, se dejaba tocar. Louis lo sacó a la luz del sol y se sentó en la escalera de atrás. Entonces el gato trató de saltar al suelo, pero Louis le sujetó acariciándole. Ahora el corazón le trotaba acompasadamente.
    Palpó suavemente el cuello del animal, recordando cómo le bailaba lacabeza la noche antes. Ahora no encontró más que músculos y tendones firmes. Levantó a Church y le miró atentamente el hocico. Lo que vio le hizo dejar al gato al momento y cerrar los ojos cubriéndose la cara con una mano. Todo le daba vueltas y sentía una viva náusea, como la que te invade cuando has bebido mucho y estás a punto de vomitar.
    Church tenía una costra de sangre seca en el hocico y dos briznas de plástico verde pegadas a sus largos bigotes. Fragmentos de la bolsa.
    «Hablaremos de ello y entonces comprenderás mejor…»
    Ay, Dios, demasiado lo comprendía ya.
    «Denme una oportunidad y comprendiendo, comprendiendo, iré a parar al manicomio.»
    Dejó entrar en la casa a Church, sacó su plato azul y abrió una lata de atún e hígado para gatos. Mientras Louis echaba cucharadas de pasta en el plato, el gato ronroneaba y se restregaba contra sus tobillos. Aquel contacto ponía la piel de gallina y Louis tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los dientes para no dar un puntapié al animal. Tenía los flancos demasiado suaves, gordos, repulsivos, vaya. Louis pensó que ojalá no tuviera que volver a tocar al gato en su vida.
    Cuando él se agachó para dejar el plato en el suelo, Church pasó junto a él al lanzarse hacia la comida y Louis hubiera jurado que la piel le olía a tierra corrompida.
    Dio un paso atrás y se quedó mirando al animal. Church hacía ruido al masticar. ¿Siempre había comido así? Seguramente, pero Louis no lo había notado. De todos modos, el sonido era muy desagradable. Basto, diría Ellie.
    Louis dio media vuelta bruscamente y se fue hacia la escalera. Empezó a subir a paso normal, pero cuando llegó arriba iba casi corriendo. Se desnudó y tiró toda la ropa a lavar, a pesar de que se la había puesto limpia por la mañana. Se preparó un baño caliente, todo lo caliente que podía resistir, y se sumergió en él.
    El vapor le envolvía y sentía que el agua caliente le relajaba los músculos. El baño le relajaba también las ideas. Cuando el agua empezó a enfriarse, Louis se sentía un poco amodorrado y casi completamente tranquilo.
    «El gato ha vuelto. ¿Y qué? Pues nada.»
    Todo había sido un error. ¿Acaso él mismo no pensó la noche antes que Church estaba muy entero para haber sido arrollado por un coche?
    «Piensa en todos esos gatos y perros que has visto en la carretera —se dijo— reventados y con las tripas fuera. Tecnicolor, como dice Loudon Wainwright en ese disco del canalla muerto.»
    Estaba perfectamente claro. Church había quedado sin sentido, del golpe. El gato que él había llevado al cementerio micmac estaba inconsciente, no muerto. ¿No decían que los gatos tienen siete vidas? Era una suerte no haber dicho nada a Ellie. No hacía falta ni que se enterara de lo poco que faltó.
    «La sangre del hocico y del cuello…, la forma en que le colgaba la cabeza…»
    Pero él era médico, no veterinario. Se había equivocado en el diagnóstico, sencillamente. Las circunstancias dejaban mucho que desear para que pudiera examinarlo debidamente: agachado en el jardín de Jud, a seis o siete grados bajo cero, prácticamente a oscuras. Además, llevaba guantes. Eso pudo…
    Una sombra monstruosa se proyectó en las baldosas de la pared. Parecía la cabeza de un dragón o de una serpiente gigantesca. Algo le rozó el hombro, resbalando. Louis se levantó, galvanizado, con un chapoteo que empapó la alfombra del baño. Se volvió, encogiéndose sobre sí mismo y tropezó con los ojos amarillo terroso del gato de su hija que se había encaramado al asiento del inodoro.
    Church oscilaba lentamente de atrás adelante, como si estuviera borracho. Louis le miraba con repugnancia, apretando los dientes para reprimir el grito que tenía en la garganta. Church nunca había hecho aquello —nunca se balanceó como la serpiente que trata de hipnotizar a su presa— ni antes de la operación, ni después. Por primera y última vez, Louis especuló con la idea de que podía tratarse de otro gato, muy parecido al de Ellie, otro gato que se había colado en el garaje mientras él montaba la estantería, y que el verdadero Church seguía enterrado bajo el "cairn" en aquel risco del bosque. Pero las señales coincidían: la oreja mellada… y la pata un poco torcida. Ellie se la pilló con la puerta de atrás de su casita de las afueras cuando Church era un gatito.
    Desde luego, era Church.
    —Fuera de aquí —susurró Louis roncamente.
    Church se quedó mirándolo un momento —Dios, los ojos no parecían los mismos. No sabía por qué, pero no parecían los mismos— y saltó al suelo. Pero no fue un salto elegante. Nada de gracia felina. El animal se tambaleó, chocó contra la bañera con las ancas y se fue.
    Louis salió de la bañera y se secó apresuradamente. Estaba afeitado y casi vestido cuando el teléfono sonó con estridencia en la casa vacía. Al oír el timbre, Louis dio media vuelta y levantó las manos, con los ojos muy abiertos. Luego, las bajó lentamente. Se le había disparado el corazón. Sentía los músculos llenos de adrenalina.
    Era Steve Masterton, interesándose por el partido de pelota. Louis quedó en encontrarse con él en el Memorial Gym dentro de una hora. En realidad, no podía permitirse perder el tiempo, y un partido de pelota era lo que menos le apetecía, pero tenía que salir de casa. Quería escapar del gato, aquel gato tan raro que no tenía por qué estar allí.
    Se apresuró, metiéndose el faldón de la camisa en el pantalón con movimientos bruscos, puso unos shorts, una camiseta y una toalla en la bolsa de deporte y bajó rápidamente la escalera.
    Church estaba echado en el cuarto peldaño contando desde abajo. Louis tropezó con él y estuvo a punto de caerse. Aún pudo agarrarse a la barandilla y evitar lo que podía haber sido un formidable trompazo.
    Se quedó al pie de la escalera, jadeando, con el corazón desbocado y todo el cuerpo bañado en adrenalina.
    Church se levantó, seesperezó… y pareció sonreírle sardónicamente.
    Louis salió. Hubiera tenido que sacar al gato, sí; pero no lo hizo. En aquel momento, se sentía incapaz de tocarlo.


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Cementerio de animales




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