miércoles, 27 de diciembre de 2023

Stephen King / Cementerio de animales / Capítulo 9

 

Mío, 2023
Fotografía de Triunfo Arciniegas

 

Stephen King
CEMENTERIO DE ANIMALES
(No es el gato de Dios)

9
    Al día siguiente, Ellie se acercó a Louis con semblante preocupado. Louis estaba en su pequeño estudio construyendo uno de sus modelos a escala. Éste era un Rolls Royce Silver Gbost 1917: 680 componentes y más de cincuenta piezas móviles. Lo tenía casi terminado, y a Louis ya le parecía estar viendo al chófer de librea, descendiente directo de los cocheros ingleses del siglo XVIII o XIX, sentado al volante con empaque majestuoso.


    Louis era un apasionado de los modelos a escala desde que tenía diez años. Empezó con un Spad de la Primera Guerra Mundial que le compró su tío Carl, siguió con casi todos los aeroplanos Revell y, ya de adolescente, pasó a cosas más importantes. Tuvo su época de barcos en botellas, su época de artilugios de guerra y hasta su época de armas. Sus armas estaban tan bien imitadas que parecía imposible que no se disparasen al apretar el gatillo. Hacía Coks, Winchesters, Lugers y hasta una Buntline Special. Durante los cinco años últimos, se había dedicado a los grandes trasatlánticos. En su despacho de la universidad tenía una reproducción del Lusitania y otra del Titanic, y un modelo a escala del Andrea Doria, terminado poco antes de que salieran de Chicago, navegaba sobre la repisa de la chimenea de la sala de estar. Ahora había pasado a los coches clásicos y, a juzgar por el ritmo que hasta entonces llevara su afición, transcurrirían cuatro o cinco años antes de que sintiera el afán de reproducir otros ingenios. Rachel contemplaba este único hobby de su marido con condescendencia femenina no exenta, según creía él, de cierto desdén: seguramente, incluso tras diez años de matrimonio ella esperaba todavía que lo superase con la edad. Tal vez esta actitud reflejaba, en cierta medida, la convicción de su padre que seguía creyendo, ahora con la misma firmeza que cuando Rachel se casó con Louis, que le había tocado en suerte un yerno imbécil.
    «Puede que ella tenga razón —pensaba Louis—. Tal vez un buen día me despierte, a mis treinta y siete años, suba todos estos cachivaches al desván y me dedique al vuelo en ala delta.»
    Pero ahora Ellie traía la cara muy seria.
    A lo lejos, en el aire limpio de la mañana, se oía el perfecto sonido dominical de la campana de la iglesia llamando a los fieles.
    —Hola, papá.
    —Hola, tesoro, ¿qué me cuentas?
    —Oh, nada —dijo Ellie. Pero su cara decía otra cosa; su cara decía que había mucho que contar, y no precisamente fabuloso, qué va. Tenía el pelo recién lavado y suelto sobre los hombros. Con aquella luz parecía más rubio, y se disimulaba su tendencia a oscurecerse. Llevaba vestido, y Louis reparó en que su hija casi siempre se ponía vestido los domingos, a pesar de que ellos no iban a la iglesia—. ¿Qué construyes ahora?
    Mientras pegaba cuidadosamente un guardabarros, Louis se lo dijo.
    —Mira esto. —Le enseñaba un tapacubos—. ¿Ves las dos «R» entrelazadas? Bonito detalle, ¿eh? Si para el día de Acción de Gracias volvemos a Chicago y volamos en un L-1011, podrás verlas también en los motores.
    —Un tapacubos. Fabuloso. —Le devolvió la pieza.
    —Si eres dueña de un Rolls-Royce entonces lo llamas embellecedor. Cuando se tiene un Rolls se puede presumir. Tan pronto como gane mi segundo millón, me compraré uno. Rolls-Royce Corniche. Así, cuando Gage se maree podrá vomitar sobre piel de verdad. —«Y, a propósito, Ellie, ¿qué te preocupa?» Pero con Ellie no podían plantearse las cosas de este modo. Nada de preguntas directas. La niña era reservada, rasgo que Louis admiraba.
    —¿Somos ricos, papi?
    —No; pero tampoco vamos a morirnos de hambre.
    —Michael Burns, un chico del colé, me dijo que todos los médicos son ricos.
    —Mira, puedes decirle a Michael Burns del cole, que muchos médicos se hacen ricos, pero tardan veinte años…, y ésos no trabajan en la enfermería de una universidad. Te haces rico si eres especialista. Ginecólogo, traumatólogo o neurólogo. Ellos se enriquecen deprisa. Los de medicina general como yo tardan más.
    —Entonces, ¿por qué no te haces especialista, papá?
    Louis pensó entonces en sus modelos a escala, en cómo un día se cansó de construir aviones de combate, o decidió que no iba a perder más tiempo con los tanques Tiger ni los emplazamientos de cañones, o comprendió (casi de la noche a la mañana, según le parecía ahora) que era una tontería meter barquitos en botellas; y trató de imaginar lo que sería pasar el resto de su vida examinando pies infantiles para diagnosticar dedos martillo o poniéndose guantes de fino látex para palpar con un dedo bien entrenado el conducto vaginal de una señora, buscando bultitos u otras anomalías.
    —Porque no me gustaría —dijo.
    Church entró en el estudio, se detuvo, inspeccionó la situación con sus brillantes ojos verdes, saltó silenciosamente al alféizar de la ventana y pareció quedarse dormido.
    Ellie le miró con el entrecejo fruncido, lo cual sorprendió a Louis. Generalmente, Ellie miraba a Church con una expresión que de tan cariñosa resultaba preocupante. La niña empezó a dar vueltas por la habitación, mirando los distintos modelos y, con una voz casi natural,dijo:

    —Chico, ¡cuántas tumbas había en Pet Sematary!
    «Aja, con que ahí le duele», pensó Louis; pero no la miró. Después de leer atentamente las instrucciones, se dispuso a pegar los faros al Rolls,
    —Muchas, sí —contestó—. Yo diría que más de cien.
    —Papá, ¿por qué los animales no viven tanto como la gente?
    —Bueno, los hay que sí; incluso más. Los elefantes viven muchos años, y hay tortugas marinas tan viejas que nadie sabe cuántos años tienen…, o, si alguien lo sabe, no se lo cree.
    Ellie refutó la afirmación con toda facilidad.
    —Yo no me refería a elefantes ni a tortugas, sino a los animales que viven con nosotros. Michel Burns dice que, para un perro, un año es como nueve para nosotros.
    —Siete —rectificó Louis automáticamente—. Ya sé lo que quieres decir, cariño, y es verdad. Un perro es muy viejo a los doce años. Verás, hay algo que se llama metabolismo, y al parecer lo que hace el metabolismo es marcar el tiempo. Oh, hace otras muchas cosas: hay gente que come mucho y está delgada a causa del metabolismo, como le pasa a tu madre. Otros, como yo, por ejemplo, no podemos comer tanto sin engordar. Nuestro metabolismo es diferente, eso es todo. Pero, más que nada, el metabolismo es como una especie de reloj del cuerpo. Los perros tienen un metabolismo bastante rápido. El de las personas es mucho más lento. La mayoría de nosotros vivimos hasta los setenta y dos años. Y, créeme, setenta y dos años son muchos años.
    Louis, al verla tan preocupada, deseó parecer más sincero de lo que él mismo se sentía. Tenía treinta y cinco años, y le habían pasado tan fugazmente como una corriente de aire por debajo de una puerta.
    —Las tortugas marinas tienen un metabo…
    —¿Y los gatos? —preguntó Ellie, mirando otra vez a Church.
    —Bueno, los gatos viven tanto como los perros; por lo menos, la mayoría.
    Era mentira, y él lo sabía. Los gatos vivían peligrosamente y muchos tenían una muerte violenta, casi siempre, fuera del alcance de la vista de los humanos. Allí estaba Church, dormitando al sol (o aparentándolo), Church que todas las noches dormía apaciblemente en la cama de Ellie, Church que era tan gracioso cuando chiquito, jugando y enredándose con el ovillo de lana. Y no obstante, Louis le había visto acechar a un pájaro que tenía un ala rota, con sus verdes ojos brillantes de curiosidad y de sadismo, según le pareció a Louis, de placer. El gato casi nunca mataba a los bichos que acechaba, con la única excepción de una rata grande que atrapó en el callejón situado junto a su bloque de apartamentos. Realmente, aquella vez Church se cargó a la rata. Volvió a casa tan magullado y lleno de sangre que Rachel, que estaba de seis meses de Gage, tuvo que ir corriendo al baño a vomitar. Vidas violentas y muertes violentas. Un perro los abría en canal en lugar de limitarse a perseguirlos, como hacían los perros torpes y un poco tontos de las películas de la tele, o se los llevaba por delante otro gato, o un cebo envenenado, o un coche. Los gatos eran los gángsters del mundo animal, que vivían y a menudo morían fuera de la ley. Eran muchos los que no llegaban a viejos al calor de la chimenea.
    Pero no vas a decirle estas cosas a una niña de cinco años que contempla por primer vez el misterio de la muerte.
    —Lo que quiero decir es que Church no tiene más que tres años y tú, cinco. Quizá viva todavía cuando tú tengas quince años y vayas a la escuela secundaria. Y eso es mucho tiempo.
    —A mí no me parece tanto tiempo —dijo Ellie, y ahora le temblaba la voz—. ¡Oh, no!
    Louis dejó de simular que estaba trabajando en el modelo y le hizo una seña para que se acercara. Ella se sentó en sus rodillas y, una vez más, Louis se sintió impresionado por su belleza, acentuada ahora por la tristeza. Tenía la tez oscura, casi bizantina. Tony Benton, un médico compañero suyo de Chicago, la llamaba Princesa India.
    —Cariño —dijo—, si de mí dependiera, yo haría que Church viviera hasta los cien años. Pero yo no mando.
    —¿Y quién manda? —preguntó ella, y añadió con infinito desdén—: Dios, seguramente.
    Louis tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Aquello era muy serio.
    —Dios o Alguien —dijo él—. Los relojes tienen que pararse un día u otro, eso es todo lo que yo sé. No hay vuelta de hoja, muñeca.
    —¡Yo no quiero que Church sea como esos animales muertos! —gritó ella, llorosa—. ¡Yo no quiero que Church se muera! ¡Es mi gato! ¡No es el gato de Dios! ¡Que Dios se busque otro gato! ¡Que se busque todos los gatos que quiera y que los mate! ¡Church es mío!
    Se oyeron pasos en la cocina y Rachel se asomó a la puerta, intrigada. Ellie lloraba apoyada en el pecho de Louis. El horror se había traducido en palabras. Ya había salido. Ya se le había pintado en la cara, ya se podía mirar. Y, aunque no fuera posible cambiarlo, por lo menos podías llorar frente a él.
    —Ellie —dijo Louis meciéndola suavemente—, Ellie, Ellie, Church no ha muerto, está ahí, dormido.
    —Pero se puede morir —sollozó ella—. Se puede morir en cualquier momento.
    Él la abrazaba y la mecía, convencido, con razón o sin ella, de que Ellie lloraba por el carácter inapelable de la muerte, por su impasibilidad ante las protestas y las lágrimas de una niña, por su arbitrariedad. Y lloraba también por esa facultad del ser humano, que puede ser maravillosa o funesta, para sacar de un símbolo deducciones sublimes o siniestras. Si todos aquellos animales estaban muertos y enterrados, luego Church podía morir (¡en cualquier momento!) y ser enterrado; y lo mismo podía ocurrirle a su madre, a su padre o a su hermanita. O a ella misma. La muerte era una idea abstracta. Pet Sematary era real. En aquellas toscas estelas había verdades que incluso la mano de una niña podía palpar.
    Hubiera sido fácil mentir ahora, como había mentido antes sobre la vida media de los gatos. Pero la mentira se recordaría más adelante y tal vez se inscribiera en la ficha que todos los hijos extienden sobre sus padres. Su propia madre le había contado a él una de aquellas mentiras: la mentira inocente de que las mujeres encuentran a los niños entre la hierba fresca cuando realmente los desean. Pero, pese a lo inocente de la mentira, Louis nunca se la perdonó a su madre; ni se perdonó a sí mismo por haberla creído.
    —Cariño, eso forma parte de la vida.
    —¡Una parte "muy mala"! —gritó ella—. ¡Muy mala!
    No había respuesta para esto. Ellie siguió llorando. Al fin dejaría de llorar. Aquél era el primer paso dirigido a establecer una paz precaria con una verdad inmutable.
    Louis abrazaba a su hija mientras escuchaba el repique de campanas del domingo por la mañana que flotaba en el aire, sobre los campos de septiembre, y tardó algún tiempo en darse cuenta, después de que cesara el llanto, de que Ellie, al igual que Church, se había dormido.

    * * *

    Louis subió a dejar a la niña en la cama y luego bajó a la cocina, donde Rachel estaba batiendo la masa del pastel con un brío un tanto exagerado. Se mostró sorprendida de que Ellie se hubiera quedado dormida a media mañana; no era propio de ella.
    —No —dijo Rachel, dejando el cuenco en el mostrador con un golpe seco—; no acostumbra hacerlo. Pero me parece que ha estado despierta casi toda la noche. La oí rebullir, y Church pidió para salir a eso de las tres. Sólo lo hace cuando ella está nerviosa.
    —Pero, ¿por qué…?
    —¡Vamos, tú sabes perfectamente por qué! —dijo Rachel, furiosa—. ¡Ese dichoso cementerio! La impresionó, Lou. Era el primer cementerio que ella veía y… la trastornó. No creas que pienso escribir una cartita de agradecimiento a tu amigo Jud Crandall por esa excursión.
    «Vaya, ahora resulta que es mi amigo», pensó Louis, perplejo y dolido.
    —Rachel…
    —Y no quiero que la niña vuelva a ese sitio.
    —Rachel, lo que dijo Jud del camino es verdad.
    —No me refiero al camino, y tú lo sabes perfectamente —dijo Rachel, tomando el cuenco y poniéndose a batir el pastel con más fuerza que antes—. Es ese maldito lugar. Es morboso. Eso de que los niños cuiden las tumbas y limpien el camino… es malsano, no hay otra palabra. Si los críos de este pueblo están enfermos, no quiero que Ellie contraiga la enfermedad.
    Louis la miraba, desconcertado. Estaba casi convencido de que una de las razones por las que su matrimonio resistía mientras, al parecer, no pasaba año sin que dos o tres parejas amigas se separaran, era el respeto que ambos profesaban al misterio, esa idea apenas intuida y nunca explicada con palabras de que, a fin de cuentas, a la hora de la verdad, la cosa del matrimonio no existía, ni tampoco la unión, de que el alma de cada cual estaba sola y, en definitiva, desafiaba a la razón. Éste era el misterio. Y por más que tú creyeras conocer a tu pareja, había veces en que te encontrabas frente a un muro ciego o un pozo sin fondo. Y había veces (pocas, gracias a Dios) en que te veías metido en una turbulencia de corrientes desconocidas, como las que, de pronto, sin más ni más zarandean a todo un avión de pasajeros, y advertías una actitud insospechada y tan estrambótica (por lo menos, a tus ojos) que te parecía incluso patógena. Y entonces pisabas con cautela, si valorabas en algo tu matrimonio y tu serenidad de espíritu. Entonces tratabas de recordar que enojarse por semejante descubrimiento es propio de los imbéciles que creen realmente que una mente puede llegar a conocer a otra.
    —Cariño, no es más que un cementerio de animales —dijo él.
    —Después de oírla llorar de ese modo ahí dentro —dijo Rachel señalando la puerta del estudio con una cuchara llena de pasta—, ¿crees que para ella no es más que un cementerio de animales? Eso va a dejarle huella, Lou. No. Ellie no volverá a ir allí. No es el camino; es el lugar. Ya está pensando que Church va a morir.
    Durante un momento, Lou sintió la extraña impresión de que seguía hablando con Ellie que se había puesto unos zancos, un vestido y una máscara de Rachel muy bien imitada. Hasta la expresión era la misma: crispada y un poco hosca por fuera, pero vulnerable por dentro.
    De pronto, Louis decidió insistir, porque ahora la cuestión le parecía importante; no era algo que pudiera soslayarse por respeto a aquel misterio, a aquella suprema soledad. Insistía porque creía que ella estaba pasando por alto algo tan grande que casi llenaba todo el paisaje, y para eso había que mantener los ojos cerrados deliberadamente.
    —Rachel —dijo—, Church va a morir.
    Ella le miró, irritada.
    —No se trata de eso —dijo lentamente, hablándole como a un niño torpe—. Church no va a morir hoy ni mañana…
    —Eso es lo que traté de decirle.
    —…ni pasado mañana, ni, probablemente, hasta dentro de años…
    —Cariño, nunca se sabe…
    —¡Pues claro que sí! —gritó ella—. Nosotros le cuidamos muy bien. El gato no va a morir, aquí no va a morir nadie. ¿Por qué inquietar a una criatura por algo que no podrá comprender hasta que sea mucho mayor?
    —Rachel, escucha.
    Pero Rachel no quería escuchar. Estaba echando chispas.
    —Por si no fuera bastante duro encajar una muerte, la de un animal, un amigo, un familiar, cuando llega, no faltaría sino que la gente tratara de convertirla en atracción para turistas, una especie de «Forest Lawn» para animales… —Le corrían las lágrimas por las mejillas.
    —Rachel —dijo él, tratando de asirla por los hombros, pero ella le rechazó con brusquedad.
    —Deja. No sirve de nada hablar contigo. No tienes ni la más remota idea de lo que estoy diciendo.
    Él suspiró.
    —Me siento como si me hubiera caído por una trampilla a una gigantesca batidora eléctrica —dijo él, tratando de arrancarle una sonrisa. No la obtuvo; sólo una mirada candente, fija. Él se daba cuenta de queRachel estaba, no ya irritada, sino francamente furiosa—. Rachel —dijo de pronto, sin estar seguro de lo que iba a decir, hasta que oyó sus propias palabras—, ¿cómo dormiste tú anoche?
    —¡Vamos, hombre! —exclamó ella con desdén, volviéndole la espalda. Pero no sin que él observara un parpadeo de mortificación en sus ojos—. Eso es muy inteligente, realmente inteligente. Nunca cambiarás, Louis. Cuando algo no va bien, tiene la culpa Rachel, ¿no? Rachel, siempre con los nervios a flor de piel.
    —Eso no es justo.
    —¿No? —Ella se llevó la fuente de la masa al mostrador más alejado, y la depositó bruscamente al lado del fogón. Luego, con los labios apretados, se puso a engrasar un molde.
    Él dijo pacientemente:
    —No tiene nada de malo que una criatura averigüe algo sobre la muerte, Rachel. En realidad, me parece necesario. La reacción de Ellie, su llanto, me pareció perfectamente natural. Es…
    —Oh, te ha parecido natural —dijo Rachel revolviéndose con brusquedad—. Yo considero perfectamente natural que Ellie se ponga a llorar a lágrima viva por un gato que no podría estar más sano.
    —Basta —la atajó él—. Eso no tiene nada que ver.
    —No quiero seguir hablando de ello.
    —Pero vamos a seguir hablando —dijo él, enfadado también—. Tú ya has soltado el parrafito. Ahora me toca a mí.
    —La niña no va a subir nunca más. Por lo que a mí respecta, asunto terminado.
    —Ellie sabe desde el año pasado de dónde vienen los niños —dijo Louis lentamente—. Le enseñamos el libro de Myers y se lo explicamos, ¿lo recuerdas? Los dos estábamos de acuerdo con que los niños deben saber de dónde vienen.
    —Eso es distinto…
    —No; no lo es —dijo él ásperamente—. Cuando hablaba con ella ahí dentro, acerca de Church, me acordé de mi madre y del cuento que me contó sobre las hojas de col cuando le pregunté de dónde sacaban las madres a los niños. Es una mentira que no se me ha olvidado. No creo que los niños lleguen a olvidar las mentiras que les dicen sus padres.
    —¡De dónde vienen los niños no tiene absolutamente nada que ver con un cochino cementerio de animales! —le gritó Rachel, y lo que sus ojos le decían era: «Puedes estar haciendo comparaciones todo el día y toda la noche, Louis; puedes estar hablando hasta ponerte morado. A mí no me convencerás.»
    No obstante, él lo intentó.
    —El cementerio de los animales la impresionó porque es una concretización de la muerte. Ella ya sabe cómo nacen los niños. Bien, ese lugar de ahí arriba la impulsó a preguntar sobre el extremo opuesto. Es algo perfectamente natural. A mí me parece lo más natural del m…
    —¿Quieres dejar de repetir eso de una vez? —chilló ella. Chillaba realmente, y Louis retrocedió, sobresaltado, golpeando con el codo la bolsa de la harina que estaba abierta encima del mostrador y tirándola al suelo. Se alzó una fina nube blanca.
    —Oh, mierda… —murmuró, consternado.
    En una habitación del piso de arriba, Gage rompió a llorar.
    —Fantástico —dijo ella, llorando también—. Has despertado al niño. Muchas gracias por una mañana de domingo tranquila y sin agobios.
    Rachel fue a pasar por su lado, pero él, furioso a su vez la retuvo asiéndola del brazo. Al fin y al cabo, era ella la que había despertado a Gage con aquellos gritos.
    —Deja que te pregunte algo —dijo él—. Porque yo sé que a los seres vivos puede ocurrirles cualquier cosa, literalmente cualquier cosa. Soy médico y sé de lo que estoy hablando. ¿Quieres ser tú quien le explique qué pasará si el gato pilla el moquillo o leucemia? Los gatos son propensos a la leucemia, ¿no lo sabías? ¿O si lo atropellan en esa carretera? ¿Tú se lo explicarás, Rachel?
    —Suéltame —siseó ella. Pero el furor que había en su voz no era nada comparado con el terror y la confusión de su mirada. «No quiero seguir hablando de esto, y tú no vas a obligarme, Louis —decía aquella mirada—. Suéltame, tengo que ir a ver qué le pasa a Gage antes de que se caiga de la c…
    —Porque quizá tuvieras que ser tú quien se lo dijera —insistió él—. Podrías decirle que de esas cosas no se habla, que las personas educadas no hablan de eso; sólo lo entierran y basta. Pero no digas «entierran», porque podrías crearle complejo.
    —¡Te odio! —sollozó Rachel, desasiéndose.
    Y entonces él lo sintió, naturalmente; pero ya era tarde, naturalmente.
    —Rachel…
    Ella le dio un empujón, llorando con más fuerza.
    —Déjame en paz. ¡Ya está bien! —Ella se volvió a mirarle desde la puerta. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. No quiero hablar de esto nunca más delante de Ellie, Lou. Te lo digo en serio. La muerte no tiene nada de natural. Nada. Y tú, como médico, deberías saberlo.
    Ella giró bruscamente y se fue, dejando a Louis solo en la cocina, en la que aún vibraba el eco de sus voces. Luego, Louis fue a la despensa a buscar la escoba. Mientras barría, pensaba en la última frase que ella le había dicho, en la enormidad de aquella disparidad de criterios que había permanecido tanto tiempo oculta. Porque, como médico, él sabía que la muerte era, salvo tal vez en el parto, la cosa más natural del mundo. No eran tan seguros los impuestos, ni los problemas humanos, ni los conflictos sociales, ni el éxito o el fracaso. Al final, lo único que contaba era el reloj y lo único que quedaba, la lápida, que iba borrándose poco a poco. Hasta las tortugas marinas y las secoyas gigantes acababan por sucumbir.
    —Zelda —dijo en voz alta—. ¡Mierda, aquello debió de ser muy fuerte para ella!
    La duda que ahora se le planteaba era si debía dejar las cosas como estaban o tratar de arreglarlas.
    Vació la pala en el cubo de la basura y la harina cayó con un golpe sordo, empolvando las cajas y las latas vacías.

Stephen King
Cementerio de animales


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