sábado, 30 de diciembre de 2023

Stephen King / KingSize

 



NOTA DE TAPA

KingSize


Hasta el accidente que casi le cuesta la vida, en 1999, Stephen King era considerado un best-seller de terror que algunos escritores se empecinaban en empujar dentro del panteón de la literatura. Hoy, ya no parece necesario defenderlo: recibió el National Book Award, la prestigiosa revista The Paris Review le dedicó una de sus canónicas entrevistas, se anuncian nuevas adaptaciones al cine de sus libros y —lo más importante— ha publicado en el último año dos libros que parecen marcar el fin de una etapa y el comienzo de una aún más auspiciosa. Por eso, Radar reproduce los mejores momentos de esa entrevista con el Paris Review, en los que habla de sus libros, del miedo, de Internet, de las grandes corporaciones con las que lidia, del snobismo académico y de cómo hace literatura con el mundo en el que vivimos.

Mariana Enriquez
1 de julio de 2007

Algo sucedió, algo que quizá tan sólo haya tenido que ver con su propio crecimiento como escritor; Stephen King siempre dice que si uno perservera y no se estanca, finalmente será tomado en serio. Pero es probable que hayan intervenido otros factores: su accidente de 1999, que encendió la luz de alarma (¿y si se moría?), o el excelente cuento que ganó el O. Henry Award, “El hombre de negro”, que en círculos académicos fue comparado con el trabajo de Nathaniel Hawthorne. Como sea, en los últimos diez años Stephen King se fue volviendo respetable. Cada vez más. En 2003 le otorgaron el National Book Award por Contribución Distinguida a las Letras Estadounidenses, especie de homenaje a su trayectoria. El agradeció con un largo discurso dedicado a su esposa, y nombró una larga lista de escritores de “ficción popular”, pidiéndoles a los académicos presentes en la ceremonia que al menos los leyeran. A fines del año pasado, la prestigiosa (pero no por eso pomposa) revista The Paris Review le dedicó una de sus célebres entrevistas (cuyos mejores momentos se reproducen en estas páginas), ubicándolo en un panteón en el que ahora convive con nombres como Nabokov, Borges, García Márquez y –entre sus contemporáneos– Irving y Updike. La conversación muestra a King relajado, consciente de quién es pero nada solemne ni presumido –aunque agudo y acertado en sus provocaciones–. La primera parte de la entrevista se llevó a cabo en Boston, donde King se instaló para ver al equipo que lo desvela, los Red Sox. La segunda, en su casa de Florida, ubicada a pocos kilómetros del campo de entrenamiento de... los Red Sox.

Hoy ya no hace falta defender a Stephen King. Salvo por voces aisladas como la de Harold Bloom, que enloqueció después del premio nacional y clamó que considerar “literaria” la obra de King era síntoma de “idiotez”, la mayoría de la crítica tuvo que admitir lo que el público siempre supo: ¿por qué se lo resistió durante tanto tiempo? El encarnizamiento ni siquiera parece justificarse por la teoría del habitual desprecio académico por los géneros menores, porque hace rato que los críticos más aggiornados los reivindican. Su amigo y escritor Peter Straub tiene alguna pista: hace poco, dijo que el propio King se había boicoteado cuando declaró que su literatura era lo más parecido a una hamburguesa con queso. “Se equivocó, porque no sólo no es cierto, sino que es una tontería y una provocación innecesaria al establishment literario. Quizá nacida de su propia inseguridad.”

Con 43 novelas, 8 colecciones de cuentos, 11 guiones, 2 libros sobre el oficio de escribir, y un diario escrito junto a Stewart O’Nan sobre el prodigioso triunfo de los Red Sox en el campeonato del 2004, a punto de cumplir 60 el próximo 21 de septiembre (fecha en la que murió de sobredosis el conductor de la camioneta que lo atropelló en el ’99, dato que sus lectores sabrán apreciar), éste es un gran momento para King. Escribe como columnista en la revista Entertainment Weekly (que se puede leer online), y cada uno de sus pequeños ensayos es una lección sobre cómo leer la cultura pop; se están preparando varias películas sobre sus novelas más recientes (ver recuadro), y hasta se dio el orgulloso lujo de ver debutar como novelista, y con excelentes críticas, a su hijo Joe (que usó el apellido “Hill” para publicar). Pero, sobre todo, editó dos novelas fabulosas y muy distintas, una tras otra. El año pasado, la divertida Cell, gran síntesis de sus habilidades como entretenedor: zombies, apocalipsis, personajes campechanos y buena gente, terror y ternura. Y éste, La historia de Lisey, un sincero homenaje a su esposa y por extensión a las mujeres –como escritor no se registra en King un solo vestigio de misoginia, pero tampoco de paternalismo–. Lisey es viuda de Scott Landon, un escritor exitoso pero también respetable y venerado por los críticos. El muere, y cuando ella se dispone a limpiar su estudio, descubre la fuente de inspiración de Scott... o más bien la revisita, porque en 25 años de matrimonio, el amor guardó muchos silencios y secretos, y ella ya sabe lo que está buscando. De todas sus novelas sobre y con escritores (Un saco de huesos, Misery, El resplandor, La mitad siniestra, El cuerpo, La hora del vampiro: King es uno de los autores que más escribieron sobre el tema, probablemente junto a Henry James), La historia de Lisey es la más triste y la más brillante, realmente entrañable, al punto que al cerrar el libro se extraña a los personajes de una forma casi física. Esa es, quizá, la gran habilidad de King, la que lo convierte en un escritor genial y popular en partes iguales: entiende la literatura no como una disquisición intelectual que disecciona el mundo ante nuestros ojos, sino como algo mucho más importante y emotivo, que nos abriga, incluso al exponernos a sus aspectos más escalofriantes.


Entrevista

POR CHRISTOPHER LEHMANN-HAUPT Y NATHANIEL RICH

¿A qué le tenemos miedo?

–No creo que haya algo a lo que, en algún nivel, no le tenga miedo. Pero si me preguntan a qué le tenemos miedo, como humanos... Al caos. A lo otro. Le tenemos miedo al cambio. Le tenemos miedo a la disrupción, y eso es lo que me interesa. Hay mucha gente cuyo trabajo admiro de verdad –uno de ellos es el poeta norteamericano Philip Booth–, que escriben directamente sobre la vida común, pero yo no puedo hacer eso.

Una vez escribí una novela corta llamada La niebla. Es sobre una niebla que llega y cubre la ciudad, y la historia sigue a un grupo de personas atrapadas en el supermercado. Hay una mujer en la cola de la caja que tiene una caja de champiñones. Cuando se acerca a la ventana a ver la niebla, el encargado del local le quita la caja. Y ella le dice: “Devuélvame mis honguitos”. Le tenemos terror a la disrupción. Tenemos miedo de que alguien venga y nos saque los champiñones en la cola del cajero.

¿Diría que este miedo es el tema principal de su ficción?

–Yo llamaría a lo que hago “una rajadura en el espejo”. Si uno repasa mis libros desde Carrie, lo que se ve es una observación de la vida ordinaria de la clase media norteamericana tal como se vivía cuando cada libro fue escrito. En la vida siempre se llega a un punto en el que uno tiene que lidiar con algo que resulta inexplicable, sea el doctor diciéndote que tenés cáncer o un chiste telefónico. Así que aunque uno hable de fantasmas o vampiros o criminales de guerra nazis que viven en la misma cuadra, seguimos hablando de lo mismo: de la intrusión de lo extraordinario en la vida ordinaria y de cómo lidiamos con ello. Lo que eso demuestra de nuestra personalidad y nuestra manera de interactuar con los otros y la sociedad en la que vivimos me interesa mucho más que los monstruos y los vampiros y los fantasmas.

En Mientras escribo define la ficción popular como esa ficción en la que los lectores reconocen aspectos de su propia experiencia (comportamiento, lugar, relaciones y lenguaje). En su trabajo, ¿se prepara conscientemente para capturar un momento específico en el tiempo?

–No, pero no trato de evitarlo. Cell, por ejemplo. La idea llegó así: salía de un hotel en Nueva York y vi a esta mujer hablando en su teléfono celular. Y pensé, ¿qué pasaría si recibiera por teléfono celular un mensaje que no pudiera resistir y tuviera que matar gente hasta que alguien la matara a ella? Todas las ramificaciones empezaron a rebotar en mi cabeza como un pinball. Si todos recibieran el mismo mensaje, entonces todos los que tuvieran un teléfono celular se volverían locos. La gente normal vería esto, y lo primero que harían sería llamar a sus familiares y amigos para contarles... por celular. La epidemia se esparciría como una enredadera. Después, más tarde, iba caminando por la calle y vi a un tipo, aparentemente loco, gritándose a sí mismo. Y quiero cruzar la calle para alejarme de él. Pero no es un linyera: está vestido de traje. Entonces veo que tiene un auricular en el oído, y que está hablando por celular. Y pensé: realmente quiero escribir esta historia. Fue un concepto instantáneo: después leí mucho sobre el negocio de los teléfonos celulares. Así que es un libro muy actual, pero su origen es una preocupación sobre cómo nos comunicamos hoy día. Puede quedar fechado dentro de unos años. Estoy seguro de que Ojos de fuego, por ejemplo, ahora parece antiguo. Pero eso no me importa. Uno espera que los relatos y los personajes se destaquen, perduren. E incluso las antigüedades tienen cierto valor.

Cuando repasa sus novelas, ¿las agrupa de alguna manera?

–Hago dos tipos de libros diferentes. Pienso en libros como Apocalipsis, Desesperación y la serie de la Torre Oscura: ésos son libros “para afuera”. Después están los libros “para adentro”, que son por ejemplo Cementerio de animales, Misery, El resplandor o Dolores Claiborne. A los fans en general les gustan los “para afuera” o los “para adentro”. Pero no les gustan ambos. Mi categorización tiene que ver con los personajes, y la cantidad de personajes. Los “para adentro” tienden a ser sobre una persona y a medida que avanzan, profundizan en ese personaje. La historia de Lisey, mi última novela, es un “para adentro”, por ejemplo, porque es un libro largo con muy pocos personajes, pero un libro como Cell es “para afuera” porque está lleno de gente y es sobre la amistad y es una especie de road-story. El juego de Gerald es la más “para adentro” de todas, porque se trata de una sola persona, Jessie, que está esposada a su cama.

Mark Singer escribió en The New Yorker que usted había perdido parte de su público con Cujo, Cementerio de animales y El juego de Gerald porque esas novelas eran demasiado dolorosas, imposibles de soportar para los lectores. ¿Cree que es así?

–Creo que perdí lectores en varios momentos. Es un proceso de erosión natural, nada más. La gente sigue adelante con su vida, encuentra otras cosas. Aunque también he cambiado como escritor: no estoy brindando en mis libros el mismo nivel de escape a la realidad que ofrecían La hora del vampiro, El resplandor o incluso Apocalipsis. Hay muchos lectores que estarían felices si yo hubiera muerto en 1978. Son los que se me acercan y me dicen: “Oh, nunca volvió a escribir un libro tan bueno como Apocalipsis”. Por lo general les digo cuán deprimente es escucharlos decir que algo que escribí hace unos veintiocho años es mi mejor libro. A Dylan probablemente siempre le dicen lo mismo sobre Blonde on Blonde. Y puedo darme el lujo de perder fans, y sé que suena engreído, pero no lo digo de esa manera: puedo perder la mitad de mis fans y seguir viviendo de una manera muy confortable. Tengo la libertad de seguir mi propio camino, lo que es fantástico. Pude haber perdido algunos fans, pero también gané otros.

Ha escrito mucho sobre chicos. ¿Por qué?

–Por muchas razones. Tuve la suerte de poder vender mis textos siendo muy joven, y por esos mismos años de juventud me casé y tuve hijos. Naomi nació en 1971, Joe en 1972 y Owen en 1977, tres chicos en seis años. Así que tuve la oportunidad de observarlos en un momento en que mis contemporáneos estaban afuera bailando KC and the Sunshine Band. Y creo que me quedé con la mejor parte. Criar a los chicos me dio muchas más satisfacciones que la cultura popular de los años ’70. Así que no conocía a KC and the Sunshine Band, pero conocía plenamente a mis hijos. Estaba en contacto con la ira y el cansancio que te pueden hacer sentir. Y esas cosas fueron a parar a los libros porque eran las que conocía en ese momento. Lo que ha encontrado su camino hacia los libros más recientes es el dolor, y gente con heridas, porque eso es lo que conozco ahora. Dentro de diez años habrá otra cosa, si es que sigo vivo.

¿El resplandor estuvo basado en experiencias personales? ¿Se quedó alguna vez en ese hotel?

–Sí, el Stanley Hotel en Estes Park, Colorado. Mi esposa y yo fuimos durante un octubre. Era la última semana de la temporada, así que el hotel estaba casi vacío. Me pidieron si podía pagar en efectivo, porque se estaban llevando los recibos de las tarjetas de crédito a Denver. Cuando pasé por la señal de tránsito que decía “Los caminos pueden estar cerrados después del 1º de noviembre”, me dije: “Acá hay una historia”.

¿Qué pensó de la adaptación del libro de Stanley Kubrick?

–Demasiado fría. No hace ninguna inversión emocional en la familia protagonista. Creo que el tratamiento de Shelley Duvall como Wendy es... bueno, insultante para las mujeres. En la película, ella es básicamente una máquina de gritar. No está involucrada en lo más mínimo en la dinámica familiar. La película es hermosa de ver, tiene sets bellísimos, todas esas tomas con Steadycam... Yo solía llamarla un Cadillac sin motor. No se puede hacer nada con ella salvo admirarla como una escultura. Pero se la privó de su primer propósito, que era contar una historia. La diferencia básica está en el final. En la novela, Jack Torrance le dice a su hijo que lo ama, y después vuela por los aires cuando hace explotar el hotel. En la película de Kubrick, muere congelado.

Es increíble que, en los prólogos y epílogos a varios de sus libros, les pida feedback a los lectores. ¿Por qué pide que le envíen más cartas de las que ya debe recibir?

–Me interesa lo que piensan mis lectores, y soy consciente de que muchos de ellos quieren participar de la historia. No tengo problema, mientras entiendan que lo que ellos piensan no va a cambiar necesariamente lo que yo escribo. Nunca voy a decir: ok, tengo esta historia, hasta acá llegué, ahora hagamos una encuesta, ¿cómo creen que debería terminar?

¿Y les puede decir que no a sus editores?

–A veces. Por ejemplo, yo quería publicar La historia de Lisey primero, pero la editora de Scribner Susan Moldow quería salir con Cell porque pensaba que la atención que recibiría podría beneficiar las ventas de Lisey, y acepté. Hoy en día, los editores pueden hacer algo así. A veces es bueno y a veces no. En este caso lo fue, resultó un éxito. Cell fue un caso raro. Graham Greene solía hablar de libros que eran novelas y libros que eran entretenimientos. Cell fue un entretenimiento. No quiero decir que no me importaba, porque sí me importaba, como todo lo que se publica con mi nombre.

¿Quién edita sus novelas y cuándo?

–Chuck Verroll ha editado muchos de mis libros, y puede ser un editor muy duro. En Scribner, Nan Graham editó Lisey, y me dio una mirada completamente diferente, un poco porque la novela es sobre una mujer y ella lo es, y porque llegó fresca al trabajo. En un momento me dijo: “Tenés que reconfigurar esta sección, sacarla, porque empantana la trama y no es necesaria”. Lo primero que pensé fue: “No puede decirme eso. No sabe nada. No es escritora. ¡No entiende mi genio!”. No creo que se debiera a que soy un best-seller, creo que es algo que todo escritor piensa. Pero después me dije: “Bueno, lo voy a intentar”. Y lo digo porque llegué a un punto de mi carrera en que puedo hacer lo que quiera, si quiero. Si sos lo suficientemente popular, te dan toda la cuerda que quieras. Podés colgarte en Times Square, y lo he hecho un par de veces. Particularmente en los días en que me drogaba y bebía todo el tiempo, hice lo que quería. Y eso incluía mandar a la mierda a los editores.

Entonces, si Cell es un entretenimiento, ¿cuál otro de sus libros entra en esa categoría?

–Todos deberían ser entretenimiento. Ese es, en algún sentido, el corazón del problema. Si una novela no es entretenimiento, no creo que sea un libro exitoso. Pero si hablamos de novelas que funcionan a más de un nivel, diría Misery, Dolores Claiborne e It. Empecé a trabajar en It, que va y viene entre la vida de los personajes cuando son niños y cuando son adultos, y me di cuenta de que estaba escribiendo sobre las maneras en que usamos nuestra imaginación en diferentes momentos de nuestras vidas. Me encanta ese libro, y es uno de esos que se siguen vendiendo de forma pareja. La gente responde a él. Recibo un montón de cartas de gente que me dice que le gustaría que tuviera más páginas. Y yo pienso: Dios mío, ya es bastante largo. Creo que It es el más dickensiano de mis libros por su amplio abanico de personajes y las historias que se intersectan. La novela administra mucha complejidad sin esfuerzo aparente, un mecanismo que me gustaría redescubrir.

La historia de Lisey también es así y tiene un número de narraciones entrelazadas que parecen fundirse sin esfuerzo. Pero me causa timidez hablar de esto porque tengo miedo de que la gente se ría y diga: “Miren al bárbaro queriendo pretender que pertenece al palacio”. Siempre que sale este tema, me cuido.

Cuando aceptó el Nacional Book Award por su “Distinguida Colaboración a la Literatura Norteamericana”, dio un discurso defendiendo la ficción popular y nombró una lista de autores que cree son menospreciados por el establishment literario. Después Shirley Hazzard, la ganadora de ese año en Ficción, subió al escenario y menospreció su argumento de una manera muy cortante.

–Lo que Shirley Hazzard dijo es que no necesitaban que yo les diera una lista. Si hubiera podido retrucarle, le hubiera dicho: “Con todo respeto, creo que la necesitamos”. Creo que Shirley, de alguna manera, me dio la razón. Los guardianes de la idea de una literatura seria tienen una lista corta de autores que “pertenecen”, y con demasiada frecuencia esa lista está hecha de gente que conoce a cierta gente, que fue a determinadas universidades, que provienen de ciertos canales de la literatura. Y esa es una muy mala idea, conspira contra el crecimiento de la literatura. Este es un momento crítico para la literatura norteamericana porque está siendo atacada por tantos otros medios: la televisión, las películas, Internet y todas las diferentes formas que tenemos de obtener un input no impreso para alimentar nuestra imaginación. Los libros, la antigua manera de transmitir historias, están en riesgo. Entonces cuando alguien como Shirley Hazzard dice que no necesita una lista, se les cierra la puerta en la cara a autores como George Pelecanos o Dennos Lehane. Y cuando eso sucede, cuando esa gente es dejada afuera en el frío, se está perdiendo una gran área de la imaginación. Esa gente está haciendo un trabajo importante.

Así que diría que Shirley Hazzard sí necesita una lista de lecturas. Y lo otro que Shirley Hazzard necesita es que alguien le diga: “Póngase a trabajar”. La vida es corta. Tiene que parar esta pavada de sentarse ahí a hablar de lo que hacemos y hacerlo de una vez. Porque Dios le dio algo de talento, pero también le dio cierto número de años.

Y una cosa más. Cuando se le cierra la puerta a la ficción popular seria, se cierra otra puerta a otros escritores que son considerados novelistas serios. Se les dice: “Escriban ficción popular y accesible a su propio riesgo”. Así que no hay muchos escritores que se van a atrever a hacer lo que hizo Philip Roth cuando escribió La conjura contra América. Fue un riesgo para él escribir esa novela porque es accesible y puede ser leída como entretenimiento. Es atrapante a un nivel narrativo. Es un libro muy diferente a The Great Fire de Shirley Hazzard, que también es muy bueno. Pero no es lo mismo, de ninguna manera.

Entonces, ¿hay tanta diferencia entre la ficción popular seria y la ficción literaria?

–El punto de quiebre aparece cuando alguien pregunta si un libro es atrapante a nivel emocional. Porque cuando se llega a esos niveles, muchos de los críticos serios empiezan a sacudir la cabeza y a decir “no”. Para mí, todo tiene que ver con la idea que flota en la cabeza de quienes se ganan la vida analizando literatura: “Si dejamos entrar al populacho, entonces se van a dar cuenta de que cualquiera puede hacerlo, que es accesible para cualquiera. Entonces, ¿qué hacemos nosotros acá?”.

Cuando usted usa nombres de marcas en sus libros los críticos parecen especialmente molestos.

–Siempre supe que algunos tenían un problema con eso. Pero también sé que nunca voy a dejar de hacerlo, y nadie va nunca a convencerme de que estoy equivocado. Porque cada vez que lo hago, siento un pequeño ¡bang! adentro. Como si hubiera dado en el clavo, como un triple de Michael Jordan. A veces la marca es la palabra perfecta y cristaliza la escena. Cuando Jack Torrance está tomando ese Excedrin en El resplandor, uno sabe lo que es. Siempre quiero preguntarles a estos críticos, algunos son novelistas, otros profesores universitarios, ¿qué mierda hacen ustedes? ¿Abren su botiquín y ven botellas grises sin etiquetas? ¿Ven shampoo genérico, aspirinas genéricas? Cuando van al almacén y compran cerveza, ¿las latas sólo dicen “cerveza”? Cuando van al garaje y ven lo que está estacionado ahí, ¿qué es? ¿Un auto? ¿Simplemente un auto?

Y después me digo a mí mismo: “Apuesto a que es así”. Algunos de estos tipos, los profesores universitarios, cuya idea de la literatura se detuvo en Henry James y esbozan una sonrisa gélida si se les habla de Faulkner o Steinbeck, son estúpidos en lo que respecta a la ficción norteamericana y han hecho de su estupidez una virtud. Y cuando abren su botiquín, creo que deben ver botellas genéricas, y eso es un fracaso en la observación. Por eso, creo que una de las cosas que tengo la obligación de hacer es decir: “Es una Pepsi, ¿ok? No es una gaseosa. Es una Pepsi. Es una cosa específica. Digan lo que quieran decir. Digan lo que ven. Si pueden, hagan una foto para el lector”.

¿Alguna vez se sintió tipificado o etiquetado por su trabajo?

–No, no realmente. Me han llamado el maestro del suspenso, o del terror, pero yo nunca dije que eso era lo que escribía, aunque tampoco me quejo por esos rótulos, porque sonaría a que intento darme aires y aparentar lo que no soy. Tuve una conversación sobre esto con Bill Thompson, mi primer editor. Me había publicado Carrie, que fue un gran éxito, y querían otro. Yo tenía listo Salem’s Lot y Roadwork, que finalmente publicaría bajo mi pseudónimo Richard Bachman. Le pregunté cuál quería publicar. Me dijo que no me iba a gustar su respuesta: Roadwork era mejor, más honesta, me dijo, la novela de un novelista, pero querían Salem’s Lot, porque creían que sería un éxito mayor. Pero me dijo: “Te van a etiquetar como un escritor de terror”. Me acuerdo de que me reí. “¿Qué? ¿Cómo M.R. James y Edgar Allan Poe y Mary Shelley?”, pregunté. No me molesta, ni me importa.

Usted es, también, algo así como un coleccionista de libros. El librero Glenn Horowitz nos contó que una vez le envió algo por error y que, cuando le pidió disculpas, usted le dijo que lo compraría de todas maneras.

–Creo que eso es cierto. Sin embargo, no soy un gran coleccionista. Probablemente tenga una docena de Faulkner autografiados y muchos Theodore Dreiser. Tengo Reflejos en un ojo dorado de Carson McCullers. La adoro. En casa tengo una de esas estanterías antiguas que solía haber en los drugstores, y tengo muchas ediciones baratas de los ’50 porque me gustan las tapas y coleccioné una cierta cantidad de pornografía de los ’60, en paperback, hecha por tipos como Donald Westlake y L4awrence Block, sólo porque me divierte. Se pueden ver chispas de sus estilos.

¿Qué aprendió de autores como Faulkner, Dreiser o McCullers?

–Las voces. Estoy leyendo otra vez Todos los hombres del rey y también lo estoy escuchando en CD. El tipo que lo grabó es un muy buen lector. Uno lo escucha y se dice, ¡ésa es la voz! Algo hace clic en tu cabeza.

¿Escribe cuentos y novelas en simultáneo, o dedica períodos a unos y a otras alternadamente?

–Escribo cuentos entre novelas. Siempre tengo un par de ideas para historias futuras cuando estoy trabajando en algo. Pero no se puede pensar en lo que se escribirá en el siguiente libro. Uno es como un hombre casado que trata de no mirar a las mujeres por la calle.

Usted ha usado diferentes estrategias para publicitar sus libros (la serialización, los e-books, fragmentos de una próxima novela al final de la nueva). ¿Hay alguna estrategia mayor en juego?

–No, sólo me da curiosidad, quiero ver qué pasa, como un chico con un juego de química: ¿y qué pasa si mezclamos estos dos? El experimento de publicar en Internet fue probablemente una manera de decirles a las editoriales: “Saben, no necesariamente tengo que pasar por ustedes”. También quería abrir una brecha para otra gente. Y es una forma de mantener la frescura. Scribner me preguntó si tenía un cuento para publicar online. Pero su foco nunca fue, de hecho, Internet. Estaban pensando en estos pequeños artefactos electrónicos con los que podés leer un libro en la palma de tu mano, donde tenés que apretar botones para dar vuelta la página. A mí nunca me gustó la idea, y a la mayoría de la gente tampoco. Quieren tener páginas. Somos como la gente que se compró un coche en 1919 y cuando paraban al costado del camino, les gritaban: “¡Comprate un caballo!”. Ahora le gente grita: “¡Comprate un libro!”. Es lo mismo. Pero al publicar online, mucha gente que nunca había tenido relación conmigo –tipos de negocios con traje– de repente me registró. ¿Qué está haciendo? ¿Puede hacerlo todo solo? ¿Va a ser capaz de cambiar la forma de publicar? Pero estaban interesados en la facturación, no en los cuentos. Todo esto pasó justo al final de la burbuja de las punto.com, y fue lo último excitante que pasó antes del crack. Arthur C. Clarke ya había vendido un texto por Internet –seis páginas sobre transmisiones que venían de las estrellas– y pensé: “Jesús, ¡esto es como besar a tu hermana!”. Era un pequeño ensayo que el tipo probablemente borroneó una tarde en la que no pudo dormir la siesta.

El cuento para Scribner “Montando la bala” fue un gran éxito. ¿Por qué dejó de publicar online? Dio por terminado The Plant, su siguiente proyecto de publicación online, después de sólo seis partes...

–Muchos creen que no lo terminé porque no fue un éxito. Esa fue una de las pocas veces que sentí una gentil pero firme presión de la prensa hacia la mentira. De hecho, The Plant fue muy pero muy exitoso. Con “Montando la bala” había un rumor sobre gente que quería hackear el sistema para conseguirlo gratis. Y pensé: “Bueno, eso es lo que hace la gente de Internet”. No lo hacen porque quieren robarlo, lo hacen para ver si pueden robarlo. Muchos pagaron por bajarlo. Y creo que muchos pagaron... después de robarlo. Gané unos 200 mil dólares con The Plant, y casi sin costos. Es increíble si uno lo piensa. Todo lo que hice fue escribir las historias y conseguir un server. Era una licencia para imprimir dinero, si se me permite ser vulgar. Pero la historia apenas estaba bien, y me quedé sin inspiración. Sigue sin terminar.

La relación de su escritura con el dinero ahora no es, presumimos, una cuestión de supervivencia. ¿Todavía significa algo para usted?

–Creo que a uno le deben pagar por lo que hace. Cada mañana me levanto con el despertador, hago los ejercicios de mi pierna, y me siento frente a la computadora. Al mediodía me duele la espalda y estoy cansado. Trabajo tan duro como antes o más, así que quiero que me paguen. Pero básicamente, a esta altura, el asunto es como mantener el marcador. Algo que no quiero hacer más es aceptar un anticipo monstruoso. Acepté un par. Ciertamente Tom Clancy ha conseguido muchos. Lo dice todo el tiempo. John Grisham también ha recibido algunos. El gran anticipo es la forma del escritor de decir: “Quiero todo el dinero desde el principio y no voy a devolver un centavo cuando esos libros queden en las estanterías sin vender”. Y las editoriales los dan porque quieren tener un Tom Clancy o un John Grisham o un Stephen King. Atrae la atención sobre el resto del catálogo. Además, los libreros quieren a esos escritores porque incrementan el número de personas que circulan por las librerías. Los vendedores de libros casi se arrodillan y alaban a John Grisham, no sólo porque vende todo lo que vende sino por cómo lo hace: publica en febrero, después de la locura de Navidad, cuando las ventas en las librerías suelen estar muertas.

Yo, hoy en día, podría conseguir esos grandes anticipos, pero me las arreglo perfectamente sin ellos. Tomé una decisión cuando me fui de Viking: pedir ser socio en la publicación. Que me den un modesto monto para firmar el contrato, y después repartimos las ganancias. ¿Por qué no? Sigue siendo un buen negocio para ellos. Si lo hiciera sólo por el dinero ya lo hubiera dejado, porque tengo suficiente.

¿Alguna vez sintió que debía manejar las cifras de Clancy o Danielle Steel?

–Somos una sociedad competitiva y tengo una tendencia a medir si soy tan exitoso como ellos basándome en la cantidad de dinero que puedo obtener. Pero, al final, lo que cuenta son las ventas, y todos estos tipos venden más que yo. Grisham vende cuatro veces más que yo. Ya no me importa. A veces uno mira la lista de best-sellers del New York Times y se pregunta: “¿Quiero romperme el culo para estar en la lista junto a Danielle Steel, David Baldacci y los libros cristianos?”.

Ya pasaron siete años de su accidente. ¿Sigue teniendo dolores?

–Sí. Todo el tiempo. Pero ya no tomo medicación. Tuvieron que hospitalizarme por una neumonía hace unos años, tuve otra operación, y en ese momento llegué a la conclusión de que no podía seguir tomando medicamentos, porque sería para siempre e iba a empezar a cargarla en un carrito. Hacía cinco años que tomaba analgésicos. Percocet, OxyContin, todo tipo de cosas. Era un adicto. Si uno los usa para el dolor y no para estar drogado, no es tan difícil dejarlos. El problema es que hay que aprender a vivir sin los medicamentos. Hay que pasar la abstinencia. La mayor parte es insomnio. Pero después de un tiempo, el cuerpo dice: “¡Bueno, está bien!”.

¿Sigue fumando cigarrillos?

–Tres por día, y nunca cuando escribo. Cuando son sólo tres, tienen un sabor maravilloso. Mi doctor dice que si voy a fumar tres por día, da lo mismo que fume treinta, pero no lo hago. Dejé el alcohol, el Valium, la cocaína. Y eso que estaba muy enganchado. Pero lo único que no pude dejar fueron los cigarrillos. Por lo general fumo uno a la mañana, otro a la tarde y otro a la noche. Y los disfruto. No debería. Ya sé, la salud es buena, fumar es malo. Pero la verdad es que me gusta tirarme a leer un libro con un cigarrillo. Estaba pensando en esto la otra noche. Venía de un partido, los Red Sox habían ganado. Y estaba en la cama leyendo El americano impasible de Graham Greene, que es un libro maravilloso. Estaba fumando, y pensé: “¿Quién la pasa mejor que yo?”.

Los cigarrillos, y todas esas sustancias adictivas, son la parte mala de lo que hacemos. Son parte de esa obsesión que te hace ser escritor en primer lugar, que te hace querer escribirlo todo. Alcohol, cigarrillos, drogas.

¿Quiere decir que escribir es una especie de adicción?

–Pienso que sí. Para mí, incluso cuando no me gusta cómo estoy escribiendo, si no lo hago, el hecho de no escribir me molesta. Poder escribir es fantástico. Cuando va bien es genial; pero cuando no, cuando sólo está ok, es una muy buena manera de pasar el tiempo. Y uno después puede mostrar todas estas novelas.

¿Todavía va a Alcohólicos Anónimos?

–Sí, regularmente.

¿Cómo se siente sobre el aspecto religioso de las reuniones?

–No tengo problemas con eso. El programa dice: “Si no cree, haga como si creyera. Finja hasta conseguirlo”. Y sé que mucha gente tiene problemas con eso, pero yo sigo el programa. Así que me arrodillo a la mañana y le pido a Dios que no me deje pensar en el alcohol o en las drogas. Y me arrodillo todas las noches y agradezco porque no tuve que usar drogas o beber.

Cuando hablo de esto con la gente, siempre cuento la historia de la película Pink Flamingos que John Waters hizo con Divine, la transformista gorda. Hay una escena en la que Divine literalmente come un trozo de excremento de perro que hay en la vereda. A Waters siempre le preguntaban por esa escena en particular. Finalmente un día explotó y dijo: “Escuchen, era sólo un pedazo de mierda... ¡y la hizo una estrella! ¿Ok?”. Para mí, toda la cuestión de Dios es un pedacito de mierda. Pero si uno puede tragarse esa parte del programa de AA, no tiene que volver a beber o usar drogas.

¿Alguna vez hizo terapia?

–Cuando estaba dejando las drogas y el alcohol, fui a un terapeuta para tratar de superar esa ausencia en mi vida. Pero si estamos hablando de verdadera psicoterapia, tengo miedo de que le haga un agujero a mi balde y que todo se me escape por ahí. No sé si me destruiría como escritor, pero se llevaría muchas cosas buenas.

¿Piensa de dónde vienen sus creaciones cuando escribe?

–A veces ciertas cosas son tan obvias que es inescapable. La enfermera psicótica de Misery, por ejemplo, que escribí cuando estaba pasándola muy mal con las drogas. Sabía sobre lo que estaba escribiendo, nunca tuve dudas. Annie era mi adicción, y era mi fan número uno. Dios... y nunca se quería ir.

¿En qué punto del proceso creativo sabe si van a entrar o no los elementos fantásticos?

–No vienen porque yo quiera. No lo fuerzo. Sucede. La cuestión es que me encanta. Duma Key, la novela que estoy escribiendo ahora, es sobre un tipo llamado Edgar Freemantle que tiene un accidente y pierde un brazo. Entonces enseguida me pongo a pensar que quizás haya alguna sintomatología paranormal relacionada con los miembros ausentes. Sé que la gente tiene sensaciones en sus miembros fantasmas después de los accidentes. Entonces googleo “miembros fantasmas” para ver cuánto dura la sensación. Adoro Google. Y resulta que hay miles de eventos recopilados, y el mejor –y lo puse en el libro– es un tipo que perdió la mano trabajando con una embaladora. El tipo agarró la mano, la envolvió en un pañuelo, se la llevó a su casa y la metió dentro de un frasco de alcohol. Guardó el frasco en el sótano. Pasan dos años. El tipo está bien. Y un día en invierno hace un frío terrible y lo siente al final del brazo, donde solía estar su mano. Llama al médico. Le dice que su mano ya no está ahí, pero tiene un frío de mil demonios en el muñón. El doctor dice: “¿Qué hizo con la mano?”. Y él le cuenta. El médico le dice que vaya a chequearla. El tipo baja. El frasco estaba en un estante y la ventana se había roto y el viento frío soplaba sobre él. Así que acercó el frasco a la estufa y se sintió mejor. Aparentemente es una historia real.

¿Cree que La historia de Lisey marca el final de algo y el comienzo de algo nuevo para usted?

–Soy la persona incorrecta a la que preguntarle. Estoy dentro del libro, y lo siento como uno muy especial. Al punto que no quiero soltarlo al mundo. Este es el único libro que he escrito del que no quiero leer las reseñas, porque algunas van a ser horribles, porque es un libro que intenta ser algo más que una novela popular. De alguna manera, quiere ser tomado más en serio que un libro de Mary Higgins Clark o Jonathan Kellerman. Y no podría soportar esas críticas, de la misma manera que no podría soportar que alguien sea horrible con un ser querido. Amo este libro.

Ahora que ha publicado en The New Yorker y que fue homenajeado con el National Book Award y otros premios internacionales, parece muy claro que se lo toma mucho más en serio que en los primeros años de su carrera. ¿Todavía se siente excluido del establishment literario?

–Ha cambiado mucho. ¿Saben lo que pasa? Si uno tiene un poquito de talento y trata de maximizarlo y no se rinde, ni se estanca, empieza a ser tomado más en serio. La gente que creció leyéndolo a uno se convierte en parte del establishment literario. Lo toman como parte del paisaje que estaba ahí cuando ellos llegaron. Cuando Martin Levin del New York Times reseñó The Stand, lo llamó “el hijo de El bebé de Rosemary”. Yo pensé: “Por Dios, trabajé en este libro tres años para que este tipo diga esto”. Como escritor, siempre fui extremadamente consciente de mi lugar. Nunca fui pretencioso, ni quise ponerme al lado de quienes son mejores que yo. Me tomo en serio lo que hago, pero nunca insinué que soy mejor de lo que soy. Lo más importante es que uno se hace viejo. Estoy cerca de los 60. Me quedarán otros diez años creativos, quizá quince. Me digo a mí mismo: “¿Podré hacer algo aún mejor con esta cantidad de tiempo?”. No necesito el dinero. No necesito otra película basada en mis libros. No necesito escribir otro guión. No necesito otra tremenda casa donde vivir, ya tengo ésta. Me gustaría escribir un libro mejor que La historia de Lisey, pero no sé si lo haré. Y, Dios, me gustaría no repetirme. Me gustaría no hacer trabajos de relleno. Pero me gustaría seguir trabajando. Rechazo la idea de que ya exploré todo lo que hay en la habitación.

La versión completa de esta entrevista fue publicada por The Paris Review en su número de otoño del 2006.

Mi reino hecho película

El top 10 de adaptaciones por él mismo

Por Stephen King

King y su perro, en su casa de Maine en 1999, poco después del accidente.

Hacia el final de su vida, James M. Cain (el autor de los libros en los que se basaron Pacto de sangre, El cartero llama dos veces y Mildred Pierce, entre otras películas) concedió una entrevista a un joven periodista universitario. Durante el curso de la entrevista, el joven periodista se quejó de cómo las películas habían arruinado los libros de Cain. El viejo profesional giró en su silla y señaló la biblioteca detrás de su escritorio. “Las películas no arruinaron a ninguno de ellos”, disparó. “Están todos ahí arriba.” Eso resume con mucha precisión mi filosofía sobre el asunto de convertir los libros en películas, especialmente mis libros. Casi nunca digo que no cuando alguien se ofrece a comprar los derechos de mis novelas, sabiendo incluso que en el mejor de los casos una película no está en cartel más que un par de meses. Incluso en el videoclub, las películas migran a las bateas de atrás bastante rápidamente. Los libros duran más, y ninguna película jamás cambió ni una sola palabra de una sola novela. Además, amo las películas —siempre las amé, siempre las amaré—. Mi primera salida después de la larga convalecencia, tras ser arrollado por una camioneta, fue al cine (Alerta en lo profundo, de hecho; fui en mi silla de ruedas y me encantó cada minuto de la película).

Lo peor que puede pasar es que los críticos se porten con maldad y la película se hunda. ¿Y en el mejor de los casos? Milagros inesperados (Green Mile, 1999) es el mejor de los casos. Es un gran entretenimiento de Hollywood, repleto de personalidad, vida y asombro. Lleno de emoción, también: esas operísticas oleadas de sentimiento que hacen de ver una buena película uno de los verdaderos placeres de la vida. Los críticos pueden no estar de acuerdo, pero las películas entretenidas siempre parecen ponerlos nerviosos. A los críticos les gusta lo que es cool. A mí me gusta lo que tiene aroma y sabor.

¿Me han gustado todas las adaptaciones cinematográficas de mis libros? Por Dios, no. Yo mismo he hecho una muy mala (8 días de terror - Maximum Overdrive, 1986) y rechiné los dientes con muchas otras. Las peores son aquellas que engendran secuelas aparentemente innumerables (por favor, no permitan que haya una Carrie 3), pero incluso ésas tienen su encanto; me gustó un poco una de las Cosecha negra (Children of the Corn), aunque no puedo recordar si era la número 3 o la número 4; y no pueden no gustarte cuando menos los títulos de las secuelas de Sometimes They Come Back: Sometimes They Come Back... Again y Sometimes They Come Back... For More (Ellos vuelven y Ellos vuelven por más). Espero que haya al menos una última película en esta serie: Sometimes They Come Back... for Courteous Service and Low, Low Prices (Ellos vuelven por más... por los precios bajos).

A menudo me preguntan cuáles son mis adaptaciones favoritas, así que, para aquellos a los que les gustan las listas, aquí está mi top ten personal:

1. Milagros inesperados
(The Green Mile, Frank Darabont, 1999.)

Alternativamente oscura y divertidísima, cargada de argumento y emoción. Rara vez las películas son tan buenas como los libros. Esta lo es.

2. Cuenta conmigo
(Stand by Me, Rob Reiner, 1986.)

Adaptado de una novela corta incluida en una colección mía llamada Different Seasons (del mismo libro del que salió Shawshank Redemption, en caso de que quieran buscarlo: son maravillosos regalos de Navidad). Creo que es la mejor película de Rob Reiner, la que más profundamente ha sentido, y cada vez que la vuelvo a ver me enojo con River Phoenix por haberse matado con drogas. Me gusta porque, cuando la veo, me siento igual que cuando la estaba escribiendo. En una palabra: bien.

3. La tormenta del siglo
(Storm of the Century, Craig R. Baxley, 1999.)

Sí, lo sé, fue hecha para la televisión... y la escribí yo mismo. Pero tiene esa densidad novelística, y capas de personajes sobre personajes. Además, Colm Feore aniquiló por completo el papel de Andre Linoge, el tipo malo que lo sabe y —eventualmente— lo dice todo.

4. Sueño de libertad
(The Shawshank Redemption, Frank Darabont, 1994.)

Nada estaba mal excepto el título, y eso era culpa mía. Frank Darabont tiene la especialización más pequeña del mundo: películas carcelarias de Stephen King. Si eso fuera realmente verdad, y si todas salieran tan bien como Milagros... y Sueño..., probablemente me dedicaría a las novelas carcelarias de ahora en más (mientras escribiera algunas nuevas, Frank podría dirigir episodios de la serie Oz). No salí llorando a moco tendido al final de Sueño de libertad, pero sí se me empañaron un poco los ojos.

5. Cujo
(Lewis Teague, 1983.)

Gran fotografía de Jan De Bont antes de decidirse a ser un autor; una actuación digna de un Oscar de Dee Wallace. Nada enrevesado por acá; al igual que Cementerio de animales, se trata tan sólo de una de miedo lineal y directa (y las actuaciones eran quizás un poco mejores que las de Cementerio...).

6. Misery 
(Rob Reiner, 1990.)

El mejor guión escrito por William Goldman desde Butch Cassidy y Sundance Kid, y una actuación tremenda de Kathy Bates. Si tiene algún punto flojo, es que la película nunca termina de explicar la salvación del escritor Paul Sheldon: su imaginación. Le eché un vistazo al guión original de Goldman, que les hubiera permitido a los espectadores explorar la mente del escritor. Si hubieran filmado ése, James Caan también podría haber ganado una pequeña estatuita dorada.

7. Apocalipsis
(The Stand, Mick Garris, 1994.)

Gary Sinise estaba perfecto como Stu Redman, el hombre medio norteamericano: “Del campo no significa tonto”, les dice a los militares que lo están arrestando, y uno le cree que él cree en lo que está diciendo. Ruby Dee estaba genial como Madre Abigail, y también Jamey Sheridan como Randall Flagg.

8. Eclipse total
(Dolores Claiborne, Taylor Hackford, 1995.)

Kathy Bates está soberbia una vez más, pero lo que me encantó de ésta fue la dirección de Hackford. Uno tiene que ver la película dos veces (y verla en un cine) para apreciar en toda su dimensión su uso de la luz y el color. En el presente, el mundo de Dolores es gris y apagado. Sus recuerdos del pasado, no obstante, son brillantes y gloriosos. Creo que ésa es la manera en la que funciona la memoria, especialmente cuando envejecemos.

9. Christine
(John Carpenter, 1983.)

Se pone mejor cada vez que la veo: más graciosa y aterradora. Y tiene una banda de sonido mortal.

10. Cementerio de animales
(Pet Sematary, Mary Lambert, 1989.)

La escribí yo y los críticos la odiaron. Cementerio de animales trata acerca de hacerse cargo de los negocios, y el negocio es asustar al espectador.

Extra

Mención de honor para Los ojos del gato (Cat’s Eye, Lewis Teague, 1985), protagonizada por Drew Barrymore como la pequeña y encantadora niña, y Alan King como el mafioso que dirige la clínica para dejar de fumar. El primer corte de la película empezaba con Patti LuPone persiguiendo a un gato por su casa con una ametralladora. Era maravilloso, totalmente exagerado, un momento arquetípico de Stephen King si alguna vez existió tal cosa. Alan Ladd Jr., el productor, insistió en cortar la escena. Qué aguafiestas.

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