miércoles, 6 de mayo de 2020

Ingmar Bergman / Un verano con Mónica / La actriz como objeto de deseo

Harriet Andersson
Un verano con Mónica, de Ingmar Bergman


Ingmar Bergman

UN VERANO CON MÓNICA
(1953)
LA ACTRIZ COMO OBJETO DE DESEO
BIOGRAFÍA DE HARRIET ANDERSSON

Quien piense en Bergman como en un director existencialista e invernal es que no ha visto Un verano con Mónica. Ingmar Bergman nació hace ahora 100 años, en verano, y murió en la misma estación 89 años más tarde; entre ambos veranos, dejó medio centenar de películas donde apostaba por los juegos y las sonrisas de verano, por las parejas de cómicos y de criados, las enfermeras, la juventud… y las ganas de vivir, incluso en las reflexiones más lúgubres de sus últimos años. Un verano con Mónica (1953) no posee esa carga reflexiva y existencialista que hizo célebre al director de Persona (1966) pero, más que empobrecerse por ello, muestra abiertamente el corazón de una obra que se fue cubriendo de nuevas capas y máscaras con las que conocerse mejor.

Javier Ballesteros
Un verano con Mónica

 Un verano con Mónica es el retrato de una ciudad moderna, Estocolmo, y una reflexión sobre la madurez y el paso del tiempo, pero poco de eso importaría si no fuera, ante todo, la reconstrucción carnal y física de un encuentro de los que solo brotan en verano. Los protagonistas son la luminosa presencia erótica de Harriet Andersson como Monika y el joven y enamoradizo punto de vista de Lars Ekborg. Monika trabaja en una frutería, es pobre y alegre; él, tímido y de clase media, apenas sabe vivir. Ambos quedan perfectamente retratados en sendos planos detalles durante su primera cita, al cine a ver una romántica película americana: Monika, descalzada, se frota los pies de la emoción ante la pantalla –“algunos lo tienen todo”, suspirará a la salida-; ya en un banco, él se retuerce las manos hasta que Monika le pide un beso con las glamurosas palabras que ha visto en el cine.

Su relación tiene lugar en una ciudad moderna de escaparates y cafés, pero también portuaria y fluvial, y cuando llega el verano ambos abandonan sus trabajos, familias, condicionamientos sociales y responsabilidades para huir en barca por el río hacia la costa. La cámara se deja fascinar por el rostro y el cuerpo de Monika, que sonríe al despertar por la mañana, y por la felicidad compartida en pareja y las ganas de vivir de ambos, que encuentran en el verano y en el amor una forma de rebeldía y de liberación, y también una aventura y un paraíso artificial del que deberán volver con el invierno (y con un niño en camino).
La profundidad en la mirada de Bergman no necesita de grandes temas porque, incluso en la filosófica e intelectual Como en un espejo, lo que más le importa es el cuerpo y el rostro de sus intérpretes; y a nadie filmó como a Harriet Andersson, de Un verano con Mónica Gritos y susurros (1972). Al capturar el verano con Monika, Bergman es consciente tanto del carácter perecedero del verano como de su actriz como objeto de fascinación y deseo. Una sabiduría que da lugar a dos de los momentos más hermosos de su cine: dos miradas a cámara.

Un verano con Mónica

El momento en que Monika va a ser infiel al protagonista comienza con un movimiento de cámara desde una gramola -suena un jazz festivo- a la actriz, a quien un acompañante enciende un cigarro. Al otro no le vemos porque solo importa la decisión y los actos a comprender de Monika, hasta que en un acercamiento seductor ella se ofrece para que él encienda su cigarro en el suyo. Entonces Monika se recuesta en la silla y gira su mirada directamente hacia la cámara -aquella mirada a cámara con que Godard inauguraba el cine moderno-, que se acerca mientras se oscurece el fondo. Solo queda su mirada frontal, vulnerable y desafiando al juicio del espectador.


Bergman y la mirada de Mónica

La siguiente mirada a cámara es la de él y cierra la película. Ya padre soltero, el protagonista pasea con su niña y se mira en un espejo (el mismo en que se contemplaba Monika antes de conocerle al comienzo de la historia). La cámara se acerca, el fondo se oscurece y el protagonista acaba mirando a cámara y dando inicio a unos fundidos encadenados sobre su rostro que rememoran su idilio con Monika. Finalmente, él abandona el plano, va a trabajar, y el espejo se queda reflejando aquella ciudad en donde suceden día a día estas historias.
Aquí se encuentra quizás la clave más importante del cine de Ingmar Bergman. Es desde la luz del verano, la estación de las fresas, que sus films cobran sentido. Porque Bergman sabe -e insistió más en ello con los años- que tras la juventud llega la vejez y la muerte; tras el romance, las crisis y discusiones en pareja; y tras el verano, siempre el invierno, pero es mejor sufrir cuando llega el frío de las estaciones que vivir en los hielos del dogma y el racionalismo de quien es impermeable a ellas. Y cuando la luz se apague, siempre podemos proyectar los recuerdos del verano.

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