María Gainza |
María Gainza
La luz negra
‘Film noir’
María Gainza se interna en el mundo de las falsificaciones con ‘La luz negra’, su segunda novela tras ‘El nervio óptico’
Estrella de Diego
28 de diciembre de 2018
Como en las mejores películas de film noir, la mujer que desde las primeras páginas se vislumbra posible hilo conductor de la trama desaparece de forma súbita; barrida por una muerte boba, casi estándar. A partir de ese momento y a muy pocas páginas del inicio, los lectores se quedan expectantes frente al giro que exigirá el relato. Las confesiones oscuras y fascinantes en una sauna, aquellas que durante un segundo privilegiado parecen delinear el camino a seguir, se evaporan. Entonces, tras una muerte banal y siguiendo cierto giro inesperado que cultivan el noir y María Gainza en La luz negra, su segunda novela, los lectores se dan de bruces con la perplejidad y hasta el desvalimiento de la protagonista cuando narra la historia en primera persona.
Y es que, igual que en el film noir, el relato de Gainza es un fabuloso entramado en flahsback que empieza y acaba en un idéntico sitio: un hotel fantasmal que, entre luces y sombras, adquiere el papel ambiguo de centro de operaciones para la investigación sobre la Negra —la real/de ficción falsificadora y femme fatal que tampoco puede faltar nunca en un noir que se precie— y de territorio para la rememoración de una historia que no tendrá nombres ni estadísticas. Ni fechas. “Lo sólido se me escapa, solo queda entre mis dedos una atmósfera imprecisa, técnicamente soy una impresionista de la vieja escuela. Además, todos estos años en el mundo del arte me han vuelto un ser desconfiado”, advierte al principio de la novela la narradora y protagonista, una mujer que, tras varios trabajos absurdos, alcanza cierta notoriedad en un papel que le aburre por lo que tiene de retórico, de ejercicio de estilo: crítica de arte actual.
De repente la historia se hace turbia y rarefacta, alegoría del vapor de la sauna, y el estilo se transforma, corriendo tras los talones, relato clásico de Philip Marlowe —citado literalmente en el libro—, donde los malos son los buenos y los héroes son los antihéroes amenazados por un pasado sombrío que los persigue y oscurece la narrativa como en el noir. La escritura pasa desenvuelta de la rememoración a la descripción detallada y técnica de una subasta o de unas alegaciones legales; de los personajes de ficción a los reales; de los recorridos por el underground porteño y las historias inventadas a las que, ocurre con la pintora argentina de origen austriaco Mariette Lydis, podrían haber sucedido en un entramado de falsificadores y falsificaciones, donde se trasciende lo previsible y se revisan y se desbaratan las certezas. Es la invitación a repensar lo falso y lo verdadero —piedra de toque en el mundo del arte y hasta en la propia vida— y cómo la trampa, la costumbre o el deseo sin más pueden convertir lo fake en auténtico sin contemplaciones.
La luz negra, inquietante e inspiradora igual que la primera novela de Gainza, El nervio óptico, vuelve a tomar del mundo del arte como escenario, si bien con una escenografía muy diferente en ambos casos. Si La luz negra reflexiona sobre el concepto de lo falso convertido en otra forma de autenticidad —o todo lo contrario— y sobre la escritura biográfica como pulsión por llenar los huecos del propio relato o hasta de un relato heredado, El nervio óptico es una especie de recorrido imaginario —y más que imaginario— por las visualidades que se van despertando en los recorridos por la ciudad de Buenos Aires. Son los que van del edificio rosado de la infancia de la protagonista —el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires— hasta la historia pormenorizada del artista Cándido López, pintor de historia por excelencia en Argentina y autor de unos cuadros de batallas ejecutados a mediados del XIX. Desde luego no parece casual que Gainza escoja a este artista de detalles diminutos, que exigen una mirada atenta, para hablar de la autobiografía misma como mirada, del modo en el cual para algunos la vida se va conformando también —o sobre todo— a través del paseo por los museos, donde la mente puede volar sin trabas.
Pese a todo, las relaciones con el arte y los artistas que Gainza plantea no tienen nada que ver con la proliferación de novelas —muchas previsibles— que en los últimos años se han centrado en las luces y las sombras de ese mundo artístico descrito de forma irónica, con la intención de “destapar” los códigos secretos para los neófitos y mostrar los supuestos rituales alrededor del arte actual entendido como negocio también y por tanto con tintes de falsedad. Las dos novelas de María Gainza son, de hecho, lo contrario. Son un exquisito tratado de visualidades y miradas, un catálogo deslumbrante de tipologías y personajes marginales, alejados de ese arte actual que aburre a la narradora y crítica de arte de La luz negra. Con un estilo bello y sutil, sin estridencias, Gainza traza un paseo visual que, en un juego mágico, pasa de El Greco de la primera novela —Doménikos Theotokópuolos— hasta la cita breve y en ráfaga en La luz negra, donde el otro Greco —Alberto, el vanguardista argentino— es recordado al volar unos platos por el aire en una imprevista performance. Entre esos dos grecos se mueve el mundo sagaz y riquísimo de María Gainza, que, como el noir, tiene finales agridulces, un poco à la Bouvard y Pecuchet.
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