Valeria Luiselli
Desierto sonoro
Nadal Suau
23 de septiembre de 2019
“El archivo presupone un archivista”, reza la cita de Arlette Farge que abre Desierto sonoro, la nueva novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983). Es una buena forma de presentar un texto ambicioso, abundante en capas y estrategias, preocupada por la pregunta acerca del lugar de enunciación. A grandes rasgos, Luiselli abre un archivo familiar almacenado en siete cajas y, con el material sobre la mesa, propone dos historias y tres puntos de vista: la crisis de un matrimonio con dos hijos concebidos con otras parejas se explica a través de la madre y del chico de diez años; el viaje terrible de unos niños migrantes como polizones de un tren descomunal se lee en tercera persona. Entre estos elementos se producen analogías, paralelismos y cruces que hacen del libro una exhibición de solidez estructural, con tonalidades cambiantes: si durante un buen rato nos transporta por un viaje de carretera al interior de la Norteamérica dura, luego pasará al denso paisaje de la selva para desembocar en el poderoso, baldío y casi metafísico territorio del desierto. Solo falta añadir un confeso componente intertextual (“la intertextualidad me interesa como método o procedimiento compositivo”, dice la autora en una nota) que mezcla referencias fértiles (Andrzejewski) con otras acaso un poco cliché (el dinosaurio de Monterroso…), y ya hemos acertado a sintetizar Desierto sonoro, cuyas 460 páginas hablan de pérdida, desaparición, frontera, tiempo, otredad y fijación.
Valeria Luiselli Foto de Devin Yalkin |
Como he insinuado entre paréntesis, el cortocircuito dramático es uno de los peligros que acecha a esta novela; la caída en el consenso de la buena conciencia pudo ser otro. Por suerte, Luiselli no cita a Gloria Anzaldúa, la pensadora por excelencia de la frontera, en vano. Su rigor y la potencia de sus voces narrativas, especialmente la infantil, convierten Desierto sonoro en un libro notable.
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