viernes, 3 de enero de 2020

Valeria Luiselli / Desierto sonoro / Reseña


Valeria Luiselli

Desierto sonoro

Nadal Suau
23 de septiembre de 2019

“El archivo presupone un archivista”, reza la cita de Arlette Farge que abre Desierto sonoro, la nueva novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983). Es una buena forma de presentar un texto ambicioso, abundante en capas y estrategias, preocupada por la pregunta acerca del lugar de enunciación. A grandes rasgos, Luiselli abre un archivo familiar almacenado en siete cajas y, con el material sobre la mesa, propone dos historias y tres puntos de vista: la crisis de un matrimonio con dos hijos concebidos con otras parejas se explica a través de la madre y del chico de diez años; el viaje terrible de unos niños migrantes como polizones de un tren descomunal se lee en tercera persona. Entre estos elementos se producen analogías, paralelismos y cruces que hacen del libro una exhibición de solidez estructural, con tonalidades cambiantes: si durante un buen rato nos transporta por un viaje de carretera al interior de la Norteamérica dura, luego pasará al denso paisaje de la selva para desembocar en el poderoso, baldío y casi metafísico territorio del desierto. Solo falta añadir un confeso componente intertextual (“la intertextualidad me interesa como método o procedimiento compositivo”, dice la autora en una nota) que mezcla referencias fértiles (Andrzejewski) con otras acaso un poco cliché (el dinosaurio de Monterroso…), y ya hemos acertado a sintetizar Desierto sonoro, cuyas 460 páginas hablan de pérdida, desaparición, frontera, tiempo, otredad y fijación.
Valeria Luiselli
Foto de Devin Yalkin
Pero mencioné el “lugar de enunciación”. Marido y mujer son documentalistas, cada uno con sus propias preocupaciones: él persigue el espíritu de la apachería, esos hombres y mujeres que fueron los últimos seres en verdad libres del continente (la reciente Ahora me rindo y eso es todo, de Álvaro Enrigue, también apelaba a ese mundo y a figuras como Gerónimo, en mi opinión más farragosamente); ella quiere recordar o documentar o salvar a los niños “perdidos” que atraviesan la frontera sin familiares que los protejan. Como el mismo texto hace explícito, aquí todo el mundo ha desaparecido o está en trance de desaparecer, incluso unos Estados Unidos empeñados en no entender “la migración sencillamente como una realidad nacional”. Al mismo tiempo, ninguna desaparición sucede sin dejar un rastro. “Las historias son un modo de sustraer el futuro del pasado, la única forma de encontrar la claridad en retrospectiva”, leemos, y esta es una de las muchas respuestas precarias que la novela va dando a la duda sobre la legitimidad de registrar, abanderar, ficcionalizar el drama del refugiado. Preocupada por ponerse al servicio de una realidad urgente sin renunciar a ser una obra poliédrica, literaria e imaginativa, Desierto sonoro encuentra en el paisaje (árboles, águilas, rotulación yanqui, etc.) un elemento compartido entre vidas cuyas circunstancias son ferozmente opuestas. Y aunque hay una decisión fundamental al final del libro que no estoy nada seguro de considerar oportuna o bien resuelta (“bien resuelta” equivaldría a que estuviera libre de melodrama), tanto el camino hasta llegar ahí como la breve proyección hacia el futuro que le sucede sí se muestran a la altura de la autoexigencia inicial.
Como he insinuado entre paréntesis, el cortocircuito dramático es uno de los peligros que acecha a esta novela; la caída en el consenso de la buena conciencia pudo ser otro. Por suerte, Luiselli no cita a Gloria Anzaldúa, la pensadora por excelencia de la frontera, en vano. Su rigor y la potencia de sus voces narrativas, especialmente la infantil, convierten Desierto sonoro en un libro notable.


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