La puerta
trasera del camión se abrió de golpe frente a la catedral y los toros saltaron
a la calle, uno tras otro, destrozaron los jardines del parque y luego se
desplegaron en todas las direcciones, desdibujados por la niebla del páramo. Uno
entró al mercado y revolcó parroquianos y cestas de frutas, otro corrió entre llantos
y alaridos hasta el cementerio y se echó sobre las piedras de la tumba del
poeta, debajo de un árbol sin pájaros. Otros dos penetraron a la catedral y
resbalaron sobre el espejo de las baldosas, causando sofocos y desmayos entre
las beatas que renovaban el agua de las flores del altar. Unas se arrodillaron
porque consideraron que había llegado su última hora y otras, menos mensas, corrieron
a esconderse en la sacristía. Por suerte, no era la hora de la misa mayor o
numerosas almas hubieran encontrado el descanso del Señor de la manera más terrible,
como dijeron días después en el debate de Voces del Páramo que pretendía
establecer responsabilidades. Los toros sacrílegos derribaron los jarrones del
altar, los escaparates de veladoras de los distintos santos, las alas del ángel
del agua bendita, algunas bancas, las puertas de los confesionarios, y
volvieron al parque, donde el chofer del camión todavía se halaba los cabellos,
gritaba y zapateaba como un niño. Otros dos cornearon a una vieja y su nieta en
la Calle del Ahorcado. La vieja murió casi al instante, empapada por el chorro
de sangre cuya violencia no pudieron detener sus manos enloquecidas. La vieron de
rodillas, envolviéndose el cuello con los dedos, como si tratara de ahorcarse,
justificando así el antiguo nombre de la calle, y luego se estiró sobre el
pavimento cuan larga era, no mucho por cierto, se estremeció durante escasos
segundos y descansó para siempre. La niña se salvó, aunque su rostro requeriría
un largo y dispendioso trabajo quirúrgico y nunca se desligaría de su carácter
de testimonio o memoria o referencia de los violentos hechos. Otro animal,
negro y sólido, de espigadas astas, revolcó a un muchacho en la plazuela sin
consecuencia alguna, aplastó una bicicleta, destrozó las canastas del aseo,
quebró la farola de un reluciente Mazda como si de arreglar cuentas con el
dueño se tratara, entró al edificio Bellalú en el momento en que se abría la
puerta del ascensor y destripó al comerciante Leonel Santana. Las astas
desgarraron el vientre y las vísceras brotaron como un ramo de flores. El hecho
sangriento estigmatizaría el edificio, por encima de todas las historias, de
todos los demás incidentes, triviales o no, que ni siquiera se mencionarían ni
mucho menos se divulgarían, y era de esperarse que los apartamentos bajaran de
precio y los residentes consideraran el cambio de domicilio ante la absurda
perspectiva de muerte por cornada en el ascensor. La negra Luz Almendra, dueña
y señora del edificio, en otros tiempos bella y llena de luz, perseguida y
amada, contempló desde la amplia ventana del apartamento el toro que escarbaba
entre la niebla y luego embestía al muchacho, la bicicleta, las cestas del
aseo, el Mazda. Los gritos espantaron su aire otoñal y melancólico. Se cubrió
con la bata y salió del cuarto con la certeza de una nueva y definitiva
desgracia en su vida. El muchacho aporreado en la plazuela corrió a olvidar el
susto entre los tibios muslos de la mujer que rescató de la niebla. La abrió
como una flor, la escarbó y se revolcó en sus abismos, gozoso, porque allí la
muerte no parecía posible. El último toro fue acorralado por el arrojo de los
muchachos y los alaridos de las niñas en el patio de recreo del colegio Sagrado
Rostro, sin heridos ni daños materiales, hasta que los carniceros lo condujeron
enlazado al matadero de la vía a Málaga. Los otros fueron devueltos al parque
por caballeros más o menos intrépidos e insensatos, con lazos y palos, y
empujados al camión por una improvisada rampa de cajones y baúles prestados de
los almacenes más cercanos. Confundidos por la magnitud de los daños y el
regocijo de saberse a salvo, tratando de librarse de un miedo que nadie
admitía, los caballeros se desataron en insultos ante las bestias encerradas y
escupieron con evidente coraje hasta que el camión prosiguió el viaje hacia el
matadero municipal. Entonces descansaron en el arrasado campo de batalla, se
peinaron con los dedos y acomodaron sus ropas. Más tarde bebieron desaforados
en las cantinas, se abrazaron como hermanos aunque algunos nunca se habían visto,
recordaron e inventaron hazañas después de regresar una y otra vez a los
incidentes recientes, magnificándolos hasta el delirio, volvieron a casa,
guerreros después del combate, dueños del aire que respiraban, dignos de su
nombre y su familia, y durmieron. Las mujeres permanecieron hasta tarde
reparando los jardines y luego soñaron con el olor de la tierra entre los
dedos. Sus hombres las poseyeron entredormidos, lentos, hechizados, mientras el
amanecer se colaba por las rendijas de puertas y ventanas y se desparramaba en
patios y solares. Después del temblor, tendidos y desnudos, una mano en el sexo
o en las nalgas, otra en un seno, hombres y mujeres permanecieron largo rato en
silencio para que el mundo se reacomodara una vez más, entraron a sus trajes y retomaron
el hilo de los días. Los perros, cautelosos, volvieron a las calles. El loco
Peralta, descalzo y flaco, los pantalones amarrados con una cuerda, incansable,
toreó con la camisa sucia un animal invisible hasta el amanecer, cuando estiró
los brazos hacia el cielo para recibir las ovaciones. Más allá, entre los
árboles desdibujados, en el trono del escaño, toda elegante, con sombrero y
bufanda, insaciable, la loca Irene comía niebla con cubiertos de plata y
agitaba la campanilla para solicitar las atenciones de los sirvientes. ¿De qué
hablarían, si alguna vez lo hicieron, esta mujer y este hombre? De qué
animales, de qué niebla. ¿Nunca dormían? Tal vez no requerían soñar porque
vivían sus propios sueños. ¿De qué materia serían sus toros? ¿De qué universo,
sus palabras? En todo caso, los hechos, vueltos a contar, tergiversados,
enriquecidos, se integrarían a la vida cotidiana de todo el mundo, la crónica
familiar, los sueños. ¿Fue verdad o mentira? O todos estaban tan perdidos como
ese loco descalzo que toreaba con su propia camisa un toro invisible. O en
verdad toros de carne y hueso revolcaron las calles, destrozaron puertas y
vidrieras, aporrearon y mataron cristianos a diestra y siniestra. Parte o no
del sueño colectivo, los animales fugitivos se bosquejaron en la niebla y al
instante, entre gritos, se materializaron como bultos de piedra, inmensos,
ágiles y efímeros. De acuerdo con numerosos y contradictorios informes, fueron
vistos en toda la ciudad, incluso en los barrios que jamás recorrieron, en puntos
de acceso imposible y, según los rumores, causaron más estragos, heridos y
muertos de los señalados, hasta alcanzar cifras inverosímiles. Se les atribuyó
el muerto del Callejón de los Ciegos, donde dos borrachos se enfrentaron con
ruana y cuchillo, encarnizados, hasta que uno quedó tendido con los ojos
abiertos y el otro huyó dejando un reguero de estrellitas de sangre. Nunca se
aclaró si la riña fue provocada por un lío de faldas o unos linderos mal
trazados. Faldas de tierra o linderos de piel. En todo caso, por un tiempo la
tierra se quedó sin dueño y la mujer sin hombre porque ninguno de los rivales
concretó la posesión respectiva: ni la víctima desde el más allá ni el
victimario enredado en los azares de la huida, el primero se hundiría para siempre
en las sombras del olvido y el otro terminaría sus días sin una oreja y con los
bandidos del Duende. La tierra, sola y descuidada, se echaría a perder entre
hierbajos, hasta que las leyes decidieran destino, y la mujer, si no sola, si
no descuidada, encontraría otro hombre, que disfrutaría de sus vastos dominios,
goloso, feliz, sin la memoria de los singulares hechos que desencadenaron los
animales en las calles de Pamplona. Ninguno invadió la abandonada plaza de
toros, ahora refugio nocturno de marihuaneros y parejas clandestinas. Ninguno
se acercó a la puerta del convento de las Esclavas del Señor. Ninguno perturbó
los delirios de los muchachos del seminario. Los amantes perdidos en el bosque,
extasiados en su mutua adoración, subieron al cielo y volvieron sin tropiezo
alguno. De los nueve toros, sólo uno permaneció en el camión porque se había
quebrado una pata, y así, echado sobre un manto de excrementos, aguardó el
regreso de siete de los fugitivos. El último, acorralado en el patio de recreo
del colegio y ahora atado, fustigado en exceso, enloquecido por el olor de la
muerte, aguardaba en el matadero, cabeceando la pared, mientras un muchacho
descalzo lavaba a baldados el piso ensangrentado. Todos murieron después de la
medianoche, como era su destino en la tierra, todos fueron consumidos por la
gente de Pamplona en el transcurso de la semana: maniatados y derrumbados sobre
el húmedo cemento del matadero municipal, heridos por el cuello y desangrados
hasta el último suspiro, despellejados y destazados con absoluta precisión,
vendidos en jugosas tajadas y consumidos en trozos aún más pequeños, bocados
sin memoria. El chofer fue detenido. De apenas veinte años, padre de familia y
casi analfabeta, no era el dueño del ganado ni del vehículo. “Fue puesto en
libertad tres días después de los trágicos hechos”, según la nota del cronista
local. El viento barrió la niebla y la ciudad disfrutó de días luminosos y
noches estrelladas. El alcalde expidió un decreto absurdo que los conductores
de camión jamás leyeron.
Triunfo Arciniegas
Dulce animal de compañía
Bogotá, Alfaguara, 2019, pp. 13-17
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