Juan Carlos Onetti |
Luis Harss
Juan Carlos Onetti
O las sombras en la pared
En Montevideo, paraíso igualitario, reina la modorra. Cuando la visitamos en julio del 65, en pleno invierno, agobiaban la humedad y el calor. Pesados nubarrones —sombras mortuorias de los malos tiempos— empañaban el cielo. Una huelga de empleados públicos sumaba la parálisis a la inercia burocrática. Una sequía había obligado al racionamiento de la energía eléctrica. Las calles estaban oscuras. Un viento triste desparramaba la basura arrojada en los umbrales. Como siempre en épocas de crisis económicas, la devaluación no era sólo monetaria sino también humana. La vida prosigue, pero apática, irreal. La aflicción general se refleja en las miradas fugaces de los transeúntes, gentes sin rostro que la angustia apura en las puertas, precipitándose por escaleras perdidas a tétricas oficinas en las entrañas de viejos edificios con ascensores atascados.
En la lenta llovizna, metido en un voluminoso abrigo, doblado bajo el peso de la ciudad, avanza, opaco, un sonámbulo en la noche insomne. Como la ciudad, lleva con fatiga la carga de los años. Es alto, enjuto, con mechones blancos en el pelo gris, ojos desvelados, labios torcidos en una mueca dolorosa, alta frente profesoral, las huellas de la renuncia y del desgano en su andar de oficinista envejecido. Su abuelo fue corredor de bolsa, su padre funcionario de aduanas y él, protagonista de un libro inconcluso que ha venido escribiendo durante años y publicando por entregas con diversos títulos, es «un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad..., que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas». Parece huérfano, desocupado y ausente, males que padece desde siempre, por algún defecto de naturaleza, algún fracaso interior que remonta por lo menos a la adolescencia, cuando «ya nada tenía que ver con ninguno». Vive incomunicado, en soledad y desamparo. Fue justamente su aislamiento físico y moral, según ha afirmado, lo que hizo de él un escritor, a pesar de sí mismo, por razones desconocidas, a partir de un hábito que se convirtió en «su vicio, su pasión y su desgracia». Lleva su cruz inclinando los hombros, como si purgara una culpa innominada e imperdonable. Tal es la imagen que tenemos de Onetti, el lobo estepario de las letras uruguayas, habitante de aquellos páramos en que según Mario Benedetti, viven los condenados a sufrir «el fracaso esencial de todo vínculo, el malentendido global de la existencia, el desencuentro del ser con su destino».
Onetti, ferviente arltiano, con todo lo que la palabra implica, pertenece a una generación «perdida» que alcanzó la madurez alrededor de 1940, tiempo de reevaluación en la vida intelectual del país, de demagogia y desencanto político. En Europa la guerra. La Argentina se volvía nacionalista y totalitaria. El Uruguay, fiel reflejo de su vecina rioplatense, crujía bajo el gobierno reaccionario que rigió el país desde 1933 hasta 1942, desvaneciendo las ilusiones de democracia al revelar la fragilidad y la corrupción que se ocultaban tras la monótona apariencia de estabilidad. Quebraron unas cuantas vidas en esos días. Onetti se refiere al nihilismo de su generación —retratado en su segunda novela, Tierra de nadie (1941)—, como el eco tardío del malestar europeo, producto de la Primera Guerra Mundial, que sacudió la década del veinte. De joven respiró ese desilusionado individualismo de una época que fue dejando a tantos al margen hasta descartarlos.
En el Uruguay, como en la Argentina, los años treinta y cuarenta señalan un período de crisis literaria. Hasta comienzos del siglo, la cultura uruguaya había sido cosmopolita y europeizante. Una de sus personalidades literarias de mayor prestigio fue un hacendado multifacético —tradicionalista; antiintelectual; esteta; hispanófilo— llamado Carlos Reyles. Cierto que hacia 1915 o 1920 ya escribía Quiroga. Pero Quiroga fue una anormalidad en su tiempo —cuando nadie quería pescar en aguas turbias— y su paso no dejó sombra. A comienzos del siglo —el apogeo de la poesía modernista— el temple general, a pesar de las agonías literarias importadas de Europa, era de esperanza y optimismo. La vasta ola inmigratoria que llegó a las orillas del Río de la Plata entre 1880 y 1910 dio origen a una creciente clase media que expresó sus ambiciones en la obra de Florencio Sánchez, el inventor en el Uruguay (y en la Argentina) del teatro del realismo social. El Río de la Plata, que cruzaba un período de desarrollo económico, prosperó durante la Primera Guerra Mundial. Fue una época de compromiso político, reforma social y experimentación literaria. La euforia, como sabemos, duró hasta 1930. Del clima de la época decía algún tiempo atrás el poeta argentino Carlos Mastronardi, evocándolo con nostalgia: «Fuimos los últimos hombres felices».
Los años treinta, con la llegada al poder de grupos nacionalistas, fueron un rudo despertar. En los círculos intelectuales hubo un comienzo de pánico y colapso. Figuras aisladas al principio, como Roberto Arlt, empezaron a descubrir abismos insospechados en la vida cotidiana. Con su habitual demora, el Río de la Plata, reflejando la crisis mundial, sufría las negruras del siglo XX. El pesimismo afectó una parte de la literatura regional; por ejemplo, en tierra uruguaya, las obras de aquel tenebroso explorador de los bajos fondos del alma pueblera, Francisco Espínola. Pero fue más que nada un fenómeno urbano. Hacia 1940 se había generalizado. Alcanzó elocuencia poética en los ensayos de nuestro gran «agonista», Ezequiel Martínez Estrada, que desnudó las taras hereditarias del continente en su mural sociológico, Radiografía de la Pampa. En La cabeza de Goliat, Martínez Estrada iba a emprender una feroz acometida contra los estragos de la urbanización. De pronto, el grito de guerra de los años treinta, «Aquí y ahora», había levantado el telón sobre una era de denuncia y desenmascaramiento de un sistema que iba ya en estruendosa decadencia. La novela tuvo que renovarse para no desaparecer. Se necesitaba algo más complejo que la novela política o su opuesto, la novela de nostalgias aristocráticas. A medida que se desbarataron las «escuelas» literarias, por primera vez nuestros escritores, arrinconados en grandes ciudades amorfas, se volvieron hacia adentro para construir mundos subjetivos. El gesto era parte de una pauta social que se reflejaba en las realidades de la vida diaria. Un nuevo tipo de ser humano, una criatura crepuscular, rencorosa, desubicada, frustrada, poblaba nuestras grandes ciudades. No era tanto el humillado marxista como el paria espiritual, el desterrado moral. Arlt, búho y profeta de las medianoches porteñas, ya había trazado su retrato. Ahora le toca a Onetti, que entra en escena con la amarga resignación de alguien que carga sobre sus espaldas el peso de una triste responsabilidad. En una nota que sirve de prefacio a Tierra de nadie, cuya acción se sitúa en el Buenos Aires de 1940, Onetti dice: «Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación... El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino». Agrega, como encogiendo los hombros: «Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia».
En su primera obra publicada, El pozo (1939), el melancólico protagonista, Eladio, una apenas velada proyección del autor, ya había manifestado su escepticismo respecto del compromiso personal, su flemático desinterés por cualquier cosa que se asemejara a la acción o participación directa en los acontecimientos. Con triste ironía, Eladio confiesa su falta absoluta de conciencia social, de «espíritu popular». El tono, como en casi todo Onetti, es confidencial. Por qué preocuparse siquiera por empuñar la pluma, se pregunta Eladio, dando voz a los pensamientos del autor. La voluntariosa respuesta es una especie de argumento insolente en favor de la autoexpresión. «Es cierto que no sé escribir —admite—, pero escribo de mí mismo». Eladio, mezcla de cohibición y descaro, es el prototipo del Extranjero. Vive desconectado del mundo, varado en su isla, a la deriva en su minúsculo rincón al margen de la humanidad, sin ninguna posibilidad de incorporarse al caudal. Comienza y termina en sí mismo. Lo que explica su única ambición: «Escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no». Aunque, por supuesto, «queriendo o no», forma parte de la comunidad inconsciente de los solitarios, la diáspora de los desvinculados. Aun en su alienación, o por causa de ella, es el representante de un tiempo y un lugar, de un estado de ánimo. Es lo que da validez a sus experiencias. El mérito de Onetti está en haberlo reconocido. Meditando sobre el mundo de solitarias vidas interiores que ha creado a partir de lo que podrían pasar por desechos en la era del baldío industrial, Onetti, un hombre que no ha transigido nunca, pudo decir con perfecta modestia en 1961 durante una entrevista: «Yo quiero expresar nada más que la aventura del hombre».
Para Onetti, un mufado, como se dice en el Río de la Plata —un deprimido permanente— la aventura parece haber sido algo funesta. Juntos estamos tratando de reconstruirla en un cuartucho de hotel en el andrajoso centro de Montevideo. Por la ventana vemos caer la noche, una espesa nube de hollín, sobre patios sucios, techos destartalados. Onetti ve negras las cosas. En el cuarto mal iluminado, la conversación gira como un disco roído, avanza a saltos y empujones. Onetti es un hombre de pocas palabras, hosco de mirada, parco de gestos. Se sienta en el borde de la cama con los hombros hundidos, el ceño tormentoso. Fuma un cigarrillo tras otro, con desconsuelo.
«Pensar que alguien se hizo un viaje especial hasta aquí nada más que para verme a mí», dice en aire de aburrimiento, casi despreciativo, pero acaso con una sonrisa por dentro, en la que nos parece discernir alguna pequeña satisfacción.
Nos conocimos la noche antes en una reunión. Un amigo común —Guido Castillo, un enamorado de la poesía, como tantos uruguayos, que nos entretuvo recitando a Homero— lo había arrastrado allí, claudicante. Una aguja de victrola daba vueltas en un viejo surco, emitiendo las melosidades del difunto pero inmortal Gardelito quien, como dicen sus «hinchas», canta cada vez mejor; y al rato, con unas copas sentimentales entre pecho y espalda, y recordando los viejos tiempos, Onetti se puso áspero, lacónico, huraño y, finalmente, taciturno.
Ahora ha entrado con pasos trabajosos, como agotado. Durante sus períodos de insomnio no come ni duerme por una semana. Fuma, bebe y se tortura, y después queda tendido días enteros. Ha abandonado su puesto en una sección de la biblioteca municipal para venir a hablarnos, y no lleva en el cuarto más que unos minutos cuando suena el teléfono. Su mujer está preocupada. Onetti ha salido sin prevenirla. Pronto llega ella, hecha un torbellino. Es una rubia alta de ascendencia angloaustríaca, vivaz, ingeniosa, sensual, que se afana en torno a él. Al verla, Onetti, recogiéndose, deja caer la cabeza con aire culpable, como si creyera haberla ofendido, sin recordar bien ni cuándo ni cómo. Pero con ella cerca, lo sentimos menos tenso. Ella lo alienta, lo acomoda, lo incita. Y él se anima, se da un poco más. Así y todo, le es difícil hablar de su obra. No cree en la posibilidad de la verdadera comunicación. «La experiencia profunda no se puede transmitir», dice. Lo obsesiona la idea de que sus palabras se malinterpreten, que sus chistes, a veces pesados, caigan mal. «El malentendido es tan frecuente.» Detesta mirar atrás. Nunca relee sus libros. Lo perturbarían. «La sensación del pasado me hace daño», dice. Cuando escribe se abandona. Tan inmerso que le inspira terror. Recordar lo escrito también lo aterra. Lo ha dejado atrás, olvidándolo como ha olvidado su propia vida. «Yo sólo soy un escritor cuando escribo», dice. Como su admirado Faulkner —con quien se identifica en muchas cosas, entre ellas la legendaria timidez faulkneriana—, habita un mundo propio, alejado de las corrientes literarias. Cuando acaba con sus libros, éstos tienden misteriosamente a desaparecer. El caso de Tiempo de abrazar, una novela inédita —la primera— comenzada allí por 1933, cuando él tenía veinticuatro años, es típico. Poco antes de la guerra, presentó a un concurso en Buenos Aires cuatro copias del libro. En 1934 aparecieron algunos fragmentos sueltos en Marcha, el semanario político y cultural de larga trayectoria en el Uruguay, pero el resto del manuscrito parece haberse traspapelado, y él nunca se tomó el trabajo de recuperarlo. Quizá su propia despreocupación y negligencia sean la causa de que transcurrieran años antes de que su obra comenzara a publicarse. No sabe cuánto tiempo estuvo acumulando polvo en el cajón de su escritorio antes de ver la luz del día. Luego se lo ignoró. Onetti, en su tiempo, no desconoció las dificultades con que se topaba una carrera literaria sin «conexiones» en nuestro medio inhospitalario, de público poco receptivo: la falta de estímulo, la imposibilidad de independencia económica. El primer libro suyo que logró atraer la atención crítica fue Tierra de nadie, que obtuvo un premio en un concurso organizado por Losada. Pero le rindió poco. Sus libros dieron siempre pérdidas; por eso con cada uno se tuvo que mudar de editorial. «Para repartir el daño», como dice. Casi abandona con Los adioses (1954). Estaba ya compuesto y listo para la impresión, cuando la casa que lo había comprado quebró. Lo salvó del olvido un amigo que rescató el manuscrito y se lo pasó a aquel ángel guardián de las letras, Victoria Ocampo, que generosamente lo publicó a sus propias expensas. Pero fue un fracaso, y otra vez Onetti lo perdió de vista. Si hubo más ediciones, lo ignora, aunque escuchó en alguna parte —quizá uno de esos falsos rumores que lo rondan sin cesar— que el libro se reimprimió en La Habana. Se pregunta, sin mucho interés, si partirán con él las pérdidas. Al menos ahora está comenzando a ser reconocido por la crítica de su patria y del extranjero. Y era hora. Aunque de calidad desigual, su obra ha dado a nuestra literatura de posguerra algunos de sus mejores momentos. Quizá porque nunca tuvo el dinero necesario para la clásica peregrinación latinoamericana a Europa —exceptuando un par de viajes recientes a los Estados Unidos no se ha alejado del Río de la Plata más allá de Bolivia—, hay en él algo genuinamente «autóctono» que va mucho más hondo que las estridentes protestas de nacionalismo literario que caracterizan a tantos de sus compatriotas. Los años que ha pasado en la balanza entre Buenos Aires y Montevideo lo han asimilado al alma y al carácter de la zona. No fue él quien inventó la novela urbana en el Uruguay; el género ya existía, pero la ciudad muchas veces estaba en Europa, y en otros tiempos. Los escenarios locales no eran considerados dignos de interés. Onetti cambió todo eso. Miró a través de lo pintoresco o lo superficial para descubrir la cara oculta de la ciudad, y del país. Que el Uruguay carezca de grandes temas —indios explotados, industrias que esclavizan a sus obreros, dictaduras sangrientas— no lo ha inquietado en lo más mínimo. Se ha consagrado a una tarea más íntima: la recreación imaginativa de un paisaje espiritual. Santa María —su Yoknapatawpha— es una ciudad inventada, mitad Montevideo, mitad Buenos Aires, y con reflejos de otras ciudades, pero su clima mental, sus habitantes y sus idiosincrasias, son uruguayos. Onetti combina con acierto la observación con la intuición. En lo incidental o anecdótico, como en lo totalmente imaginario, encuentra lo esencial. En esto hereda el lente de aumento de Arlt, que veía el mundo en un microscopio. Onetti destaca los minúsculos estados de ánimo, las «intensidades de existencia», como él las llama, en la masa de materia gris que lo rodea.
Nuestra historia comienza en Montevideo, en 1909. Allí pasó Onetti su juventud y cursó la escuela secundaria. Habla de todo eso con una voz sorda, malhumorado, como si estuviera tratando de recordar una versión perdida de un cuento desagradable. Actitud esta que define tanto al hombre como al escritor. «Nací con eso», dice de su manía de escribir. Era un niño que contaba historias sobre gentes, «mentiras», las llama con aspereza. Y lo cree de veras. Tal vez la palabra indica un escrúpulo de conciencia irremediable para quien habita el mundo de la imaginación desde donde es difícil volver. El mundo de él a veces parece más sombras que sustancia. Está hecha de pensamientos inacabados, de gestos truncos, propuestas, afirmaciones vacilantes examinadas, negadas, contradichas. Se interesa menos por llegar a la verdad de una situación que multiplicar sus alternativas, que darán tantas falsedades como hallazgos. Las variantes son inagotables. El lector en busca de una versión definitiva quedará decepcionado. No sacamos nunca cuentas claras con Onetti. Bastante nos cuesta averiguar quién es. Su familia parece tener poco o nada que ver con él. El apellido es de origen escocés o irlandés. Se divierte afirmando que antes se escribía O’Nety. A mediados del siglo XIX su bisabuelo fue el secretario privado del general Rivera, líder de las fuerzas insurgentes que luchaban contra la tiranía de Rosas, que en ese entonces trataba de extender su influencia al Uruguay.
«Se hizo secretario de Rivera en circunstancias muy curiosas», dice Onetti, con malicia. El bisabuelo O’Nety tenía una tienda general en un pueblo del interior. «Y un día pasó Rivera en una de las tantas revoluciones, las diez mil que hubo en el Uruguay, y estuvo esa noche con este viejo Pedro O’Nety. Estuvieron jugando a las cartas, que era la gran pasión del general Rivera. Y al final lo sedujo tanto la personalidad de Rivera, que el cretino cargó todo el almacén en una carreta, y como sabía leer y escribir, cosa misteriosa en la campaña, Rivera lo nombró secretario de él. Ahora, he visto por correspondencia muy vieja que conservaba una tía mía, que el apellido es O’Nety. Entonces me puse a averiguar. Y resulta que el primero que vino acá, o sea mi tatarabuelo, ese hombre era inglés nacido en Gibraltar. Fue mi abuelo el que italianizó el nombre. Creo que por razones políticas, razones de ambiente... yo no sé.» Por entonces, la familia vivía en Montevideo. En cuanto a su madre, era brasileña, hija de hacendados de clase media —«esclavistas», dice Onetti, con ganas— en Rio Grande do Sul.
Poco descubrimos de los primeros años de Onetti. Bachiller, cuando tenía unos veinte años se fue a vivir a Buenos Aires, la tierra prometida para los del «paisito», donde merodeó por la universidad sin caer en sus redes, y anduvo como moscardón revoloteando de empleo en empleo —por aburrimiento o vergüenza se niega a detallarlos— antes de iniciarse en la carrera del Periodismo. Estuvo en el Servicio de Informaciones Reuter; llegó a ser jefe de la oficina de Buenos Aires a comienzos de los cuarenta. Al mismo tiempo estaba asociado con Marcha y contribuía a su edición. Después de Reuter, fue jefe de redacción —hasta 1950 aproximadamente— de una revista argentina, Vea y Lea. Luego tuvo a su cargo una revista de publicidad llamada Ímpetu. Era un folletín subvencionado por la agencia publicitaria Walter Thompson que salía una vez al mes y lo mantenía a flote. Dice, sin entusiasmo: «Era un trabajo muy descansado, porque no tenía más que hacer un editorial, bla, bla, relaciones públicas, etcétera. Todo el resto eran traducciones robadas a Printer’s Ink y otras a Bertelsmann».
Onetti estuvo en Buenos Aires hasta 1954, cuando ciertas aspiraciones vagamente políticas lo devolvieron a su país. Fue el momento del triunfo electoral de Luis Batlle Berres en el Uruguay. Amigos pertenecientes al partido del gobierno le ofrecieron un puesto. Tomó a su cargo el periódico del partido, contando con la promesa de que tal vez le darían un consulado en Europa (promesa que nunca se cumplió). Permaneció en Acción —con el que todavía colabora en años bisiestos— durante dos o tres años. Después se estableció en su empleo actual en la biblioteca de Artes y Letras.
Más que en su carrera externa, es en sus libros donde puede rastrearse su curso interior. En ellos hay pocas referencias a asuntos personales —aunque sí proyecciones de su presencia como autor— pero lo retratan de cuerpo entero. Desde el comienzo se ubicó en el centro del mapa. Nos habla de su primer intento, Tiempo de abrazar. Era la historia de un amor adolescente en la que había una vampiresa ninfómana —pitonisa, falsa inocente, precoz y omnívora— que el protagonista trata de rescatar de la devastación del tiempo y de la edad. La muchacha es la primera de una larga serie de adolescentes pseudovirginales que pueblan los libros de Onetti, sumas sacerdotisas del amor erótico, a la vez devastadoras e inaccesibles. Los contactos físicos que toleran con desgano representan las fuerzas de desintegración que actúan en todas las relaciones humanas. En los protagonistas de Onetti, por lo general hombres de mediana edad —fases del autor— hay una desesperada nostalgia por la juventud, la inocencia y la pureza desvanecidas, imágenes a las que se adhieren como a un imán herrumbrado por el tiempo. Viven en el pasado «prescindible», con un pie en la tumba, aturdidos por la vida que los deteriora. Han envejecido sin haber crecido nunca, sobreviviendo o subsistiendo apenas a través de los años después de una distante —y más o menos indeterminable— caída desde la gracia a los sórdidos hechos de la vida. Así, tenemos a Ana María en El pozo, pequeña furia uterina que inspira en el protagonista una triste lujuria. El absurdo amor que por ella siente y que existe enteramente en el sublimado reino del ensueño, es un cínico frente tras el que se disimulan sentimientos de culpa y remordimiento. No es nada más que un exorcismo. El hecho es que en una ocasión él la violó —o proyectó el deseo reprimido de violarla— y después, por comprensibles razones, sus relaciones quedaron interrumpidas. Pero en sus fantaseos, el acto de violencia se repite una y otra vez con una alta carga poética, como si hubiera sido un acto de amor. Eladio ha logrado la completa sustitución de un acto por un deseo, pero demasiado tarde: es un deseo «realizado». En Onetti un solo momento de mala fe —o de mala suerte— descarrila una vida para siempre. Quizá porque «el amor es maravilloso y absurdo, e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden».
Para Onetti, pasar de la adolescencia a la vida adulta significa aceptar la impotencia y la desesperación. Oculta en alguna parte del proceso hay una pérdida que no puede nunca compensarse. Dice Onetti: «En general le sucede a todo el mundo eso». La sensación de haber errado el camino, de haber dejado cosas por hacer, de haber perdido oportunidades y malogrado otras, es universal, según Onetti. A él siempre lo ha perseguido. La sensación es vaga, una especie de inquietud crónica. «Cada individuo busca por comodidad, hasta intelectual, encontrar una cosa concreta, decir: “Esto es el origen”. Aunque no lo sea.» El empobrecimiento de la vida es irreversible. Onetti define a sus personajes por las ilusiones que van perdiendo. «Porque me pasa a mí. Es por eso.» De hecho, en sus primeras obras —El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche (1943)— los personajes son poco más que episodios de sus propios procesos mentales, proyecciones pasajeras sin peso dramático.
Incorporarse a su narrador es un recurso favorito de Onetti. «Me siento más libre, más yo mismo trabajando de este modo», dice. Así, Eladio, un escritor incipiente, se convierte en el doble del autor cuando, al escribir una página de su diario, observa con piadosa ironía: «Un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes». Se trata, justamente, de que nada digno de mención le ha sucedido a él nunca. Y lo poco que le ha sucedido es mucho menos real o interesante que lo que ha imaginado. La realidad es tediosa y trivial, nunca a la altura de la fantasía. Tal vez en esta idea radica la fuente del sentimiento de inferioridad del narrador, del que sus sueños lo compensan, procurándole un medio para mitigar el oscuro rencor que alberga contra el mundo. Porque «los hechos son siempre vacíos». A partir de esta insuficiencia, el autor inventa personajes vicarios que a su vez se perpetúan a sí mismos en una sucesión de otros personajes inventados, que son todos sus imágenes espectrales. «Para el escritor —dice Onetti—, su mundo es el mundo. Si no, es trampeado». Esto significa en la práctica que la lectura de un libro de Onetti es el recorrido de una galería de espejos. El lector fluctúa, sin saber dónde está, entre los pensamientos o las percepciones del narrador-protagonista y los del autor. Las ficciones de Onetti crean al autor que los habita, le devuelven su imagen. Por eso dice Onetti que escribe «para sus personajes». Se proyecta en ellos, vive a través de ellos, y depende tanto de ellos como ellos de él. La carga de subjetividad que llevan explica el afecto con que los acompaña, como si fueran él mismo. Dice, con razón: «Los personajes no funcionan si no se los quiere. Escribir una novela es un acto de amor».
Donde mejor lo demuestra es en lo que bien puede ser su obra maestra, La vida breve (1950), libro de inagotables desdoblamientos, un monumento a la evasión a través de la literatura. «Un libro abierto», lo llama él con cariño. Es una novela, tiene personajes, ocurren cosas, pero lo que experimentamos es una serie de imaginaciones sin verdadero argumento, aunque hay ramales que llevan a posibles desenlaces. La acción ocurre en varios lugares simultáneamente, y el autor pasa entre las sombras en la forma de gestos y situaciones. El título cita las palabras de una canción francesa mencionada en el libro. Dice Onetti: «Yo quería hablar de varias vidas breves, decir que varias personas podían llevar varias vidas breves. Al terminar una, empezaba la otra, sin principio ni fin». Claro que las «varias» vidas son en realidad una, multiplicada en un espejo sin fondo. Se manifiesta a través de ciertos tipos de escenas que se repiten, con variaciones. En los diversos locales de la historia, los personajes se corresponden o se inventan entre ellos. En uno de los locales está el autor. Otro —y a la vez el mismo— es una ciudad en un cuadro. Las historias salen unas de otras. Cada capítulo ofrece opciones y transformaciones. En La vida breve se despliega, con casas y calles, el mundo novelesco en que Onetti se moverá después. Parece haber tenido la repentina intuición de todo el camino que tenía por delante. Aquí, por primera vez, encontramos Santa María, «una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores»; asistimos al nacimiento de Díaz Grey, él mismo, a su vez, narrador e inteligencia central en obras posteriores. Estamos con Brausen quizá en Montevideo, con Onetti quizá en Buenos Aires, o al revés, o en ambos lugares al mismo tiempo. La vida breve es la de los personajes y la del tiempo de la escritura, una pesadilla en la que el autor encuentra sus momentos de felicidad.
El principal protagonista de La vida breve, Brausen, es un pequeño empleado de una firma publicitaria que, al tratar de huir de la lobreguez de su vida, se sueña Díaz Grey, un doctor que conjura a partir de alguna vaga reminiscencia literaria que no se nombra, para un guion cinematográfico que le encomendó escribir un amigo suyo, Julio Stein. Un encuentro casual en el zaguán de la casa de pensión en la que vive le procura una tercera identidad. Una cuarta —el autor, multiplicado, a veces disuelto, en los papeles que comparte— complica el extraño reparto. Las diversas personalidades o proyecciones de Brausen se desplazan entre ellas, tratando de imponerse. No sabremos nunca cuál es la definitiva. En el eje, y en suspenso, está el ambiente estático, con decorado fijo, donde Brausen imagina las historias: el cuarto de la Queca, su vecina, una prostituta a quien espía. El soñador de mundos es, entre otras cosas, un voyeur. La escenografía inmutable, dice Onetti, fue «robada» de una naturaleza muerta de Albright —una acuarela para una edición de lujo de El retrato de Dorian Grey (título sugestivo)— que muestra objetos dispuestos sobre una mesa, entre ellos, un guante vacío que conserva la forma de la mano que hace poco estuvo en él. La imaginación de Brausen habita este cuadro inalterable. Desde allí teje sus fantasías, que se ramifican en todas las direcciones en un intrincado dibujo de líneas entrecruzadas en el que cada intersección es un nuevo punto de partida. El autor lo acompaña con su mirada y participa de todas las historias. En cada una de ellas hay una mujer que es todas las mujeres y encarna las partes convencionales del repertorio femenino, atribuyéndose los diversos papeles de hermana, esposa, amante, prostituta. El autor-protagonista encuentra la felicidad en sus vidas vicarias. Escapa de una vida a la otra, improvisando a medida que avanza. Pero cada aparente huida conduce a un callejón sin salida.
Entre todas las creaciones que le sirven a Bransen de subterfugios, es el doctor Díaz Grey (¿Dorian Grey?) el que adquiere más densidad, y va desplazando poco a poco a los demás, hasta suplantar por último al mismo autor. Brausen, con perfecta arbitrariedad, lo coloca en la esporádica Santa María, «porque yo había sido feliz allí, años atrás, durante veinticuatro horas y sin ningún motivo». Lo que evoca Brausen es ese momento de verdad y belleza inmaculada, que con la infancia se fue para siempre. Lo busca en todas partes, en particular en una vieja y borrosa imagen de su mujer Gertrudis, con la que ha roto. Halla un equivalente o duplicado de Gertrudis tal como era en sus días de florecimiento en la imagen de la hermana menor de ella, quien alguna vez la reemplaza en sus fantasías. Gertrudis, operada de un cáncer del pecho, amputada, sufre también el naufragio de envejecer, y siente en consecuencia el deseo de reencarnarse en todos sus papeles anteriores. Sus síntomas se manifiestan en una secuencia que es típica de Onetti: la vemos en las posturas cambiantes que señalan los pasos de su retroceso mental, reviviendo viejos ademanes y actitudes en un orden regresivo que remonta a través del tiempo hasta acabar, casi, en la posición fetal. Como Brausen, ella evoca con añoranza «el origen, recién entrevisto y todavía incomprensible, de todo lo que me estaba sucediendo, de lo que yo había llegado a ser y me acorralaba». Todos los personajes de Onetti sueñan con quebrar la irreversible estructura de sus vidas. La solución —si puede llamársela solución— que encuentra Brausen es llevar esa vida fantasmal fuera del tiempo. A veces se arrepiente, se echa atrás, se dice que quizá «si amaba y merecía diariamente mi tristeza, con deseo, con hambre, rellenándome con ella los ojos y cada vocal que pronunciara, quedaría a salvo de la rebeldía y de la desesperanza», pero es un falso consuelo, otra trampa.
Las situaciones se desenvuelven en torno a ese tema único. No hay verdadera secuencia cronológica; todas las acciones y los acontecimientos son simultáneos. Ocurren en una especie de eterno presente que es el tiempo de la mente que los contempla. Las sostiene un único tono hipnótico en el que se siente actuar la disparatada —pero inexorable— lógica de los sueños. Brausen es un caso ya sin remedio. Vive «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que pueda hacerme feliz». Poco es lo que lo mantiene vivo: «La sensación que tengo de mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada... Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro». Se ha resignado a su existencia moribunda. Su única escapatoria es la «vida breve» de la imaginación. Una vida tan sórdida como las demás, de prostitución y violencia, pero inspirada, eufórica. Lo mismo le pasa a su amigo —y jefe de oficina— Lagos, cuya vida entera —sus ideales perdidos o traicionados, su mujer marchita— es un simulacro que ya no engaña a nadie, pero que él mantiene «porque tiene miedo, porque está viejo, porque cada Lagos que inventa es una posibilidad. En último caso, una posibilidad de olvido».
Las pequeñas muertes y resurrecciones en que se absorbe Brausen, como el acto de amor, son un «impuesto ejercicio» que lo convierte en un «manipulador de la inmortalidad». Ser muchos es, cada vez, la posibilidad de «saberme a mí mismo una vez definitiva y olvidarme de inmediato». Pero la liberación es un espejismo que también lo atrapa en su propia imagen. Cada situación es un fiel reflejo de las demás, cada nueva mujer es una reencarnación de la que la precedió y una premonición de las que han de seguirle, ad infinítum. En lugar de anularse en ella, Brausen se reproduce. Su débil esperanza es que aun los condenados no se destinan a una vida particular o a un determinado modo de acción, sino sólo «a un alma, a una manera de ser». Por lo tanto, especula, «se puede vivir muchas veces, muchas vidas más o menos largas». Por desprovisto de fe que sea un hombre, puede sin embargo «entrar en muchos juegos», fingir ante los demás para convencerse a sí mismo, para mantener la farsa. Porque: «Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida en que son capaces de distraernos, en la medida de la inconsciencia que pueden darnos». Las líneas ya trazadas no pueden borrarse, pero tal vez sea posible disolver la trama entera modificando los términos originales. Sería cuestión de forzar el principio «a suceder, esta vez, de manera distinta». Porque si puede alterarse «el recuerdo del primer comienzo», entonces tal vez el nuevo comienzo cobre la fuerza suficiente como para «alterar el recuerdo» de lo que vino después. Salvo que, por más que lo intente Brausen, «mi memoria o mis manos no lograban dar con la cosa clave» que echara a andar la rueda. No obstante, la búsqueda, que es como «una locura mansa, una furia melancólica», como si a Brausen lo estuvieran llamando sin ninguna razón y tuviera sin embargo que responder al llamado, continúa. Brausen sigue tratando de «suprimir palabras y situaciones» con la esperanza de «obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia». Sería ése un momento de plenitud —de «vida breve»—, que contendría el paraíso perdido de la vida, «los días hechos a la medida de nuestro ser esencial».
Tras la búsqueda —de un orden, de la serenidad, de una imposible perfección— sospechamos que se oculta la nostalgia de una experiencia de la divinidad en un mundo sin dios. En un momento dado aparece en escena un obispo kafkiano para afirmar, como representante de un Dios inefable y paradójico, que el hombre debe entender que «la eternidad es ahora» y que él —el hombre— es «el único fin». Por lo tanto, recomienda el obispo oracular, aunque sea en vano y esté condenado a la derrota, el hombre debe poner todo su empeño en moverse dentro de los espacios que le quedan. Ya que no se lo consultó sobre las reglas del juego, su única defensa es adoptarlo de cuerpo entero. Dice Brausen, alumno modelo, aceptando este buen consejo: «Toda la ciencia de vivir... está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente, cada minuto». El camino de la salvación, si lo hay, consiste en «tener despierta en cada célula de los huesos la conciencia de nuestra muerte». La triste alternativa, en la que caen casi todos los personajes de Onetti, es el hábito de aceptar cada uno «lo que va descubriendo de sí mismo en la mirada de los demás», es decir, deformándose, claudicando. Mejor es «despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos cae por milagro entre las manos». Hay casi un misticismo, un éxtasis, en llegar a ser «libre del pasado y de la responsabilidad del futuro, reducido a un suceso, fuerte en la medida de mi capacidad de prescindir». Propone, además, un método estético. Desdoblándose en sus personajes, el autor alcanza otras dimensiones. La experiencia del desdoblamiento es el asunto de la novela. Prolongarla y nutrirla requiere un enorme esfuerzo imaginativo. La creación, vía Brausen, de Díaz Grey y su mundo empeñó a Onetti en una tarea de años. La concentración era tal que cualquier distracción la podía apagar. Dentro del libro mismo, como dice el autor, «hay varios esfuerzos o intentos que hace el narrador por mantenerlo vivo». Cuando Díaz Grey se le borra, Brausen «lo vuelve a poner, lo abriga, lo condena, lo pone junto a la ventana para mirar al río. En un momento dice: “Han pasado tantos días sin que yo pueda ver a Díaz Grey”. Otra vez hay que ponerlo allí para que cumpla su destino». Como Dios que se mira en sus criaturas, la realidad de Onetti, la conciencia que tiene de que existe, depende de que lo confirmen sus creaciones.
Del mismo proceso salió Un sueño realizado y otros cuentos, escrito entre 1941 y 1949 —o sea, más o menos a la par que La vida breve— y publicado por primera vez en etapas sucesivas en el diario La Nación. Un sueño realizado apuntala y puebla el escenario de La vida breve, establece antecedentes, genealogías, actitudes, costumbres y ambientes. Caras y gestos, personas, se deslizan por la pantalla, sombras que un bostezo desvanece. No tenemos todavía una perspectiva global de la situación; pero se insinúan todos los temas principales de Onetti. El idealismo hipócrita de la adolescencia queda desnudado en «Bienvenido, Bob». La fatuidad de las falsas esperanzas —en este caso, un hombre estafa a su patrón para colmar el ruinoso anhelo de su mujer dinamarquesa de volver a la tierra de su infancia— queda desmenuzada en «Esbjerg, en la costa». La muerte de la ilusión al contacto con la realidad aparece de nuevo en «Un sueño realizado». Y, en primer plano, reconocemos a nuestro amigo Díaz Grey —independizado de su progenitor, Brausen— atormentado por un viejo dilema: el recuerdo que le viene, desde el remoto pasado, del único momento de posible redención en su vida, que desdeñó al traicionar la confianza de la mujer que le había ofrecido ayuda y amor («La casa en la arena»). La visión retrospectiva de Díaz Grey ata algunos cabos sueltos de su historia, pero en realidad plantea más problemas de los que resuelve. El pasado, en Onetti, es un falso recuerdo, idealizado, y con variaciones que lo desestabilizan tanto como el presente. En «La casa en la arena» se nos cuenta lo que sucedió en la «realidad», lo que el protagonista imagina que sucedió, lo que desea que hubiera sucedido y lo que, sospechamos, puede estar sucediendo todavía, superpuestas todas estas diferentes fases de la experiencia, en un tiempo inmóvil. Onetti no quiere cristalizar su mundo; quiere que se mantenga fluido. De allí que las varias versiones de lo ocurrido, aun cuando cubren el mismo terreno, pueden no coincidir. Los hechos narrados en un libro a veces contradicen los de otro, o aun otros hechos dentro del mismo libro. Las inconsecuencias no importan. Lo que permanece inalterable es la atmósfera de pérdida y de desidia, de resentimiento y de cinismo, en la que yerran sus criaturas con sus vagos impulsos, sus repentinos odios, sus perversas fantasías, sus abúlicos arrepentimientos. Son pasajeros del azar que ambulan por pasillos ciegos donde cualquier combinación abre breves puertas que se vuelven a cerrar. La efímera ciudad que habitan es poco más que una prolongación de su desaliento y fracaso. Por todas partes hay «gente gorda y mal vestida». Los escenarios son míseros dormitorios, bares malolientes, fétidas callejuelas o «cualquier hedionda oficina». La detallada descripción —ad náuseam algunas veces— de los ademanes y los movimientos de los personajes secundarios prolonga la agonía. Cada gesto, cada impulso, es otro retorcimiento. Así como los protagonistas reflejan al autor, los personajes secundarios encarnan el ánimo de los protagonistas. Forman imágenes superpuestas de un único panorama mental. «Yo soy así. El pequeño detalle en las personas o en el ambiente tiene una importancia enorme para mí», dice Onetti. Los rasgos distribuidos entre los espectros humanos que animan el medio pertenecen menos a personas individuales que al conjunto, al repertorio del libro como totalidad. La personificación del decorado es un recurso dinámico, una forma de darle aliento, de humanizarlo. Las ficciones de Onetti no son personas acabadas; son figuras coreográficas. Dice que no sería capaz de crear una psicología completa. Tampoco sería ésa su ambición. Le interesa un único tipo emocional —casi abstracto—: el extranjero, en los diversos sentidos de la palabra. El alienado de su sociedad. Muchas veces, descendientes de inmigrantes, vagamente desarraigados. Abundan entre sus personajes los nombres nórdicos o germánicos. Sea cual sea su origen, empobrecidos por los años y el ambiente, llevan «una vida grotesca», casados con mujeres fofas, sintiéndose desilusionados, empequeñecidos dentro de sus pequeñas vidas de ambiciones desmesuradas, ínfimos dentro de sus fantasías, aprisionados por su pasado, corroídos por «el trabajo sigiloso de los días».
Otra maraña que atrapa es el estilo de Onetti. Hablamos de eso también. A través de los años ha venido evolucionando con sus intenciones. En El pozo, el lenguaje era descuidado, directo, casi periodístico, a la manera arltiana, además inspirado por las Memorias del subsuelo de Dostoievski: antiliterario. En La vida breve se ha hecho más elíptico, pero sin complicar demasiado la sintaxis, reteniendo su aura de espontaneidad. En Un sueño realizado —como se hacía sentir ya en Tierra de nadie y, casi insufriblemente, en Para esta noche— hay más artificio. Onetti lleva a cuestas a un maestro que ha tenido sobre él una enorme influencia: Faulkner. La influencia es consciente y deliberada, y Onetti ni la niega ni se disculpa por ella. Pero al lector le resulta a veces incómoda. Un sueño realizado se compone de largas y contorsionadas oraciones faulknerianas —intrincadas subcláusulas pleonásticas, kilométricas redundancias adjetivales— que hacen irrespirable el aire del libro y a veces parecen pura hojarasca. Onetti es partidario de lo circular y lo estático, modalidad que corresponde a su mundo de destinos fijados de antemano, en el que cada vida es una condena retroactiva, predestinada y, por lo tanto, en cierto modo tautológica. La reiteración contribuye a la atmósfera maniacodepresiva, pero abruma. En Faulkner la acumulación da fuerza y energía a la historia; en Onetti, suele distraer y hacerla difusa. Onetti admite que se plantea aquí un problema. No intenta justificar claroscuros verbales. Se limita a señalar la obvia diferencia entre la concepción del mundo de Faulkner y la suya. Faulkner es un trágico; Onetti, si cabe el término, un patético. Comparte con Faulkner el uso de un lugar ficticio como escenario, una preocupación por los laberintos de arquitecturas interiores. Pero son de temperamentos muy distintos, como lo son también sus marcos de referencia. Y tal vez sea ahí donde radique la dificultad. Los personajes de Faulkner se independizan, viven fuera de él, en el tiempo y en la historia, tienen conciencia individual. Los de Onetti, en cambio, al vivir en tan estrecho abrazo con su creador, se han desmaterializado. Cuanto más se dice de ellos, menos reales parecen. Son esencias flotantes, a ratos puras palabras. Pero el fantasma de Faulkner lo sigue habitando. Todavía hoy sostiene que su mejor obra es una traducción que hizo años atrás de un cuento del maestro.
Una de sus obras más sobrecargadas es Los adioses (1954), una sinuosa crónica de ambiciones frustradas que acaba en suicidio. Un atleta moribundo —uno de los monstruos melancólicos de Onetti— se retira para morir en Santa María. Alquila una casa situada sobre una loma en las afueras de la ciudad, donde se recluye y recibe a dos mujeres en apariencia rivales que han acordado visitarlo por separado, y de las que ciertas cartas que llegan al poder del narrador (en este caso, no uno de los protagonistas, sino el propietario de un almacén, que mantiene provistos a los refugiados y los observa) revelan más tarde que son su mujer y una hija de un primer matrimonio. La soledad y el egoísmo del impulso suicida son el tema de la historia. El protagonista, reducido al último extremo de su humanidad, se aferra a la tenue ilusión de una muerte absolutamente privada, sin espectadores, porque «tenía sólo eso y no quería compartirlo». El lenguaje excede una delgada trama que, como de costumbre, nos llega de segunda mano, desarrollándose a través de chismorreos y rumores. El efecto es poco nítido. El sorpresivo final —basado en la retención de datos— no parece implícito. Sin embargo, en cierto sentido, Los adioses representa un progreso respecto de La vida breve, o, al menos, una revaluación. El narrador, aunque no se elimina, queda relegado a un segundo plano. Los protagonistas —cuyo impenetrable misterio queda intacto— tienen, al menos, una cierta apariencia de autonomía.
Para una tumba sin nombre (1959) es uno de los libros más legibles de Onetti, con su elemento de suspense, hábilmente manejado. Se trata de un endemoniado intríngulis sin completa solución que por momentos llega a producir el entusiasmo de una buena historia detectivesca (género por el que el autor siente predilección. Dice que ya quisiera que sus tramas fueran tan buenas como las de Raymond Chandler). El escenario, como siempre, es Santa María. El tema es la corrupción moral y los consiguientes escrúpulos de un adolescente descarriado, Jorge Malabia, que abre su corazón ante un auditor comprensivo, el cronista de la historia: Díaz Grey. Lo que registra Díaz Grey con fruición sanguinaria —recogiendo datos suplementarios que le procura Tito Perotti, el compañero de cuarto de Jorge en la universidad, y condimentando la mezcla con sus propias especulaciones— es una calamitosa letanía de males sin remedio. La principal afectada es una joven amoral, Rita, una exmucama en la casa de los Malabia, en otro tiempo amante de Marcos Bergner, el hermano de la cuñada de Jorge, Julita. Seducida y luego abandonada por Marcos, Rita se defiende dedicándose a la prostitución en Buenos Aires, donde Jorge la conoce mientras estudia en la universidad, y se instala con ella en un cuartucho. Para una tumba sin nombre, a pesar de sus divagaciones, es una historia de «educación sentimental». Jorge cruza el umbral de la vida adulta esclavizado por una pasión que alimenta con fantasías eróticas de voyeur. Cuando Jorge era niño, revela el cronista, espiaba a Marcos y a Rita por el agujero de la cerradura, fascinado. Son sus atormentadores recuerdos de Rita en posturas íntimas, obsesivas con el tiempo, lo que de algún modo le hace sentir que está autorizado para poseerla ahora, como si le hubiera estado destinada. La recoge, la aísla, y, aunque lo mantienen sus padres y sabe que ella se está muriendo de tisis, la explota alegremente durante meses, abandonando por completo sus estudios. Es curioso cómo Onetti enfoca el melodrama. Rita, designada desde el comienzo para ocupar la tumba anónima del título, atrae el desastre y medra en la humillación; ella es uno de los insultados y ofendidos del mundo. Jorge resulta una especie de pequeño Raskolnikov. Actúa por malicia gratuita, y se complace en imaginarse en el pellejo del exalcahuete de Rita, Ambrosio, cuya identidad asume, con la hipótesis, como le dice a Tito Perotti, de que: «Nunca me podré arrepentir de nada porque cualquier cosa que haga sólo podrá ser hecha si está dentro de las posibilidades humanas». Por supuesto —como nos enteramos por medio de las refracciones y distorsiones que van secretando la historia— llega a descubrir su error. Su arrogancia intelectual, su presunción de nene de familia de clase media, lo ha llevado a cometer algunos de los pecados cardinales del catecismo de Onetti: la mojigatería, el cinismo, el abuso de confianza, y, sobre todo, el falso orgullo que tienta a los dioses. Jorge es un perfecto hipócrita. La virtuosa autojustificación, en él, disfraza la cobardía; la rebeldía, el conformismo. Onetti —o Díaz Grey— no lo culpa. Sencillamente lo desenmascara. Jorge trató de hallar alguna salida; fracasó. Su crimen —el crimen de los falsos pretextos— fue creer alguna vez que podía ganar. Disimulando su fracaso, lo precipitó. El veredicto del autor —o del narrador— es desapasionado. La derrota de Jorge es la derrota de todos. Los hechos, que nos llegan en atisbos, se envuelven en contornos enigmáticos. Hay hilos, indirectas que se desbaratan para recomponerse siempre en forma distinta. Aquí Onetti da con una fórmula intermedia que utiliza con mayor o menor éxito en sus libros posteriores. Díaz Grey, el ojo vidente, es sólo un testigo parcial. A veces no hay ninguno. Algunos pasajes son lineales. Otros hay que captarlos potenciados una, dos o tres veces, tras diversos cristales. Díaz Grey, no del todo emancipado de su creador, se ha convertido en una especie de conciencia universal, un padre confesor y un cargador sin rostro de las culpas ajenas. Su independencia es condicional: suposición conveniente para fines narrativos, mientras el autor no deje de creer en él y lo evapore. Es lo que sucede una vez que Díaz Grey ha procurado los ángulos y las perspectivas necesarias. De pronto, la burbuja de Díaz Grey estalla. El autor se convierte en el actor. Queda directamente implicado cuando considera —o Díaz Grey considera; aquí los dos se funden— las aventuras de Jorge como una experiencia liberadora para él; al vivirla, o más precisamente, al escribirla, se sobrepone por lo menos a «una de las derrotas cotidianas».
En La cara de la desgracia (1960) Onetti retoma sus temas. Escrita con cierta volubilidad poco onettiana, al correr de una pluma algo fácil, contada en primera persona, aunque con las ambivalencias y los oscurecimientos de siempre, es otra historia de culpa e incomunicación. Se ubica en un balneario de la zona costera de Santa María, donde el protagonista, en retiro, examina su conciencia a propósito de la reciente muerte de su hermano, rechaza toda responsabilidad en el drama, y, para consolarse, mantiene una relación amorosa intermitente en la playa con una muchacha sorda —otra virgen ninfomaníaca— que paga el amor (un escándalo contra el orden de las cosas: las reglas del luto, la solidaridad humana en el sufrimiento) con su vida. La semilla de La cara de la desgracia es un cuento llamado «La larga historia», que Onetti había escrito muchos años antes (en 1944). El acento más ligero, el tono más mundano, no disimulan el hecho de que controla menos su material. Hay demasiados puntos ciegos. Pero aquí se presenta una nueva alternativa. El narrador-protagonista, siendo otro de los soñadores de Onetti, mortalmente herido por la vida, no es ya la víctima indefensa de las circunstancias. Ha comenzado a elaborar una estrategia de contraataque. Es un antecesor embrionario del santo pecador que aparece en la obra posterior de Onetti, para quien la abyección se convierte en una retorcida forma de la fe.
La novela que mejor encarna este paradójico plan es El astillero (1961). La figura central de El astillero es Larsen —a quien ya conocimos, de paso, en La vida breve—, uno de los «extranjeros» de Onetti de vagos antecedentes (y nombre escandinavo). En efecto, Larsen es un hombre de origen dudoso; había sido expulsado de la provincia cinco años atrás por haber instalado un prostíbulo. Está ahora de regreso para trabajar en un arruinado astillero que pertenece a un magnate en quiebra, el viejo Petrus. El astillero es un cadáver, y lo ha sido durante años; sólo funciona en el papel, con un directorio fantasmal y un par de empleados administrativos semijubilados que pierden el tiempo en oficinas vacías, afanándose en laboriosos gestos que parodian el trabajo, mientras venden los inútiles materiales bajo las mismas narices de Petrus. De todos modos, Larsen entra pisando fuerte. Se hace nombrar gerente general y se dedica a revisar viejos inventarios y apolillados documentos de naufragios, brillante en su impostura, cobrando un sueldo imaginario, mientras el viejo Petrus dice estar moviéndose en alturas burocráticas para poner nuevamente en pie su negocio. Para Larsen, el astillero mustio es una última oportunidad de hacer algo significativo con su vida; una oportunidad en la que no cree, por cierto. Todo es espectáculo, una flagrante mentira. Pero Larsen se hace dueño de la situación con aplomo y maestría. Le hace la corte a la mujer encinta de uno de los empleados y, al mismo tiempo, enciende una llamita en la hija idiota de Petrus, con la que espera, o aparenta esperar, casarse para heredar el inexistente negocio. Toda la acción está hecha de movimientos rituales inconsecuentes y sin sentido. El astillero no se rehabilitará nunca. Finalmente salen a la luz documentos que revelan una estafa perpetrada por Petrus en tiempos más prósperos. El viejo es denunciado a la policía y detenido. Todos los planes se derrumban. Cada cual reniega de los demás. Larsen se viene abajo, aunque no antes de que Onetti ponga en claro su intención. Mejor haber jugado y perdido que no haber jugado.
Hablando de la atmósfera que predomina en El astillero, Onetti, tiritando, dice: «Es como un día de lluvia en que me traen un abrigo empapado, para ponérmelo». Habla de «el mundo cerrado en que desgraciadamente yo estoy ahora cuando escribo. Y también lo estoy psíquicamente. Tengo muchos períodos de depresión absoluta, de sentido de muerte, del no sentido de la vida. Tal vez un buen régimen, un buen médico, puedan curarme», agrega, sin esperanza. Pero a lo mejor, reflexiona con la sombra de una sonrisa, el doctor resultaría tan impotente e ineficaz como Díaz Grey. De cualquier manera, llegaría demasiado tarde para Larsen, recluido en una definitiva soledad hermética que lo conduce finalmente al suicidio.
A Larsen, como a todos los personajes de Onetti, lo carcome el obsesivo temor de la muerte, un desesperado anhelo de rescatar su vida perdida y una necesidad compulsiva de retroceder a través del tiempo para recuperar aquel momento de verdad enterrado, se supone, en la engañosa beatitud de la infancia. Pero hay un nuevo elemento —el que apenas se sugiere en La cara de la desgracia— que lo distingue de sus predecesores. El germen se había plantado en aquel pasaje de La vida breve, en el que Brausen piensa asumir su condición, instalarse en ella, aguantarla y de ese modo, tal vez, trascenderla. Es así como Larsen acepta lo inevitable como si fuera lo codiciado, haciéndose su cómplice. «Si ellos están locos —se dice a sí mismo—, es forzoso que yo esté loco». Solo en su juego, había dudado de él. Pero dado que otros parecen acompañarlo, el juego «se transforma en lo real». El decrépito astillero es un modelo reducido de un mundo absurdo y sin Dios, hecho de rutinas inútiles, donde vivir es tirarse un lance mortal, caer en «una mentira acordada». El viejo Petrus lo sabe. «Desde muchos años atrás había dejado de creer en las ganancias del juego; creería hasta la muerte, violento y jubiloso, en el juego...» Larsen, maestro de la decepción, le hace eco. Sabe que las probabilidades están contra él. Sorprender a la inteligencia que se oculta tras el juego, si la hay, es imposible. Lo que importa es la pantomima de la fe. Sus manejos en el astillero son un acto de desafío, un reto —y una plegaria— arrojado a la cara de la deidad. Brilla con el esplendor de una gran empresa faulkneriana. Hay también en él ecos dostoievskianos. Larsen es una especie de endemoniado y, al mismo tiempo, un flemático tejedor de absolutos: un Stavroguín. Su ademán es simbólico: una provocación abierta. El astillero funciona como una antiiglesia con su apóstol reinante, Larsen, el sumo pontífice de la desesperación, que oficia ante un altar deshabitado. Otrora alcahuete de la perra vida, acaba como un teólogo que construye su arquitectura inútil en la misma escena del crimen, con el material de su derrota.
Después de El astillero —con el que, puede decirse, culmina la segunda fase de la obra de Onetti— hay una pausa que llena con un desganado ejercicio en artesanía faulkneriana: una colección de cuentos llamada El infierno tan temido (1962). Estamos de nuevo en Santa María, sentida esta vez con tanta intensidad que agobia y se desdibuja. El caudal verbal se hace más tortuoso y repetitivo, sin iluminar. Reaparecen Díaz Grey, Petrus y otras emanaciones, más que presencias. El primer plano lo ocupan personajes secundarios, pintorescos algunos. En tránsito por el pueblo arden por un segundo y se extinguen, dejando el vacío, que llena el lenguaje. La imitación de Faulkner linda a veces con la parodia. No obstante, el modo onettiano se impone. El mejor de los cuentos trata del anonadamiento de un viejo libertino enamorado de una actriz que huye con otro y después lo tortura enviándole fotografías obscenas en las que se exhibe en poses comprometedoras, como para castigarlo por la culpa de haberla querido y perdonado.
La delegación de la culpa es también el tema de Tan triste como ella(1963), donde se nota el descuido. «Un boceto de algo que no llegó a ser, que no maduró», la llama el mismo Onetti. Cometió el error, dice, de describir algo que había sucedido en realidad: un matrimonio que se había ido a pique. Puede haber sido autobiográfico: Onetti ha estado casado tres o cuatro veces. En todo caso, hay hechos pero poca invención. Extrañamos ese elemento intuitivo que hay en la buena obra de Onetti. Aquí todo está dado. Lo que comienza como una carta de amor algo meliflua termina en radioteatro. Curioso traspié para un autor que ya lleva hecho tanto camino. Nos decepciona también con su reciente Juntacadáveres (1964), una especie de refundición de El astillero, armado de piezas sueltas, sobrantes y repuestos que duplican mal la carrocería del original. Admite Onetti: «Lo que pasa es que yo me puse a escribir Juntacadáveres. Y un día, iba por un corredor, así, y tuve una visión del fin de Larsen. Eso está en El astillero. Entonces dejé de escribir Juntacadáveres, repentinamente. Puede ser que al retomarlo después ya no haya tenido aquel amor inicial». O quizá El astillerohaya absorbido toda la energía de Juntacadáveres. En cierto modo, son ambos el mismo libro.
Con todo, Juntacadáveres es un interesante y sugestivo agregado a la arquitectura teológica de Onetti: otra catedral levantada en las ruinas. No estamos ya en el astillero; reviven los días en que Larsen dirigía un prostíbulo. Pero el prostíbulo es también una especie de construcción visionaria erigida en oposición al absurdo de la vida. El libro va registrando la reacción del pueblo frente al insólito prostíbulo: los intereses políticos implicados, la oposición de la Iglesia, asociaciones cívicas y damas benéficas. Larsen, el gran pecador, el santo mutilado, preside su misa negra entre sacrilegio y anatema. Nacido un disconforme, un maldito —un «extranjero»— en los márgenes de la sociedad, fundar la casa ha sido la ambición de su vida. De allí su pertinacia, y su fuerza. Ha esperado tanto esta oportunidad, que cuando por fin le llega, es como un favor póstumo, «como casarse in artículo mortis, como creer en fantasmas, como actuar para Dios». Larsen, de vuelta de todo, es invulnerable. Aun imperfecta, su construcción utópica no es peor que cualquier otra: un santuario comparable a la iglesia que habita el cura local, o los escombros del falansterio fundado en las afueras del pueblo por uno de sus más acérrimos enemigos, Marcos Bergner (que condena sin vacilar a Larsen, aunque es un veterano de orgías comunales y de sórdidos amoríos). De hecho, las varias fuerzas que se levantan contra Larsen bajo el disfraz de los altos principios morales derivan todos del mismo principio: la simple necesidad humana que tiene cada uno de imponer su orden individual al caos que lo rodea. Los puntos de vista opuestos son equivalentes y se anulan entre sí. Se trata de un conflicto, no tanto de personalidades, como de prioridades interiores. Mientras tanto, el lenguaje, cargado de contradicciones, se cita a sí mismo hasta el plagio. Su efecto sobre la acción es casi parasitario. Pero corresponde que sea así. Da el tono. El pueblo está en decadencia. Gente sin cara ronda las calles. Hasta el mundo físico parece languidecer. Los días son tétricos. No sopla ni una brisa. Pasa pero no pasa el tiempo. Las intenciones abortan. Los gestos son una pantomima vacía. Nos encontramos con Díaz Grey, encogido por la edad; y con Jorge Malabia, que tiene aquí dieciséis años, un muchacho sensible que escribe poesía en secreto y está a punto de perderse en los abismos de la sexualidad. La respetable familia de Jorge, invocando el honor y la decencia, vitupera contra el prostíbulo, apoyándolo sub rosa: el padre de Jorge, que no se pierde un buen negocio, aunque sea inmoral o ilegal, es quien alquiló el terreno para la casa. El mismo Jorge florece en la angustia de una enfermiza pasión que siente por Julita, la viuda trastornada de su hermano. Pero su falta no es mayor que la de cualquier otro. En el sistema de Onetti, aquellos que están por la moral y las buenas costumbres —para salvar las apariencias— son en el fondo los más vacuos y corruptos. Inversamente, aquellos que luchan aunque sea en vano contra el orden de las cosas son al menos dignos de un piadoso respeto. Tal es el caso del abominable Larsen. En un mundo desfalleciente donde empuñar un vaso, levantarse de la silla o atravesar una puerta son actos que requieren una fuerza de voluntad sobrehumana, Larsen es un hombre dotado de vocación, tocado por una divina locura, un rebelde sin causa al que la debilidad misma, el horror de la soledad y de la muerte, confieren una especie de dignidad heroica. Poco importa que fracase. Su pavor lo redime. La contienda de voluntades que surge entre él, por una parte, y el cura o Marcos Bergner por la otra puede que no sea ni más ni menos, dice Onetti, que una forma de rivalidad artística. El autor es uno de los rivales. Igualmente lo es su doble, Jorge. Y también Díaz Grey, a quien, una vez más, como en Para una tumba sin nombre, se le ha asignado el papel de testigo: uno de los electos que cargan con el peso del dolor humano. Hay un momento en que Jorge lo enfrenta —como podría enfrentar al autor— y lo culpa de todo lo que ha sucedido en el pueblo, por haberlo visto, haberlo comprendido, haberlo permitido. Es, dice Onetti, como si el muchacho estuviera blasfemando contra Dios. Recordamos que el inmutable Díaz Grey nació como un dios en La vida breve, ya adulto, para vivir y ser vivido por otros. Así, al bajar una escalera un día, siente de pronto, como muchas veces antes, que podría fácilmente dejar de existir. Es como si el supremo Maestro de Ceremonias lo abandonara un momento. Pero Él también sin el reconocimiento de Díaz Grey, sería nada.
Juntacadáveres, el último piso en el edificio onettiano, es una estructura que contiene su propia destrucción. Nos preguntamos qué preparará Onetti para el futuro.
Hablar de sus proyectos, para él, es dar un dudoso pronóstico del tiempo. Tiene una imagen, dice, que está madurando. Los resultados dependerán de las condiciones meteorológicas. Entretanto toma notas y esboza situaciones. Agarra sus ideas de donde le vengan. Ha estado recordando los tiempos nefastos de la muerte de Eva Perón, cuando multitudes que la veneraban como santa formaban cola durante días a las puertas del Ministerio de Trabajo para echar aunque fuera un vistazo al cuerpo embalsamado, que se exhibía en un ataúd de vidrio. Fue un tiempo de duelo nacional, de necrofilia en masa, dice Onetti. Él conocía bien a Eva Perón porque la había tratado a menudo cuando trabajaba para Reuter.
Dice: «Nosotros teníamos contacto con un señor catalán que estaba instalado en la residencia de Olivos. A este señor lo tenían ya reservado para embalsamarla. Nosotros teníamos contacto nocturno con este hombre, a ver si había sucedido o no había sucedido. “No, desgraciadamente”, decía el catalán. “Desgraciadamente, nada todavía.” El catalán repartía un folleto sobre el método de embalsamamiento de él. No decía cuál era el método; era secreto. Pero sí daba ejemplos de gente que había embalsamado. Tenía una fotografía increíble de un chico de cinco o seis años, vestido con trajecito de marinero. Hacía años que se había muerto. La familia lo tenía metido dentro de un ropero, y cada cumpleaños del chico, cada aniversario de la muerte del chico, lo sacaban y lo ponían en una silla, y hacían una gran reunión, los parientes, los amigos». El escenario, como siempre, en la adaptación de Onetti, será Santa María. El reparto ya lo conocemos. «El narrador será Jorge Malabia. Ocurre en Santa María varios años después. Aparece la cola. Ahora, todo eso va a ser trabajado, va a ser hecho de una manera un poco absurda... Cuando la muerte de Eva Perón, la cola para el velorio duró una semana, diez días, o más.» Eva había pasado por el salón de belleza del experto catalán, pero de vez en cuando los cosméticos la traicionaban. Había que renovar continuamente el tratamiento. «A cada rato cerraban para quitarla. Porque los médicos que atendían a Eva Perón eran católicos. Entonces, sabían el propósito de embalsamarla, y no avisaron al catalán a tiempo. Creo que ella murió en la mañana, y la noticia salió recién a las ocho y veinticinco de la noche, hora exacta en que se detuvieron todos los relojes de Buenos Aires. El cadáver estaba medio descompuesto. Por eso cerraban, para retocarlo. Tendrían que haberle dado una inyección en cuanto murió. La primera. Después venía el procedimiento del embalsamaje, que no sé cuál es. No le avisaron; entonces, fracasó el trabajo.»
Continúa con humor negro: «Lo que yo quería hacer era esto. Cómo estaba organizada la cola... En el principio, en realidad, la primera noche fue espontánea. Había mucha devoción. Para la gente del pueblo, ya Eva era una santa. Venía gente a visitarla y ella repartía billetes de mil pesos, regalaba casas, autos; claro, todo era fotografiado y con propaganda. Fabricó aquella Ciudad Infantil Eva Perón que funcionaba exclusivamente cuando venían extranjeros importantes... Pero después la empresa de propaganda organizó el velorio y la cola. Había ordenado que dejaran entrar de a cinco. Luego cerraban. O se ponían los milicos allí y no dejaban pasar. El cálculo era que se avanzaba, digamos, medio metro cada quince minutos, algo así, para que estuviera siempre permanente la cola... Entonces, el truco es simple. Hacerlo más ralentí. Que avanzara cada día, póngale usted, una baldosa. Entonces un individuo metido en la cola vive esa cola: se enamora de una mujer, se casa con esa mujer... No como lo exagero yo, pero hasta cierto punto hubo eso. Hubo la necesidad de golpear en casas para poder pasar al baño. La gente compraba empanadas y comía allí, dormía en la calle, hacían el amor. La Secretaría de Trabajo estaba toda llena de coronas de flores. En la madrugada eran orgías; que también tendrá importancia, la sensación de la muerte, con lo erótico».
Con este material Onetti erigirá sin duda otro de sus templos de desesperación. Considera el proyecto, diríamos, con desapego. No sale de su pesimismo. Está resignado, como Jorge en Juntacadáveres, a poblar su mundo vacío con las formas de sus fantasías, a crear rostros y ademanes, necesidades y ambiciones, y papeles que se les pueda asignar, para sacrificarlos mejor. El destino que le toca a cada hombre es impersonal, escribió en La vida breve. Se cumple en la medida en que es el destino de todos los hombres. No alude a su verdadero ser, que existe sólo en los momentos felices de la «vida breve».
En la lenta llovizna, metido en un voluminoso abrigo, doblado bajo el peso de la ciudad, avanza, opaco, un sonámbulo en la noche insomne. Como la ciudad, lleva con fatiga la carga de los años. Es alto, enjuto, con mechones blancos en el pelo gris, ojos desvelados, labios torcidos en una mueca dolorosa, alta frente profesoral, las huellas de la renuncia y del desgano en su andar de oficinista envejecido. Su abuelo fue corredor de bolsa, su padre funcionario de aduanas y él, protagonista de un libro inconcluso que ha venido escribiendo durante años y publicando por entregas con diversos títulos, es «un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad..., que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas». Parece huérfano, desocupado y ausente, males que padece desde siempre, por algún defecto de naturaleza, algún fracaso interior que remonta por lo menos a la adolescencia, cuando «ya nada tenía que ver con ninguno». Vive incomunicado, en soledad y desamparo. Fue justamente su aislamiento físico y moral, según ha afirmado, lo que hizo de él un escritor, a pesar de sí mismo, por razones desconocidas, a partir de un hábito que se convirtió en «su vicio, su pasión y su desgracia». Lleva su cruz inclinando los hombros, como si purgara una culpa innominada e imperdonable. Tal es la imagen que tenemos de Onetti, el lobo estepario de las letras uruguayas, habitante de aquellos páramos en que según Mario Benedetti, viven los condenados a sufrir «el fracaso esencial de todo vínculo, el malentendido global de la existencia, el desencuentro del ser con su destino».
Onetti, ferviente arltiano, con todo lo que la palabra implica, pertenece a una generación «perdida» que alcanzó la madurez alrededor de 1940, tiempo de reevaluación en la vida intelectual del país, de demagogia y desencanto político. En Europa la guerra. La Argentina se volvía nacionalista y totalitaria. El Uruguay, fiel reflejo de su vecina rioplatense, crujía bajo el gobierno reaccionario que rigió el país desde 1933 hasta 1942, desvaneciendo las ilusiones de democracia al revelar la fragilidad y la corrupción que se ocultaban tras la monótona apariencia de estabilidad. Quebraron unas cuantas vidas en esos días. Onetti se refiere al nihilismo de su generación —retratado en su segunda novela, Tierra de nadie (1941)—, como el eco tardío del malestar europeo, producto de la Primera Guerra Mundial, que sacudió la década del veinte. De joven respiró ese desilusionado individualismo de una época que fue dejando a tantos al margen hasta descartarlos.
En el Uruguay, como en la Argentina, los años treinta y cuarenta señalan un período de crisis literaria. Hasta comienzos del siglo, la cultura uruguaya había sido cosmopolita y europeizante. Una de sus personalidades literarias de mayor prestigio fue un hacendado multifacético —tradicionalista; antiintelectual; esteta; hispanófilo— llamado Carlos Reyles. Cierto que hacia 1915 o 1920 ya escribía Quiroga. Pero Quiroga fue una anormalidad en su tiempo —cuando nadie quería pescar en aguas turbias— y su paso no dejó sombra. A comienzos del siglo —el apogeo de la poesía modernista— el temple general, a pesar de las agonías literarias importadas de Europa, era de esperanza y optimismo. La vasta ola inmigratoria que llegó a las orillas del Río de la Plata entre 1880 y 1910 dio origen a una creciente clase media que expresó sus ambiciones en la obra de Florencio Sánchez, el inventor en el Uruguay (y en la Argentina) del teatro del realismo social. El Río de la Plata, que cruzaba un período de desarrollo económico, prosperó durante la Primera Guerra Mundial. Fue una época de compromiso político, reforma social y experimentación literaria. La euforia, como sabemos, duró hasta 1930. Del clima de la época decía algún tiempo atrás el poeta argentino Carlos Mastronardi, evocándolo con nostalgia: «Fuimos los últimos hombres felices».
Los años treinta, con la llegada al poder de grupos nacionalistas, fueron un rudo despertar. En los círculos intelectuales hubo un comienzo de pánico y colapso. Figuras aisladas al principio, como Roberto Arlt, empezaron a descubrir abismos insospechados en la vida cotidiana. Con su habitual demora, el Río de la Plata, reflejando la crisis mundial, sufría las negruras del siglo XX. El pesimismo afectó una parte de la literatura regional; por ejemplo, en tierra uruguaya, las obras de aquel tenebroso explorador de los bajos fondos del alma pueblera, Francisco Espínola. Pero fue más que nada un fenómeno urbano. Hacia 1940 se había generalizado. Alcanzó elocuencia poética en los ensayos de nuestro gran «agonista», Ezequiel Martínez Estrada, que desnudó las taras hereditarias del continente en su mural sociológico, Radiografía de la Pampa. En La cabeza de Goliat, Martínez Estrada iba a emprender una feroz acometida contra los estragos de la urbanización. De pronto, el grito de guerra de los años treinta, «Aquí y ahora», había levantado el telón sobre una era de denuncia y desenmascaramiento de un sistema que iba ya en estruendosa decadencia. La novela tuvo que renovarse para no desaparecer. Se necesitaba algo más complejo que la novela política o su opuesto, la novela de nostalgias aristocráticas. A medida que se desbarataron las «escuelas» literarias, por primera vez nuestros escritores, arrinconados en grandes ciudades amorfas, se volvieron hacia adentro para construir mundos subjetivos. El gesto era parte de una pauta social que se reflejaba en las realidades de la vida diaria. Un nuevo tipo de ser humano, una criatura crepuscular, rencorosa, desubicada, frustrada, poblaba nuestras grandes ciudades. No era tanto el humillado marxista como el paria espiritual, el desterrado moral. Arlt, búho y profeta de las medianoches porteñas, ya había trazado su retrato. Ahora le toca a Onetti, que entra en escena con la amarga resignación de alguien que carga sobre sus espaldas el peso de una triste responsabilidad. En una nota que sirve de prefacio a Tierra de nadie, cuya acción se sitúa en el Buenos Aires de 1940, Onetti dice: «Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación... El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino». Agrega, como encogiendo los hombros: «Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia».
En su primera obra publicada, El pozo (1939), el melancólico protagonista, Eladio, una apenas velada proyección del autor, ya había manifestado su escepticismo respecto del compromiso personal, su flemático desinterés por cualquier cosa que se asemejara a la acción o participación directa en los acontecimientos. Con triste ironía, Eladio confiesa su falta absoluta de conciencia social, de «espíritu popular». El tono, como en casi todo Onetti, es confidencial. Por qué preocuparse siquiera por empuñar la pluma, se pregunta Eladio, dando voz a los pensamientos del autor. La voluntariosa respuesta es una especie de argumento insolente en favor de la autoexpresión. «Es cierto que no sé escribir —admite—, pero escribo de mí mismo». Eladio, mezcla de cohibición y descaro, es el prototipo del Extranjero. Vive desconectado del mundo, varado en su isla, a la deriva en su minúsculo rincón al margen de la humanidad, sin ninguna posibilidad de incorporarse al caudal. Comienza y termina en sí mismo. Lo que explica su única ambición: «Escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no». Aunque, por supuesto, «queriendo o no», forma parte de la comunidad inconsciente de los solitarios, la diáspora de los desvinculados. Aun en su alienación, o por causa de ella, es el representante de un tiempo y un lugar, de un estado de ánimo. Es lo que da validez a sus experiencias. El mérito de Onetti está en haberlo reconocido. Meditando sobre el mundo de solitarias vidas interiores que ha creado a partir de lo que podrían pasar por desechos en la era del baldío industrial, Onetti, un hombre que no ha transigido nunca, pudo decir con perfecta modestia en 1961 durante una entrevista: «Yo quiero expresar nada más que la aventura del hombre».
Para Onetti, un mufado, como se dice en el Río de la Plata —un deprimido permanente— la aventura parece haber sido algo funesta. Juntos estamos tratando de reconstruirla en un cuartucho de hotel en el andrajoso centro de Montevideo. Por la ventana vemos caer la noche, una espesa nube de hollín, sobre patios sucios, techos destartalados. Onetti ve negras las cosas. En el cuarto mal iluminado, la conversación gira como un disco roído, avanza a saltos y empujones. Onetti es un hombre de pocas palabras, hosco de mirada, parco de gestos. Se sienta en el borde de la cama con los hombros hundidos, el ceño tormentoso. Fuma un cigarrillo tras otro, con desconsuelo.
«Pensar que alguien se hizo un viaje especial hasta aquí nada más que para verme a mí», dice en aire de aburrimiento, casi despreciativo, pero acaso con una sonrisa por dentro, en la que nos parece discernir alguna pequeña satisfacción.
Nos conocimos la noche antes en una reunión. Un amigo común —Guido Castillo, un enamorado de la poesía, como tantos uruguayos, que nos entretuvo recitando a Homero— lo había arrastrado allí, claudicante. Una aguja de victrola daba vueltas en un viejo surco, emitiendo las melosidades del difunto pero inmortal Gardelito quien, como dicen sus «hinchas», canta cada vez mejor; y al rato, con unas copas sentimentales entre pecho y espalda, y recordando los viejos tiempos, Onetti se puso áspero, lacónico, huraño y, finalmente, taciturno.
Ahora ha entrado con pasos trabajosos, como agotado. Durante sus períodos de insomnio no come ni duerme por una semana. Fuma, bebe y se tortura, y después queda tendido días enteros. Ha abandonado su puesto en una sección de la biblioteca municipal para venir a hablarnos, y no lleva en el cuarto más que unos minutos cuando suena el teléfono. Su mujer está preocupada. Onetti ha salido sin prevenirla. Pronto llega ella, hecha un torbellino. Es una rubia alta de ascendencia angloaustríaca, vivaz, ingeniosa, sensual, que se afana en torno a él. Al verla, Onetti, recogiéndose, deja caer la cabeza con aire culpable, como si creyera haberla ofendido, sin recordar bien ni cuándo ni cómo. Pero con ella cerca, lo sentimos menos tenso. Ella lo alienta, lo acomoda, lo incita. Y él se anima, se da un poco más. Así y todo, le es difícil hablar de su obra. No cree en la posibilidad de la verdadera comunicación. «La experiencia profunda no se puede transmitir», dice. Lo obsesiona la idea de que sus palabras se malinterpreten, que sus chistes, a veces pesados, caigan mal. «El malentendido es tan frecuente.» Detesta mirar atrás. Nunca relee sus libros. Lo perturbarían. «La sensación del pasado me hace daño», dice. Cuando escribe se abandona. Tan inmerso que le inspira terror. Recordar lo escrito también lo aterra. Lo ha dejado atrás, olvidándolo como ha olvidado su propia vida. «Yo sólo soy un escritor cuando escribo», dice. Como su admirado Faulkner —con quien se identifica en muchas cosas, entre ellas la legendaria timidez faulkneriana—, habita un mundo propio, alejado de las corrientes literarias. Cuando acaba con sus libros, éstos tienden misteriosamente a desaparecer. El caso de Tiempo de abrazar, una novela inédita —la primera— comenzada allí por 1933, cuando él tenía veinticuatro años, es típico. Poco antes de la guerra, presentó a un concurso en Buenos Aires cuatro copias del libro. En 1934 aparecieron algunos fragmentos sueltos en Marcha, el semanario político y cultural de larga trayectoria en el Uruguay, pero el resto del manuscrito parece haberse traspapelado, y él nunca se tomó el trabajo de recuperarlo. Quizá su propia despreocupación y negligencia sean la causa de que transcurrieran años antes de que su obra comenzara a publicarse. No sabe cuánto tiempo estuvo acumulando polvo en el cajón de su escritorio antes de ver la luz del día. Luego se lo ignoró. Onetti, en su tiempo, no desconoció las dificultades con que se topaba una carrera literaria sin «conexiones» en nuestro medio inhospitalario, de público poco receptivo: la falta de estímulo, la imposibilidad de independencia económica. El primer libro suyo que logró atraer la atención crítica fue Tierra de nadie, que obtuvo un premio en un concurso organizado por Losada. Pero le rindió poco. Sus libros dieron siempre pérdidas; por eso con cada uno se tuvo que mudar de editorial. «Para repartir el daño», como dice. Casi abandona con Los adioses (1954). Estaba ya compuesto y listo para la impresión, cuando la casa que lo había comprado quebró. Lo salvó del olvido un amigo que rescató el manuscrito y se lo pasó a aquel ángel guardián de las letras, Victoria Ocampo, que generosamente lo publicó a sus propias expensas. Pero fue un fracaso, y otra vez Onetti lo perdió de vista. Si hubo más ediciones, lo ignora, aunque escuchó en alguna parte —quizá uno de esos falsos rumores que lo rondan sin cesar— que el libro se reimprimió en La Habana. Se pregunta, sin mucho interés, si partirán con él las pérdidas. Al menos ahora está comenzando a ser reconocido por la crítica de su patria y del extranjero. Y era hora. Aunque de calidad desigual, su obra ha dado a nuestra literatura de posguerra algunos de sus mejores momentos. Quizá porque nunca tuvo el dinero necesario para la clásica peregrinación latinoamericana a Europa —exceptuando un par de viajes recientes a los Estados Unidos no se ha alejado del Río de la Plata más allá de Bolivia—, hay en él algo genuinamente «autóctono» que va mucho más hondo que las estridentes protestas de nacionalismo literario que caracterizan a tantos de sus compatriotas. Los años que ha pasado en la balanza entre Buenos Aires y Montevideo lo han asimilado al alma y al carácter de la zona. No fue él quien inventó la novela urbana en el Uruguay; el género ya existía, pero la ciudad muchas veces estaba en Europa, y en otros tiempos. Los escenarios locales no eran considerados dignos de interés. Onetti cambió todo eso. Miró a través de lo pintoresco o lo superficial para descubrir la cara oculta de la ciudad, y del país. Que el Uruguay carezca de grandes temas —indios explotados, industrias que esclavizan a sus obreros, dictaduras sangrientas— no lo ha inquietado en lo más mínimo. Se ha consagrado a una tarea más íntima: la recreación imaginativa de un paisaje espiritual. Santa María —su Yoknapatawpha— es una ciudad inventada, mitad Montevideo, mitad Buenos Aires, y con reflejos de otras ciudades, pero su clima mental, sus habitantes y sus idiosincrasias, son uruguayos. Onetti combina con acierto la observación con la intuición. En lo incidental o anecdótico, como en lo totalmente imaginario, encuentra lo esencial. En esto hereda el lente de aumento de Arlt, que veía el mundo en un microscopio. Onetti destaca los minúsculos estados de ánimo, las «intensidades de existencia», como él las llama, en la masa de materia gris que lo rodea.
Nuestra historia comienza en Montevideo, en 1909. Allí pasó Onetti su juventud y cursó la escuela secundaria. Habla de todo eso con una voz sorda, malhumorado, como si estuviera tratando de recordar una versión perdida de un cuento desagradable. Actitud esta que define tanto al hombre como al escritor. «Nací con eso», dice de su manía de escribir. Era un niño que contaba historias sobre gentes, «mentiras», las llama con aspereza. Y lo cree de veras. Tal vez la palabra indica un escrúpulo de conciencia irremediable para quien habita el mundo de la imaginación desde donde es difícil volver. El mundo de él a veces parece más sombras que sustancia. Está hecha de pensamientos inacabados, de gestos truncos, propuestas, afirmaciones vacilantes examinadas, negadas, contradichas. Se interesa menos por llegar a la verdad de una situación que multiplicar sus alternativas, que darán tantas falsedades como hallazgos. Las variantes son inagotables. El lector en busca de una versión definitiva quedará decepcionado. No sacamos nunca cuentas claras con Onetti. Bastante nos cuesta averiguar quién es. Su familia parece tener poco o nada que ver con él. El apellido es de origen escocés o irlandés. Se divierte afirmando que antes se escribía O’Nety. A mediados del siglo XIX su bisabuelo fue el secretario privado del general Rivera, líder de las fuerzas insurgentes que luchaban contra la tiranía de Rosas, que en ese entonces trataba de extender su influencia al Uruguay.
«Se hizo secretario de Rivera en circunstancias muy curiosas», dice Onetti, con malicia. El bisabuelo O’Nety tenía una tienda general en un pueblo del interior. «Y un día pasó Rivera en una de las tantas revoluciones, las diez mil que hubo en el Uruguay, y estuvo esa noche con este viejo Pedro O’Nety. Estuvieron jugando a las cartas, que era la gran pasión del general Rivera. Y al final lo sedujo tanto la personalidad de Rivera, que el cretino cargó todo el almacén en una carreta, y como sabía leer y escribir, cosa misteriosa en la campaña, Rivera lo nombró secretario de él. Ahora, he visto por correspondencia muy vieja que conservaba una tía mía, que el apellido es O’Nety. Entonces me puse a averiguar. Y resulta que el primero que vino acá, o sea mi tatarabuelo, ese hombre era inglés nacido en Gibraltar. Fue mi abuelo el que italianizó el nombre. Creo que por razones políticas, razones de ambiente... yo no sé.» Por entonces, la familia vivía en Montevideo. En cuanto a su madre, era brasileña, hija de hacendados de clase media —«esclavistas», dice Onetti, con ganas— en Rio Grande do Sul.
Poco descubrimos de los primeros años de Onetti. Bachiller, cuando tenía unos veinte años se fue a vivir a Buenos Aires, la tierra prometida para los del «paisito», donde merodeó por la universidad sin caer en sus redes, y anduvo como moscardón revoloteando de empleo en empleo —por aburrimiento o vergüenza se niega a detallarlos— antes de iniciarse en la carrera del Periodismo. Estuvo en el Servicio de Informaciones Reuter; llegó a ser jefe de la oficina de Buenos Aires a comienzos de los cuarenta. Al mismo tiempo estaba asociado con Marcha y contribuía a su edición. Después de Reuter, fue jefe de redacción —hasta 1950 aproximadamente— de una revista argentina, Vea y Lea. Luego tuvo a su cargo una revista de publicidad llamada Ímpetu. Era un folletín subvencionado por la agencia publicitaria Walter Thompson que salía una vez al mes y lo mantenía a flote. Dice, sin entusiasmo: «Era un trabajo muy descansado, porque no tenía más que hacer un editorial, bla, bla, relaciones públicas, etcétera. Todo el resto eran traducciones robadas a Printer’s Ink y otras a Bertelsmann».
Onetti estuvo en Buenos Aires hasta 1954, cuando ciertas aspiraciones vagamente políticas lo devolvieron a su país. Fue el momento del triunfo electoral de Luis Batlle Berres en el Uruguay. Amigos pertenecientes al partido del gobierno le ofrecieron un puesto. Tomó a su cargo el periódico del partido, contando con la promesa de que tal vez le darían un consulado en Europa (promesa que nunca se cumplió). Permaneció en Acción —con el que todavía colabora en años bisiestos— durante dos o tres años. Después se estableció en su empleo actual en la biblioteca de Artes y Letras.
Más que en su carrera externa, es en sus libros donde puede rastrearse su curso interior. En ellos hay pocas referencias a asuntos personales —aunque sí proyecciones de su presencia como autor— pero lo retratan de cuerpo entero. Desde el comienzo se ubicó en el centro del mapa. Nos habla de su primer intento, Tiempo de abrazar. Era la historia de un amor adolescente en la que había una vampiresa ninfómana —pitonisa, falsa inocente, precoz y omnívora— que el protagonista trata de rescatar de la devastación del tiempo y de la edad. La muchacha es la primera de una larga serie de adolescentes pseudovirginales que pueblan los libros de Onetti, sumas sacerdotisas del amor erótico, a la vez devastadoras e inaccesibles. Los contactos físicos que toleran con desgano representan las fuerzas de desintegración que actúan en todas las relaciones humanas. En los protagonistas de Onetti, por lo general hombres de mediana edad —fases del autor— hay una desesperada nostalgia por la juventud, la inocencia y la pureza desvanecidas, imágenes a las que se adhieren como a un imán herrumbrado por el tiempo. Viven en el pasado «prescindible», con un pie en la tumba, aturdidos por la vida que los deteriora. Han envejecido sin haber crecido nunca, sobreviviendo o subsistiendo apenas a través de los años después de una distante —y más o menos indeterminable— caída desde la gracia a los sórdidos hechos de la vida. Así, tenemos a Ana María en El pozo, pequeña furia uterina que inspira en el protagonista una triste lujuria. El absurdo amor que por ella siente y que existe enteramente en el sublimado reino del ensueño, es un cínico frente tras el que se disimulan sentimientos de culpa y remordimiento. No es nada más que un exorcismo. El hecho es que en una ocasión él la violó —o proyectó el deseo reprimido de violarla— y después, por comprensibles razones, sus relaciones quedaron interrumpidas. Pero en sus fantaseos, el acto de violencia se repite una y otra vez con una alta carga poética, como si hubiera sido un acto de amor. Eladio ha logrado la completa sustitución de un acto por un deseo, pero demasiado tarde: es un deseo «realizado». En Onetti un solo momento de mala fe —o de mala suerte— descarrila una vida para siempre. Quizá porque «el amor es maravilloso y absurdo, e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden».
Para Onetti, pasar de la adolescencia a la vida adulta significa aceptar la impotencia y la desesperación. Oculta en alguna parte del proceso hay una pérdida que no puede nunca compensarse. Dice Onetti: «En general le sucede a todo el mundo eso». La sensación de haber errado el camino, de haber dejado cosas por hacer, de haber perdido oportunidades y malogrado otras, es universal, según Onetti. A él siempre lo ha perseguido. La sensación es vaga, una especie de inquietud crónica. «Cada individuo busca por comodidad, hasta intelectual, encontrar una cosa concreta, decir: “Esto es el origen”. Aunque no lo sea.» El empobrecimiento de la vida es irreversible. Onetti define a sus personajes por las ilusiones que van perdiendo. «Porque me pasa a mí. Es por eso.» De hecho, en sus primeras obras —El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche (1943)— los personajes son poco más que episodios de sus propios procesos mentales, proyecciones pasajeras sin peso dramático.
Incorporarse a su narrador es un recurso favorito de Onetti. «Me siento más libre, más yo mismo trabajando de este modo», dice. Así, Eladio, un escritor incipiente, se convierte en el doble del autor cuando, al escribir una página de su diario, observa con piadosa ironía: «Un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes». Se trata, justamente, de que nada digno de mención le ha sucedido a él nunca. Y lo poco que le ha sucedido es mucho menos real o interesante que lo que ha imaginado. La realidad es tediosa y trivial, nunca a la altura de la fantasía. Tal vez en esta idea radica la fuente del sentimiento de inferioridad del narrador, del que sus sueños lo compensan, procurándole un medio para mitigar el oscuro rencor que alberga contra el mundo. Porque «los hechos son siempre vacíos». A partir de esta insuficiencia, el autor inventa personajes vicarios que a su vez se perpetúan a sí mismos en una sucesión de otros personajes inventados, que son todos sus imágenes espectrales. «Para el escritor —dice Onetti—, su mundo es el mundo. Si no, es trampeado». Esto significa en la práctica que la lectura de un libro de Onetti es el recorrido de una galería de espejos. El lector fluctúa, sin saber dónde está, entre los pensamientos o las percepciones del narrador-protagonista y los del autor. Las ficciones de Onetti crean al autor que los habita, le devuelven su imagen. Por eso dice Onetti que escribe «para sus personajes». Se proyecta en ellos, vive a través de ellos, y depende tanto de ellos como ellos de él. La carga de subjetividad que llevan explica el afecto con que los acompaña, como si fueran él mismo. Dice, con razón: «Los personajes no funcionan si no se los quiere. Escribir una novela es un acto de amor».
Donde mejor lo demuestra es en lo que bien puede ser su obra maestra, La vida breve (1950), libro de inagotables desdoblamientos, un monumento a la evasión a través de la literatura. «Un libro abierto», lo llama él con cariño. Es una novela, tiene personajes, ocurren cosas, pero lo que experimentamos es una serie de imaginaciones sin verdadero argumento, aunque hay ramales que llevan a posibles desenlaces. La acción ocurre en varios lugares simultáneamente, y el autor pasa entre las sombras en la forma de gestos y situaciones. El título cita las palabras de una canción francesa mencionada en el libro. Dice Onetti: «Yo quería hablar de varias vidas breves, decir que varias personas podían llevar varias vidas breves. Al terminar una, empezaba la otra, sin principio ni fin». Claro que las «varias» vidas son en realidad una, multiplicada en un espejo sin fondo. Se manifiesta a través de ciertos tipos de escenas que se repiten, con variaciones. En los diversos locales de la historia, los personajes se corresponden o se inventan entre ellos. En uno de los locales está el autor. Otro —y a la vez el mismo— es una ciudad en un cuadro. Las historias salen unas de otras. Cada capítulo ofrece opciones y transformaciones. En La vida breve se despliega, con casas y calles, el mundo novelesco en que Onetti se moverá después. Parece haber tenido la repentina intuición de todo el camino que tenía por delante. Aquí, por primera vez, encontramos Santa María, «una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores»; asistimos al nacimiento de Díaz Grey, él mismo, a su vez, narrador e inteligencia central en obras posteriores. Estamos con Brausen quizá en Montevideo, con Onetti quizá en Buenos Aires, o al revés, o en ambos lugares al mismo tiempo. La vida breve es la de los personajes y la del tiempo de la escritura, una pesadilla en la que el autor encuentra sus momentos de felicidad.
El principal protagonista de La vida breve, Brausen, es un pequeño empleado de una firma publicitaria que, al tratar de huir de la lobreguez de su vida, se sueña Díaz Grey, un doctor que conjura a partir de alguna vaga reminiscencia literaria que no se nombra, para un guion cinematográfico que le encomendó escribir un amigo suyo, Julio Stein. Un encuentro casual en el zaguán de la casa de pensión en la que vive le procura una tercera identidad. Una cuarta —el autor, multiplicado, a veces disuelto, en los papeles que comparte— complica el extraño reparto. Las diversas personalidades o proyecciones de Brausen se desplazan entre ellas, tratando de imponerse. No sabremos nunca cuál es la definitiva. En el eje, y en suspenso, está el ambiente estático, con decorado fijo, donde Brausen imagina las historias: el cuarto de la Queca, su vecina, una prostituta a quien espía. El soñador de mundos es, entre otras cosas, un voyeur. La escenografía inmutable, dice Onetti, fue «robada» de una naturaleza muerta de Albright —una acuarela para una edición de lujo de El retrato de Dorian Grey (título sugestivo)— que muestra objetos dispuestos sobre una mesa, entre ellos, un guante vacío que conserva la forma de la mano que hace poco estuvo en él. La imaginación de Brausen habita este cuadro inalterable. Desde allí teje sus fantasías, que se ramifican en todas las direcciones en un intrincado dibujo de líneas entrecruzadas en el que cada intersección es un nuevo punto de partida. El autor lo acompaña con su mirada y participa de todas las historias. En cada una de ellas hay una mujer que es todas las mujeres y encarna las partes convencionales del repertorio femenino, atribuyéndose los diversos papeles de hermana, esposa, amante, prostituta. El autor-protagonista encuentra la felicidad en sus vidas vicarias. Escapa de una vida a la otra, improvisando a medida que avanza. Pero cada aparente huida conduce a un callejón sin salida.
Entre todas las creaciones que le sirven a Bransen de subterfugios, es el doctor Díaz Grey (¿Dorian Grey?) el que adquiere más densidad, y va desplazando poco a poco a los demás, hasta suplantar por último al mismo autor. Brausen, con perfecta arbitrariedad, lo coloca en la esporádica Santa María, «porque yo había sido feliz allí, años atrás, durante veinticuatro horas y sin ningún motivo». Lo que evoca Brausen es ese momento de verdad y belleza inmaculada, que con la infancia se fue para siempre. Lo busca en todas partes, en particular en una vieja y borrosa imagen de su mujer Gertrudis, con la que ha roto. Halla un equivalente o duplicado de Gertrudis tal como era en sus días de florecimiento en la imagen de la hermana menor de ella, quien alguna vez la reemplaza en sus fantasías. Gertrudis, operada de un cáncer del pecho, amputada, sufre también el naufragio de envejecer, y siente en consecuencia el deseo de reencarnarse en todos sus papeles anteriores. Sus síntomas se manifiestan en una secuencia que es típica de Onetti: la vemos en las posturas cambiantes que señalan los pasos de su retroceso mental, reviviendo viejos ademanes y actitudes en un orden regresivo que remonta a través del tiempo hasta acabar, casi, en la posición fetal. Como Brausen, ella evoca con añoranza «el origen, recién entrevisto y todavía incomprensible, de todo lo que me estaba sucediendo, de lo que yo había llegado a ser y me acorralaba». Todos los personajes de Onetti sueñan con quebrar la irreversible estructura de sus vidas. La solución —si puede llamársela solución— que encuentra Brausen es llevar esa vida fantasmal fuera del tiempo. A veces se arrepiente, se echa atrás, se dice que quizá «si amaba y merecía diariamente mi tristeza, con deseo, con hambre, rellenándome con ella los ojos y cada vocal que pronunciara, quedaría a salvo de la rebeldía y de la desesperanza», pero es un falso consuelo, otra trampa.
Las situaciones se desenvuelven en torno a ese tema único. No hay verdadera secuencia cronológica; todas las acciones y los acontecimientos son simultáneos. Ocurren en una especie de eterno presente que es el tiempo de la mente que los contempla. Las sostiene un único tono hipnótico en el que se siente actuar la disparatada —pero inexorable— lógica de los sueños. Brausen es un caso ya sin remedio. Vive «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que pueda hacerme feliz». Poco es lo que lo mantiene vivo: «La sensación que tengo de mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada... Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro». Se ha resignado a su existencia moribunda. Su única escapatoria es la «vida breve» de la imaginación. Una vida tan sórdida como las demás, de prostitución y violencia, pero inspirada, eufórica. Lo mismo le pasa a su amigo —y jefe de oficina— Lagos, cuya vida entera —sus ideales perdidos o traicionados, su mujer marchita— es un simulacro que ya no engaña a nadie, pero que él mantiene «porque tiene miedo, porque está viejo, porque cada Lagos que inventa es una posibilidad. En último caso, una posibilidad de olvido».
Las pequeñas muertes y resurrecciones en que se absorbe Brausen, como el acto de amor, son un «impuesto ejercicio» que lo convierte en un «manipulador de la inmortalidad». Ser muchos es, cada vez, la posibilidad de «saberme a mí mismo una vez definitiva y olvidarme de inmediato». Pero la liberación es un espejismo que también lo atrapa en su propia imagen. Cada situación es un fiel reflejo de las demás, cada nueva mujer es una reencarnación de la que la precedió y una premonición de las que han de seguirle, ad infinítum. En lugar de anularse en ella, Brausen se reproduce. Su débil esperanza es que aun los condenados no se destinan a una vida particular o a un determinado modo de acción, sino sólo «a un alma, a una manera de ser». Por lo tanto, especula, «se puede vivir muchas veces, muchas vidas más o menos largas». Por desprovisto de fe que sea un hombre, puede sin embargo «entrar en muchos juegos», fingir ante los demás para convencerse a sí mismo, para mantener la farsa. Porque: «Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida en que son capaces de distraernos, en la medida de la inconsciencia que pueden darnos». Las líneas ya trazadas no pueden borrarse, pero tal vez sea posible disolver la trama entera modificando los términos originales. Sería cuestión de forzar el principio «a suceder, esta vez, de manera distinta». Porque si puede alterarse «el recuerdo del primer comienzo», entonces tal vez el nuevo comienzo cobre la fuerza suficiente como para «alterar el recuerdo» de lo que vino después. Salvo que, por más que lo intente Brausen, «mi memoria o mis manos no lograban dar con la cosa clave» que echara a andar la rueda. No obstante, la búsqueda, que es como «una locura mansa, una furia melancólica», como si a Brausen lo estuvieran llamando sin ninguna razón y tuviera sin embargo que responder al llamado, continúa. Brausen sigue tratando de «suprimir palabras y situaciones» con la esperanza de «obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia». Sería ése un momento de plenitud —de «vida breve»—, que contendría el paraíso perdido de la vida, «los días hechos a la medida de nuestro ser esencial».
Tras la búsqueda —de un orden, de la serenidad, de una imposible perfección— sospechamos que se oculta la nostalgia de una experiencia de la divinidad en un mundo sin dios. En un momento dado aparece en escena un obispo kafkiano para afirmar, como representante de un Dios inefable y paradójico, que el hombre debe entender que «la eternidad es ahora» y que él —el hombre— es «el único fin». Por lo tanto, recomienda el obispo oracular, aunque sea en vano y esté condenado a la derrota, el hombre debe poner todo su empeño en moverse dentro de los espacios que le quedan. Ya que no se lo consultó sobre las reglas del juego, su única defensa es adoptarlo de cuerpo entero. Dice Brausen, alumno modelo, aceptando este buen consejo: «Toda la ciencia de vivir... está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente, cada minuto». El camino de la salvación, si lo hay, consiste en «tener despierta en cada célula de los huesos la conciencia de nuestra muerte». La triste alternativa, en la que caen casi todos los personajes de Onetti, es el hábito de aceptar cada uno «lo que va descubriendo de sí mismo en la mirada de los demás», es decir, deformándose, claudicando. Mejor es «despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos cae por milagro entre las manos». Hay casi un misticismo, un éxtasis, en llegar a ser «libre del pasado y de la responsabilidad del futuro, reducido a un suceso, fuerte en la medida de mi capacidad de prescindir». Propone, además, un método estético. Desdoblándose en sus personajes, el autor alcanza otras dimensiones. La experiencia del desdoblamiento es el asunto de la novela. Prolongarla y nutrirla requiere un enorme esfuerzo imaginativo. La creación, vía Brausen, de Díaz Grey y su mundo empeñó a Onetti en una tarea de años. La concentración era tal que cualquier distracción la podía apagar. Dentro del libro mismo, como dice el autor, «hay varios esfuerzos o intentos que hace el narrador por mantenerlo vivo». Cuando Díaz Grey se le borra, Brausen «lo vuelve a poner, lo abriga, lo condena, lo pone junto a la ventana para mirar al río. En un momento dice: “Han pasado tantos días sin que yo pueda ver a Díaz Grey”. Otra vez hay que ponerlo allí para que cumpla su destino». Como Dios que se mira en sus criaturas, la realidad de Onetti, la conciencia que tiene de que existe, depende de que lo confirmen sus creaciones.
Del mismo proceso salió Un sueño realizado y otros cuentos, escrito entre 1941 y 1949 —o sea, más o menos a la par que La vida breve— y publicado por primera vez en etapas sucesivas en el diario La Nación. Un sueño realizado apuntala y puebla el escenario de La vida breve, establece antecedentes, genealogías, actitudes, costumbres y ambientes. Caras y gestos, personas, se deslizan por la pantalla, sombras que un bostezo desvanece. No tenemos todavía una perspectiva global de la situación; pero se insinúan todos los temas principales de Onetti. El idealismo hipócrita de la adolescencia queda desnudado en «Bienvenido, Bob». La fatuidad de las falsas esperanzas —en este caso, un hombre estafa a su patrón para colmar el ruinoso anhelo de su mujer dinamarquesa de volver a la tierra de su infancia— queda desmenuzada en «Esbjerg, en la costa». La muerte de la ilusión al contacto con la realidad aparece de nuevo en «Un sueño realizado». Y, en primer plano, reconocemos a nuestro amigo Díaz Grey —independizado de su progenitor, Brausen— atormentado por un viejo dilema: el recuerdo que le viene, desde el remoto pasado, del único momento de posible redención en su vida, que desdeñó al traicionar la confianza de la mujer que le había ofrecido ayuda y amor («La casa en la arena»). La visión retrospectiva de Díaz Grey ata algunos cabos sueltos de su historia, pero en realidad plantea más problemas de los que resuelve. El pasado, en Onetti, es un falso recuerdo, idealizado, y con variaciones que lo desestabilizan tanto como el presente. En «La casa en la arena» se nos cuenta lo que sucedió en la «realidad», lo que el protagonista imagina que sucedió, lo que desea que hubiera sucedido y lo que, sospechamos, puede estar sucediendo todavía, superpuestas todas estas diferentes fases de la experiencia, en un tiempo inmóvil. Onetti no quiere cristalizar su mundo; quiere que se mantenga fluido. De allí que las varias versiones de lo ocurrido, aun cuando cubren el mismo terreno, pueden no coincidir. Los hechos narrados en un libro a veces contradicen los de otro, o aun otros hechos dentro del mismo libro. Las inconsecuencias no importan. Lo que permanece inalterable es la atmósfera de pérdida y de desidia, de resentimiento y de cinismo, en la que yerran sus criaturas con sus vagos impulsos, sus repentinos odios, sus perversas fantasías, sus abúlicos arrepentimientos. Son pasajeros del azar que ambulan por pasillos ciegos donde cualquier combinación abre breves puertas que se vuelven a cerrar. La efímera ciudad que habitan es poco más que una prolongación de su desaliento y fracaso. Por todas partes hay «gente gorda y mal vestida». Los escenarios son míseros dormitorios, bares malolientes, fétidas callejuelas o «cualquier hedionda oficina». La detallada descripción —ad náuseam algunas veces— de los ademanes y los movimientos de los personajes secundarios prolonga la agonía. Cada gesto, cada impulso, es otro retorcimiento. Así como los protagonistas reflejan al autor, los personajes secundarios encarnan el ánimo de los protagonistas. Forman imágenes superpuestas de un único panorama mental. «Yo soy así. El pequeño detalle en las personas o en el ambiente tiene una importancia enorme para mí», dice Onetti. Los rasgos distribuidos entre los espectros humanos que animan el medio pertenecen menos a personas individuales que al conjunto, al repertorio del libro como totalidad. La personificación del decorado es un recurso dinámico, una forma de darle aliento, de humanizarlo. Las ficciones de Onetti no son personas acabadas; son figuras coreográficas. Dice que no sería capaz de crear una psicología completa. Tampoco sería ésa su ambición. Le interesa un único tipo emocional —casi abstracto—: el extranjero, en los diversos sentidos de la palabra. El alienado de su sociedad. Muchas veces, descendientes de inmigrantes, vagamente desarraigados. Abundan entre sus personajes los nombres nórdicos o germánicos. Sea cual sea su origen, empobrecidos por los años y el ambiente, llevan «una vida grotesca», casados con mujeres fofas, sintiéndose desilusionados, empequeñecidos dentro de sus pequeñas vidas de ambiciones desmesuradas, ínfimos dentro de sus fantasías, aprisionados por su pasado, corroídos por «el trabajo sigiloso de los días».
Otra maraña que atrapa es el estilo de Onetti. Hablamos de eso también. A través de los años ha venido evolucionando con sus intenciones. En El pozo, el lenguaje era descuidado, directo, casi periodístico, a la manera arltiana, además inspirado por las Memorias del subsuelo de Dostoievski: antiliterario. En La vida breve se ha hecho más elíptico, pero sin complicar demasiado la sintaxis, reteniendo su aura de espontaneidad. En Un sueño realizado —como se hacía sentir ya en Tierra de nadie y, casi insufriblemente, en Para esta noche— hay más artificio. Onetti lleva a cuestas a un maestro que ha tenido sobre él una enorme influencia: Faulkner. La influencia es consciente y deliberada, y Onetti ni la niega ni se disculpa por ella. Pero al lector le resulta a veces incómoda. Un sueño realizado se compone de largas y contorsionadas oraciones faulknerianas —intrincadas subcláusulas pleonásticas, kilométricas redundancias adjetivales— que hacen irrespirable el aire del libro y a veces parecen pura hojarasca. Onetti es partidario de lo circular y lo estático, modalidad que corresponde a su mundo de destinos fijados de antemano, en el que cada vida es una condena retroactiva, predestinada y, por lo tanto, en cierto modo tautológica. La reiteración contribuye a la atmósfera maniacodepresiva, pero abruma. En Faulkner la acumulación da fuerza y energía a la historia; en Onetti, suele distraer y hacerla difusa. Onetti admite que se plantea aquí un problema. No intenta justificar claroscuros verbales. Se limita a señalar la obvia diferencia entre la concepción del mundo de Faulkner y la suya. Faulkner es un trágico; Onetti, si cabe el término, un patético. Comparte con Faulkner el uso de un lugar ficticio como escenario, una preocupación por los laberintos de arquitecturas interiores. Pero son de temperamentos muy distintos, como lo son también sus marcos de referencia. Y tal vez sea ahí donde radique la dificultad. Los personajes de Faulkner se independizan, viven fuera de él, en el tiempo y en la historia, tienen conciencia individual. Los de Onetti, en cambio, al vivir en tan estrecho abrazo con su creador, se han desmaterializado. Cuanto más se dice de ellos, menos reales parecen. Son esencias flotantes, a ratos puras palabras. Pero el fantasma de Faulkner lo sigue habitando. Todavía hoy sostiene que su mejor obra es una traducción que hizo años atrás de un cuento del maestro.
Una de sus obras más sobrecargadas es Los adioses (1954), una sinuosa crónica de ambiciones frustradas que acaba en suicidio. Un atleta moribundo —uno de los monstruos melancólicos de Onetti— se retira para morir en Santa María. Alquila una casa situada sobre una loma en las afueras de la ciudad, donde se recluye y recibe a dos mujeres en apariencia rivales que han acordado visitarlo por separado, y de las que ciertas cartas que llegan al poder del narrador (en este caso, no uno de los protagonistas, sino el propietario de un almacén, que mantiene provistos a los refugiados y los observa) revelan más tarde que son su mujer y una hija de un primer matrimonio. La soledad y el egoísmo del impulso suicida son el tema de la historia. El protagonista, reducido al último extremo de su humanidad, se aferra a la tenue ilusión de una muerte absolutamente privada, sin espectadores, porque «tenía sólo eso y no quería compartirlo». El lenguaje excede una delgada trama que, como de costumbre, nos llega de segunda mano, desarrollándose a través de chismorreos y rumores. El efecto es poco nítido. El sorpresivo final —basado en la retención de datos— no parece implícito. Sin embargo, en cierto sentido, Los adioses representa un progreso respecto de La vida breve, o, al menos, una revaluación. El narrador, aunque no se elimina, queda relegado a un segundo plano. Los protagonistas —cuyo impenetrable misterio queda intacto— tienen, al menos, una cierta apariencia de autonomía.
Para una tumba sin nombre (1959) es uno de los libros más legibles de Onetti, con su elemento de suspense, hábilmente manejado. Se trata de un endemoniado intríngulis sin completa solución que por momentos llega a producir el entusiasmo de una buena historia detectivesca (género por el que el autor siente predilección. Dice que ya quisiera que sus tramas fueran tan buenas como las de Raymond Chandler). El escenario, como siempre, es Santa María. El tema es la corrupción moral y los consiguientes escrúpulos de un adolescente descarriado, Jorge Malabia, que abre su corazón ante un auditor comprensivo, el cronista de la historia: Díaz Grey. Lo que registra Díaz Grey con fruición sanguinaria —recogiendo datos suplementarios que le procura Tito Perotti, el compañero de cuarto de Jorge en la universidad, y condimentando la mezcla con sus propias especulaciones— es una calamitosa letanía de males sin remedio. La principal afectada es una joven amoral, Rita, una exmucama en la casa de los Malabia, en otro tiempo amante de Marcos Bergner, el hermano de la cuñada de Jorge, Julita. Seducida y luego abandonada por Marcos, Rita se defiende dedicándose a la prostitución en Buenos Aires, donde Jorge la conoce mientras estudia en la universidad, y se instala con ella en un cuartucho. Para una tumba sin nombre, a pesar de sus divagaciones, es una historia de «educación sentimental». Jorge cruza el umbral de la vida adulta esclavizado por una pasión que alimenta con fantasías eróticas de voyeur. Cuando Jorge era niño, revela el cronista, espiaba a Marcos y a Rita por el agujero de la cerradura, fascinado. Son sus atormentadores recuerdos de Rita en posturas íntimas, obsesivas con el tiempo, lo que de algún modo le hace sentir que está autorizado para poseerla ahora, como si le hubiera estado destinada. La recoge, la aísla, y, aunque lo mantienen sus padres y sabe que ella se está muriendo de tisis, la explota alegremente durante meses, abandonando por completo sus estudios. Es curioso cómo Onetti enfoca el melodrama. Rita, designada desde el comienzo para ocupar la tumba anónima del título, atrae el desastre y medra en la humillación; ella es uno de los insultados y ofendidos del mundo. Jorge resulta una especie de pequeño Raskolnikov. Actúa por malicia gratuita, y se complace en imaginarse en el pellejo del exalcahuete de Rita, Ambrosio, cuya identidad asume, con la hipótesis, como le dice a Tito Perotti, de que: «Nunca me podré arrepentir de nada porque cualquier cosa que haga sólo podrá ser hecha si está dentro de las posibilidades humanas». Por supuesto —como nos enteramos por medio de las refracciones y distorsiones que van secretando la historia— llega a descubrir su error. Su arrogancia intelectual, su presunción de nene de familia de clase media, lo ha llevado a cometer algunos de los pecados cardinales del catecismo de Onetti: la mojigatería, el cinismo, el abuso de confianza, y, sobre todo, el falso orgullo que tienta a los dioses. Jorge es un perfecto hipócrita. La virtuosa autojustificación, en él, disfraza la cobardía; la rebeldía, el conformismo. Onetti —o Díaz Grey— no lo culpa. Sencillamente lo desenmascara. Jorge trató de hallar alguna salida; fracasó. Su crimen —el crimen de los falsos pretextos— fue creer alguna vez que podía ganar. Disimulando su fracaso, lo precipitó. El veredicto del autor —o del narrador— es desapasionado. La derrota de Jorge es la derrota de todos. Los hechos, que nos llegan en atisbos, se envuelven en contornos enigmáticos. Hay hilos, indirectas que se desbaratan para recomponerse siempre en forma distinta. Aquí Onetti da con una fórmula intermedia que utiliza con mayor o menor éxito en sus libros posteriores. Díaz Grey, el ojo vidente, es sólo un testigo parcial. A veces no hay ninguno. Algunos pasajes son lineales. Otros hay que captarlos potenciados una, dos o tres veces, tras diversos cristales. Díaz Grey, no del todo emancipado de su creador, se ha convertido en una especie de conciencia universal, un padre confesor y un cargador sin rostro de las culpas ajenas. Su independencia es condicional: suposición conveniente para fines narrativos, mientras el autor no deje de creer en él y lo evapore. Es lo que sucede una vez que Díaz Grey ha procurado los ángulos y las perspectivas necesarias. De pronto, la burbuja de Díaz Grey estalla. El autor se convierte en el actor. Queda directamente implicado cuando considera —o Díaz Grey considera; aquí los dos se funden— las aventuras de Jorge como una experiencia liberadora para él; al vivirla, o más precisamente, al escribirla, se sobrepone por lo menos a «una de las derrotas cotidianas».
En La cara de la desgracia (1960) Onetti retoma sus temas. Escrita con cierta volubilidad poco onettiana, al correr de una pluma algo fácil, contada en primera persona, aunque con las ambivalencias y los oscurecimientos de siempre, es otra historia de culpa e incomunicación. Se ubica en un balneario de la zona costera de Santa María, donde el protagonista, en retiro, examina su conciencia a propósito de la reciente muerte de su hermano, rechaza toda responsabilidad en el drama, y, para consolarse, mantiene una relación amorosa intermitente en la playa con una muchacha sorda —otra virgen ninfomaníaca— que paga el amor (un escándalo contra el orden de las cosas: las reglas del luto, la solidaridad humana en el sufrimiento) con su vida. La semilla de La cara de la desgracia es un cuento llamado «La larga historia», que Onetti había escrito muchos años antes (en 1944). El acento más ligero, el tono más mundano, no disimulan el hecho de que controla menos su material. Hay demasiados puntos ciegos. Pero aquí se presenta una nueva alternativa. El narrador-protagonista, siendo otro de los soñadores de Onetti, mortalmente herido por la vida, no es ya la víctima indefensa de las circunstancias. Ha comenzado a elaborar una estrategia de contraataque. Es un antecesor embrionario del santo pecador que aparece en la obra posterior de Onetti, para quien la abyección se convierte en una retorcida forma de la fe.
La novela que mejor encarna este paradójico plan es El astillero (1961). La figura central de El astillero es Larsen —a quien ya conocimos, de paso, en La vida breve—, uno de los «extranjeros» de Onetti de vagos antecedentes (y nombre escandinavo). En efecto, Larsen es un hombre de origen dudoso; había sido expulsado de la provincia cinco años atrás por haber instalado un prostíbulo. Está ahora de regreso para trabajar en un arruinado astillero que pertenece a un magnate en quiebra, el viejo Petrus. El astillero es un cadáver, y lo ha sido durante años; sólo funciona en el papel, con un directorio fantasmal y un par de empleados administrativos semijubilados que pierden el tiempo en oficinas vacías, afanándose en laboriosos gestos que parodian el trabajo, mientras venden los inútiles materiales bajo las mismas narices de Petrus. De todos modos, Larsen entra pisando fuerte. Se hace nombrar gerente general y se dedica a revisar viejos inventarios y apolillados documentos de naufragios, brillante en su impostura, cobrando un sueldo imaginario, mientras el viejo Petrus dice estar moviéndose en alturas burocráticas para poner nuevamente en pie su negocio. Para Larsen, el astillero mustio es una última oportunidad de hacer algo significativo con su vida; una oportunidad en la que no cree, por cierto. Todo es espectáculo, una flagrante mentira. Pero Larsen se hace dueño de la situación con aplomo y maestría. Le hace la corte a la mujer encinta de uno de los empleados y, al mismo tiempo, enciende una llamita en la hija idiota de Petrus, con la que espera, o aparenta esperar, casarse para heredar el inexistente negocio. Toda la acción está hecha de movimientos rituales inconsecuentes y sin sentido. El astillero no se rehabilitará nunca. Finalmente salen a la luz documentos que revelan una estafa perpetrada por Petrus en tiempos más prósperos. El viejo es denunciado a la policía y detenido. Todos los planes se derrumban. Cada cual reniega de los demás. Larsen se viene abajo, aunque no antes de que Onetti ponga en claro su intención. Mejor haber jugado y perdido que no haber jugado.
Hablando de la atmósfera que predomina en El astillero, Onetti, tiritando, dice: «Es como un día de lluvia en que me traen un abrigo empapado, para ponérmelo». Habla de «el mundo cerrado en que desgraciadamente yo estoy ahora cuando escribo. Y también lo estoy psíquicamente. Tengo muchos períodos de depresión absoluta, de sentido de muerte, del no sentido de la vida. Tal vez un buen régimen, un buen médico, puedan curarme», agrega, sin esperanza. Pero a lo mejor, reflexiona con la sombra de una sonrisa, el doctor resultaría tan impotente e ineficaz como Díaz Grey. De cualquier manera, llegaría demasiado tarde para Larsen, recluido en una definitiva soledad hermética que lo conduce finalmente al suicidio.
A Larsen, como a todos los personajes de Onetti, lo carcome el obsesivo temor de la muerte, un desesperado anhelo de rescatar su vida perdida y una necesidad compulsiva de retroceder a través del tiempo para recuperar aquel momento de verdad enterrado, se supone, en la engañosa beatitud de la infancia. Pero hay un nuevo elemento —el que apenas se sugiere en La cara de la desgracia— que lo distingue de sus predecesores. El germen se había plantado en aquel pasaje de La vida breve, en el que Brausen piensa asumir su condición, instalarse en ella, aguantarla y de ese modo, tal vez, trascenderla. Es así como Larsen acepta lo inevitable como si fuera lo codiciado, haciéndose su cómplice. «Si ellos están locos —se dice a sí mismo—, es forzoso que yo esté loco». Solo en su juego, había dudado de él. Pero dado que otros parecen acompañarlo, el juego «se transforma en lo real». El decrépito astillero es un modelo reducido de un mundo absurdo y sin Dios, hecho de rutinas inútiles, donde vivir es tirarse un lance mortal, caer en «una mentira acordada». El viejo Petrus lo sabe. «Desde muchos años atrás había dejado de creer en las ganancias del juego; creería hasta la muerte, violento y jubiloso, en el juego...» Larsen, maestro de la decepción, le hace eco. Sabe que las probabilidades están contra él. Sorprender a la inteligencia que se oculta tras el juego, si la hay, es imposible. Lo que importa es la pantomima de la fe. Sus manejos en el astillero son un acto de desafío, un reto —y una plegaria— arrojado a la cara de la deidad. Brilla con el esplendor de una gran empresa faulkneriana. Hay también en él ecos dostoievskianos. Larsen es una especie de endemoniado y, al mismo tiempo, un flemático tejedor de absolutos: un Stavroguín. Su ademán es simbólico: una provocación abierta. El astillero funciona como una antiiglesia con su apóstol reinante, Larsen, el sumo pontífice de la desesperación, que oficia ante un altar deshabitado. Otrora alcahuete de la perra vida, acaba como un teólogo que construye su arquitectura inútil en la misma escena del crimen, con el material de su derrota.
Después de El astillero —con el que, puede decirse, culmina la segunda fase de la obra de Onetti— hay una pausa que llena con un desganado ejercicio en artesanía faulkneriana: una colección de cuentos llamada El infierno tan temido (1962). Estamos de nuevo en Santa María, sentida esta vez con tanta intensidad que agobia y se desdibuja. El caudal verbal se hace más tortuoso y repetitivo, sin iluminar. Reaparecen Díaz Grey, Petrus y otras emanaciones, más que presencias. El primer plano lo ocupan personajes secundarios, pintorescos algunos. En tránsito por el pueblo arden por un segundo y se extinguen, dejando el vacío, que llena el lenguaje. La imitación de Faulkner linda a veces con la parodia. No obstante, el modo onettiano se impone. El mejor de los cuentos trata del anonadamiento de un viejo libertino enamorado de una actriz que huye con otro y después lo tortura enviándole fotografías obscenas en las que se exhibe en poses comprometedoras, como para castigarlo por la culpa de haberla querido y perdonado.
La delegación de la culpa es también el tema de Tan triste como ella(1963), donde se nota el descuido. «Un boceto de algo que no llegó a ser, que no maduró», la llama el mismo Onetti. Cometió el error, dice, de describir algo que había sucedido en realidad: un matrimonio que se había ido a pique. Puede haber sido autobiográfico: Onetti ha estado casado tres o cuatro veces. En todo caso, hay hechos pero poca invención. Extrañamos ese elemento intuitivo que hay en la buena obra de Onetti. Aquí todo está dado. Lo que comienza como una carta de amor algo meliflua termina en radioteatro. Curioso traspié para un autor que ya lleva hecho tanto camino. Nos decepciona también con su reciente Juntacadáveres (1964), una especie de refundición de El astillero, armado de piezas sueltas, sobrantes y repuestos que duplican mal la carrocería del original. Admite Onetti: «Lo que pasa es que yo me puse a escribir Juntacadáveres. Y un día, iba por un corredor, así, y tuve una visión del fin de Larsen. Eso está en El astillero. Entonces dejé de escribir Juntacadáveres, repentinamente. Puede ser que al retomarlo después ya no haya tenido aquel amor inicial». O quizá El astillerohaya absorbido toda la energía de Juntacadáveres. En cierto modo, son ambos el mismo libro.
Con todo, Juntacadáveres es un interesante y sugestivo agregado a la arquitectura teológica de Onetti: otra catedral levantada en las ruinas. No estamos ya en el astillero; reviven los días en que Larsen dirigía un prostíbulo. Pero el prostíbulo es también una especie de construcción visionaria erigida en oposición al absurdo de la vida. El libro va registrando la reacción del pueblo frente al insólito prostíbulo: los intereses políticos implicados, la oposición de la Iglesia, asociaciones cívicas y damas benéficas. Larsen, el gran pecador, el santo mutilado, preside su misa negra entre sacrilegio y anatema. Nacido un disconforme, un maldito —un «extranjero»— en los márgenes de la sociedad, fundar la casa ha sido la ambición de su vida. De allí su pertinacia, y su fuerza. Ha esperado tanto esta oportunidad, que cuando por fin le llega, es como un favor póstumo, «como casarse in artículo mortis, como creer en fantasmas, como actuar para Dios». Larsen, de vuelta de todo, es invulnerable. Aun imperfecta, su construcción utópica no es peor que cualquier otra: un santuario comparable a la iglesia que habita el cura local, o los escombros del falansterio fundado en las afueras del pueblo por uno de sus más acérrimos enemigos, Marcos Bergner (que condena sin vacilar a Larsen, aunque es un veterano de orgías comunales y de sórdidos amoríos). De hecho, las varias fuerzas que se levantan contra Larsen bajo el disfraz de los altos principios morales derivan todos del mismo principio: la simple necesidad humana que tiene cada uno de imponer su orden individual al caos que lo rodea. Los puntos de vista opuestos son equivalentes y se anulan entre sí. Se trata de un conflicto, no tanto de personalidades, como de prioridades interiores. Mientras tanto, el lenguaje, cargado de contradicciones, se cita a sí mismo hasta el plagio. Su efecto sobre la acción es casi parasitario. Pero corresponde que sea así. Da el tono. El pueblo está en decadencia. Gente sin cara ronda las calles. Hasta el mundo físico parece languidecer. Los días son tétricos. No sopla ni una brisa. Pasa pero no pasa el tiempo. Las intenciones abortan. Los gestos son una pantomima vacía. Nos encontramos con Díaz Grey, encogido por la edad; y con Jorge Malabia, que tiene aquí dieciséis años, un muchacho sensible que escribe poesía en secreto y está a punto de perderse en los abismos de la sexualidad. La respetable familia de Jorge, invocando el honor y la decencia, vitupera contra el prostíbulo, apoyándolo sub rosa: el padre de Jorge, que no se pierde un buen negocio, aunque sea inmoral o ilegal, es quien alquiló el terreno para la casa. El mismo Jorge florece en la angustia de una enfermiza pasión que siente por Julita, la viuda trastornada de su hermano. Pero su falta no es mayor que la de cualquier otro. En el sistema de Onetti, aquellos que están por la moral y las buenas costumbres —para salvar las apariencias— son en el fondo los más vacuos y corruptos. Inversamente, aquellos que luchan aunque sea en vano contra el orden de las cosas son al menos dignos de un piadoso respeto. Tal es el caso del abominable Larsen. En un mundo desfalleciente donde empuñar un vaso, levantarse de la silla o atravesar una puerta son actos que requieren una fuerza de voluntad sobrehumana, Larsen es un hombre dotado de vocación, tocado por una divina locura, un rebelde sin causa al que la debilidad misma, el horror de la soledad y de la muerte, confieren una especie de dignidad heroica. Poco importa que fracase. Su pavor lo redime. La contienda de voluntades que surge entre él, por una parte, y el cura o Marcos Bergner por la otra puede que no sea ni más ni menos, dice Onetti, que una forma de rivalidad artística. El autor es uno de los rivales. Igualmente lo es su doble, Jorge. Y también Díaz Grey, a quien, una vez más, como en Para una tumba sin nombre, se le ha asignado el papel de testigo: uno de los electos que cargan con el peso del dolor humano. Hay un momento en que Jorge lo enfrenta —como podría enfrentar al autor— y lo culpa de todo lo que ha sucedido en el pueblo, por haberlo visto, haberlo comprendido, haberlo permitido. Es, dice Onetti, como si el muchacho estuviera blasfemando contra Dios. Recordamos que el inmutable Díaz Grey nació como un dios en La vida breve, ya adulto, para vivir y ser vivido por otros. Así, al bajar una escalera un día, siente de pronto, como muchas veces antes, que podría fácilmente dejar de existir. Es como si el supremo Maestro de Ceremonias lo abandonara un momento. Pero Él también sin el reconocimiento de Díaz Grey, sería nada.
Juntacadáveres, el último piso en el edificio onettiano, es una estructura que contiene su propia destrucción. Nos preguntamos qué preparará Onetti para el futuro.
Hablar de sus proyectos, para él, es dar un dudoso pronóstico del tiempo. Tiene una imagen, dice, que está madurando. Los resultados dependerán de las condiciones meteorológicas. Entretanto toma notas y esboza situaciones. Agarra sus ideas de donde le vengan. Ha estado recordando los tiempos nefastos de la muerte de Eva Perón, cuando multitudes que la veneraban como santa formaban cola durante días a las puertas del Ministerio de Trabajo para echar aunque fuera un vistazo al cuerpo embalsamado, que se exhibía en un ataúd de vidrio. Fue un tiempo de duelo nacional, de necrofilia en masa, dice Onetti. Él conocía bien a Eva Perón porque la había tratado a menudo cuando trabajaba para Reuter.
Dice: «Nosotros teníamos contacto con un señor catalán que estaba instalado en la residencia de Olivos. A este señor lo tenían ya reservado para embalsamarla. Nosotros teníamos contacto nocturno con este hombre, a ver si había sucedido o no había sucedido. “No, desgraciadamente”, decía el catalán. “Desgraciadamente, nada todavía.” El catalán repartía un folleto sobre el método de embalsamamiento de él. No decía cuál era el método; era secreto. Pero sí daba ejemplos de gente que había embalsamado. Tenía una fotografía increíble de un chico de cinco o seis años, vestido con trajecito de marinero. Hacía años que se había muerto. La familia lo tenía metido dentro de un ropero, y cada cumpleaños del chico, cada aniversario de la muerte del chico, lo sacaban y lo ponían en una silla, y hacían una gran reunión, los parientes, los amigos». El escenario, como siempre, en la adaptación de Onetti, será Santa María. El reparto ya lo conocemos. «El narrador será Jorge Malabia. Ocurre en Santa María varios años después. Aparece la cola. Ahora, todo eso va a ser trabajado, va a ser hecho de una manera un poco absurda... Cuando la muerte de Eva Perón, la cola para el velorio duró una semana, diez días, o más.» Eva había pasado por el salón de belleza del experto catalán, pero de vez en cuando los cosméticos la traicionaban. Había que renovar continuamente el tratamiento. «A cada rato cerraban para quitarla. Porque los médicos que atendían a Eva Perón eran católicos. Entonces, sabían el propósito de embalsamarla, y no avisaron al catalán a tiempo. Creo que ella murió en la mañana, y la noticia salió recién a las ocho y veinticinco de la noche, hora exacta en que se detuvieron todos los relojes de Buenos Aires. El cadáver estaba medio descompuesto. Por eso cerraban, para retocarlo. Tendrían que haberle dado una inyección en cuanto murió. La primera. Después venía el procedimiento del embalsamaje, que no sé cuál es. No le avisaron; entonces, fracasó el trabajo.»
Continúa con humor negro: «Lo que yo quería hacer era esto. Cómo estaba organizada la cola... En el principio, en realidad, la primera noche fue espontánea. Había mucha devoción. Para la gente del pueblo, ya Eva era una santa. Venía gente a visitarla y ella repartía billetes de mil pesos, regalaba casas, autos; claro, todo era fotografiado y con propaganda. Fabricó aquella Ciudad Infantil Eva Perón que funcionaba exclusivamente cuando venían extranjeros importantes... Pero después la empresa de propaganda organizó el velorio y la cola. Había ordenado que dejaran entrar de a cinco. Luego cerraban. O se ponían los milicos allí y no dejaban pasar. El cálculo era que se avanzaba, digamos, medio metro cada quince minutos, algo así, para que estuviera siempre permanente la cola... Entonces, el truco es simple. Hacerlo más ralentí. Que avanzara cada día, póngale usted, una baldosa. Entonces un individuo metido en la cola vive esa cola: se enamora de una mujer, se casa con esa mujer... No como lo exagero yo, pero hasta cierto punto hubo eso. Hubo la necesidad de golpear en casas para poder pasar al baño. La gente compraba empanadas y comía allí, dormía en la calle, hacían el amor. La Secretaría de Trabajo estaba toda llena de coronas de flores. En la madrugada eran orgías; que también tendrá importancia, la sensación de la muerte, con lo erótico».
Con este material Onetti erigirá sin duda otro de sus templos de desesperación. Considera el proyecto, diríamos, con desapego. No sale de su pesimismo. Está resignado, como Jorge en Juntacadáveres, a poblar su mundo vacío con las formas de sus fantasías, a crear rostros y ademanes, necesidades y ambiciones, y papeles que se les pueda asignar, para sacrificarlos mejor. El destino que le toca a cada hombre es impersonal, escribió en La vida breve. Se cumple en la medida en que es el destino de todos los hombres. No alude a su verdadero ser, que existe sólo en los momentos felices de la «vida breve».
Luis Harss
Los nuestros
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1966, pp. 214-251
Luis Harss / Los nuestros
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