viernes, 15 de septiembre de 2017

Así comienza / Toda una vida, de Robert Seethaler



Robert Seethaler
TODA UNA VIDA
Traducción de Ana Guelbenzu 
(Fragmento)


Una mañana de febrero de 1933, Andreas Egger encontró moribundo a Johannes Kalischka, el cabrero conocido por los habitantes del valle como Hannes el Corneta, lo levantó agarrándolo por el jergón de paja empapado, que desprendía un olor un tanto agrio, y lo arrastró durante tres kilómetros por un sendero cubierto con una gruesa capa de nieve.

Movido por un extraño presentimiento, se había acercado hasta la cabaña del Corneta y lo había encontrado hecho un ovillo bajo una montaña de viejas pieles de oveja detrás de la estufa, que llevaba ya tiempo apagada. Cuando el cabrero, que estaba en los huesos y blanco como un fantasma, lo miró en la oscuridad, Egger comprendió que la muerte lo acechaba. Lo cogió en brazos como si fuera un niño y lo colocó con cuidado sobre el armazón de madera cubierto de musgo seco que el Corneta había usado toda la vida para cargar por las pendientes leña y ovejas heridas. Enrolló una correa de ganado alrededor del cuerpo del cabrero, la ató al armazón y terminó los nudos con tanta fuerza que la madera crujió. Cuando le preguntó si sentía dolor, el Corneta negó con la cabeza y se esforzó en sonreír, pero Egger sabía que mentía.

Las primeras semanas del año habían sido más calurosas de lo habitual. La nieve se había derretido en los valles, y en el pueblo se oían las gotas y el chapoteo constante del agua del deshielo. Sin embargo, el frío gélido había vuelto unos días antes y la nieve caía incesante y espesa, hasta engullir el paisaje con su suave omnipresencia y ahogar todo rastro de vida y sonido. Durante los primeros centenares de metros, Egger no habló con el hombre tembloroso que cargaba a la espalda. Bastante tenía con fijarse en el camino que descendía ante él, serpenteante y escarpado, y que apenas podía intuir con la ventisca. De vez en cuando notaba que Hannes el Corneta se movía.

— No te me mueras ahora — dijo Egger en voz alta, sin esperar respuesta.

Sin embargo, después de cargarlo durante casi media hora oyendo sólo sus propios jadeos, llegó la respuesta:

— La muerte no sería lo peor.

— Pero ¡no sobre mi espalda! — repuso Egger, que se detuvo para colocarse bien las correas de piel en los hombros.

Se paró a escuchar un instante la caída silente de la nieve. El silencio era absoluto. Conocía bien el mutismo de la montaña, que poseía aún la capacidad de encogerle el corazón de miedo.

— No sobre mi espalda — repitió, y siguió caminando.

En cada recodo del sendero, la nieve parecía caer más espesa, incesante, suave y sin hacer un solo ruido. Detrás, Hannes el Corneta se movía cada vez menos, hasta que al final dejó de hacerlo y Egger se temió lo peor.

— ¿Estás muerto? — preguntó.

— ¡No, maldito cojo! — replicó con una contundencia sorprendente.

— Sólo digo que debes aguantar hasta el pueblo. Luego puedes hacer lo que quieras.

— ¿Y si no quiero aguantar hasta el pueblo?

— ¡Tienes que hacerlo! — exclamó Egger.

En ese momento pensó que ya estaba bien de cháchara, y durante la media hora siguiente continuaron en silencio. Apenas a trescientos metros en línea recta del pueblo, a la altura del Rincón de los Buitres, donde los primeros pinos se doblaban como enanos jorobados bajo la nieve, Egger se apartó del camino, tropezó, acabó cayendo hacia atrás y resbaló unos veinte metros por la pendiente hasta que una roca del tamaño de una persona lo paró. Bajo la sombra del peñasco apenas soplaba el viento, y la nieve parecía caer aún más lenta y silenciosamente. Egger se sentó con la espalda un poco apoyada en el armazón. Notó un dolor intenso en la rodilla izquierda, pero era soportable y tenía la pierna entera. Hannes el Corneta estuvo un rato sin moverse, de pronto empezó a toser y luego a hablar, con un hilo de voz tan ronco y tan débil que apenas se le entendía.

— ¿Dónde quieres yacer, Andreas Egger?

— ¿Qué?

— ¿En qué tierra quieres que te entierren?

— No lo sé — respondió Egger. Nunca se lo había planteado y en realidad pensaba que no valía la pena malgastar tiempo y cavilaciones en ese tipo de cosas— . La tierra es la tierra, no importa dónde yazcas.

— Tal vez dé lo mismo, igual que todo da lo mismo al final. — Oyó que susurraba Hannes el Corneta-. Pero hará frío. Un frío que hiela los huesos. Y el alma.

— ¿El alma también? — preguntó Egger, que de pronto sintió un escalofrío en la espalda.

— ¡Sobre todo el alma! — contestó Hannes el Corneta.

Había asomado la cabeza cuanto podía por encima del armazón y tenía la mirada fija en la pared de niebla y nieve.

— El alma, los huesos, el espíritu y todo aquello a lo que uno se ha aferrado y en lo que ha creído durante toda la vida. El frío eterno lo hiela todo. Así está escrito y así lo he oído. La muerte engendra nueva vida, dicen, pero las personas son más idiotas que las cabras. ¡Pues yo digo que la muerte no engendra nada! La muerte es la Dama Fría.

— La… ¿qué?

— La Dama Fría — repitió Hannes el Corneta— . Camina por la montaña y se desliza por el valle. Aparece cuando le place y coge lo que necesita. No tiene rostro ni voz. La Dama Fría llega, toma lo que desea y se va. Punto. Te agarra al pasar, te lleva con ella y te mete en un agujero. Y en el último pedazo de cielo que ves antes de la última palada de tierra definitiva, aparece de nuevo y te sopla en la cara. Luego sólo te queda la oscuridad. Y el frío.

Egger alzó la vista hacia el cielo invernal y por un momento temió que algo apareciera y le soplara en la cara.

— Dios mío — masculló— , es horrible.

— Sí, es horrible — dijo Hannes el Corneta, con la voz quebrada por el miedo.

Los dos hombres se quedaron inmóviles. Por encima del silencio se oía ahora el suave canto del viento, que soplaba en la cresta rocosa y pulverizaba los delicados copos de nieve. De pronto, Egger notó un movimiento y al cabo de un segundo cayó hacia atrás y quedó tumbado boca arriba en la nieve. De algún modo, Hannes el Corneta había conseguido deshacer los nudos y bajar a toda velocidad del armazón de madera. Ahí estaba, esquelético bajo los harapos, bamboleándose ligeramente al viento. Egger se estremeció de nuevo.

— Vuelve a subir ahora mismo — dijo— . Si no, acabarás cogiendo algo más.

Hannes el Corneta permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada hacia delante. Por un momento pareció que escuchaba las palabras de Egger, engullidas por la nieve. Luego dio media vuelta y echó a correr montaña arriba a zancadas. Egger levantó la cabeza, resbaló, cayó otra vez de espaldas entre improperios, clavó ambas manos en el suelo y se puso en pie.

— ¡Ven aquí! — gritó al cabrero, que huía a una velocidad asombrosa.

Pero Hannes el Corneta ya no lo oía. Egger se quitó las correas de los hombros, dejó caer el armazón y salió corriendo tras él. Sin embargo, a los pocos metros tuvo que parar; le faltaba el aliento, ya que en aquel punto la pendiente era demasiado pronunciada y a cada paso se hundía en la nieve hasta la cadera. Ante sus ojos, la silueta filiforme del pastor iba volviéndose más pequeña, hasta que al final se diluyó del todo en el blanco impenetrable de la ventisca. Egger se llevó las manos a la boca haciendo bocina y gritó con todas sus fuerzas:

— ¡Para, insensato! ¡Nadie puede huir de la muerte!

Fue en vano: Hannes el Corneta había desaparecido.

Andreas Egger recorrió los últimos centenares de metros que quedaban hasta el pueblo para recuperarse de la profunda conmoción en la posada Goldenen Gamser con un plato de buñuelos de manteca y un licor casero. Buscó un sitio junto a la vieja estufa de azulejos, puso las manos sobre la mesa y notó cómo la sangre caliente volvía a correrle poco a poco por los dedos.


Robert Seethaler
Toda una vida
Traducción del alemán de Ana Guelbenzu 
Editorial Salamandra, 2017

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