Juan Rulfo Ilustración de Manuel Cetina |
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Juan Rulfo
LA LENGUA COMO UN ANIMAL VIVO
Por Carlos Velázquez
15 de mayo de 2017
La mejor literatura es aquella que de entre todas las emociones humanas se inclina por ahondar en el sufrimiento. Desde la publicación de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo se situó en lo más alto de la literatura en lengua española por sus hallazgos.
A falta de una mejor elucidación de sus dotes narrativas, a Rulfo se le atribuyeron propiedades metafísicas. “Domina el lenguaje de los muertos”. Satisfactoria o no, esta explicación alcanza para dimensionar el universo contenido en sus dos primeros libros: Rulfo trabaja con una materia inasible. Que se presume no pertenece a este mundo.
Primero leyenda, luego mito y ahora enigma, Juan Rulfo cumple cien años instalado en el misterio. Ante la inaccesibilidad de su obra, se han instalado polémicas alrededor de su persona. Pero no dejan de resultar accesorias. El núcleo de la obra de Rulfo es el manejo de la lengua. Lo que entraña una incógnita aún más inextricable. Por qué el elegido se decantó por un silencio apabullante. Doloroso hecho que no hemos conseguido superar como literatura.
Rulfo accedió a un terreno mental inédito en las letras españolas. Basta analizar el primer párrafo de Pedro Páramo para percatarnos de que su lenguaje fuera de este mundo. La polifonía esgrimida en esas cuantas líneas no tiene cabida en la tierra porque la gente, de extracción campesina o no, no se expresa de tal manera.
Se dice que el estilo es una mezcla de lenguaje oral más lenguaje escrito. Pero esta teoría no es suficiente para justificar a Rulfo. Ni tampoco su domino de la imagen. Uno de sus más grandes recursos. Los libros de Rulfo son breves porque sus narraciones son una sucesión de imágenes que pintan una historia. Escapan al afán narrativo de otros escritores.
Pedro Páramo y El llano en llamas son una mezcla de elementos: la invención de una lengua vernácula, el conocimiento del campo y la oralidad. Enmarcados por una comprensión cabal de la crueldad. Lo dice Anacleto Morones en El rincón de las vírgenes (no en el cuento, sino en la película): “La carne vieja es para los perros”.
La obra de Rulfo se caracteriza por su inclemencia. De ese territorio en la mente, que nadie sabe dónde se localiza, pero que es innegable que existe, extrajo su habilidad para contar. Adoptó a la crueldad como una segunda lengua. Un ejercicio de estilo que solo podía soportar la lengua mexicana.
Todo lo que podamos elaborar en torno a Rulfo pertenece al terreno de la especulación. Manejar tal cantidad de dolor en El llano en llamas y Pedro Páramo debió resultar agotador. Y no renunció a la escritura como una protesta. Se dedicó a cultivar el silencio. Y a contemplar los incendios que el propició. Incendios que no se apagaron con su muerte y que hoy continúan. Las literaturas se fundan en obras y figuras. Shakespeare y Hamlet. Cervantes y el Quijote. Rulfo y Pedro Páramo.
Pero el trauma que le insufló Rulfo a la literatura es imperdonable. Más le valdría haberse exiliado. No tuvo una existencia heroica. Vivió sus días como empleado de gobierno. Eso, aunado al hecho de que Pedro Páramo se escribió con el apoyo de una beca, lo convierte en un pecador sin reservas.
El nivel de exigencia que presume escribir obras como Pedro Páramo o El llano en llamas hoy se antoja imposible. De ahí que la fascinación por Rulfo no se haya podido trascender. Ante un milagro de la lengua no queda sino postrarse. El mecanismo de las obras literarias, por muy perfectas que sean, no es imposible de descifrar. Excepto con la producción de Rulfo. El estudio de sus libros no ha conseguido nada revelador en materia crítica desde los cincuenta. La neblina sigue sin disiparse. Y en medio de todo, polémicas, biografías, rescates, el lenguaje de Rulfo se erige como un animal vivo. Un ente que respira. Que se agota en sí mismo y no permite una continuidad. Rulfo no tiene herederos.
Que exista Rulfo sin pistas, sin padres, sin hijos literarios, lo vuelve doblemente cruel. Su apacibilidad es un castigo que no merecemos. Pero con el cual hemos tenido que convivir desde que ese hombre nos instauró en la modernidad escribiendo sobre el pasado. Rulfo trabajaba con la materia inasible por excelencia: el pasado. Ese espacio temporal al cual pertenece lo que ya está muerto.
Qué crueldad más tremenda que lo irreparable.
Se van a cumplir otros cien años y Rulfo y Comala seguirán provocando la misma fascinación. Porque el nacido en Sayula cimentó todo en el puro decir. Y el puro decir lo premió con prestigio inmortal.
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