Miguel Ángel Asturias |
Luis Harss
Miguel Ángel Asturias
O la tierra florida
O la tierra florida
Las fortunas de su país han marcado irremediablemente la obra de Miguel Ángel Asturias. Es uno de los que viviendo su época la han sufrido, y sufriéndola han sabido expresar su dolor. Ha hecho de su obra una especie de tribunal de apelaciones, refugio de los humildes con sus penas anónimas, templo de piedad y justicia donde claman las voces de los desposeídos. Los pobres han dormido en su umbral y él, solidario y fraterno, los ha escuchado siempre. Aun faltándole patria y hogar, ha compartido con ellos su pan. «Mucho dinero en una sola mano siempre parece un poco deshonesto», dice Asturias. Es sentencioso, como si hablara en proverbios.
Estamos en Génova, en una tarde clara de la primavera de 1965. Una figura de impresionante corpulencia y perfil aguileño nos recibe detrás de una gran mesa redonda en el último piso del palacio Doria que se alza soberbio sobre los techados, con vista a la Piazza San Matteo. Génova es una ciudad de chimeneas humeantes, callejones tortuosos, fábricas, pesquerías, azoteas donde se agita fantasmagórica la ropa tendida al sol. El cuarto que tirita al atardecer es enclenque, y está apenas amueblado. Asturias posee pocos bienes: libros y revistas diseminados al azar, adornos pasajeros en los estantes, recortes de periódicos pegados en una pared desnuda. Apenas se fija en sus alrededores. Una aspiradora resopla como un fuelle en la habitación vecina. Un paquete de comestibles —ha estado de compras y acaba de volver, frotándose las manos con anticipación gastronómica— se comba en un estante, tambaleándose. Hay visitas ruidosas en el pasillo, amigos que llegan. En la casa de Asturias se cruza mucha gente que entra y sale apurada, de paso rumbo a los cuatro rincones del mundo. Asturias es bondadoso, comedido y monosilábico. Acoge a todos por igual, con una mirada tranquila, distraída y sonriente en los ojos profundos.
Cuando entramos, las corrientes de aire atraviesan la casa como brisas marinas, haciendo golpear las puertas. Una pequeña estufa eléctrica parpadea huraña en medio del piso. Éste es el cuarto de trabajo, que acaba de salir del invierno. Estamos prácticamente a la intemperie. Asturias se excusa del frío. «Con el mal tiempo hace meses que no entramos aquí», dice, levantándose pausadamente para saludarnos. En su tierra no hay invierno. El clima es suave y dulce en las montañas de Guatemala. Pero están lejos. Asturias ha pasado la mitad de su vida en el destierro.
Mientras tomamos café en compañía de Blanca, su mujer, una argentina simpática y enérgica que nos mima como a viejos amigos, nos instalamos en los recuerdos. Asturias habla como escribe, a tirones, ocurrente y dicharachero cuando está en vena; nervioso y sombrío cuando siente que está por vencerlo el silencio. Dándose aplomo, levanta la voz y tamborilea con los dedos en la mesa: hace saltar las tazas, y remonta vuelo un momento, para cortarse después y callar. No es conversador: le gusta contar una buena anécdota, lanzar un chiste o un epigrama y dejarlo que se asiente mientras él se recoge a meditar, o se distrae. Vive en otro mundo. Blanca nos dice que a menudo ronda por la casa envuelto en sus pensamientos, hablando solo. Tiene la melancólica reserva del guatemalteco, la mirada abstraída de una gente de montaña, empequeñecida por grandes extensiones llenas de espejismos que inclinan la mente al ensueño. Es tal vez el novelista que ha penetrado más a fondo en lo latente e irracional de nuestra cultura. Hombre de misterios y extrañas pesadumbres. Más que hablar, escucha. Lo que oye es la voz de un paisaje de brumosos lagos de montaña poblado por gente milenaria que esconde antiguas verdades en sus bailes y atrás de sus máscaras. Aunque tremendista a veces, en la tradición del naturalismo, el espíritu que anima su obra la acerca más al viejo cuento ejemplar o la fábula medieval. Tiene algo de pantomima, como un teatro de títeres manejado por un ventrílocuo que hace todas las voces. La alimentan muchas fuentes: la magia y la mitología indígenas, la demonología quevediana, el esperpento goyesco, la prestidigitación surrealista. Ya sea en el reino de la leyenda pura o en el de la protesta social, Asturias crea una atmósfera crepuscular y fantasiosa que a veces cae casi en el dibujo animado, pero siempre iluminada por una ternura y una compasión que pueden transfigurar la caricatura más burda. Es un titiritero infernal que en la pesadilla cotidiana ha sabido encontrar el amor brujo y la divina comedia.
La vida, desde el comienzo, se burló cruelmente de él. Sus primeros recuerdos datan de la sangrienta dictadura de Estrada Cabrera, bajo cuya bota entró Guatemala en el siglo XX. Asturias nació en 1899, un año después de la subida de Estrada Cabrera al poder.
—Mi madre —dice en una voz ronca y vibrante— era maestra de escuela. Mi padre era juez. Ocupaba un puesto importante en el foro... Estrada Cabrera era un abogado de Quetzaltenango. Llegó al poder primero como ministro del Interior bajo la presidencia de José María Reina-Barrios. En ese puesto empezó a maniobrar entre bastidores para apoderarse del gobierno. Un día encontraron al presidente muerto en la calle, asesinado. Muchos creen que fue Estrada Cabrera el responsable de su muerte. Eliminado Reina-Barrios, él era el segundo en la sucesión del trono. Como el primero no estaba en ese momento, se hizo nombrar presidente provisional. Pronto se presentó para la reelección, apoyado por el ejército y también por las compañías norteamericanas encargadas de la construcción del ferrocarril nacional. Guatemala había terminado ya de construir su propio ferrocarril desde la capital hasta el puerto de San José en el Pacífico; tenía hechas ya las tres cuartas partes del camino hasta Puerto Barrios en el Atlántico. Estrada Cabrera entregó todo a la compañía ferroviaria norteamericana. Así nació el imperialismo en Guatemala. El tratado de 1904 le regaló todo. Así fue como empezó Estrada Cabrera a obtener el apoyo de los Estados Unidos.
Atraídos por los beneficios de esta primera concesión, dice Asturias, no tardaron en llegar otros intereses norteamericanos al país. Pronto hizo pie firme en las tierras bajas la famosa United Fruit Company.
—Los barcos de la Compañía hacían escala en Guatemala para cargar bananas, a cambio de lo cual había convenido en llevar la correspondencia por el sur hasta Panamá y por el norte hasta Nueva Orleáns. Poco a poco la Compañía se dio cuenta de las posibilidades comerciales de ese convenio. Entonces fue cuando comenzó a adquirir sus grandes propiedades.
Entretanto, hacia 1902 o 1903, se habían producido algunas revueltas de estudiantes contra el dictador.
—Estrada Cabrera —recuerda Asturias— esperaba que mi padre tomara medidas legales contra los estudiantes. Él se negó y perdió su puesto. También a mi madre le quitaron sus cursos. Tuvieron que dejar la capital y mudarse al interior a la ciudad de Salamá, capital de la provincia de Baja Verapaz.
Allí pasó Asturias los primeros años de su infancia, en estrecho contacto, dice, con su tierra y su pueblo. Aunque a poca distancia de la ciudad de Guatemala en kilómetros, Salamá era un rincón perdido que las malas comunicaciones alejaban infinitamente.
—En esa época era un viaje de cuatro días para llegar allá. Se iba en mula y por la noche se dormía en el camino.
La mudanza y las mil hazañas que la acompañaron fueron toda una aventura para Asturias. Uno de sus abuelos tenía propiedades en Salamá. Era un hombre apegado a la tierra que conocía todos los secretos de la región. El niño y el anciano se hicieron pronto inseparables. «Lo seguía por todas partes», dice Asturias, recordando con emoción los días que pasaban juntos cabalgando por montes y desfiladeros. Lo que vio en esas cabalgatas se lo llevó de vuelta a la capital cuando regresó allí con su familia en 1907.
Se encontró con una ciudad lóbrega y aterrada, un cementerio donde se escurrían las sombras de los muertos al anochecer. Bajo el taco de acero del Caudillo, que se iba a hacer reelegir tres veces seguidas por un congreso impotente y sumiso, cundía, bufona y siniestra, una especie de pavorosa irrealidad. Comenzaba para Guatemala una larga vela. La gente vivía tras puertas cerradas, entre susurros. Había poca resistencia abierta a la dictadura. Poco tiempo atrás habían aplastado sin piedad un conato de levantamiento organizado por un grupo de profesionales, médicos y abogados. Rodaban aún las cabezas, y se multiplicaban los suicidios. El exterminio había sido tan general, extendiéndose hasta a los parientes y familiares de los responsables, que el duelo era colectivo. Igual de firmes habían sido las represalias contra los dirigentes —en su mayoría alumnos de la Escuela Politécnica y cadetes de la Escuela Militar— de una revuelta estudiantil que abortó también. Los rebeldes fueron aniquilados. «Barrieron con toda una generación», dice Asturias. Se llenaron las cárceles; el país estaba de rodillas... Estrada Cabrera poseía una fuerza macabra, casi sobrenatural. Era un personaje de contornos enigmáticos que se apoyaba en las supersticiones populares e inspiraba una especie de terror sagrado. Maniobraba entre las tinieblas. «Era una dictadura invisible. Nadie veía nunca al presidente. No había más que sospechas, murmullos, rumores...» Guatemala vivía al margen del mundo. «No teníamos radio, ni aviones. Dos o tres veces al mes los barcos tocaban en nuestros puertos, nada más. No entraban diarios sin el permiso del gobierno. Sólo veíamos los dos diarios oficiales. Nuestro aislamiento era completo.»
Con el tiempo, el presidente se convirtió en un mito. Asturias nos cuenta que llegó a conocer bien al hombre después de su caída.
«Yo era secretario del tribunal ante el que fue procesado. Lo veía casi a diario en la cárcel. Y comprobé que indudablemente esos hombres tienen un poder especial sobre la gente. Hasta el punto de que cuando estaba preso la gente decía: “No, ése no puede ser Estrada Cabrera. El verdadero Estrada Cabrera se escapó. Éste es algún pobre viejo que han encerrado allí”. En otras palabras, el mito no podía estar preso.» Acentuaba el humorismo grotesco de la situación el hecho de que hacia el final de su gobierno Estrada Cabrera se había rodeado de hechiceros, curanderos, adivinos y energúmenos de toda especie entregados a danzas orgiásticas en los terrenos del Palacio Presidencial. Se había hecho parte de su propia mitología, y fue en cierto modo víctima de sus propios hechizos. Los terrores delirantes que había inculcado en la población finalmente se habían vuelto contra él.
La fecha decisiva en que comenzó a declinar la estrella de Estrada Cabrera, dice Asturias, fue el 26 de diciembre de 1917. A las diez en punto de la memorable noche del 25 de diciembre, Guatemala fue arrasada por un terremoto.
—Toda la capital se derrumbó. Por eso Guatemala es una ciudad fea ahora. Antes tenía un carácter muy diferente. Era una ciudad de arquitectura barroca, de costumbres ceremoniosas. Yo recuerdo una Guatemala donde la gente vestía de levita y sombrero de copa; llevaba guantes y bastones... Pero ahora, de pronto, la tierra tembló y todos se quedaron en la calle. Y es curioso pero indudablemente el terremoto no sólo sacudió la tierra sino también las conciencias.
Creó, dice Asturias, no sólo trastornos físicos sino además dislocaciones sociales. En medio de la catástrofe, hubo un brote de solidaridad nacional.
—Gentes de todas las clases sociales se encontraron de pronto arrojadas juntas a las calles en camisón y pijama. Había que vivir en carpas. ¿Y cuál fue el resultado? Los que habían vivido retraídos, desconectados del resto de la población, se unieron a la multitud. Sin duda éste fue uno de los factores que contribuyeron a la caída de Estrada Cabrera. Desde 1917 hasta 1920, el año en que fue derrocado, la situación se precipitó. En 1917 mi generación, ya no intimidada por los recuerdos de las represalias anteriores, se lanzó a la lucha política.
Fue en 1917 cuando los estudiantes apedrearon una estatua del dictador en el patio principal de la universidad. Estrada Cabrera se enfureció, pero en vano, ante esa afrenta sin precedentes. Luego hubo mítines y manifestaciones cada vez más violentas. Algunos estudiantes fueron encarcelados por la policía y luego, sorprendentemente, puestos en libertad.
—La situación era muy tensa. Como la acción estudiantil directa era casi desconocida en esa época, Estrada Cabrera no sabía muy bien qué hacer. En ésas estábamos cuando llegamos a 1920.
Amaneció el Año Nuevo lleno de presagios.
—Esa mañana aparecieron volantes bajo todas las puertas de la ciudad invitando a la población a dar su apoyo a un nuevo Partido Unionista para celebrar el centenario de nuestra independencia, que se cumplía en 1921, con una Centroamérica unida. Tampoco en este caso supo Estrada Cabrera cómo reaccionar. Nosotros, los estudiantes, apoyamos inmediatamente la proposición. Para entonces ya se había ido más lejos: se pedía el fin de la dictadura. Hubo persecuciones, pero seguimos con las manifestaciones pacíficas. Estábamos desarmados. Hasta que en abril la Asamblea Nacional depuso a Estrada Cabrera, declarándolo incapaz de gobernar.
Hubo elementos de ópera cómica hasta en los días finales de Estrada Cabrera.
—Carlos Herrera había sido nombrado presidente provisional. Estrada Cabrera había prometido dejar el país. Parece que estaba a punto de irse, cuando una noche de abril abrieron fuego desde su casa, que estaba en una loma en las afueras de Guatemala. Entonces nos dimos cuenta de que no se había ido. Hubo una batalla de ocho días para llegar a él. Su residencia fue rodeada. Pero en la noche en que se iba a dar el asalto, intervinieron en su favor los embajadores británico y norteamericano. De modo que se le perdonó la vida. Se entregó y quedó detenido en su casa. Se le hizo un proceso y fue encarcelado hasta su muerte tres o cuatro años después.
Tras el largo crepúsculo de la dictadura, había mucho que hacer para rehabilitar al país. 1920 fue un año activo para Asturias.
—Fundamos la Asociación de Estudiantes Unionistas, una filial del Partido Unionista. Sacamos un diario llamado El Estudiante, que era muy violento políticamente. Pero eliminado Estrada Cabrera, empezamos a comprender que los problemas de Guatemala no eran exclusivamente políticos y que si continuábamos haciendo política como hasta entonces, terminaríamos frustrando nuestros propósitos y nuestra influencia se malgastaría. Entonces fundamos lo que se llamó la Universidad Popular. Comprendimos que mientras nuestro pueblo no supiera leer ni escribir ni tuviera idea de los deberes y las responsabilidades de la ciudadanía, podíamos seguir cometiendo los mismos errores indefinidamente y no habría progreso. La Universidad Popular fue fundada en 1922. Contábamos con una inscripción de unas doscientas o trescientas personas, pero pronto pasaron de las dos mil. Naturalmente, carecíamos de espacio y facilidades. Por suerte el rector de la Universidad Nacional nos sacó del apuro prestándonos aulas. Las clases se daban por la noche, después de las siete. De modo que teníamos más de dos mil personas: obreros, gente de los alrededores, hombres y mujeres. El gobierno ayudaba. Nos apoyaba el nuevo presidente, el general Orellana. Nuestro propósito era exigir un sacrificio de nuestros ciudadanos. Porque lo que pasa en Guatemala, como en muchos de nuestros países, es que la gente no está acostumbrada a contribuir nada al bien general. Queríamos cambiar eso. Teníamos que incomodarnos un poco para dar nuestras clases nocturnas, que eran gratuitas. Eso requería un esfuerzo. A veces llovía... El proyecto creció. Pronto hubo una sucursal de la Universidad Popular en cada provincia. Comenzó a jugar un papel importante en la vida del país. Teníamos nuestros representantes en la Asamblea Nacional. Propusieron que la universidad recibiera subsidios oficiales...
Entretanto, la suerte de la familia Asturias había mejorado notablemente. El padre de Asturias se había hecho importador de azúcar y harina, que vendía a los campesinos de los alrededores. Vivía a puertas abiertas, hospedando en su caserón a los clientes. Las reuniones que se armaban en el patio al anochecer, bajo los árboles, hasta que asomaba el sol de la madrugada eran una inagotable fuente de maravilla y de información para el joven Asturias.
—Era un patio muy grande con un enorme portón. Los compradores entraban en sus carretas, o arreando sus mulas. Llegaban por la mañana o por la tarde, hacían sus compras y empacaban para estar listos para partir a la mañana siguiente. Pasaban la noche en el patio. Allí encendían sus fogatas y dormían bajo sus toldos. Yo tenía muchos amigos entre ellos y los oía hablar todas las noches, contando sus historias. Para mí fue un segundo contacto con la gente del interior.
Asturias, estudiante de Derecho, trabajaba en su tesis en esa época. Su tema, inevitable, era el perenne «Problema Social del Indio». Su investigación, si bien por necesidad algo teórica, lo obligaba, no obstante, a hacer frecuentes expediciones a ranchos y haciendas. Fue ésta una época ambiciosa e idealista. Los jóvenes estaban en la vanguardia de los acontecimientos, mirando hacia un futuro que parecía lleno de grandes promesas.
Pero pronto se descompuso el panorama. Poco después de graduarse en la Facultad de Derecho, Asturias y otro abogado fueron designados para defender a un oficial acusado del asesinato del jefe de estado mayor del presidente Orellana. Era un asunto enredado y espinoso. La defensa perdió la causa y el reo fue condenado a muerte y fusilado. La actitud del ejército durante el proceso dio mucho que pensar... Los militares adquirían cada vez más influencias en el gobierno. Asturias y un par de amigos suyos, Epaminondas Quintana y Clemente Marroquín Rojas, publicaron una serie de artículos apasionadamente antimilitaristas en un número de un semanario que habían fundado, Tiempos Nuevos. En la noche del día en que aparecieron los artículos, Epaminondas Quintana fue acorralado y apaleado en el mortuorio Callejón de Jesús. La paliza lo dejó medio ciego y sordo. Asturias escarmentó... Su familia lo embarcó para Europa. Un buque alemán lo dejó en Panamá, donde transbordó a un barco inglés que lo llevó a Londres. Eso fue en 1923.
Una de las primeras cosas que hizo en Londres, recuerda Asturias —iba a estudiar economía política—, fue visitar la colección maya en el Museo Británico. Los objetos que vio allí parecían fantasmas salidos de su propio pasado. Eran un mudo testimonio de que, aunque el tiempo y la distancia habían borrado los esplendores de la vieja civilización indígena, su visión del mundo, sus actitudes vitales, no habían desaparecido por completo. Ya había entrevisto esa verdad alguna vez en su patria. Dormitaban, fosilizados en una población insondable reducida a la miseria y la desesperación. Sus huellas eran apenas descifrables. Pero pronto Asturias descubriría algunas claves. El 14 de julio —día de la Bastilla— de 1923, de vacaciones en París, recorría la Sorbona cuando encontró el anuncio de un curso dictado por el profesor George Raynaud, especialista en ritos y religiones mayas. Y fue una revelación. Durante cinco años Asturias estudió bajo la dirección del profesor Raynaud, que había pasado su vida traduciendo el libro sagrado de los maya-quichés, el Popol Vuh, al francés. La vieja versión española, que databa del siglo XVI, mostraba la mano nerviosa de su autor, el padre Ximénez, un religioso que acercó su traducción a la Biblia por temor a la Inquisición. Se necesitaba una nueva versión, sin giros elípticos. Asturias y un colega mexicano, González de Mendoza, emprendieron la tarea, utilizando como punto de partida la traducción francesa. Era un trabajo arduo y erudito y, como de costumbre en esos casos, poco remunerativo. Para ganarse la vida, Asturias contaba con el periodismo. Enviaba artículos a diarios de México y Guatemala. Terminó de traducir el Popol Vuh en 1925-1926.
Fue en esta época cuando, en parte como distracción, Asturias comenzó a escribir mucha poesía. En 1925 publicó en París su primer volumen de poemas, Rayito de estrella, donde se dedicó a hilar jitanjáforas y dio nacimiento a lo que él llama la «fantomima» o sea «la pantomima con fantasmas». Era poesía de ocasión, de juego verbal y pirotecnia, y muestra a un Asturias melódico —a veces melifluo— cuyos acentos sonoros reflejan las preocupaciones verbales de la era de Joyce, Fargue y Gertrude Stein.
Fue éste un período muy productivo para Asturias, uno de nuestros escritores más fecundos. Robando tiempo a sus estudios mayas, se había puesto a hacer unos bocetos basados en los cuentos y las leyendas que recordaba de su infancia. Trató de recuperar en ellos, en forma oblicua y a veces un tanto errática, el espíritu de las viejas obras maestras indígenas que había leído —el Popol Vuh, el Chilam-Balan, el Rabinal-Achi— y el resultado fue un extraño híbrido que el poeta francés Paul Valéry llamó con admiración «poemas-sueños». Los dejó a un lado, interrumpiendo el experimento, en 1928, por un viaje a Cuba y Guatemala, donde dio una serie de conferencias reunidas más tarde bajo el título de La arquitectura de la vida nueva. Leyendas de Guatemala se publicó recién en 1930, en España.
Pero el fruto más importante de esos años —aunque, por razones políticas, no apareció hasta mucho más tarde, en 1946— fue la primera novela de Asturias, un sumario elocuente de la vida bajo el régimen terrorista de Estrada Cabrera titulado El señor presidente. Lo habitaba el libro desde 1922, en Guatemala, donde había nacido en la forma de un cuento llamado «Los mendigos políticos», que el autor había preparado para un concurso literario. El cuento lo acompañó a París, donde creció y se multiplicó. Recuerda Asturias:
—Un grupo de amigos y yo —César Vallejo, Arturo Uslar Pietri, el novelista venezolano— nos reuníamos a contarnos cuentos y anécdotas sobre las dictaduras que habíamos conocido. Sin duda yo había guardado en alguna parte todo lo que había oído bajo Estrada Cabrera, y comencé a recordar cosas. Las contaba en voz alta. Entonces se me ocurrió que «Los mendigos políticos» podía convertirse en algo mucho más amplio. Así fue como me puse a escribir El señor presidente. Lo hablaba antes de escribirlo.
Es por eso, dice Asturias, que se oye la voz humana en cada página. La narración fluye siempre espontánea, inmediata e inesperada como el lenguaje oral. «Mientras escribía me contaba yo mismo la historia, y no quedaba satisfecho hasta que sonaba bien. Podía recitar capítulos enteros de memoria.» Era un libro que le brotaba de las entrañas. Lo respiraba al pensarlo, y salía vibrante al ritmo de las sensaciones y los pensamientos, impregnado de asociaciones propias del habla popular captadas con frecuencia al borde mismo del subconsciente. El pulso es fuerte y rápido, a veces atropellado hasta el desorden... y sin embargo, no fue una obra fácil de escribir. Antes de quedar archivada allí por 1930, había sido corregida una infinidad de veces, abandonada en más de una ocasión y revisada de punta a punta en un total de diecinueve veces. Sobrevivió a pesar de todo, con gran parte de su frescura y toda su fuerza visceral.
Visto hoy en perspectiva, El señor presidente —con su sátira un tanto burda, la torpeza y el sentimentalismo de las escenas amorosas, las intermitencias y desarticulaciones, la frenética extravagancia de muchos episodios, sus protagonistas espectrales y despersonalizados y los arbitrarios mecanismos de coincidencia que los unen— ha envejecido. No escandaliza ya, ni intimida. El digno general Canales que muere de un ataque al corazón traicionado por su frívola hija Camila, que se enamora del favorito y hombre de confianza del presidente y se casa con él en una gran boda oficial, tirando por la ventana el orgullo y el honor de la familia, ni espanta ni conmueve. El favorito mismo, el lúgubre Cara de Ángel, «bello y malo como Satán», es un puro figurín. Sin embargo, siguen fascinando los horrores góticos de una galería de grotescos que recuerda los Caprichos de Goya y los Sueños de Quevedo. Las páginas iniciales, con su juego de palabras surrealista, nos zambullen en el ambiente alucinante de una serie de personajes de los bajos fondos —lisiados monstruosos, mendigos que agitan sus harapos y muñones, delincuentes—, que se agitan como espantajos en los peldaños del Portal del Señor a la sombra de la catedral. Son demonios surgidos del infierno de la realidad. En sus ojos flotan las imágenes de la ciudad martirizada. Oscilamos sin descanso entre el sueño y la vigilia, entre cuchicheos espeluznantes, intrigas y torturas esperpénticas, todos extravagantemente magnificados, como si se los viera a través del famoso espejo cóncavo de Valle-Inclán, cuyo Tirano Banderas le sirvió sin duda de modelo a Asturias al construir su atormentado manicomio tropical. Lo que da fuerza al libro es la sensación de que es un reflejo deformado pero reconocible de una realidad sórdida, tristemente conocida por todos los que han recorrido los barrios bajos de las ciudades latinoamericanas. Más allá del carnaval de horrores está la auténtica tragedia. A Guatemala nunca se la menciona en el libro. Los verdugos encapuchados de Asturias pertenecen a la imaginación colectiva de un continente que no dormirá tranquilo mientras los oiga revolcándose en sus tumbas. En El señor presidente quedan enterrados vivos. Como los relatos de Leyendas de Guatemala, El señor presidente celebra el horror con una carcajada fúnebre. Se acerca en tono al humorismo tétrico de Buñuel.
Hay por cierto un elemento cinematográfico en El señor presidente que a un tiempo ofusca y deslumbra. Sus brillantes imágenes de pesadilla explotan en la pantalla como fuegos artificiales, encegueciendo al espectador. Como las imágenes cinematográficas, encuentran en el resplandor de sus superficies una paradójica profundidad. Pero su misma claridad opresiva, que llega hasta el encandilamiento, las oscurece.
Asturias pone de relieve la influencia de la literatura indígena en su obra.
«La narración indígena se desarrolla en dos planos: el plano del sueño y el plano de la realidad. Los textos indígenas retratan la realidad cotidiana de los sentidos, pero al mismo tiempo comunican una realidad onírica, fabulosa e imaginaria que es vista con tanto detalle como la otra.»
Es esta segunda realidad la que prevalece en las escenas que se concentran en la figura algo remota del presidente, siempre vestido de negro de pies a cabeza, en luto perpetuo, la sombra de una presencia: un tótem que preside una corte de milagros, una voz de megáfono. A pesar de que conoció bien al personaje real, Asturias no trató de darle carne y hueso. El ídolo caído de nada le servía. Le interesaba el mito. Dice que los dictadores del tipo de Estrada Cabrera sólo aparecen en los países propensos a la mitología: México, Guatemala, Ecuador, Bolivia, Perú, Venezuela, Cuba, Haití (la zona afroindia). El señor presidente era una tentativa de mostrar en qué condiciones podía florecer ese mito.
Los años que siguieron a Leyendas de Guatemala y El señor presidentefueron penosos para Miguel Ángel Asturias. Cuando volvió a Guatemala en 1933, tras un viaje en el que recorrió Europa y el Medio Oriente, se encontró otra vez luchando contra la dictadura. En esta ocasión era el austero régimen militar de Jorge Ubico, que coincidió con el surgimiento mundial del fascismo. Uno de los primeros actos de Ubico cuando asumió el mando fue suprimir la Universidad Popular. De nuevo el país se vio reducido a la resistencia silenciosa, mientras rondaban los buitres. Durante una década, fuera del periodismo —en 1937-1938 fundó El Diario del Aire—, Asturias no escribió más que poesía. Le puso títulos misteriosos y nostálgicos: Émulo Lipolidón(1935), Sonetos (1937), Alclasán (1938), Anoche 10 de marzo de 1543 (1943). Se consolaba con la eufonía. Hasta que por fin en 1944 cayó Ubico, y tras un corto período de transición en que gobernó un triunvirato, se llamó —por primera vez en la historia de Guatemala— a elecciones libres que llevaron al poder a un gobierno reformista en la persona de un «socialista espiritual», el doctor Juan José Arévalo, que había vivido desterrado en la Argentina. Se necesitaba un esfuerzo hercúleo para levantar el país de su desgracia, y se inauguró la «década de la revolución». Para Asturias comenzó un período de viajes en que llevó su causa por todo el continente. Entre 1945 y 1946 estuvo en México. Allí publicó por fin El señor presidente, quince años después de haberlo escrito. Desde 1947 en adelante, durante varios años, Asturias representó a su país como ministro consejero en la embajada de Buenos Aires. Pasó todo el año 1948 trabajando en su segunda novela, Hombres de maíz.
El señor presidente seguirá interesando quizá como una vistosa reliquia, pero es probable que a Asturias se le recuerde por Hombres de maíz. La obra se venía gestando en él desde hacía mucho tiempo. En Hombres de maíz nos hallamos de pleno en el reino intemporal de la magia y la mitología. Es un libro arrollador que representó un enorme esfuerzo imaginativo y fue escrito, dice Asturias, con una especie de intensidad rapsódica. El arrobo verbal quería conjurar un estado de ánimo que diera acceso al subconsciente y evocara realidades atávicas. No se trata de un mero juego semántico. Asturias persigue lo que llama un «idioma americano». Se da cuenta de que el floreo retórico y los lugares comunes de la prosa académica han sido las plagas de nuestra novela. Nuestros escritores, con su nostalgia por el purismo castellano, fueron siempre demasiado civilizados. Las imitaciones de la «carpintería» española, como la llamaba Unamuno, les habían enajenado el lenguaje. Había llegado el momento de romper esas estructuras mentales para dar cabida a otras formas de pensar —y por lo tanto de decir— propias del continente americano. No se trataba de regionalismos, aunque los hay en Asturias, sino de significaciones. Giros, tonalidades que expresan actitudes, modos de revelarse o esconderse en las palabras, repeticiones en el habla que son de origen ritual, todos esos signos con los que nos reconocemos y nos diferenciamos. Asturias fue uno de nuestros primeros novelistas en darse cuenta clara del enorme potencial evocativo, invocatorio del idioma hablado, su pulsación vital. Dar voz a una visión ha sido todo el sentido de la obra de Asturias. «En Hombres de maíz —dice—, el español que hablamos se acerca a un límite exterior más allá del cual se convierte en otra cosa. Hay momentos en que el lenguaje no es sólo un lenguaje, sino que adquiere lo que podríamos llamar una dimensión biológica». Para Asturias, el lenguaje vive una vida prestada. Las palabras son ecos o sombras de seres vivientes. La fe en el poder de las palabras, como ha señalado Octavio Paz en uno de sus ensayos, es el recuerdo de una antigua creencia en que las palabras son dobles del mundo exterior, y por lo tanto una parte animada de él. Los ritmos del lenguaje son subconscientes, y en el subconsciente está el mito. «El ritmo —dice Paz— es regreso al tiempo original». Y en ese tiempo se conserva la cosmovisión de un pueblo: los arquetipos de su imaginación.
Dice Asturias: «En Hombres de maíz la palabra hablada tiene un significado religioso. Los personajes de la obra nunca están solos, sino siempre rodeados por las grandes voces de la naturaleza, las voces de los ríos, de las montañas. El fondo no es ya mero decorado teatral como era, por ejemplo, en la novela romántica. El paisaje se ha hecho dinámico; tiene vida propia». Para Asturias, los paisajes son tan elocuentes como las personas. Su contacto con su tierra es físico, visceral. «Por eso —dice, entristecido por la ausencia— tengo que volver siempre a Guatemala. Porque cuando estoy lejos dejo de oír su voz. No tanto la voz de la gente como la del paisaje. Comienzo a sentirla menos y entonces ya no puedo manejarla tan bien».
Para reanimar sus voces recurre a un método conocido: la escritura automática. Con excepción de El señor presidente, que fue escrito con deliberación, capítulo por capítulo, todos sus libros a partir de El alhajadito —un poema en prosa comenzado en la década de 1920, abandonado y luego terminado en 1961— se han apoyado en alguna medida en este método. Asturias se prepara recitando por dentro lo que va a decir, hasta que lo sabe de memoria. Entonces se desata.
«Cuando el libro está maduro y listo me pongo a trabajar. En la primera versión largo todo lo que me pasa por la cabeza. Escribo a máquina, porque si lo hiciera a mano no podría leer después lo que he escrito. Trabajo horas fijas, generalmente desde las cinco hasta las nueve de la mañana. La primera versión es completamente automática. Me voy de cabeza, sin volverme nunca a ver lo que he dejado atrás. Cuando la termino la aparto por un mes; entonces la saco y la reviso. Empiezo a corregir, a cortar y cambiar. Con lo que me queda hago la segunda versión. Lo que obtengo con la escritura automática es el apareamiento o la yuxtaposición de palabras que, como dicen los indios, nunca se han encontrado antes. Porque así es como el indio define la poesía. Dice que la poesía es donde las palabras se encuentran por primera vez.»
El indio, dice Asturias, emplea las palabras con parquedad, con prudencia y recato. Como el venerable y parsimonioso Gaspar Ilóm, el protagonista semilegendario de Hombres de maíz, dice lo que hay que decir, nada más. «El indio es muy lacónico. Para él las palabras son sagradas. Tienen una dimensión completamente distinta a la que tienen en el idioma español.» En el Popol Vuh y los antiguos textos indígenas, las palabras no sólo poseen un valor ritual, sino que constituyen la sustancia misma del culto. Son el alimento de los dioses, que se nutren sólo de ellas. Los dioses mayas crearon al hombre con ese propósito: para que los alabara. Las palabras humanas eran el sustento divino. «Por eso, antes de crear a los guerreros, los sacerdotes o los sabios, los dioses crearon a los artistas: los flautistas, los cantores y bailarines y los pintores. Porque lo único que divierte a los dioses, lo único que puede aliviar su aburrimiento y tedio, son las artes. De modo que para los indios las palabras son elementos fundamentales y mágicos dotados no sólo de poderes de hechicería y encantamiento, sino también de milagrosos poderes de curación.» Es aquí donde se abre un abismo entre el carácter discursivo de los idiomas modernos y la rigidez ceremoniosa y profundamente utilitaria del lenguaje indio. «La escritura primitiva de los indios era una forma de escritura ideográfica, como la de los chinos, como decían los españoles cuando vieron los primeros jeroglíficos. Porque para los indios la escritura y la pintura eran lo mismo. Ellos mismos lo dicen en sus viejos manuscritos: “Porque ha sido pintado ya no se ve. Porque ha sido pintado ya no se lee. Porque ha sido pintado ya no se canta...”. Es decir, porque ha sido escrito.» Para el indio, aún hoy, las palabras tienen un contenido seminal. Captan la esencia de las cosas. Ser capaz de poner un nombre exacto a algo, dice Asturias, significa revelarlo, desnudarlo, despojarlo de su misterio. «Por eso en las aldeas de Guatemala todos los hombres responden al nombre de Juan y todas las mujeres al nombre de María. Nadie conoce sus verdaderos nombres. El que conociera el nombre de la mujer de un hombre podría poseerla, es decir, arrebatársela.»
Asturias ha aprendido a emplear las palabras con ese propósito: para arrebatar significados a las sombras. Asegura que no es una estrategia consciente. «Creo que de hacerlo así habría resultado falso y artificial. Pero las palabras en ciertos momentos son como las agujas de una brújula. El lenguaje es a veces una manera que uno tiene de acercarse a los paisajes, la gente y las situaciones. Por ejemplo, en El señor presidente hay muchos casos en que las palabras hacen un papel importante, marcan el paso de la narración. Hay aliteraciones, refranes y otro elemento fundamental: la onomatopeya. Las onomatopeyas son un ingrediente importante en todos los idiomas indios; era una manera que tenían los indios de reproducir muchos fenómenos naturales. El indio utilizaba también algo más: lo que llamamos paralelismo. El paralelismo es la reiteración del mismo pensamiento expresado con diferentes palabras en un solo párrafo. Claro que este recurso no se da sólo en la literatura indígena, sino también en la primitiva literatura española. Se encuentra en los romances medievales, que datan de una época en que el idioma español no estaba todavía completamente estabilizado. El paralelismo ha tenido mucha importancia para los paleógrafos, porque frecuentemente en la exégesis de los antiguos textos indígenas cuando una línea era oscura las repeticiones que la rodeaban ayudaban a descifrarla. Los indios eran también muy aficionados a algo que se encuentra en mi obra: la multiplicación de las sílabas dentro de una palabra para dar una sensación o impresión particular.» Asturias cita el ejemplo del árbol, al que el aumentativo español eleva a arbolón y el superlativo indio a arbolonón.
«El lenguaje —dice Asturias— presenta muchos problemas al escritor latinoamericano. Está el eterno problema del criollismo. Hubo épocas, y sigue siendo cierto todavía en algunos casos hoy, en que nuestros escritores incorporaban grandes cantidades de palabras locales en sus textos, con lo que por supuesto prácticamente le cerraban la puerta al lector. Yo he tratado poco a poco de ir ampliando la base de mi lenguaje para ponerlo al alcance del mayor número de gente posible. Los juegos de palabras en obras como El señor presidente, El alhajadito y Leyendas de Guatemala eran primeras tentativas, preparativos para la tarea que me iba a imponer en Hombres de maíz. En Hombres de maíz, la novela adquiere algo del carácter de una epopeya popular. Las palabras tienen un papel más profundo. Hombres de maízexplora las dimensiones ocultas de las palabras: su resonancia, sus matices, su fragancia. Porque nuestro problema consiste en crear una literatura que no hable ni del asfalto, ni del vidrio, ni del cemento. Debe hablar de la frescura de la tierra, de la semilla, del árbol. Nuestra literatura tiene que dar un nuevo perfume, un nuevo color y una nueva vibración». Sus cadencias, agrega, deben ajustarse a sus mitos. «Y cuando hablamos de mitos hablamos de una cosa viviente. Para mí los mitos son un poco como la malaria. La malaria aparece como un dolor de cabeza, un dolor de estómago; se instala y se extiende. Que es más o menos lo que hacen los mitos. No mueren fácil.» Asturias subraya, sin embargo, que no se propone glorificar el mito. «No debemos permitir que nuestro continente sea juzgado exclusivamente por sus mitos.» Los mitos existen en todas partes. A Asturias le interesan sobre todo por su dinámica. Son una manifestación patente de la imaginación popular, y por lo tanto llaves maestras para la comprensión de ciertas realidades sociales.
Hombres de maíz se basa en toda una cosmografía indígena. La comunidad tribal de Gaspar Ilóm, orgulloso cacique descendiente de los antiguos cazadores con cerbatana, pasa por las angustias de la desintegración. La causa es el conflicto entre el sistema de vida tradicional de un pueblo que cultiva maíz sagrado para la ceremonia y el sustento, y la gangrena de los intrusos mercenarios que quieren explotar la tierra con fines comerciales. Gaspar Ilóm, personificación de fuerzas ancestrales —habla «por todos los que hablaron, todos los que hablan y todos los que hablarán»—, ha sido envenenado durante un banquete por los soldados de Chalo Godoy, un sargento al servicio de las fuerzas del «progreso», y según la creencia tradicional, ha entrado en la inmortalidad, desde donde vela por su pueblo, clamando venganza. La repetición cíclica que rige la vida humana condena a sus descendientes a revivir eternamente su tragedia. En un mundo de identidades borrosas y fluidas, ellos son sus imágenes reflejadas. Los que pecan sucumbiendo a las tentaciones del nuevo sistema de vida se atraen un terrible castigo. Así, Tomás Machojón, que se desmanda del rebaño —se hace «ladino»— casándose con una mujer blanca, la Vaca Manuela Machojón, pierde a su hijo en una conflagración y sucumbe él también a las llamas corriendo tras la imagen del hijo, gran jinete desaparecido en un maizal incendiado. Los niños mueren, fracasan las cosechas, se secan los pozos y los ríos. Las mujeres —atacadas de «delirio ambulatorio», llamado también «laberinto de araña»— se fugan del hogar. Sus espíritus errantes se aparecen a los viajeros en un alto risco donde soplan las borrascas y los barrancos respiran «para adentro», atrayéndolos al abismo. Tal es la suerte del pobre Goyo Yic, un ciego abandonado por su pecadora mujer, María Tecún. La búsqueda de la «tecuna» lo lleva a un hechicero que le devuelve la vista, pero sólo para que pueda llegar hasta el risco, donde apenas evita que lo trague el precipicio. Goyo Yic, personalmente sin culpa, lleva en sí la culpa acumulativa de la comunidad. Perdida en la niebla del pasado hay una falta anónima. Su pena le ha abierto los ojos a la desesperación y la calamidad. Es un hombre después de la caída, privado de su inocencia. No sabe cómo reconocer a su amada ahora que tiene ojos para verla; sólo recuerda su voz. Y es como si al recobrar la vista estuviera más ciego que antes. Porque «a la mujer verdaderamente amada no se la ve, es la flor del amate que sólo ven los ciegos». El amate es un tipo de higuera de la que obtenían los indios una resina lechosa y con cuya corteza hacían sus pergaminos. No da flores. «La creencia popular —dice Asturias— es que la flor está escondida en el fruto. Florece sólo en los ojos del ciego». Es, por supuesto, un símbolo del amor, pero también, acaso, de verdades ocultas que sólo conocen los iniciados y que de ahora en adelante le serán negadas a Goyo Yic. Su acongojada peregrinación por las montañas —bebiendo para olvidar de una gran calabaza llena de aguardiente ilegal— lo lleva a la miseria y la ignominia. Se convierte en un ruinoso buhonero ambulante, apestado de sufrimientos, hasta que con el tiempo —en una escena conmovedora en la que Asturias derrama toda su ternura por la humanidad herida de su pueblo— le confiesa a un amigo, mientras andan bamboleándose por el camino polvoriento, con una llama en las tripas y el viento en la cara, que ha renunciado a toda esperanza de recuperar alguna vez a su mujer o el mundo que compartía con ella. «Antes, compadre —dice—, la buscaba para encontrarla; ahora, para no encontrarla». El recuerdo, convertido en olvido, ya no es más que un remordimiento.
Hombres de maíz es una obra turbulenta, anárquica, desarticulada, en la que bailan los esqueletos y ríen las calaveras. Dice Asturias: «En Hombres de maíz no hay concesiones. No hay argumento. Que las cosas sean claras o no, no importa. Se dan simplemente».
Estamos en el reino de los portentos y las curas milagrosas. El tiempo es circular. El pasado y el presente, lo real y lo imaginario, coexisten en las conciencias de los protagonistas. Gestos rituales, expresiones y acontecimientos se repiten a intervalos irregulares pero inexorables. El elemento «telúrico» —la voz del paisaje— es omnipresente. Como en todas las obras de Asturias, algunas de las mejores escenas son humorísticas. Entre ellas resaltan los afectuosamente maliciosos retratos de la vida aldeana: comilonas, fiestas, bodas, borracheras, bailes, festivales religiosos, días de mercado, velorios y funerales. La obra quedaría incompleta sin las habituales caricaturas graciosas de forasteros excéntricos y pintorescos que deambulan por los trópicos: el padre Valentín Urdáñez, un clérigo español de la estirpe de los sacerdotes coloniales que vinieron al Nuevo Mundo con los conquistadores, y lleva un diario al estilo de las viejas crónicas de Bernal Díaz; don Casualidón, otro párroco, ofuscado por la codicia del oro, que proporciona al autor la oportunidad de insertar una moraleja sobre la vanidad de los bienes terrenales; Deféric, un alemán mitómano, con su teoría de que los indios se «sacrifican» para alimentar su leyenda; y el famoso visitante nórdico O’Neill (¿Eugene?) —muerto de amor por una doncella local— cuyo sepulcro se ha convertido en una atracción turística.
En la raíz de la actitud ambigua con que enfrenta el indio la realidad, dice Asturias, está su concepto de la dualidad de todas las cosas: realidad y ficción, ser y devenir. Para el indio, el hombre es un ser transitorio, un ave de paso, momentáneamente encarnado en la individualidad, de la que aspira a liberarse para volver a unirse con el Todo. Ve su autonomía como un angustioso enajenamiento. De allí su constante nostalgia por un paraíso perdido en la memoria de la raza, un más allá —simbolizado por el principio femenino, la Madre Tierra, «nombre de mujer que todos gritan»— al que los poetas del náhuatl llamaron «la tierra florida». El hombre en el mundo visible no es más que un muñeco, una sombra de su verdadero ser. El indio es un ser comunal. «No hay solitarios entre los indios», dice Asturias. El indio condenado a la soledad sufre una especie de angustia «metafísica», una parálisis de la voluntad. Lo aterra, lo aniquila «el momento en que se es uno solo con el sol encima». Su soledad, dice Asturias, no es introspectiva; la unidad, para él, es despersonalización. Por eso emigra —o transmigra— fácilmente en sus pensamientos para entrar en otros seres o retroceder a través del tiempo a sus orígenes legendarios.
«El indio vive hacia atrás, no hacia delante. Los mayas computaban el tiempo retrocediendo trescientos mil años en el pasado. Pero cuando miraban hacia delante pensaban en función de períodos que no abarcaban más de veinte años. Pensaban que cada veinte años debía llegar el fin del mundo. Creían que el hombre había vivido diferentes ciclos solares. Ahora vivimos en el quinto ciclo solar, que ellos representaban como el sol en movimiento. Llamaban al sol “el que se mueve” y lo identificaban con el corazón en el cuerpo. Eso explica las grandes hecatombes en la época de los aztecas. Sacrificaban el corazón para alimentar al sol. Temían cada vez más que el sol se detuviera un día; entonces todo se vendría abajo. Del punto de vista histórico, sus temores eran inspirados probablemente por recuerdos de los grandes desastres naturales de la era neolítica.»
El anhelo del indio por su pasado inmemorial se expresa concretamente en el mito del nahual, que aparece repetidas veces en las páginas de Hombres de maíz. El nahual es un espíritu protector del hombre, una especie de ángel guardián; toma la forma de cualquier animal con que el hombre se ha identificado al nacer. Se podría decir que es su alma animal. Todo hombre aspira a confundirse en unión íntima y trascendente con su nahual. Es el caso de Nicho Aquino, el «correo» de la aldea, cuyo nahual es el coyote. Nicho Aquino se pierde en las montañas un día de lluvia, atribulado por oscuros presentimientos. Lo rescata uno de los Brujos de las Luciérnagas, ancianos o sabios con facultades visionarias, descendientes de los antiguos zahoríes de la tradición que vivían en «tiendas de piel de venada virgen» y hacían fuego con el pedernal. El correo, que ha merecido la reencarnación, es iniciado en los ritos secretos que lo despojarán del peso de la individualidad y lo integrarán en la corriente genérica. Es una experiencia pavorosa y sublime para él. A tientas y enceguecido entra en una profunda cueva y lo conducen en un descenso vertiginoso al mundo subterráneo de Xibalba, la región de sus antepasados, donde los que llegan «sueñan con verdes que no vieron, viajes que no hicieron, paraísos que tuvieron y perdieron». El descenso a las entrañas de la tierra es al mismo tiempo una vuelta al instinto —al nahual— y un ingreso en la inmortalidad. Nicho Aquino se desprende poco a poco de su piel exterior, su «caparazón de hombre, muñeco de trapo...». Le dicen que «la vida más allá de los cerros que se juntan es tan real como cualquier otra vida» y que en las profundidades de la tierra encontrará «el secreto camino». Le hacen pasar por una representación ceremonial de las etapas de la creación del hombre tal como las registran las viejas tradiciones. Primero el hombre es de barro — «lodo caedizo»—, luego de junco o astilla y finalmente, en su reencarnación definitiva, de maíz fértil. Nicho Aquino ha sido un testigo sagrado de los misterios de las «grutas luminosas». Ha hecho frente a su pasado, ha asumido la historia de su raza, y «los que se confrontan con su nahual así, fuera de ellos, son invencibles en la guerra con los hombres y en el amor con las mujeres, los entierran con sus armas y sus virilidades, poseen cuantas riquezas quieren, se dan a respetar de las culebras, no enferman de viruela y si mueren diz que sus huesos son de piedralumbre».
Es difícil saber hasta qué punto Asturias ha conseguido penetrar los modos de pensar y sentir de los indios en Hombres de maíz. No habla ninguna de las lenguas indígenas y admite que sus incursiones por la psicología indígena son intuitivas y especulativas y sus interpretaciones, a veces altamente personales. Eso, sin embargo —y a pesar de los errores que podría señalar un antropólogo y las libertades que se toma con su material—, no las invalida. En estos asuntos, la intuición podría ser un camino más seguro que el análisis científico. «Oí mucho, supuse un poco más e inventé el resto», dice. Pero su invención no fue arbitraria. El clima de sus invenciones casi siempre es auténtico y convincente. Los resultados expresivos son fulgurantes, aunque no siempre exentos de ecos literarios. Lo que seduce en su prosa es el constante suspiro de la voz interior. Hay momentos exaltados y límpidos en casi cada página, y el conjunto brilla con un resplandor espiritual demasiado raro en nuestra literatura. «Los cuentos son como los ríos, por donde pasan van arrastrando todo lo que encuentran», dice Asturias, que acababa de publicar Hombres de maíz cuando ya se dedicaba de pleno a su próxima obra. En 1950 publicó Viento fuerte, el primer volumen de una tumultuosa trilogía que trata de las plantaciones de bananos de la United Fruit Company en Guatemala. Hay mucho panfleto en Viento fuerte, que —curiosamente— se concentra en los esfuerzos de dos idealistas norteamericanos, Lester Stone y Leland Foster, por humanizar la explotación de las tierras bananeras convirtiéndolas en una empresa cooperativa en beneficio de la población local. El hecho de que Asturias eligiera a dos norteamericanos como protagonistas arroja una luz enigmática sobre sus intenciones. Podemos sospechar que se esforzaba por vencer el simplismo de este tipo de literatura, distribuyendo los papeles en forma más equitativa para dar más peso al argumento, pero en vano. Los gringos samaritanos, en el contexto de esa época, son figuras pintorescas pero inverosímiles.
Asturias nos cuenta cómo le nació la idea del libro:
«En 1949, hallándome de visita en Guatemala, me di cuenta de que estaba desconectado de ciertos aspectos de la vida guatemalteca. Había vivido en las montañas, había vivido con los indios, había vivido en la ciudad; pero ahora unos amigos me invitaron a quedarme con ellos en Tiquisate y Bananera para que conociera las plantaciones de banana. Estuve en los dos lugares y los dos me proporcionaron el escenario para Viento fuerte. Al mismo tiempo leí un informe que aparece en un libro que se llama El imperio del banano. Lo habían hecho un par de periodistas norteamericanos enviados a Centroamérica para estudiar la política de la United Fruit Company. El informe de esos periodistas norteamericanos es casi idéntico al que presenta Lester Stone en una reunión de la junta directiva de la Compañía en Viento fuerte. Claro que en Viento fuerte hay también una serie de retratos y episodios tomados directamente de la vida guatemalteca.»
Estas escenas puebleras y campesinas, como de costumbre llenas de gracia y ternura, dan vida y color a la obra, pero son secundarias, puro decorado.
Tomado en conjunto, Viento fuerte y su continuación El Papa Verde(1954), así como el volumen que completa la trilogía, Los ojos de los enterrados (1960), tienen la militancia tendenciosa —y algo quejumbrosa— de la literatura de protesta. La polémica y la política ponen en duda el valor documental y el patetismo extorsiona los sentimientos del lector. La denuncia y el alegato son estilizaciones, irrealidades. Además molesta el hecho de que el autor se las arregla siempre para estar del buen lado.
Asturias admite hasta cierto punto estas objeciones. «Pero creo que la expresión “literatura de protesta” simplifica demasiado las cosas. Demos vuelta al problema para verlo como lo veo yo. Creo que toda la gran literatura latinoamericana ha sido una literatura de protesta.» Asturias, que siempre ha defendido su tesis, le da a la palabra un sentido muy general. Para él, la protesta es la acción misma, dice: «La novela es el único medio que tengo de dar a conocer al mundo las necesidades y aspiraciones de mi pueblo».
Asturias ve una diferencia fundamental entre la estética del novelista latinoamericano y la de sus colegas europeos. El novelista europeo, dice, se ha emancipado hasta cierto punto del medio telúrico, puede dedicarse tranquilo a explorar los problemas complejos de la psicología individual. El ámbito del novelista latinoamericano, en cambio, sigue siendo en gran parte aquel viejo «infierno verde» de «plantas humanas» de la escuela naturalista. De allí que nuestra novela se vea obligada a ser principalmente una geografía social y económica del continente. Su misión es recopilar, evaluar y criticar.
«La literatura latinoamericana nunca es gratuita. Es una literatura de combate. Siempre lo ha sido. Me refiero a nuestra gran literatura. Si nos remontamos al período de la conquista, encontramos lo que yo llamaría la primera gran novela latinoamericana, la Crónica de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. ¿Por qué escribe Bernal Díaz su libro? Para quejarse al Rey de que después de todos sus años de servicio a la Corona ha sido olvidado.» Cita a Fray Bartolomé de las Casas y su defensa del indio ante la Corona. La tradición se mantiene en literatura colonial, bastante desarrollada en Guatemala, la Capitanía General del Virreinato de Centroamérica y por lo tanto la sede de monasterios culturalmente activos y de la primera universidad centroamericana. «Alrededor de 1770 un poeta guatemalteco, Rafael Landívar, publicó en Módena, en latín, una obra titulada Rusticatio mexicana. En esta obra Landívar, un jesuita expulsado de Guatemala en la época de Carlos III, protesta contra la acumulación de grandes fortunas en Europa a expensas de las riquezas del continente americano. En otras palabras, nuestra literatura nació bajo el signo de la protesta. Nació de un conflicto que yo creo real, no inventado; porque Landívar, como todos nosotros, se daba cuenta de la explotación del indio. Siguiendo por ese camino hasta la época romántica o prerromántica, vemos que continúa la misma lucha en la época de la independencia.» Asturias señala la Amalia de Mármol, una de varias novelas escritas en esa época para denunciar el despotismo y la dictadura. «Luego tenemos el Facundo de Sarmiento que es otra de las grandes novelas latinoamericanas. Y podríamos seguir así nombrando cualquier cantidad de obras dedicadas a la protesta social.» En Guatemala misma —antaño el paraíso modernista de estetas tan refinados como Rafael Arévalo Martínez o Flavio Herrera, que trató alguna vez de poner el trópico en un haiku—, se ha destacado en años recientes por su tono a la vez lírico y mordaz el neonaturalista Mario Monteforte Toledo, quien huyendo de la persecución a México vivió un tiempo con los indios y pintó en una novela donde aprovecha sus experiencias personales el conflicto «entre la piedra y la cruz».
Dice Asturias, cuyas palabras resuenan en una época en que la mayoría de sus compatriotas viven en el exilio, refugiados en la poesía: «Creo que la función de la literatura hasta ahora ha sido la de exponer el sufrimiento de nuestro pueblo. Creo que es difícil para este tipo de literatura ser puramente literario, interesarse exclusivamente por lo que es bello o agradable para los ojos o los oídos».
Y no es que él descuide este aspecto de su oficio. Hasta su trilogía sobre la Compañía Bananera contiene numerosos pasajes de magia y mitología, incluyendo un retrato mítico del Papa Verde —el gran patrón de la empresa, que tiene su sede en un rascacielos de Nueva York—, en cuya portentosa lejanía hay matices poético-macabros que recuerdan los de la figura del señor presidente. Pero el Asturias de 1950, cuya militancia va en aumento día tras día, ya no es sólo el hábil artífice literario de antes. Si con los años parecería haber malogrado en parte su talento, es porque lo han absorbido asuntos más apremiantes que la literatura. En 1951, momento de emergencia nacional, lo encontramos desempeñando un papel activo en la historia de su país.
Fue en el año 1951 cuando Jacobo Árbenz, el sucesor de Arévalo, subió al poder en Guatemala. Árbenz, un coronel retirado que había intervenido en la lucha contra el dictador Ubico, heredó los programas reformistas de Arévalo. A él le tocó ponerlos en práctica. Y fue ésa su ruina.
«La presidencia de Arévalo había sido la época de las leyes revolucionarias, como se las llamó, aunque no tenían nada de revolucionario, porque en Inglaterra, por ejemplo, esas mismas leyes han existido desde alrededor de 1880. Eran leyes de seguridad social, leyes obreras. Se comenzaron a distribuir tierras bajo la ley de reforma agraria.» A pesar de la fuerte resistencia a esas leyes —dice Asturias—, «Arévalo consiguió terminar su período presidencial, aunque tuvo que sofocar unos veinte o treinta atentados contra su gobierno. Entonces llegó Árbenz. Creo que ciertos círculos del país lanzaron un gran suspiro de alivio cuando Árbenz fue elegido, porque dijeron: “Un coronel... Todos los militares se venden”. Pero sucedió todo lo contrario».
En 1952, mientras Asturias andaba en misión diplomática en París, la ley de reforma agraria provocaba gran agitación en Guatemala.
«Árbenz expropió algunas tierras que pertenecían a la Bananera. La Compañía quería ser compensada por lo que calculaba ser el valor real de las tierras, en tanto que el gobierno decidió que se le pagaría la cantidad en que habían sido declaradas para fines impositivos. La disputa llegó a los tribunales. El gobierno ganó el pleito. No tardaron en intervenir embajadas y cancillerías. Y las cosas se precipitaron. La United Fruit Company se puso a propagar la idea que el gobierno de Árbenz era comunista. Siguió la Conferencia de Estados Americanos en Caracas. Foster Dulles presentó su famosa resolución condenando al comunismo internacional. Guatemala votó en contra; México y la Argentina se abstuvieron. Indudablemente, la invasión de Guatemala estaba ya proyectada. Árbenz me cablegrafió a París pidiéndome que volviera y me envió como embajador a El Salvador (1953). Era un puesto difícil, porque se esperaba que la invasión de Castillo Armas, apoyada por los Estados Unidos, llegara a través de la frontera salvadoreña. Yo logré arreglar las cosas de manera que Castillo Armas no pudiera pasar por allí. Tuvo que entrar por Honduras, por una región inhospitalaria y montañosa. Llegó con ochocientos hombres, alquilados y prestados, algunos de Honduras, otros de Santo Domingo, unos pocos españoles, panameños y venezolanos y algunos guatemaltecos. Guatemala puso inmediatamente diez mil hombres en armas. Así estaban las cosas cuando comenzaron los bombardeos de la capital y de otras ciudades, con el objeto de sembrar el pánico en la población. En realidad, Castillo Armas ya había sido derrotado, y parece que se le había ordenado retirarse con sus hombres. En el Brasil se preparaba una conferencia interamericana para aplicar sanciones económicas a Guatemala. Pero no fueron necesarias, porque el embajador de los Estados Unidos, Purefoy, ya había conseguido sus propósitos por otro lado: el ejército se había vuelto contra el gobierno.»
Ésta es la situación descrita en la colección de cuentos de Asturias llamada Week-end en Guatemala (1956), un libro escrito con indignación y dolor, prácticamente en el ardor de la batalla. Si tiene poco relieve artístico es porque en ese momento de catástrofe nacional los acontecimientos le dejaban al autor escasa distancia y perspectiva. El gobierno cayó. Árbenz, víctima de la insubordinación y el soborno, se refugió en una embajada. Castillo Armas entró triunfante. Era el año 1954, fecha amarga para Miguel Ángel Asturias. Lo despojaron de su ciudadanía y empezaron sus ocho años de exilio en Buenos Aires.
Desde entonces, hasta muy recientemente, cuando hubo un cambio de gobierno favorable, Asturias no había estado en su país más que en cortas visitas, con pasaporte de turista. Se ganó la vida en Buenos Aires como corresponsal de El Nacional, un diario de Caracas, y consejero de la Editorial Losada. En 1962, con la caída del gobierno liberal de Frondizi, las presiones políticas argentinas obligaron a Asturias a irse a Génova. Allí colaboró ad honórem con una organización de intercambio cultural llamada Columbianum, y preparó un coloquio entre intelectuales de América Latina que se celebró en enero de 1965. Viajó extensamente por toda Europa, fue candidato a la presidencia del Pen Club en 1965 —obtuvo el puesto Arthur Miller— y frecuentó las conferencias y los simposios de escritores. Cuando lo vimos en Génova circulaba el rumor —más tarde confirmado— de que era candidato al Premio Nobel. No haberlo obtenido tiene que haber sido una gran decepción para él (a pesar del consuelo de un Premio Lenin), no tanto por el prestigio del Nobel como por la movilidad que da la consagración académica. Blanca, que no contaba con las sorpresas de la ruleta diplomática (ahora, en agosto del 66, Asturias acaba de ser nombrado embajador de Francia), nos dijo que el Premio les habría conferido un sello de inmunidad en su país. «Entonces no se atreverían a molestarnos», dijo, con una mirada distante a través de la bahía hacia la tierra florida.
A lo largo de los años, a la par de sus novelas, Asturias ha mantenido su vena poética publicando libros con títulos como Ejercicios poéticos en forma de sonetos sobre temas de Horacio (1951), Bolívar (1955), y la aún inédita Clarivigilia primaveral, inspirada en esos temas indígenas que ha manejado siempre con tanto amor (ha editado una antología de poesía precolombina). La poesía —ha publicado también una serie de Sonetos italianos— sigue siendo en él una veta ocasional. La valora más que nada por la soltura que le da en el manejo del idioma para el resto de su obra.
«Comencé escribiendo poesía, no prosa. En 1918 ya escribía poemas. Pero no publiqué nada entonces. No me consideraba uno de los mejores poetas de mi generación, que fue excepcional en ese respecto en Guatemala, aunque muchos de sus mejores representantes se perdieron en el camino, murieron o dejaron de escribir... De modo que me dediqué a la prosa. Aunque seguí escribiendo poesía. Pero la guardé para mí; era algo más íntimo y personal. En 1948, cuando estaba en Buenos Aires, Rafael Alberti y Toño Salazar, que se encontraban allí en ese momento, se entusiasmaron con algunos de mis poemas y consiguieron que la editorial Argos publicara una antología. Se llamaba Sien de alondra (1948). Luego, más tarde en mi carrera, se me ocurrió la idea de tratar de hacer poesía con temas indígenas. Sería algo muy sencillo y directo. En Clarivigilia primaveral, que comenzó como prosa, algo por el estilo de Leyendas de Guatemala, y luego se convirtió en verso libre, creo que dominé esta disciplina. La había estado practicando durante mucho tiempo, pero sobre todo como un ejercicio. Aunque era un ejercicio muy importante para mí. La poesía ha sido mi laboratorio. Y hay algo más. Creo que los poetas latinoamericanos tienen un gran papel que hacer en nuestra novela, cuando son capaces de manejarla. Porque nuestras novelas respiran poesía. Tienen un lirismo que las transfigura.»
Hablamos del teatro de Asturias, que ha sido escaso y limitado en su alcance, pero también provechoso para él. Menciona Soluna (1955), una especie de auto sacramental indio que explota los misterios y prodigios de la mente popular. Chantaje y Dique seco son polémicas. De todo su teatro, él prefiere La audiencia de los confines, drama en torno a la benemérita figura de Fray Bartolomé de las Casas y su lucha contra la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo. Aunque La audiencia de los confines (1957) es una obra histórica, lo curioso es que cuando un grupo de estudiantes la representó por vez primera en Guatemala en 1961, causó un escándalo. «El público y la prensa dijeron que iba contra la Iglesia, contra los ricos, que era francamente izquierdista. Sin embargo, no eran más que las palabras del mismo Fray Bartolomé, ligeramente transcritas para modernizar el lenguaje. Era precisamente el discurso que pronunció ante el tribunal supremo hace varios siglos.»
Asturias no pretende ser capaz de medir el valor de su obra teatral. Aunque permitió que se publicara en 1964 un volumen de su Teatro completo, se siente algo incómodo en ese medio. «El teatro —dice— es de la boca para afuera. La novela es de los labios para adentro».
Esa voz interior que apenas se distingue del pensamiento es la que se deja oír en su última novela, Mulata de tal (1963), donde retoma el hilo de la aventura mitológica que empezó a desenredar en Hombres de maíz. Como en El alhajadito, el poema en prosa de 1961 que contiene varios cuentos para niños, estamos en el reino del puro ensueño. La algarabía de Hombres de maízha sido reemplazada por algo diáfano, gracioso y directo, animista como una fábula, misterioso como un cuento de hadas. Vamos, llevados por la mano dulce del autor, a través de ilusiones y espejos. Hay mucha improvisación. No siempre entendemos lo que está pasando. Es un teatro de títeres que se independizan al correr de la pluma.
Dice Asturias: «Creo que mi lenguaje en Mulata de tal tiene una nueva dimensión. En Hombres de maíz está todavía sobrecargado de terminología religiosa y mítica. Mulata, en cambio, está escrita en el lenguaje popular, como una especie de picaresca verbal, con el ingenio y la fantasía que tiene la gente sencilla para hilar frases y jugar con las ideas. Creo que lo primero que debemos observar en Mulata de tal, más que el argumento o la trama, son sus elementos invisibles, su contenido puramente enigmático. En esencia, Mulataes una variación del mito de la luna y el sol. Decimos que la luna y el sol no pueden compartir el mismo lecho porque si lo hicieran, el sol como hombre y la luna como mujer engendrarían hijos monstruosos. Por eso cuando la mulata se casa con el protagonista, Yumí, nunca le muestra la cara cuando hacen el amor. Siempre le da la espalda. No sabemos por qué, si porque ella tiene gustos anormales o por alguna otra razón. Los textos indios dicen que los dioses castigaban severamente a los que hacían el amor “vueltos hacia el lado indebido”. No sabemos si se referían a la homosexualidad o simplemente a la postura anormal. Además de ser una picaresca popular, Mulata tiene esa dimensión astral, como podríamos llamarla. Están esos dos cuerpos astrales girando sin unirse nunca. La Mulata es el principio lunar. La base de la historia es una leyenda popular en Guatemala: el pobre que se hace rico vendiendo su mujer al diablo. Es una leyenda muy difundida en Guatemala. En cuanto a lo que el diablo hace después con la mujer, hay diferentes versiones. En una, huye con ella y luego vuelve disfrazado de mujer para castigar al hombre que le vendió su esposa. El hombre se enamora del diablo y el diablo le hace la vida imposible. Entonces el hombre suspira por la buena mujercita que tenía en otro tiempo...
»La Mulata en sí es un invento mío. La llamé Mulata para no usar la palabra mestiza, porque no me parecía que la mezcla de sangres era suficiente en la mestiza. Evité Zamba, que habría dado una combinación de las sangres india y negra, porque no creí que la palabra sugeriría la gracia de movimientos tan especial que tiene la mulata...»
Aparecen enanos —la esposa de Yumí se transforma en uno de ellos— que son también figuras comunes de la imaginación popular en Guatemala. Los antiguos caciques indios se rodeaban de enanos que hacían el papel de bufones. Otras figuras populares en Mulata son un grupo de bailarines enmascarados que la gente llama los hombres-jabalíes.
Asturias adorna cada leyenda, pero respetando sus condiciones básicas, cuidadoso de no salirse de los límites y destruir la ilusión de credibilidad que trata de mantener. Así, cuando el pacto de Yumí con el diablo fracasa y se le viene abajo el cielo, estamos en presencia de un acontecimiento que tiene su correspondencia en la realidad. «En nuestros países hay muchos casos de personas que han perdido todo de la noche a la mañana a causa de un terremoto o de una erupción volcánica.» El texto alude indirectamente en diversos momentos a esta calamidad natural.
Al rato, siguiendo las peripecias de los personajes, nos hallamos en Tierra Paulita, una especie de ultramundo fabuloso adonde Yumí y su esposa duende han ido a parar para hacerse curanderos.
«Las partes del libro que tienen que ver con la Iglesia católica son interesantes y típicas. Porque así son las Iglesias católicas de nuestros países. Es un tipo de catolicismo muy mezclado con las creencias locales, en el que los oficiantes indios a veces tienen más autoridad que el cura en su propia iglesia. En Mulata tenemos a un sacerdote rodeado por las fuerzas del mal. Ése es el tema central de la novela. Las fuerzas del mal indígenas: Cabracán, el dios de los terremotos, y Huracán, el dios de los huracanes, quieren borrar al hombre de la faz de la tierra. Para ellos el hombre es un intruso en el universo. Quieren destruirlo. Esto es lo que podríamos llamar el punto de vista indígena. Pero el catolicismo ve el mal de otra manera. Satanás no quiere destruir al hombre, al contrario. Quiere que el hombre se multiplique para acrecentar así la población del infierno. De modo, naturalmente, que las dos posiciones chocan entre sí.»
Un ejemplo de fusión de estas dos mitologías en conflicto lo encontramos en el Baile de los Gigantes, en el que se decapita a uno de los miembros del conjunto que representa a San Juan Bautista. El punto culminante de la novela es un holocausto que devasta la tierra, arrasando a hombres y bestias. Estalla un «fuego blanco», apocalíptico.
A pesar de la incoherencia de Mulata, la fantasía y el buen humor producen muchas buenas páginas. Asturias tiene la sensación de que el resultado neto es positivo. Cree que se ha acercado a la meta que ha perseguido siempre: la de lograr una síntesis satisfactoria del mundo material y el mundo mítico de su pueblo.
Sus proyectos para los años próximos son inagotables.
«He comenzado a escribir una serie de cuentos como los de Week-end en Guatemala —nos dice—, sólo que éstos se llamarán Los Juanes. Tengo a Juan Girador, Juan Hormiguero y Juan el Encadenado. Son cuentos populares que relata la gente y que no he podido incluir en ninguna de mis novelas. Al mismo tiempo, quiero publicar una serie de cinco novelas sobre Guatemala, compuestas también con cuentos que recuerdo, como los de Leyendas». Además, agrega, hay una novela, titulada provisionalmente El bastardo, que pertenece en parte al ciclo de la Bananera. «El bastardo será la novela de mi generación, de la década del veinte, de mis años de estudiante. Tengo que reconstruir toda la época y la vida que llevábamos en esos días. Pertenece al ciclo de la Bananera en el sentido de que tratará de demostrar cómo la pequeña burguesía guatemalteca frustró sus propósitos al contribuir al fracaso de la revolución.»
Asturias, como Carpentier, se siente optimista no sólo respecto a su obra, sino también respecto al futuro de la literatura latinoamericana en general. Nuestra literatura es joven, dice, pero sana, vigorosa y pródiga en sus manifestaciones. El artista latinoamericano es uno de los pocos que pueden todavía hallar nuevas formas de expresión inspirándose en viejas fuentes. «Podemos contribuir con una vitalidad, una fuerza natural y animal, una violencia de sangre nueva —dice Asturias—, que enriquecerá la cultura occidental y ampliará en el hombre la comprensión de sí mismo».
Si parte de su obra es demasiado de actualidad para ser de interés duradero, él no ve nada en eso que lo desanime. Corresponde, dice con perfecta sencillez, a cierta etapa en la evolución de nuestra cultura. Con la serena sabiduría de un viejo Buda maya nos asegura: «El futuro traerá algo distinto. Habrá novelistas más hábiles o maduros que presentarán los problemas en forma más completa y dramática. Yo veo mi obra como una experiencia que emprendí sin ninguna intención literaria explícita o exclusiva, sino más bien como lo que se podría llamar un mandato del destino. Yo no quería ser un escritor, no decidí serlo. He tratado de encontrar un modo de expresar las cosas que sentí. Creo que mi experiencia será útil para otros que quieran trabajar con los primitivos elementos indios de nuestro mundo, con aspectos de la vida popular, usándolos en dosis moderadas, como he hecho yo, sin caer en los excesos del criollismo o, por otra parte, conformarse con el cosmopolitismo. Durante los años que pasé en París vi el ejemplo de muchos escritores cosmopolitas que escribían sobre París, sobre Versalles. Desde entonces sentí que era mi vocación y mi deber escribir sobre América, que algún día interesaría al mundo. Creo que en el futuro otros novelistas y poetas encontrarán otras maneras más lúcidas, eficaces y elocuentes de hacer lo que yo he hecho. Creo que para todos nosotros escribir es una cuestión de pasar por cierto tipo de experiencia... Entre los indios existe una creencia en el Gran Lengua. El Gran Lengua es el vocero de la tribu. Y en cierto modo eso es lo que yo he sido: el vocero de mi tribu».
Estamos en Génova, en una tarde clara de la primavera de 1965. Una figura de impresionante corpulencia y perfil aguileño nos recibe detrás de una gran mesa redonda en el último piso del palacio Doria que se alza soberbio sobre los techados, con vista a la Piazza San Matteo. Génova es una ciudad de chimeneas humeantes, callejones tortuosos, fábricas, pesquerías, azoteas donde se agita fantasmagórica la ropa tendida al sol. El cuarto que tirita al atardecer es enclenque, y está apenas amueblado. Asturias posee pocos bienes: libros y revistas diseminados al azar, adornos pasajeros en los estantes, recortes de periódicos pegados en una pared desnuda. Apenas se fija en sus alrededores. Una aspiradora resopla como un fuelle en la habitación vecina. Un paquete de comestibles —ha estado de compras y acaba de volver, frotándose las manos con anticipación gastronómica— se comba en un estante, tambaleándose. Hay visitas ruidosas en el pasillo, amigos que llegan. En la casa de Asturias se cruza mucha gente que entra y sale apurada, de paso rumbo a los cuatro rincones del mundo. Asturias es bondadoso, comedido y monosilábico. Acoge a todos por igual, con una mirada tranquila, distraída y sonriente en los ojos profundos.
Cuando entramos, las corrientes de aire atraviesan la casa como brisas marinas, haciendo golpear las puertas. Una pequeña estufa eléctrica parpadea huraña en medio del piso. Éste es el cuarto de trabajo, que acaba de salir del invierno. Estamos prácticamente a la intemperie. Asturias se excusa del frío. «Con el mal tiempo hace meses que no entramos aquí», dice, levantándose pausadamente para saludarnos. En su tierra no hay invierno. El clima es suave y dulce en las montañas de Guatemala. Pero están lejos. Asturias ha pasado la mitad de su vida en el destierro.
Mientras tomamos café en compañía de Blanca, su mujer, una argentina simpática y enérgica que nos mima como a viejos amigos, nos instalamos en los recuerdos. Asturias habla como escribe, a tirones, ocurrente y dicharachero cuando está en vena; nervioso y sombrío cuando siente que está por vencerlo el silencio. Dándose aplomo, levanta la voz y tamborilea con los dedos en la mesa: hace saltar las tazas, y remonta vuelo un momento, para cortarse después y callar. No es conversador: le gusta contar una buena anécdota, lanzar un chiste o un epigrama y dejarlo que se asiente mientras él se recoge a meditar, o se distrae. Vive en otro mundo. Blanca nos dice que a menudo ronda por la casa envuelto en sus pensamientos, hablando solo. Tiene la melancólica reserva del guatemalteco, la mirada abstraída de una gente de montaña, empequeñecida por grandes extensiones llenas de espejismos que inclinan la mente al ensueño. Es tal vez el novelista que ha penetrado más a fondo en lo latente e irracional de nuestra cultura. Hombre de misterios y extrañas pesadumbres. Más que hablar, escucha. Lo que oye es la voz de un paisaje de brumosos lagos de montaña poblado por gente milenaria que esconde antiguas verdades en sus bailes y atrás de sus máscaras. Aunque tremendista a veces, en la tradición del naturalismo, el espíritu que anima su obra la acerca más al viejo cuento ejemplar o la fábula medieval. Tiene algo de pantomima, como un teatro de títeres manejado por un ventrílocuo que hace todas las voces. La alimentan muchas fuentes: la magia y la mitología indígenas, la demonología quevediana, el esperpento goyesco, la prestidigitación surrealista. Ya sea en el reino de la leyenda pura o en el de la protesta social, Asturias crea una atmósfera crepuscular y fantasiosa que a veces cae casi en el dibujo animado, pero siempre iluminada por una ternura y una compasión que pueden transfigurar la caricatura más burda. Es un titiritero infernal que en la pesadilla cotidiana ha sabido encontrar el amor brujo y la divina comedia.
La vida, desde el comienzo, se burló cruelmente de él. Sus primeros recuerdos datan de la sangrienta dictadura de Estrada Cabrera, bajo cuya bota entró Guatemala en el siglo XX. Asturias nació en 1899, un año después de la subida de Estrada Cabrera al poder.
—Mi madre —dice en una voz ronca y vibrante— era maestra de escuela. Mi padre era juez. Ocupaba un puesto importante en el foro... Estrada Cabrera era un abogado de Quetzaltenango. Llegó al poder primero como ministro del Interior bajo la presidencia de José María Reina-Barrios. En ese puesto empezó a maniobrar entre bastidores para apoderarse del gobierno. Un día encontraron al presidente muerto en la calle, asesinado. Muchos creen que fue Estrada Cabrera el responsable de su muerte. Eliminado Reina-Barrios, él era el segundo en la sucesión del trono. Como el primero no estaba en ese momento, se hizo nombrar presidente provisional. Pronto se presentó para la reelección, apoyado por el ejército y también por las compañías norteamericanas encargadas de la construcción del ferrocarril nacional. Guatemala había terminado ya de construir su propio ferrocarril desde la capital hasta el puerto de San José en el Pacífico; tenía hechas ya las tres cuartas partes del camino hasta Puerto Barrios en el Atlántico. Estrada Cabrera entregó todo a la compañía ferroviaria norteamericana. Así nació el imperialismo en Guatemala. El tratado de 1904 le regaló todo. Así fue como empezó Estrada Cabrera a obtener el apoyo de los Estados Unidos.
Atraídos por los beneficios de esta primera concesión, dice Asturias, no tardaron en llegar otros intereses norteamericanos al país. Pronto hizo pie firme en las tierras bajas la famosa United Fruit Company.
—Los barcos de la Compañía hacían escala en Guatemala para cargar bananas, a cambio de lo cual había convenido en llevar la correspondencia por el sur hasta Panamá y por el norte hasta Nueva Orleáns. Poco a poco la Compañía se dio cuenta de las posibilidades comerciales de ese convenio. Entonces fue cuando comenzó a adquirir sus grandes propiedades.
Entretanto, hacia 1902 o 1903, se habían producido algunas revueltas de estudiantes contra el dictador.
—Estrada Cabrera —recuerda Asturias— esperaba que mi padre tomara medidas legales contra los estudiantes. Él se negó y perdió su puesto. También a mi madre le quitaron sus cursos. Tuvieron que dejar la capital y mudarse al interior a la ciudad de Salamá, capital de la provincia de Baja Verapaz.
Allí pasó Asturias los primeros años de su infancia, en estrecho contacto, dice, con su tierra y su pueblo. Aunque a poca distancia de la ciudad de Guatemala en kilómetros, Salamá era un rincón perdido que las malas comunicaciones alejaban infinitamente.
—En esa época era un viaje de cuatro días para llegar allá. Se iba en mula y por la noche se dormía en el camino.
La mudanza y las mil hazañas que la acompañaron fueron toda una aventura para Asturias. Uno de sus abuelos tenía propiedades en Salamá. Era un hombre apegado a la tierra que conocía todos los secretos de la región. El niño y el anciano se hicieron pronto inseparables. «Lo seguía por todas partes», dice Asturias, recordando con emoción los días que pasaban juntos cabalgando por montes y desfiladeros. Lo que vio en esas cabalgatas se lo llevó de vuelta a la capital cuando regresó allí con su familia en 1907.
Se encontró con una ciudad lóbrega y aterrada, un cementerio donde se escurrían las sombras de los muertos al anochecer. Bajo el taco de acero del Caudillo, que se iba a hacer reelegir tres veces seguidas por un congreso impotente y sumiso, cundía, bufona y siniestra, una especie de pavorosa irrealidad. Comenzaba para Guatemala una larga vela. La gente vivía tras puertas cerradas, entre susurros. Había poca resistencia abierta a la dictadura. Poco tiempo atrás habían aplastado sin piedad un conato de levantamiento organizado por un grupo de profesionales, médicos y abogados. Rodaban aún las cabezas, y se multiplicaban los suicidios. El exterminio había sido tan general, extendiéndose hasta a los parientes y familiares de los responsables, que el duelo era colectivo. Igual de firmes habían sido las represalias contra los dirigentes —en su mayoría alumnos de la Escuela Politécnica y cadetes de la Escuela Militar— de una revuelta estudiantil que abortó también. Los rebeldes fueron aniquilados. «Barrieron con toda una generación», dice Asturias. Se llenaron las cárceles; el país estaba de rodillas... Estrada Cabrera poseía una fuerza macabra, casi sobrenatural. Era un personaje de contornos enigmáticos que se apoyaba en las supersticiones populares e inspiraba una especie de terror sagrado. Maniobraba entre las tinieblas. «Era una dictadura invisible. Nadie veía nunca al presidente. No había más que sospechas, murmullos, rumores...» Guatemala vivía al margen del mundo. «No teníamos radio, ni aviones. Dos o tres veces al mes los barcos tocaban en nuestros puertos, nada más. No entraban diarios sin el permiso del gobierno. Sólo veíamos los dos diarios oficiales. Nuestro aislamiento era completo.»
Con el tiempo, el presidente se convirtió en un mito. Asturias nos cuenta que llegó a conocer bien al hombre después de su caída.
«Yo era secretario del tribunal ante el que fue procesado. Lo veía casi a diario en la cárcel. Y comprobé que indudablemente esos hombres tienen un poder especial sobre la gente. Hasta el punto de que cuando estaba preso la gente decía: “No, ése no puede ser Estrada Cabrera. El verdadero Estrada Cabrera se escapó. Éste es algún pobre viejo que han encerrado allí”. En otras palabras, el mito no podía estar preso.» Acentuaba el humorismo grotesco de la situación el hecho de que hacia el final de su gobierno Estrada Cabrera se había rodeado de hechiceros, curanderos, adivinos y energúmenos de toda especie entregados a danzas orgiásticas en los terrenos del Palacio Presidencial. Se había hecho parte de su propia mitología, y fue en cierto modo víctima de sus propios hechizos. Los terrores delirantes que había inculcado en la población finalmente se habían vuelto contra él.
La fecha decisiva en que comenzó a declinar la estrella de Estrada Cabrera, dice Asturias, fue el 26 de diciembre de 1917. A las diez en punto de la memorable noche del 25 de diciembre, Guatemala fue arrasada por un terremoto.
—Toda la capital se derrumbó. Por eso Guatemala es una ciudad fea ahora. Antes tenía un carácter muy diferente. Era una ciudad de arquitectura barroca, de costumbres ceremoniosas. Yo recuerdo una Guatemala donde la gente vestía de levita y sombrero de copa; llevaba guantes y bastones... Pero ahora, de pronto, la tierra tembló y todos se quedaron en la calle. Y es curioso pero indudablemente el terremoto no sólo sacudió la tierra sino también las conciencias.
Creó, dice Asturias, no sólo trastornos físicos sino además dislocaciones sociales. En medio de la catástrofe, hubo un brote de solidaridad nacional.
—Gentes de todas las clases sociales se encontraron de pronto arrojadas juntas a las calles en camisón y pijama. Había que vivir en carpas. ¿Y cuál fue el resultado? Los que habían vivido retraídos, desconectados del resto de la población, se unieron a la multitud. Sin duda éste fue uno de los factores que contribuyeron a la caída de Estrada Cabrera. Desde 1917 hasta 1920, el año en que fue derrocado, la situación se precipitó. En 1917 mi generación, ya no intimidada por los recuerdos de las represalias anteriores, se lanzó a la lucha política.
Fue en 1917 cuando los estudiantes apedrearon una estatua del dictador en el patio principal de la universidad. Estrada Cabrera se enfureció, pero en vano, ante esa afrenta sin precedentes. Luego hubo mítines y manifestaciones cada vez más violentas. Algunos estudiantes fueron encarcelados por la policía y luego, sorprendentemente, puestos en libertad.
—La situación era muy tensa. Como la acción estudiantil directa era casi desconocida en esa época, Estrada Cabrera no sabía muy bien qué hacer. En ésas estábamos cuando llegamos a 1920.
Amaneció el Año Nuevo lleno de presagios.
—Esa mañana aparecieron volantes bajo todas las puertas de la ciudad invitando a la población a dar su apoyo a un nuevo Partido Unionista para celebrar el centenario de nuestra independencia, que se cumplía en 1921, con una Centroamérica unida. Tampoco en este caso supo Estrada Cabrera cómo reaccionar. Nosotros, los estudiantes, apoyamos inmediatamente la proposición. Para entonces ya se había ido más lejos: se pedía el fin de la dictadura. Hubo persecuciones, pero seguimos con las manifestaciones pacíficas. Estábamos desarmados. Hasta que en abril la Asamblea Nacional depuso a Estrada Cabrera, declarándolo incapaz de gobernar.
Hubo elementos de ópera cómica hasta en los días finales de Estrada Cabrera.
—Carlos Herrera había sido nombrado presidente provisional. Estrada Cabrera había prometido dejar el país. Parece que estaba a punto de irse, cuando una noche de abril abrieron fuego desde su casa, que estaba en una loma en las afueras de Guatemala. Entonces nos dimos cuenta de que no se había ido. Hubo una batalla de ocho días para llegar a él. Su residencia fue rodeada. Pero en la noche en que se iba a dar el asalto, intervinieron en su favor los embajadores británico y norteamericano. De modo que se le perdonó la vida. Se entregó y quedó detenido en su casa. Se le hizo un proceso y fue encarcelado hasta su muerte tres o cuatro años después.
Tras el largo crepúsculo de la dictadura, había mucho que hacer para rehabilitar al país. 1920 fue un año activo para Asturias.
—Fundamos la Asociación de Estudiantes Unionistas, una filial del Partido Unionista. Sacamos un diario llamado El Estudiante, que era muy violento políticamente. Pero eliminado Estrada Cabrera, empezamos a comprender que los problemas de Guatemala no eran exclusivamente políticos y que si continuábamos haciendo política como hasta entonces, terminaríamos frustrando nuestros propósitos y nuestra influencia se malgastaría. Entonces fundamos lo que se llamó la Universidad Popular. Comprendimos que mientras nuestro pueblo no supiera leer ni escribir ni tuviera idea de los deberes y las responsabilidades de la ciudadanía, podíamos seguir cometiendo los mismos errores indefinidamente y no habría progreso. La Universidad Popular fue fundada en 1922. Contábamos con una inscripción de unas doscientas o trescientas personas, pero pronto pasaron de las dos mil. Naturalmente, carecíamos de espacio y facilidades. Por suerte el rector de la Universidad Nacional nos sacó del apuro prestándonos aulas. Las clases se daban por la noche, después de las siete. De modo que teníamos más de dos mil personas: obreros, gente de los alrededores, hombres y mujeres. El gobierno ayudaba. Nos apoyaba el nuevo presidente, el general Orellana. Nuestro propósito era exigir un sacrificio de nuestros ciudadanos. Porque lo que pasa en Guatemala, como en muchos de nuestros países, es que la gente no está acostumbrada a contribuir nada al bien general. Queríamos cambiar eso. Teníamos que incomodarnos un poco para dar nuestras clases nocturnas, que eran gratuitas. Eso requería un esfuerzo. A veces llovía... El proyecto creció. Pronto hubo una sucursal de la Universidad Popular en cada provincia. Comenzó a jugar un papel importante en la vida del país. Teníamos nuestros representantes en la Asamblea Nacional. Propusieron que la universidad recibiera subsidios oficiales...
Entretanto, la suerte de la familia Asturias había mejorado notablemente. El padre de Asturias se había hecho importador de azúcar y harina, que vendía a los campesinos de los alrededores. Vivía a puertas abiertas, hospedando en su caserón a los clientes. Las reuniones que se armaban en el patio al anochecer, bajo los árboles, hasta que asomaba el sol de la madrugada eran una inagotable fuente de maravilla y de información para el joven Asturias.
—Era un patio muy grande con un enorme portón. Los compradores entraban en sus carretas, o arreando sus mulas. Llegaban por la mañana o por la tarde, hacían sus compras y empacaban para estar listos para partir a la mañana siguiente. Pasaban la noche en el patio. Allí encendían sus fogatas y dormían bajo sus toldos. Yo tenía muchos amigos entre ellos y los oía hablar todas las noches, contando sus historias. Para mí fue un segundo contacto con la gente del interior.
Asturias, estudiante de Derecho, trabajaba en su tesis en esa época. Su tema, inevitable, era el perenne «Problema Social del Indio». Su investigación, si bien por necesidad algo teórica, lo obligaba, no obstante, a hacer frecuentes expediciones a ranchos y haciendas. Fue ésta una época ambiciosa e idealista. Los jóvenes estaban en la vanguardia de los acontecimientos, mirando hacia un futuro que parecía lleno de grandes promesas.
Pero pronto se descompuso el panorama. Poco después de graduarse en la Facultad de Derecho, Asturias y otro abogado fueron designados para defender a un oficial acusado del asesinato del jefe de estado mayor del presidente Orellana. Era un asunto enredado y espinoso. La defensa perdió la causa y el reo fue condenado a muerte y fusilado. La actitud del ejército durante el proceso dio mucho que pensar... Los militares adquirían cada vez más influencias en el gobierno. Asturias y un par de amigos suyos, Epaminondas Quintana y Clemente Marroquín Rojas, publicaron una serie de artículos apasionadamente antimilitaristas en un número de un semanario que habían fundado, Tiempos Nuevos. En la noche del día en que aparecieron los artículos, Epaminondas Quintana fue acorralado y apaleado en el mortuorio Callejón de Jesús. La paliza lo dejó medio ciego y sordo. Asturias escarmentó... Su familia lo embarcó para Europa. Un buque alemán lo dejó en Panamá, donde transbordó a un barco inglés que lo llevó a Londres. Eso fue en 1923.
Una de las primeras cosas que hizo en Londres, recuerda Asturias —iba a estudiar economía política—, fue visitar la colección maya en el Museo Británico. Los objetos que vio allí parecían fantasmas salidos de su propio pasado. Eran un mudo testimonio de que, aunque el tiempo y la distancia habían borrado los esplendores de la vieja civilización indígena, su visión del mundo, sus actitudes vitales, no habían desaparecido por completo. Ya había entrevisto esa verdad alguna vez en su patria. Dormitaban, fosilizados en una población insondable reducida a la miseria y la desesperación. Sus huellas eran apenas descifrables. Pero pronto Asturias descubriría algunas claves. El 14 de julio —día de la Bastilla— de 1923, de vacaciones en París, recorría la Sorbona cuando encontró el anuncio de un curso dictado por el profesor George Raynaud, especialista en ritos y religiones mayas. Y fue una revelación. Durante cinco años Asturias estudió bajo la dirección del profesor Raynaud, que había pasado su vida traduciendo el libro sagrado de los maya-quichés, el Popol Vuh, al francés. La vieja versión española, que databa del siglo XVI, mostraba la mano nerviosa de su autor, el padre Ximénez, un religioso que acercó su traducción a la Biblia por temor a la Inquisición. Se necesitaba una nueva versión, sin giros elípticos. Asturias y un colega mexicano, González de Mendoza, emprendieron la tarea, utilizando como punto de partida la traducción francesa. Era un trabajo arduo y erudito y, como de costumbre en esos casos, poco remunerativo. Para ganarse la vida, Asturias contaba con el periodismo. Enviaba artículos a diarios de México y Guatemala. Terminó de traducir el Popol Vuh en 1925-1926.
Fue en esta época cuando, en parte como distracción, Asturias comenzó a escribir mucha poesía. En 1925 publicó en París su primer volumen de poemas, Rayito de estrella, donde se dedicó a hilar jitanjáforas y dio nacimiento a lo que él llama la «fantomima» o sea «la pantomima con fantasmas». Era poesía de ocasión, de juego verbal y pirotecnia, y muestra a un Asturias melódico —a veces melifluo— cuyos acentos sonoros reflejan las preocupaciones verbales de la era de Joyce, Fargue y Gertrude Stein.
Fue éste un período muy productivo para Asturias, uno de nuestros escritores más fecundos. Robando tiempo a sus estudios mayas, se había puesto a hacer unos bocetos basados en los cuentos y las leyendas que recordaba de su infancia. Trató de recuperar en ellos, en forma oblicua y a veces un tanto errática, el espíritu de las viejas obras maestras indígenas que había leído —el Popol Vuh, el Chilam-Balan, el Rabinal-Achi— y el resultado fue un extraño híbrido que el poeta francés Paul Valéry llamó con admiración «poemas-sueños». Los dejó a un lado, interrumpiendo el experimento, en 1928, por un viaje a Cuba y Guatemala, donde dio una serie de conferencias reunidas más tarde bajo el título de La arquitectura de la vida nueva. Leyendas de Guatemala se publicó recién en 1930, en España.
Pero el fruto más importante de esos años —aunque, por razones políticas, no apareció hasta mucho más tarde, en 1946— fue la primera novela de Asturias, un sumario elocuente de la vida bajo el régimen terrorista de Estrada Cabrera titulado El señor presidente. Lo habitaba el libro desde 1922, en Guatemala, donde había nacido en la forma de un cuento llamado «Los mendigos políticos», que el autor había preparado para un concurso literario. El cuento lo acompañó a París, donde creció y se multiplicó. Recuerda Asturias:
—Un grupo de amigos y yo —César Vallejo, Arturo Uslar Pietri, el novelista venezolano— nos reuníamos a contarnos cuentos y anécdotas sobre las dictaduras que habíamos conocido. Sin duda yo había guardado en alguna parte todo lo que había oído bajo Estrada Cabrera, y comencé a recordar cosas. Las contaba en voz alta. Entonces se me ocurrió que «Los mendigos políticos» podía convertirse en algo mucho más amplio. Así fue como me puse a escribir El señor presidente. Lo hablaba antes de escribirlo.
Es por eso, dice Asturias, que se oye la voz humana en cada página. La narración fluye siempre espontánea, inmediata e inesperada como el lenguaje oral. «Mientras escribía me contaba yo mismo la historia, y no quedaba satisfecho hasta que sonaba bien. Podía recitar capítulos enteros de memoria.» Era un libro que le brotaba de las entrañas. Lo respiraba al pensarlo, y salía vibrante al ritmo de las sensaciones y los pensamientos, impregnado de asociaciones propias del habla popular captadas con frecuencia al borde mismo del subconsciente. El pulso es fuerte y rápido, a veces atropellado hasta el desorden... y sin embargo, no fue una obra fácil de escribir. Antes de quedar archivada allí por 1930, había sido corregida una infinidad de veces, abandonada en más de una ocasión y revisada de punta a punta en un total de diecinueve veces. Sobrevivió a pesar de todo, con gran parte de su frescura y toda su fuerza visceral.
Visto hoy en perspectiva, El señor presidente —con su sátira un tanto burda, la torpeza y el sentimentalismo de las escenas amorosas, las intermitencias y desarticulaciones, la frenética extravagancia de muchos episodios, sus protagonistas espectrales y despersonalizados y los arbitrarios mecanismos de coincidencia que los unen— ha envejecido. No escandaliza ya, ni intimida. El digno general Canales que muere de un ataque al corazón traicionado por su frívola hija Camila, que se enamora del favorito y hombre de confianza del presidente y se casa con él en una gran boda oficial, tirando por la ventana el orgullo y el honor de la familia, ni espanta ni conmueve. El favorito mismo, el lúgubre Cara de Ángel, «bello y malo como Satán», es un puro figurín. Sin embargo, siguen fascinando los horrores góticos de una galería de grotescos que recuerda los Caprichos de Goya y los Sueños de Quevedo. Las páginas iniciales, con su juego de palabras surrealista, nos zambullen en el ambiente alucinante de una serie de personajes de los bajos fondos —lisiados monstruosos, mendigos que agitan sus harapos y muñones, delincuentes—, que se agitan como espantajos en los peldaños del Portal del Señor a la sombra de la catedral. Son demonios surgidos del infierno de la realidad. En sus ojos flotan las imágenes de la ciudad martirizada. Oscilamos sin descanso entre el sueño y la vigilia, entre cuchicheos espeluznantes, intrigas y torturas esperpénticas, todos extravagantemente magnificados, como si se los viera a través del famoso espejo cóncavo de Valle-Inclán, cuyo Tirano Banderas le sirvió sin duda de modelo a Asturias al construir su atormentado manicomio tropical. Lo que da fuerza al libro es la sensación de que es un reflejo deformado pero reconocible de una realidad sórdida, tristemente conocida por todos los que han recorrido los barrios bajos de las ciudades latinoamericanas. Más allá del carnaval de horrores está la auténtica tragedia. A Guatemala nunca se la menciona en el libro. Los verdugos encapuchados de Asturias pertenecen a la imaginación colectiva de un continente que no dormirá tranquilo mientras los oiga revolcándose en sus tumbas. En El señor presidente quedan enterrados vivos. Como los relatos de Leyendas de Guatemala, El señor presidente celebra el horror con una carcajada fúnebre. Se acerca en tono al humorismo tétrico de Buñuel.
Hay por cierto un elemento cinematográfico en El señor presidente que a un tiempo ofusca y deslumbra. Sus brillantes imágenes de pesadilla explotan en la pantalla como fuegos artificiales, encegueciendo al espectador. Como las imágenes cinematográficas, encuentran en el resplandor de sus superficies una paradójica profundidad. Pero su misma claridad opresiva, que llega hasta el encandilamiento, las oscurece.
Asturias pone de relieve la influencia de la literatura indígena en su obra.
«La narración indígena se desarrolla en dos planos: el plano del sueño y el plano de la realidad. Los textos indígenas retratan la realidad cotidiana de los sentidos, pero al mismo tiempo comunican una realidad onírica, fabulosa e imaginaria que es vista con tanto detalle como la otra.»
Es esta segunda realidad la que prevalece en las escenas que se concentran en la figura algo remota del presidente, siempre vestido de negro de pies a cabeza, en luto perpetuo, la sombra de una presencia: un tótem que preside una corte de milagros, una voz de megáfono. A pesar de que conoció bien al personaje real, Asturias no trató de darle carne y hueso. El ídolo caído de nada le servía. Le interesaba el mito. Dice que los dictadores del tipo de Estrada Cabrera sólo aparecen en los países propensos a la mitología: México, Guatemala, Ecuador, Bolivia, Perú, Venezuela, Cuba, Haití (la zona afroindia). El señor presidente era una tentativa de mostrar en qué condiciones podía florecer ese mito.
Los años que siguieron a Leyendas de Guatemala y El señor presidentefueron penosos para Miguel Ángel Asturias. Cuando volvió a Guatemala en 1933, tras un viaje en el que recorrió Europa y el Medio Oriente, se encontró otra vez luchando contra la dictadura. En esta ocasión era el austero régimen militar de Jorge Ubico, que coincidió con el surgimiento mundial del fascismo. Uno de los primeros actos de Ubico cuando asumió el mando fue suprimir la Universidad Popular. De nuevo el país se vio reducido a la resistencia silenciosa, mientras rondaban los buitres. Durante una década, fuera del periodismo —en 1937-1938 fundó El Diario del Aire—, Asturias no escribió más que poesía. Le puso títulos misteriosos y nostálgicos: Émulo Lipolidón(1935), Sonetos (1937), Alclasán (1938), Anoche 10 de marzo de 1543 (1943). Se consolaba con la eufonía. Hasta que por fin en 1944 cayó Ubico, y tras un corto período de transición en que gobernó un triunvirato, se llamó —por primera vez en la historia de Guatemala— a elecciones libres que llevaron al poder a un gobierno reformista en la persona de un «socialista espiritual», el doctor Juan José Arévalo, que había vivido desterrado en la Argentina. Se necesitaba un esfuerzo hercúleo para levantar el país de su desgracia, y se inauguró la «década de la revolución». Para Asturias comenzó un período de viajes en que llevó su causa por todo el continente. Entre 1945 y 1946 estuvo en México. Allí publicó por fin El señor presidente, quince años después de haberlo escrito. Desde 1947 en adelante, durante varios años, Asturias representó a su país como ministro consejero en la embajada de Buenos Aires. Pasó todo el año 1948 trabajando en su segunda novela, Hombres de maíz.
El señor presidente seguirá interesando quizá como una vistosa reliquia, pero es probable que a Asturias se le recuerde por Hombres de maíz. La obra se venía gestando en él desde hacía mucho tiempo. En Hombres de maíz nos hallamos de pleno en el reino intemporal de la magia y la mitología. Es un libro arrollador que representó un enorme esfuerzo imaginativo y fue escrito, dice Asturias, con una especie de intensidad rapsódica. El arrobo verbal quería conjurar un estado de ánimo que diera acceso al subconsciente y evocara realidades atávicas. No se trata de un mero juego semántico. Asturias persigue lo que llama un «idioma americano». Se da cuenta de que el floreo retórico y los lugares comunes de la prosa académica han sido las plagas de nuestra novela. Nuestros escritores, con su nostalgia por el purismo castellano, fueron siempre demasiado civilizados. Las imitaciones de la «carpintería» española, como la llamaba Unamuno, les habían enajenado el lenguaje. Había llegado el momento de romper esas estructuras mentales para dar cabida a otras formas de pensar —y por lo tanto de decir— propias del continente americano. No se trataba de regionalismos, aunque los hay en Asturias, sino de significaciones. Giros, tonalidades que expresan actitudes, modos de revelarse o esconderse en las palabras, repeticiones en el habla que son de origen ritual, todos esos signos con los que nos reconocemos y nos diferenciamos. Asturias fue uno de nuestros primeros novelistas en darse cuenta clara del enorme potencial evocativo, invocatorio del idioma hablado, su pulsación vital. Dar voz a una visión ha sido todo el sentido de la obra de Asturias. «En Hombres de maíz —dice—, el español que hablamos se acerca a un límite exterior más allá del cual se convierte en otra cosa. Hay momentos en que el lenguaje no es sólo un lenguaje, sino que adquiere lo que podríamos llamar una dimensión biológica». Para Asturias, el lenguaje vive una vida prestada. Las palabras son ecos o sombras de seres vivientes. La fe en el poder de las palabras, como ha señalado Octavio Paz en uno de sus ensayos, es el recuerdo de una antigua creencia en que las palabras son dobles del mundo exterior, y por lo tanto una parte animada de él. Los ritmos del lenguaje son subconscientes, y en el subconsciente está el mito. «El ritmo —dice Paz— es regreso al tiempo original». Y en ese tiempo se conserva la cosmovisión de un pueblo: los arquetipos de su imaginación.
Dice Asturias: «En Hombres de maíz la palabra hablada tiene un significado religioso. Los personajes de la obra nunca están solos, sino siempre rodeados por las grandes voces de la naturaleza, las voces de los ríos, de las montañas. El fondo no es ya mero decorado teatral como era, por ejemplo, en la novela romántica. El paisaje se ha hecho dinámico; tiene vida propia». Para Asturias, los paisajes son tan elocuentes como las personas. Su contacto con su tierra es físico, visceral. «Por eso —dice, entristecido por la ausencia— tengo que volver siempre a Guatemala. Porque cuando estoy lejos dejo de oír su voz. No tanto la voz de la gente como la del paisaje. Comienzo a sentirla menos y entonces ya no puedo manejarla tan bien».
Para reanimar sus voces recurre a un método conocido: la escritura automática. Con excepción de El señor presidente, que fue escrito con deliberación, capítulo por capítulo, todos sus libros a partir de El alhajadito —un poema en prosa comenzado en la década de 1920, abandonado y luego terminado en 1961— se han apoyado en alguna medida en este método. Asturias se prepara recitando por dentro lo que va a decir, hasta que lo sabe de memoria. Entonces se desata.
«Cuando el libro está maduro y listo me pongo a trabajar. En la primera versión largo todo lo que me pasa por la cabeza. Escribo a máquina, porque si lo hiciera a mano no podría leer después lo que he escrito. Trabajo horas fijas, generalmente desde las cinco hasta las nueve de la mañana. La primera versión es completamente automática. Me voy de cabeza, sin volverme nunca a ver lo que he dejado atrás. Cuando la termino la aparto por un mes; entonces la saco y la reviso. Empiezo a corregir, a cortar y cambiar. Con lo que me queda hago la segunda versión. Lo que obtengo con la escritura automática es el apareamiento o la yuxtaposición de palabras que, como dicen los indios, nunca se han encontrado antes. Porque así es como el indio define la poesía. Dice que la poesía es donde las palabras se encuentran por primera vez.»
El indio, dice Asturias, emplea las palabras con parquedad, con prudencia y recato. Como el venerable y parsimonioso Gaspar Ilóm, el protagonista semilegendario de Hombres de maíz, dice lo que hay que decir, nada más. «El indio es muy lacónico. Para él las palabras son sagradas. Tienen una dimensión completamente distinta a la que tienen en el idioma español.» En el Popol Vuh y los antiguos textos indígenas, las palabras no sólo poseen un valor ritual, sino que constituyen la sustancia misma del culto. Son el alimento de los dioses, que se nutren sólo de ellas. Los dioses mayas crearon al hombre con ese propósito: para que los alabara. Las palabras humanas eran el sustento divino. «Por eso, antes de crear a los guerreros, los sacerdotes o los sabios, los dioses crearon a los artistas: los flautistas, los cantores y bailarines y los pintores. Porque lo único que divierte a los dioses, lo único que puede aliviar su aburrimiento y tedio, son las artes. De modo que para los indios las palabras son elementos fundamentales y mágicos dotados no sólo de poderes de hechicería y encantamiento, sino también de milagrosos poderes de curación.» Es aquí donde se abre un abismo entre el carácter discursivo de los idiomas modernos y la rigidez ceremoniosa y profundamente utilitaria del lenguaje indio. «La escritura primitiva de los indios era una forma de escritura ideográfica, como la de los chinos, como decían los españoles cuando vieron los primeros jeroglíficos. Porque para los indios la escritura y la pintura eran lo mismo. Ellos mismos lo dicen en sus viejos manuscritos: “Porque ha sido pintado ya no se ve. Porque ha sido pintado ya no se lee. Porque ha sido pintado ya no se canta...”. Es decir, porque ha sido escrito.» Para el indio, aún hoy, las palabras tienen un contenido seminal. Captan la esencia de las cosas. Ser capaz de poner un nombre exacto a algo, dice Asturias, significa revelarlo, desnudarlo, despojarlo de su misterio. «Por eso en las aldeas de Guatemala todos los hombres responden al nombre de Juan y todas las mujeres al nombre de María. Nadie conoce sus verdaderos nombres. El que conociera el nombre de la mujer de un hombre podría poseerla, es decir, arrebatársela.»
Asturias ha aprendido a emplear las palabras con ese propósito: para arrebatar significados a las sombras. Asegura que no es una estrategia consciente. «Creo que de hacerlo así habría resultado falso y artificial. Pero las palabras en ciertos momentos son como las agujas de una brújula. El lenguaje es a veces una manera que uno tiene de acercarse a los paisajes, la gente y las situaciones. Por ejemplo, en El señor presidente hay muchos casos en que las palabras hacen un papel importante, marcan el paso de la narración. Hay aliteraciones, refranes y otro elemento fundamental: la onomatopeya. Las onomatopeyas son un ingrediente importante en todos los idiomas indios; era una manera que tenían los indios de reproducir muchos fenómenos naturales. El indio utilizaba también algo más: lo que llamamos paralelismo. El paralelismo es la reiteración del mismo pensamiento expresado con diferentes palabras en un solo párrafo. Claro que este recurso no se da sólo en la literatura indígena, sino también en la primitiva literatura española. Se encuentra en los romances medievales, que datan de una época en que el idioma español no estaba todavía completamente estabilizado. El paralelismo ha tenido mucha importancia para los paleógrafos, porque frecuentemente en la exégesis de los antiguos textos indígenas cuando una línea era oscura las repeticiones que la rodeaban ayudaban a descifrarla. Los indios eran también muy aficionados a algo que se encuentra en mi obra: la multiplicación de las sílabas dentro de una palabra para dar una sensación o impresión particular.» Asturias cita el ejemplo del árbol, al que el aumentativo español eleva a arbolón y el superlativo indio a arbolonón.
«El lenguaje —dice Asturias— presenta muchos problemas al escritor latinoamericano. Está el eterno problema del criollismo. Hubo épocas, y sigue siendo cierto todavía en algunos casos hoy, en que nuestros escritores incorporaban grandes cantidades de palabras locales en sus textos, con lo que por supuesto prácticamente le cerraban la puerta al lector. Yo he tratado poco a poco de ir ampliando la base de mi lenguaje para ponerlo al alcance del mayor número de gente posible. Los juegos de palabras en obras como El señor presidente, El alhajadito y Leyendas de Guatemala eran primeras tentativas, preparativos para la tarea que me iba a imponer en Hombres de maíz. En Hombres de maíz, la novela adquiere algo del carácter de una epopeya popular. Las palabras tienen un papel más profundo. Hombres de maízexplora las dimensiones ocultas de las palabras: su resonancia, sus matices, su fragancia. Porque nuestro problema consiste en crear una literatura que no hable ni del asfalto, ni del vidrio, ni del cemento. Debe hablar de la frescura de la tierra, de la semilla, del árbol. Nuestra literatura tiene que dar un nuevo perfume, un nuevo color y una nueva vibración». Sus cadencias, agrega, deben ajustarse a sus mitos. «Y cuando hablamos de mitos hablamos de una cosa viviente. Para mí los mitos son un poco como la malaria. La malaria aparece como un dolor de cabeza, un dolor de estómago; se instala y se extiende. Que es más o menos lo que hacen los mitos. No mueren fácil.» Asturias subraya, sin embargo, que no se propone glorificar el mito. «No debemos permitir que nuestro continente sea juzgado exclusivamente por sus mitos.» Los mitos existen en todas partes. A Asturias le interesan sobre todo por su dinámica. Son una manifestación patente de la imaginación popular, y por lo tanto llaves maestras para la comprensión de ciertas realidades sociales.
Hombres de maíz se basa en toda una cosmografía indígena. La comunidad tribal de Gaspar Ilóm, orgulloso cacique descendiente de los antiguos cazadores con cerbatana, pasa por las angustias de la desintegración. La causa es el conflicto entre el sistema de vida tradicional de un pueblo que cultiva maíz sagrado para la ceremonia y el sustento, y la gangrena de los intrusos mercenarios que quieren explotar la tierra con fines comerciales. Gaspar Ilóm, personificación de fuerzas ancestrales —habla «por todos los que hablaron, todos los que hablan y todos los que hablarán»—, ha sido envenenado durante un banquete por los soldados de Chalo Godoy, un sargento al servicio de las fuerzas del «progreso», y según la creencia tradicional, ha entrado en la inmortalidad, desde donde vela por su pueblo, clamando venganza. La repetición cíclica que rige la vida humana condena a sus descendientes a revivir eternamente su tragedia. En un mundo de identidades borrosas y fluidas, ellos son sus imágenes reflejadas. Los que pecan sucumbiendo a las tentaciones del nuevo sistema de vida se atraen un terrible castigo. Así, Tomás Machojón, que se desmanda del rebaño —se hace «ladino»— casándose con una mujer blanca, la Vaca Manuela Machojón, pierde a su hijo en una conflagración y sucumbe él también a las llamas corriendo tras la imagen del hijo, gran jinete desaparecido en un maizal incendiado. Los niños mueren, fracasan las cosechas, se secan los pozos y los ríos. Las mujeres —atacadas de «delirio ambulatorio», llamado también «laberinto de araña»— se fugan del hogar. Sus espíritus errantes se aparecen a los viajeros en un alto risco donde soplan las borrascas y los barrancos respiran «para adentro», atrayéndolos al abismo. Tal es la suerte del pobre Goyo Yic, un ciego abandonado por su pecadora mujer, María Tecún. La búsqueda de la «tecuna» lo lleva a un hechicero que le devuelve la vista, pero sólo para que pueda llegar hasta el risco, donde apenas evita que lo trague el precipicio. Goyo Yic, personalmente sin culpa, lleva en sí la culpa acumulativa de la comunidad. Perdida en la niebla del pasado hay una falta anónima. Su pena le ha abierto los ojos a la desesperación y la calamidad. Es un hombre después de la caída, privado de su inocencia. No sabe cómo reconocer a su amada ahora que tiene ojos para verla; sólo recuerda su voz. Y es como si al recobrar la vista estuviera más ciego que antes. Porque «a la mujer verdaderamente amada no se la ve, es la flor del amate que sólo ven los ciegos». El amate es un tipo de higuera de la que obtenían los indios una resina lechosa y con cuya corteza hacían sus pergaminos. No da flores. «La creencia popular —dice Asturias— es que la flor está escondida en el fruto. Florece sólo en los ojos del ciego». Es, por supuesto, un símbolo del amor, pero también, acaso, de verdades ocultas que sólo conocen los iniciados y que de ahora en adelante le serán negadas a Goyo Yic. Su acongojada peregrinación por las montañas —bebiendo para olvidar de una gran calabaza llena de aguardiente ilegal— lo lleva a la miseria y la ignominia. Se convierte en un ruinoso buhonero ambulante, apestado de sufrimientos, hasta que con el tiempo —en una escena conmovedora en la que Asturias derrama toda su ternura por la humanidad herida de su pueblo— le confiesa a un amigo, mientras andan bamboleándose por el camino polvoriento, con una llama en las tripas y el viento en la cara, que ha renunciado a toda esperanza de recuperar alguna vez a su mujer o el mundo que compartía con ella. «Antes, compadre —dice—, la buscaba para encontrarla; ahora, para no encontrarla». El recuerdo, convertido en olvido, ya no es más que un remordimiento.
Hombres de maíz es una obra turbulenta, anárquica, desarticulada, en la que bailan los esqueletos y ríen las calaveras. Dice Asturias: «En Hombres de maíz no hay concesiones. No hay argumento. Que las cosas sean claras o no, no importa. Se dan simplemente».
Estamos en el reino de los portentos y las curas milagrosas. El tiempo es circular. El pasado y el presente, lo real y lo imaginario, coexisten en las conciencias de los protagonistas. Gestos rituales, expresiones y acontecimientos se repiten a intervalos irregulares pero inexorables. El elemento «telúrico» —la voz del paisaje— es omnipresente. Como en todas las obras de Asturias, algunas de las mejores escenas son humorísticas. Entre ellas resaltan los afectuosamente maliciosos retratos de la vida aldeana: comilonas, fiestas, bodas, borracheras, bailes, festivales religiosos, días de mercado, velorios y funerales. La obra quedaría incompleta sin las habituales caricaturas graciosas de forasteros excéntricos y pintorescos que deambulan por los trópicos: el padre Valentín Urdáñez, un clérigo español de la estirpe de los sacerdotes coloniales que vinieron al Nuevo Mundo con los conquistadores, y lleva un diario al estilo de las viejas crónicas de Bernal Díaz; don Casualidón, otro párroco, ofuscado por la codicia del oro, que proporciona al autor la oportunidad de insertar una moraleja sobre la vanidad de los bienes terrenales; Deféric, un alemán mitómano, con su teoría de que los indios se «sacrifican» para alimentar su leyenda; y el famoso visitante nórdico O’Neill (¿Eugene?) —muerto de amor por una doncella local— cuyo sepulcro se ha convertido en una atracción turística.
En la raíz de la actitud ambigua con que enfrenta el indio la realidad, dice Asturias, está su concepto de la dualidad de todas las cosas: realidad y ficción, ser y devenir. Para el indio, el hombre es un ser transitorio, un ave de paso, momentáneamente encarnado en la individualidad, de la que aspira a liberarse para volver a unirse con el Todo. Ve su autonomía como un angustioso enajenamiento. De allí su constante nostalgia por un paraíso perdido en la memoria de la raza, un más allá —simbolizado por el principio femenino, la Madre Tierra, «nombre de mujer que todos gritan»— al que los poetas del náhuatl llamaron «la tierra florida». El hombre en el mundo visible no es más que un muñeco, una sombra de su verdadero ser. El indio es un ser comunal. «No hay solitarios entre los indios», dice Asturias. El indio condenado a la soledad sufre una especie de angustia «metafísica», una parálisis de la voluntad. Lo aterra, lo aniquila «el momento en que se es uno solo con el sol encima». Su soledad, dice Asturias, no es introspectiva; la unidad, para él, es despersonalización. Por eso emigra —o transmigra— fácilmente en sus pensamientos para entrar en otros seres o retroceder a través del tiempo a sus orígenes legendarios.
«El indio vive hacia atrás, no hacia delante. Los mayas computaban el tiempo retrocediendo trescientos mil años en el pasado. Pero cuando miraban hacia delante pensaban en función de períodos que no abarcaban más de veinte años. Pensaban que cada veinte años debía llegar el fin del mundo. Creían que el hombre había vivido diferentes ciclos solares. Ahora vivimos en el quinto ciclo solar, que ellos representaban como el sol en movimiento. Llamaban al sol “el que se mueve” y lo identificaban con el corazón en el cuerpo. Eso explica las grandes hecatombes en la época de los aztecas. Sacrificaban el corazón para alimentar al sol. Temían cada vez más que el sol se detuviera un día; entonces todo se vendría abajo. Del punto de vista histórico, sus temores eran inspirados probablemente por recuerdos de los grandes desastres naturales de la era neolítica.»
El anhelo del indio por su pasado inmemorial se expresa concretamente en el mito del nahual, que aparece repetidas veces en las páginas de Hombres de maíz. El nahual es un espíritu protector del hombre, una especie de ángel guardián; toma la forma de cualquier animal con que el hombre se ha identificado al nacer. Se podría decir que es su alma animal. Todo hombre aspira a confundirse en unión íntima y trascendente con su nahual. Es el caso de Nicho Aquino, el «correo» de la aldea, cuyo nahual es el coyote. Nicho Aquino se pierde en las montañas un día de lluvia, atribulado por oscuros presentimientos. Lo rescata uno de los Brujos de las Luciérnagas, ancianos o sabios con facultades visionarias, descendientes de los antiguos zahoríes de la tradición que vivían en «tiendas de piel de venada virgen» y hacían fuego con el pedernal. El correo, que ha merecido la reencarnación, es iniciado en los ritos secretos que lo despojarán del peso de la individualidad y lo integrarán en la corriente genérica. Es una experiencia pavorosa y sublime para él. A tientas y enceguecido entra en una profunda cueva y lo conducen en un descenso vertiginoso al mundo subterráneo de Xibalba, la región de sus antepasados, donde los que llegan «sueñan con verdes que no vieron, viajes que no hicieron, paraísos que tuvieron y perdieron». El descenso a las entrañas de la tierra es al mismo tiempo una vuelta al instinto —al nahual— y un ingreso en la inmortalidad. Nicho Aquino se desprende poco a poco de su piel exterior, su «caparazón de hombre, muñeco de trapo...». Le dicen que «la vida más allá de los cerros que se juntan es tan real como cualquier otra vida» y que en las profundidades de la tierra encontrará «el secreto camino». Le hacen pasar por una representación ceremonial de las etapas de la creación del hombre tal como las registran las viejas tradiciones. Primero el hombre es de barro — «lodo caedizo»—, luego de junco o astilla y finalmente, en su reencarnación definitiva, de maíz fértil. Nicho Aquino ha sido un testigo sagrado de los misterios de las «grutas luminosas». Ha hecho frente a su pasado, ha asumido la historia de su raza, y «los que se confrontan con su nahual así, fuera de ellos, son invencibles en la guerra con los hombres y en el amor con las mujeres, los entierran con sus armas y sus virilidades, poseen cuantas riquezas quieren, se dan a respetar de las culebras, no enferman de viruela y si mueren diz que sus huesos son de piedralumbre».
Es difícil saber hasta qué punto Asturias ha conseguido penetrar los modos de pensar y sentir de los indios en Hombres de maíz. No habla ninguna de las lenguas indígenas y admite que sus incursiones por la psicología indígena son intuitivas y especulativas y sus interpretaciones, a veces altamente personales. Eso, sin embargo —y a pesar de los errores que podría señalar un antropólogo y las libertades que se toma con su material—, no las invalida. En estos asuntos, la intuición podría ser un camino más seguro que el análisis científico. «Oí mucho, supuse un poco más e inventé el resto», dice. Pero su invención no fue arbitraria. El clima de sus invenciones casi siempre es auténtico y convincente. Los resultados expresivos son fulgurantes, aunque no siempre exentos de ecos literarios. Lo que seduce en su prosa es el constante suspiro de la voz interior. Hay momentos exaltados y límpidos en casi cada página, y el conjunto brilla con un resplandor espiritual demasiado raro en nuestra literatura. «Los cuentos son como los ríos, por donde pasan van arrastrando todo lo que encuentran», dice Asturias, que acababa de publicar Hombres de maíz cuando ya se dedicaba de pleno a su próxima obra. En 1950 publicó Viento fuerte, el primer volumen de una tumultuosa trilogía que trata de las plantaciones de bananos de la United Fruit Company en Guatemala. Hay mucho panfleto en Viento fuerte, que —curiosamente— se concentra en los esfuerzos de dos idealistas norteamericanos, Lester Stone y Leland Foster, por humanizar la explotación de las tierras bananeras convirtiéndolas en una empresa cooperativa en beneficio de la población local. El hecho de que Asturias eligiera a dos norteamericanos como protagonistas arroja una luz enigmática sobre sus intenciones. Podemos sospechar que se esforzaba por vencer el simplismo de este tipo de literatura, distribuyendo los papeles en forma más equitativa para dar más peso al argumento, pero en vano. Los gringos samaritanos, en el contexto de esa época, son figuras pintorescas pero inverosímiles.
Asturias nos cuenta cómo le nació la idea del libro:
«En 1949, hallándome de visita en Guatemala, me di cuenta de que estaba desconectado de ciertos aspectos de la vida guatemalteca. Había vivido en las montañas, había vivido con los indios, había vivido en la ciudad; pero ahora unos amigos me invitaron a quedarme con ellos en Tiquisate y Bananera para que conociera las plantaciones de banana. Estuve en los dos lugares y los dos me proporcionaron el escenario para Viento fuerte. Al mismo tiempo leí un informe que aparece en un libro que se llama El imperio del banano. Lo habían hecho un par de periodistas norteamericanos enviados a Centroamérica para estudiar la política de la United Fruit Company. El informe de esos periodistas norteamericanos es casi idéntico al que presenta Lester Stone en una reunión de la junta directiva de la Compañía en Viento fuerte. Claro que en Viento fuerte hay también una serie de retratos y episodios tomados directamente de la vida guatemalteca.»
Estas escenas puebleras y campesinas, como de costumbre llenas de gracia y ternura, dan vida y color a la obra, pero son secundarias, puro decorado.
Tomado en conjunto, Viento fuerte y su continuación El Papa Verde(1954), así como el volumen que completa la trilogía, Los ojos de los enterrados (1960), tienen la militancia tendenciosa —y algo quejumbrosa— de la literatura de protesta. La polémica y la política ponen en duda el valor documental y el patetismo extorsiona los sentimientos del lector. La denuncia y el alegato son estilizaciones, irrealidades. Además molesta el hecho de que el autor se las arregla siempre para estar del buen lado.
Asturias admite hasta cierto punto estas objeciones. «Pero creo que la expresión “literatura de protesta” simplifica demasiado las cosas. Demos vuelta al problema para verlo como lo veo yo. Creo que toda la gran literatura latinoamericana ha sido una literatura de protesta.» Asturias, que siempre ha defendido su tesis, le da a la palabra un sentido muy general. Para él, la protesta es la acción misma, dice: «La novela es el único medio que tengo de dar a conocer al mundo las necesidades y aspiraciones de mi pueblo».
Asturias ve una diferencia fundamental entre la estética del novelista latinoamericano y la de sus colegas europeos. El novelista europeo, dice, se ha emancipado hasta cierto punto del medio telúrico, puede dedicarse tranquilo a explorar los problemas complejos de la psicología individual. El ámbito del novelista latinoamericano, en cambio, sigue siendo en gran parte aquel viejo «infierno verde» de «plantas humanas» de la escuela naturalista. De allí que nuestra novela se vea obligada a ser principalmente una geografía social y económica del continente. Su misión es recopilar, evaluar y criticar.
«La literatura latinoamericana nunca es gratuita. Es una literatura de combate. Siempre lo ha sido. Me refiero a nuestra gran literatura. Si nos remontamos al período de la conquista, encontramos lo que yo llamaría la primera gran novela latinoamericana, la Crónica de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. ¿Por qué escribe Bernal Díaz su libro? Para quejarse al Rey de que después de todos sus años de servicio a la Corona ha sido olvidado.» Cita a Fray Bartolomé de las Casas y su defensa del indio ante la Corona. La tradición se mantiene en literatura colonial, bastante desarrollada en Guatemala, la Capitanía General del Virreinato de Centroamérica y por lo tanto la sede de monasterios culturalmente activos y de la primera universidad centroamericana. «Alrededor de 1770 un poeta guatemalteco, Rafael Landívar, publicó en Módena, en latín, una obra titulada Rusticatio mexicana. En esta obra Landívar, un jesuita expulsado de Guatemala en la época de Carlos III, protesta contra la acumulación de grandes fortunas en Europa a expensas de las riquezas del continente americano. En otras palabras, nuestra literatura nació bajo el signo de la protesta. Nació de un conflicto que yo creo real, no inventado; porque Landívar, como todos nosotros, se daba cuenta de la explotación del indio. Siguiendo por ese camino hasta la época romántica o prerromántica, vemos que continúa la misma lucha en la época de la independencia.» Asturias señala la Amalia de Mármol, una de varias novelas escritas en esa época para denunciar el despotismo y la dictadura. «Luego tenemos el Facundo de Sarmiento que es otra de las grandes novelas latinoamericanas. Y podríamos seguir así nombrando cualquier cantidad de obras dedicadas a la protesta social.» En Guatemala misma —antaño el paraíso modernista de estetas tan refinados como Rafael Arévalo Martínez o Flavio Herrera, que trató alguna vez de poner el trópico en un haiku—, se ha destacado en años recientes por su tono a la vez lírico y mordaz el neonaturalista Mario Monteforte Toledo, quien huyendo de la persecución a México vivió un tiempo con los indios y pintó en una novela donde aprovecha sus experiencias personales el conflicto «entre la piedra y la cruz».
Dice Asturias, cuyas palabras resuenan en una época en que la mayoría de sus compatriotas viven en el exilio, refugiados en la poesía: «Creo que la función de la literatura hasta ahora ha sido la de exponer el sufrimiento de nuestro pueblo. Creo que es difícil para este tipo de literatura ser puramente literario, interesarse exclusivamente por lo que es bello o agradable para los ojos o los oídos».
Y no es que él descuide este aspecto de su oficio. Hasta su trilogía sobre la Compañía Bananera contiene numerosos pasajes de magia y mitología, incluyendo un retrato mítico del Papa Verde —el gran patrón de la empresa, que tiene su sede en un rascacielos de Nueva York—, en cuya portentosa lejanía hay matices poético-macabros que recuerdan los de la figura del señor presidente. Pero el Asturias de 1950, cuya militancia va en aumento día tras día, ya no es sólo el hábil artífice literario de antes. Si con los años parecería haber malogrado en parte su talento, es porque lo han absorbido asuntos más apremiantes que la literatura. En 1951, momento de emergencia nacional, lo encontramos desempeñando un papel activo en la historia de su país.
Fue en el año 1951 cuando Jacobo Árbenz, el sucesor de Arévalo, subió al poder en Guatemala. Árbenz, un coronel retirado que había intervenido en la lucha contra el dictador Ubico, heredó los programas reformistas de Arévalo. A él le tocó ponerlos en práctica. Y fue ésa su ruina.
«La presidencia de Arévalo había sido la época de las leyes revolucionarias, como se las llamó, aunque no tenían nada de revolucionario, porque en Inglaterra, por ejemplo, esas mismas leyes han existido desde alrededor de 1880. Eran leyes de seguridad social, leyes obreras. Se comenzaron a distribuir tierras bajo la ley de reforma agraria.» A pesar de la fuerte resistencia a esas leyes —dice Asturias—, «Arévalo consiguió terminar su período presidencial, aunque tuvo que sofocar unos veinte o treinta atentados contra su gobierno. Entonces llegó Árbenz. Creo que ciertos círculos del país lanzaron un gran suspiro de alivio cuando Árbenz fue elegido, porque dijeron: “Un coronel... Todos los militares se venden”. Pero sucedió todo lo contrario».
En 1952, mientras Asturias andaba en misión diplomática en París, la ley de reforma agraria provocaba gran agitación en Guatemala.
«Árbenz expropió algunas tierras que pertenecían a la Bananera. La Compañía quería ser compensada por lo que calculaba ser el valor real de las tierras, en tanto que el gobierno decidió que se le pagaría la cantidad en que habían sido declaradas para fines impositivos. La disputa llegó a los tribunales. El gobierno ganó el pleito. No tardaron en intervenir embajadas y cancillerías. Y las cosas se precipitaron. La United Fruit Company se puso a propagar la idea que el gobierno de Árbenz era comunista. Siguió la Conferencia de Estados Americanos en Caracas. Foster Dulles presentó su famosa resolución condenando al comunismo internacional. Guatemala votó en contra; México y la Argentina se abstuvieron. Indudablemente, la invasión de Guatemala estaba ya proyectada. Árbenz me cablegrafió a París pidiéndome que volviera y me envió como embajador a El Salvador (1953). Era un puesto difícil, porque se esperaba que la invasión de Castillo Armas, apoyada por los Estados Unidos, llegara a través de la frontera salvadoreña. Yo logré arreglar las cosas de manera que Castillo Armas no pudiera pasar por allí. Tuvo que entrar por Honduras, por una región inhospitalaria y montañosa. Llegó con ochocientos hombres, alquilados y prestados, algunos de Honduras, otros de Santo Domingo, unos pocos españoles, panameños y venezolanos y algunos guatemaltecos. Guatemala puso inmediatamente diez mil hombres en armas. Así estaban las cosas cuando comenzaron los bombardeos de la capital y de otras ciudades, con el objeto de sembrar el pánico en la población. En realidad, Castillo Armas ya había sido derrotado, y parece que se le había ordenado retirarse con sus hombres. En el Brasil se preparaba una conferencia interamericana para aplicar sanciones económicas a Guatemala. Pero no fueron necesarias, porque el embajador de los Estados Unidos, Purefoy, ya había conseguido sus propósitos por otro lado: el ejército se había vuelto contra el gobierno.»
Ésta es la situación descrita en la colección de cuentos de Asturias llamada Week-end en Guatemala (1956), un libro escrito con indignación y dolor, prácticamente en el ardor de la batalla. Si tiene poco relieve artístico es porque en ese momento de catástrofe nacional los acontecimientos le dejaban al autor escasa distancia y perspectiva. El gobierno cayó. Árbenz, víctima de la insubordinación y el soborno, se refugió en una embajada. Castillo Armas entró triunfante. Era el año 1954, fecha amarga para Miguel Ángel Asturias. Lo despojaron de su ciudadanía y empezaron sus ocho años de exilio en Buenos Aires.
Desde entonces, hasta muy recientemente, cuando hubo un cambio de gobierno favorable, Asturias no había estado en su país más que en cortas visitas, con pasaporte de turista. Se ganó la vida en Buenos Aires como corresponsal de El Nacional, un diario de Caracas, y consejero de la Editorial Losada. En 1962, con la caída del gobierno liberal de Frondizi, las presiones políticas argentinas obligaron a Asturias a irse a Génova. Allí colaboró ad honórem con una organización de intercambio cultural llamada Columbianum, y preparó un coloquio entre intelectuales de América Latina que se celebró en enero de 1965. Viajó extensamente por toda Europa, fue candidato a la presidencia del Pen Club en 1965 —obtuvo el puesto Arthur Miller— y frecuentó las conferencias y los simposios de escritores. Cuando lo vimos en Génova circulaba el rumor —más tarde confirmado— de que era candidato al Premio Nobel. No haberlo obtenido tiene que haber sido una gran decepción para él (a pesar del consuelo de un Premio Lenin), no tanto por el prestigio del Nobel como por la movilidad que da la consagración académica. Blanca, que no contaba con las sorpresas de la ruleta diplomática (ahora, en agosto del 66, Asturias acaba de ser nombrado embajador de Francia), nos dijo que el Premio les habría conferido un sello de inmunidad en su país. «Entonces no se atreverían a molestarnos», dijo, con una mirada distante a través de la bahía hacia la tierra florida.
A lo largo de los años, a la par de sus novelas, Asturias ha mantenido su vena poética publicando libros con títulos como Ejercicios poéticos en forma de sonetos sobre temas de Horacio (1951), Bolívar (1955), y la aún inédita Clarivigilia primaveral, inspirada en esos temas indígenas que ha manejado siempre con tanto amor (ha editado una antología de poesía precolombina). La poesía —ha publicado también una serie de Sonetos italianos— sigue siendo en él una veta ocasional. La valora más que nada por la soltura que le da en el manejo del idioma para el resto de su obra.
«Comencé escribiendo poesía, no prosa. En 1918 ya escribía poemas. Pero no publiqué nada entonces. No me consideraba uno de los mejores poetas de mi generación, que fue excepcional en ese respecto en Guatemala, aunque muchos de sus mejores representantes se perdieron en el camino, murieron o dejaron de escribir... De modo que me dediqué a la prosa. Aunque seguí escribiendo poesía. Pero la guardé para mí; era algo más íntimo y personal. En 1948, cuando estaba en Buenos Aires, Rafael Alberti y Toño Salazar, que se encontraban allí en ese momento, se entusiasmaron con algunos de mis poemas y consiguieron que la editorial Argos publicara una antología. Se llamaba Sien de alondra (1948). Luego, más tarde en mi carrera, se me ocurrió la idea de tratar de hacer poesía con temas indígenas. Sería algo muy sencillo y directo. En Clarivigilia primaveral, que comenzó como prosa, algo por el estilo de Leyendas de Guatemala, y luego se convirtió en verso libre, creo que dominé esta disciplina. La había estado practicando durante mucho tiempo, pero sobre todo como un ejercicio. Aunque era un ejercicio muy importante para mí. La poesía ha sido mi laboratorio. Y hay algo más. Creo que los poetas latinoamericanos tienen un gran papel que hacer en nuestra novela, cuando son capaces de manejarla. Porque nuestras novelas respiran poesía. Tienen un lirismo que las transfigura.»
Hablamos del teatro de Asturias, que ha sido escaso y limitado en su alcance, pero también provechoso para él. Menciona Soluna (1955), una especie de auto sacramental indio que explota los misterios y prodigios de la mente popular. Chantaje y Dique seco son polémicas. De todo su teatro, él prefiere La audiencia de los confines, drama en torno a la benemérita figura de Fray Bartolomé de las Casas y su lucha contra la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo. Aunque La audiencia de los confines (1957) es una obra histórica, lo curioso es que cuando un grupo de estudiantes la representó por vez primera en Guatemala en 1961, causó un escándalo. «El público y la prensa dijeron que iba contra la Iglesia, contra los ricos, que era francamente izquierdista. Sin embargo, no eran más que las palabras del mismo Fray Bartolomé, ligeramente transcritas para modernizar el lenguaje. Era precisamente el discurso que pronunció ante el tribunal supremo hace varios siglos.»
Asturias no pretende ser capaz de medir el valor de su obra teatral. Aunque permitió que se publicara en 1964 un volumen de su Teatro completo, se siente algo incómodo en ese medio. «El teatro —dice— es de la boca para afuera. La novela es de los labios para adentro».
Esa voz interior que apenas se distingue del pensamiento es la que se deja oír en su última novela, Mulata de tal (1963), donde retoma el hilo de la aventura mitológica que empezó a desenredar en Hombres de maíz. Como en El alhajadito, el poema en prosa de 1961 que contiene varios cuentos para niños, estamos en el reino del puro ensueño. La algarabía de Hombres de maízha sido reemplazada por algo diáfano, gracioso y directo, animista como una fábula, misterioso como un cuento de hadas. Vamos, llevados por la mano dulce del autor, a través de ilusiones y espejos. Hay mucha improvisación. No siempre entendemos lo que está pasando. Es un teatro de títeres que se independizan al correr de la pluma.
Dice Asturias: «Creo que mi lenguaje en Mulata de tal tiene una nueva dimensión. En Hombres de maíz está todavía sobrecargado de terminología religiosa y mítica. Mulata, en cambio, está escrita en el lenguaje popular, como una especie de picaresca verbal, con el ingenio y la fantasía que tiene la gente sencilla para hilar frases y jugar con las ideas. Creo que lo primero que debemos observar en Mulata de tal, más que el argumento o la trama, son sus elementos invisibles, su contenido puramente enigmático. En esencia, Mulataes una variación del mito de la luna y el sol. Decimos que la luna y el sol no pueden compartir el mismo lecho porque si lo hicieran, el sol como hombre y la luna como mujer engendrarían hijos monstruosos. Por eso cuando la mulata se casa con el protagonista, Yumí, nunca le muestra la cara cuando hacen el amor. Siempre le da la espalda. No sabemos por qué, si porque ella tiene gustos anormales o por alguna otra razón. Los textos indios dicen que los dioses castigaban severamente a los que hacían el amor “vueltos hacia el lado indebido”. No sabemos si se referían a la homosexualidad o simplemente a la postura anormal. Además de ser una picaresca popular, Mulata tiene esa dimensión astral, como podríamos llamarla. Están esos dos cuerpos astrales girando sin unirse nunca. La Mulata es el principio lunar. La base de la historia es una leyenda popular en Guatemala: el pobre que se hace rico vendiendo su mujer al diablo. Es una leyenda muy difundida en Guatemala. En cuanto a lo que el diablo hace después con la mujer, hay diferentes versiones. En una, huye con ella y luego vuelve disfrazado de mujer para castigar al hombre que le vendió su esposa. El hombre se enamora del diablo y el diablo le hace la vida imposible. Entonces el hombre suspira por la buena mujercita que tenía en otro tiempo...
»La Mulata en sí es un invento mío. La llamé Mulata para no usar la palabra mestiza, porque no me parecía que la mezcla de sangres era suficiente en la mestiza. Evité Zamba, que habría dado una combinación de las sangres india y negra, porque no creí que la palabra sugeriría la gracia de movimientos tan especial que tiene la mulata...»
Aparecen enanos —la esposa de Yumí se transforma en uno de ellos— que son también figuras comunes de la imaginación popular en Guatemala. Los antiguos caciques indios se rodeaban de enanos que hacían el papel de bufones. Otras figuras populares en Mulata son un grupo de bailarines enmascarados que la gente llama los hombres-jabalíes.
Asturias adorna cada leyenda, pero respetando sus condiciones básicas, cuidadoso de no salirse de los límites y destruir la ilusión de credibilidad que trata de mantener. Así, cuando el pacto de Yumí con el diablo fracasa y se le viene abajo el cielo, estamos en presencia de un acontecimiento que tiene su correspondencia en la realidad. «En nuestros países hay muchos casos de personas que han perdido todo de la noche a la mañana a causa de un terremoto o de una erupción volcánica.» El texto alude indirectamente en diversos momentos a esta calamidad natural.
Al rato, siguiendo las peripecias de los personajes, nos hallamos en Tierra Paulita, una especie de ultramundo fabuloso adonde Yumí y su esposa duende han ido a parar para hacerse curanderos.
«Las partes del libro que tienen que ver con la Iglesia católica son interesantes y típicas. Porque así son las Iglesias católicas de nuestros países. Es un tipo de catolicismo muy mezclado con las creencias locales, en el que los oficiantes indios a veces tienen más autoridad que el cura en su propia iglesia. En Mulata tenemos a un sacerdote rodeado por las fuerzas del mal. Ése es el tema central de la novela. Las fuerzas del mal indígenas: Cabracán, el dios de los terremotos, y Huracán, el dios de los huracanes, quieren borrar al hombre de la faz de la tierra. Para ellos el hombre es un intruso en el universo. Quieren destruirlo. Esto es lo que podríamos llamar el punto de vista indígena. Pero el catolicismo ve el mal de otra manera. Satanás no quiere destruir al hombre, al contrario. Quiere que el hombre se multiplique para acrecentar así la población del infierno. De modo, naturalmente, que las dos posiciones chocan entre sí.»
Un ejemplo de fusión de estas dos mitologías en conflicto lo encontramos en el Baile de los Gigantes, en el que se decapita a uno de los miembros del conjunto que representa a San Juan Bautista. El punto culminante de la novela es un holocausto que devasta la tierra, arrasando a hombres y bestias. Estalla un «fuego blanco», apocalíptico.
A pesar de la incoherencia de Mulata, la fantasía y el buen humor producen muchas buenas páginas. Asturias tiene la sensación de que el resultado neto es positivo. Cree que se ha acercado a la meta que ha perseguido siempre: la de lograr una síntesis satisfactoria del mundo material y el mundo mítico de su pueblo.
Sus proyectos para los años próximos son inagotables.
«He comenzado a escribir una serie de cuentos como los de Week-end en Guatemala —nos dice—, sólo que éstos se llamarán Los Juanes. Tengo a Juan Girador, Juan Hormiguero y Juan el Encadenado. Son cuentos populares que relata la gente y que no he podido incluir en ninguna de mis novelas. Al mismo tiempo, quiero publicar una serie de cinco novelas sobre Guatemala, compuestas también con cuentos que recuerdo, como los de Leyendas». Además, agrega, hay una novela, titulada provisionalmente El bastardo, que pertenece en parte al ciclo de la Bananera. «El bastardo será la novela de mi generación, de la década del veinte, de mis años de estudiante. Tengo que reconstruir toda la época y la vida que llevábamos en esos días. Pertenece al ciclo de la Bananera en el sentido de que tratará de demostrar cómo la pequeña burguesía guatemalteca frustró sus propósitos al contribuir al fracaso de la revolución.»
Asturias, como Carpentier, se siente optimista no sólo respecto a su obra, sino también respecto al futuro de la literatura latinoamericana en general. Nuestra literatura es joven, dice, pero sana, vigorosa y pródiga en sus manifestaciones. El artista latinoamericano es uno de los pocos que pueden todavía hallar nuevas formas de expresión inspirándose en viejas fuentes. «Podemos contribuir con una vitalidad, una fuerza natural y animal, una violencia de sangre nueva —dice Asturias—, que enriquecerá la cultura occidental y ampliará en el hombre la comprensión de sí mismo».
Si parte de su obra es demasiado de actualidad para ser de interés duradero, él no ve nada en eso que lo desanime. Corresponde, dice con perfecta sencillez, a cierta etapa en la evolución de nuestra cultura. Con la serena sabiduría de un viejo Buda maya nos asegura: «El futuro traerá algo distinto. Habrá novelistas más hábiles o maduros que presentarán los problemas en forma más completa y dramática. Yo veo mi obra como una experiencia que emprendí sin ninguna intención literaria explícita o exclusiva, sino más bien como lo que se podría llamar un mandato del destino. Yo no quería ser un escritor, no decidí serlo. He tratado de encontrar un modo de expresar las cosas que sentí. Creo que mi experiencia será útil para otros que quieran trabajar con los primitivos elementos indios de nuestro mundo, con aspectos de la vida popular, usándolos en dosis moderadas, como he hecho yo, sin caer en los excesos del criollismo o, por otra parte, conformarse con el cosmopolitismo. Durante los años que pasé en París vi el ejemplo de muchos escritores cosmopolitas que escribían sobre París, sobre Versalles. Desde entonces sentí que era mi vocación y mi deber escribir sobre América, que algún día interesaría al mundo. Creo que en el futuro otros novelistas y poetas encontrarán otras maneras más lúcidas, eficaces y elocuentes de hacer lo que yo he hecho. Creo que para todos nosotros escribir es una cuestión de pasar por cierto tipo de experiencia... Entre los indios existe una creencia en el Gran Lengua. El Gran Lengua es el vocero de la tribu. Y en cierto modo eso es lo que yo he sido: el vocero de mi tribu».
Luis Harss
Los nuestros
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1966, pp. 87-127
Los nuestros
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1966, pp. 87-127
Luis Harss / Los nuestros
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