sábado, 20 de abril de 2019

Mario Benedetti / Juan Rulfo y su purgatorio a ras de suelo

Juan Rulfo

JUAN RULFO Y SU PURGATORIO A RAS DE SUELO[1]
Por Mario Benedetti

         Los narradores hispanoamericanos que optan por refugiarse en los temas nativos, sólo por excepción construyen sus relatos sobre una estructura compleja. La abundancia de anécdotas, la sugestión e paisaje, la aspereza del diálogo, seducen lógicamente al escritor. Pero, a la vez, toda esa formidable disponibilidad suele inspirarle cierto recelo frente a cualquier ordenamiento que no sea el estrictamente lineal. Se cree, y a veces con razón, que el alarde técnico podría llegar a sofocar el patetismo y la vitalidad de un mundo aún no ex­tenuado por lo literario.

         Claro que a veces el tema criollo se agota por su misma sencillez, por esa desgana tan frecuente en el narrador campesino, que todo lo deja al brío del asunto, al interés y a la tensión que el tema pueda levantar por sí mismo. Las complejidades suelen dejarse para el novelista urbano, como si existiera una obligada correspondencia entre el tema y su desarrollo, entre las formas de vida y las formas de estilo.
         Entre los últimos escritores aparecidos en México, Juan Rulfo (nacido en 1918) ha buscado evidentemente otra salida para el criollismo. Su tratamiento del cuento en El llano en llamas (1953) y de la novela en Pedro Páramo (1955), lo colocan entre los más ambiciosos y equilibrados narradores de América Latina. Por de­bajo de sus modismos regionales, de la anécdota directa y penetrante, aparece el propósito, casi ob­sesion, de asentar el relato en una base minuciosamente construida y en la que poco o nada se deje al azar. Pedro Páramo testimonia ejemplarmente esa actitud.
         Pero también cada uno de los cuentos, aun de los más breves, demuestra la economía y la eficacia de un narrador, tan consciente del material que utiliza como de su probable rendimiento, y que, además, acierta en cuando al ritmo, el tono y las dimensiones que deben regir en cada desarrollo. En El llano en llamas hay cuentos excelentes, verdaderamente antológicos, y otros menos felices; pero todos sin excepción tratan temas de cuento, con ritmo y dimensiones de cuento.
         Con la expceción de Macario, un casi impenetrable medallón, los otros relatos enfocan situaciones o desarrollan anécdotas, siempre con el mínimo desgaste verbal, usando las pocas palabras necesarias y logrando a menudo, dentro de esa intransitada austeridad, los mejores efectos de concentración y energía.
         Conviene no perder de vista, a fin de valorar de­bidamente su madurez, que los cuentos de Rulfo cons­tituyen su primer libro. Sólo el tulado En la madrugada, se manifiestan la indecisión y el desequilibrio característicos del principiante. En Algún otro (como Nos han dado la tierra, La noche que lo dejaron solo y Paso del Norte) la anécdota es mínima, pero tampoco el tono o la itención del relato van más allá del simple apunte, de modo que la estabilidad no corre riesgos.
         Es cierto que algunos cuentos ponen en la pista de antecedentes demasiado cercanos (Faulkner en Macario, Quiroga en El hombre, Rojas González en Anacleto Morones) pero en general esos ecos se refieren más al modo de decir que al de ver o de sentir un tema. En la mayor parte de sus relatos, Rulfo es sencillamente personal; para demostrarlo, no ha precisado batir el parche de su propia originalidad. Se trata de un escritor que conoce claramente sus limitaciones y poderes. Tal vez una de las razones de su sostenida eficacia radique en cierta deliberada sujeción a sus aptitudes de narrador, en saber hasta dónde debe osar y hasta cuándo puede decir.
         Por otra parte, Rulfo no es descriptivo. Ni en sus cuentos ni en Pedro Páramo el paisaje existe como un factor determinante. La tierra es invadida, cubierta casi, por mujeres y hombres descarnados, a veces fantasmales, que obsesivamente tienen la palabra. Detrás de los personajes, de sus discursos primitivos e imbricados, el autor se esconde, desaparece. Es notable su habilidad para trasmitir al lector la anécdota orgánica, el sentido profundo de cada historia, casi exclusivamente a través del diálogo o los pensamientos de sus criaturas. A veces se trata de una versión restringida, de corto alcance, pero que al ser expuesta en sus pa­labras claves, en su propio clima, adquiere las más de las veces un extraño poder de convicción.
         Es que somos muy pobres, por ejemplo, cuenta la historia sin pretensiones de Tacha, una adolescente a quien su padre regala una vaca “que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos”; se la regala para que no salga como sus hermanas, que andan con hombres de lo peor. “Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita”. Pero es el río crecido el que se la lleva, y Tacha queda sin dote y sin consuelo. “El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajr por su perdición”. El asunto es poco, pero está metido en su exacta dimensión; es bastante conmovedor que toda la honra penda de una pobre vaca manchada, de muy bonitos ojos. Evidentemente, hay grados sociales en la honra, y ésta es la honra de los muy pobres.
         En el cuento que da nombre al volumen, El llano en llamas, se describe un proceso de bandidaje, la reu­nión y dispersión de hombres que obedecen a Pedro Zamora; sus saqueos, sus crímenes y sus inicuas diver­siones. Son seres de un coraje sin énfasis, aguijoneados por una crueldad gratuita, pero siempre coherentes con su propio nivel de pasión. En La cuesta de las comadres hau una inocencia cachacienta que sirve para amortiguar el acto horrible que se está relatando. Hasta parece explicable que el narrador lleve a cabo un mi­nucioso crimen (“por eso aproveché para sacarle la aguja de arriba del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón”) para defenderse de otro que no cometió. Por similares razones, el bienhumorado desarrollo de Anacleto Morones acaba pareciendo macabro. La ligeresa de la situación, las burlas certeras, aun el final casi vodevilesco, adquieren un espantoso sentido no bien el lector se entera que debajo de estas bromas y de aquellas piedras se halla el cadáver del Niño Anacleto.
         Este recuerdo guarda cierto paralelismo con el em­pleado por Richard Hughes en A High Wind in Jamaica: el lector es más consciente que el narrador del hecho tremendo que se relata. Sólo que Hughes usa el expe­diente de la infancia, y Rulfo, en cambio, el del primitivismo de los hombres; tal vez porque confía en que ese fondo de inocencia y de miedo pueda salvar al alma campesina.
         Relatos como como Talpa y No oyes ladrar los perros merecen consideración especial. El primero, que sirvió para lanzar al mercado literario el nombre de Rulfo, cuenta la historia de Tanilo, un enfermo que insiste hasta conseguir que su mujer y su hermano lo lleven ante la Virgen de Talpa “para que ella con su mirada le curara sus llagas”. A mitad de camino Tanilo ya no puede más y quiere volver a Zenzontla, pero entonces su mujer y su hermano, que se acuestan juntos, lo convencen de que siga, porque sólo la Virgen puede hacer que él se alivie para siempre. En realidad, quieren que se muera, y Tanilo llega a Talpa, y allí, frente a su Virgen, muere.
         Este proceso, que comienza en un simple adulterio y culmina en una tortura de conciencia, se vuelve fas­cinante gracias al ritmo que Rulfo consigue imprimir a su relato. Obsérvese que la culpa sólo arrincona a los actores cuando sobreviene la muerte dc Tanilo. El adulterio en sí no llega a atormentarlos. Unicamente cuando se agrega la muerte, ese primer delito adquiere una intención culposa y retroactiva. Es que, probablemente, hay grados dc conciencia (como de honra) y ésta del hermano y la mujer de Tanilo, es también la conciencia de los muy pobres. Con todo, es curioso anotar que en este cuento, cl adulterio es un acto y no remuerde; en cambio, en la última etapa del proceso, la infamia, que se limita a la intención, se vuelve a pesar de ello insoportable. Ningún hecho nocivo para reprocharse; sólo intenciones, palabras, pensamientos. Sin embargo, estos seres elementales, que no son con­movidos por su acto abyecto, se vuelven suficientemente sensibles como para sentirse agobiados por un destino que ellos sólo provocaron, pero que no ejecutaron con sus manos. “Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nos­otros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Ta­nilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza. Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida”.
         No oyes ladrar los perros es, sencillamente, una obra maestra de sobriedad, de efecto, de intelección de lo humano. Uno de esos cuentos que no es preciso anotar en la ficha para recordarlos de por vida. En verdad, Rulfo desenvuelve su materia (trágica, oprimente) en tan reducido espacio y en estilo tan desprovisto de estridencias, que en una primera lectura es difícil acostumbrarse a la idea de su perfección. No obstante, es posible advertir con qué economía plantea el autor desde el comienzo una situación casi shakespiriana. Obsérvese, además, la difícil circunspección con que deja transcurrir el diálogo, la carga de pasión que soporta toda esa pobre rabia, y sobre todo, el final magistral, que estremece en seguida todo el relato que llevaba hasta ese instante el lector en su mente, y lo reintegra a su verdadera profundidad. ¿Qué más puede pedirse a un cuento de seis páginas? Casi podría tomársele por una definición del género.
         En una de sus narraciones, Luvina, no precisamente de las mejores que reúne El llano en llamas, Rulfo ya adelantaba algunos ingredientes (la mayoría, exteriores) que iba luego a emplear en su novela: Pedro Páramo. Pero en tanto que el cuento sólo planteaba una situación de aislamiento y resignación (con algunos buenos impactos verbales: “¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno? ... Nosotros también lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno”), sin que pareciera suficientemente motivada y creíble, la novela desarrolla, partiendo de un clima semejante, pero tirando intermitentemente de diversos hilos de evocación, una historia fronteriza entre la vida y la muerte, en la que los fantasmas se codean desapren­sivamente con el lector hasta convencerlo de su pro­visoria actualidad.
         Si no fuera por su sesgo fantástico, esta primera novela de Rulfo traería, con mayor insistencia aun que alguno de sus cuentos, el recuerdo de Faulkner. Y aun con esa variante, el Sutpen de Absalom, Absalom! no puede ser descartado en cualquier investigación de fuentes que se propusiera integrar una genealogía de este Pedro Páramo, encarnado a través de varias despiadadas memorias y a través de sí mismo. No obstante, conviene anotar que en Absalom, Absalom!, Faulkner asienta su mito sólo como excusa en una zona geográ­fica determinada. En cambio, Rulfo, pese a su andamiaje intelectual, sigue siendo, y esto es importante, un novelista valederamente regional.
         Comala, algo así como un Yoknapatawpha mexicano, es una aldea, más bien un esqueleto de aldea, cuya sola vida la constituyen rumores, imágenes estan­cadas del pasado, frases que gozaron de una precaria memorabilidad, y, sobre todo, nombres, paralizados nombres y sus ecos. De todos ellos, y, además, de muchas épocas barajadas, ordenadas y vueltas a barajar, el autor ha construido la historia de un hombre, una suerte de cacique cruel, dominador, y en raras ocasiones impresionable y tierno. Páramo es una figura menos que heroica, más que despiadada, cuya verdadera estatura se desprende de todas las imágenes que de él conserva la región, de todas las supervivencias que acer­ca de él acumulan las voces fantasmales de quienes lo vieron y sintieron vivir. Esa creación laberíntica y frag­mentaria, esa recurrencia a un destino conductor, ese rostro promedio que va descubriendo el lector a través de incontables versiones y caracteres, tiene cierta fi­liación cinematográfica, cercana por muchos conceptos a Citizen Kane. En la novela de Rulfo la encuesta ne­cesaria para reconstruir la imagen del Hombre, es cum­plida por Juan Preciado, un hijo de Páramo, mediante sucesivas indagaciones ante esas pobres, dilaceradas sombras que habitan Comala.
         Pero no todo es evocación, no todo es censura de ultratumba. También el narrador (que nunca levanta la voz; que se oculta, como un ánima más, detrás de su propio mito) toma a veces la palabra y dice su versión, cuentasimplemente, y su acento no desentona en el corrillo. Hay en todo el libro una armonía de tono y de lenguaje que en cierto modo compensa la bien pensada incoherencia de su trama. Por lo general no se da ningún dato temporal que sirva de asidero común para tanta imagen suelta. Sorprende, por ejemplo, hallar en pág. 113, un párrafo que empieza: “Muchos años antes, cuando ella era una niña...”, ya que éste o cualquier otro procedimiento de fijación expresa de una época, resulta inopinado en la modalidad corriente de esta narración. En tal sentido, el lector debe arre­glarse como pueda, y por cierto que puede arreglarse bien, ya que Pedro Páramo no es una novela de lectura llana, pero tampoco un inasible caos. Por debajo de la aparente anarquía, del desconcierto de algunos pasajes, existe, a poco que se preocupe el lector por des­cubrirlo, un riguroso ordenamiento, un fichaje de ca­racteres y de sus mutuas correspondencias, que man­tiene la cohesión, el sentido esencial de la obra.
         Es cierto que la imaginación de Rulfo especula con la muerte, se establece en su momentáneo linde, pero autor y personajes parecen dejar sentada una premisa menos cursi que verdadera: que la única muerte es el. olvido. Estos muertos se agitan, se confiesan, pero, en definitiva ¿son ellos o sus recuerdos?, ¿meros fan­tasmas asustabobos o probadas supervivencias?
         Frente a tanta huella de su unicidad, de sus varios enconos, de su ternura sin réplica, se levanta Pedro Pá­ramo para afrontar el juicio y volver a caer, desmoro­nándose “como si fuera un montón de piedras”. “¿Quién es? —volví a preguntar. Un rencor vivo —me contestó él”. La respuesta de Abundio a Juan Preciado define en cierto modo la novela. Es, sencillamente, la historia de un rencor. “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, dice, agonizante, Dolores Preciado a su hijo en la primera página. Y Juan Preciado, siguiendo desde allí el itinerario de ese rencor, llega a Comala junto a la sombra de Abundio, que también era hijo de Pedro Páramo y también sostiene su rencor propio. Desde su llegada a casa de Eduviges Dyada hasta su propia muerte (“acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo”), Juan Preciado arrostra sombras, escucha voces. “Me mataron los murmullos”, dice a Dorotea, y eran murmullos que partían de di­versos rencores. También Miguel Páramo los siembra y el padre Rentería los recoge y Pedro Páramo hace de todos ellos su gran rencor, su inquina hacia ese des­tino que le ha hecho esperar toda una vida antes de hacerle hallar a la Susana de su infancia y entregár­sela deshecha, trastornada y ajena. “Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azo­rado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. «Puñadito de carne», le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan”.
         Todo el episodio que se refiere a Susana es de gran eficacia narrativa, sin duda el pasaje más tenso de la novela. Ella, cerrando los ojos para recuperar a Flo­rencio, en inagotable sucesión de sueños; él, desvelán­dose, contando “los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho”,concentran en sí mismos la gran desolación que propaga el relato, el notorio símbolo que difunde el título. “¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber”.
         La complejidad en que se apoya la trama, no se refleja empero en el estilo, el cual, como en los cuentos de El llano en llamas, es sencillo y sin complicaciones. Los amodorrados fantasmas de la novela emplean en su lenguaje el mismo irónico dejo que los campe­sinos de Es que somos pobres o¡Díles que no me ma­ten! Las cosas más absurdas o las más espantosas son dichas en su genuina cadencia regional. En ciertos pasajes decididamente macabros (como algunos de los diálogos entre Juan Preciado y Dorotea) la excesiva vulgaridad resulta ínapropíada y hasta chocante. Del mismo modo, algún rasgo humorístico vinculado a las inquietudes de los muertos en el camposanto, produce un desacomodo en el lector: “Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas”; “haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados”. Por lo común, una visible alteración de los padrones de ve­rosimilitud provoca una sacudida mental a la que, por otra parte, es fácil sobreponerse. También es fácil sobreponerse al trato descarado de la literatura con los muertos. Pero en el riesgoso juego de Rulfo con sus fantasmas, en ese purgatorio a ras de suelo, hay que reconocer que pide demasiado a su lector: esa promis­cuidad de muerte y vida, esa habla chistosa de tumba a tumba, suscita a veces la previsible arcada. Por lo demás, el humorismo no es una variante preferida de Rulfo. Pero así como en algunos de sus cuentos, especialmente en Anacleto Morones, había recurrido a él para extraer del asunto el máximo provecho, también en Pedro Páramosuele emplearlo en función de algún efecto, de alguna ironía.
         Es de confiar que la aparición de Rulfo abra nuevos rumbos a la narrativa hispanoamericana. Por lo me­nos, estos dos primeros libros alcanzan para demostrar que el relato en línea recta, que la porfiada simplicidad, no son las únicas salidas posibles para el enfoque del tema campesino. No es, naturalmente, el primero en llevar a cabo esa módica proeza, pero su actitud li­teraría implica una saludable incitación a sobrepasar este presente, algo endurecido en cierta abulia del estilo. De todos modos, convengamos en que ya venía re­sultando peligrosa para el mejor desarrollo de una narrativa de asunto nativo, esa endósmosis de lo llano con lo chato, ese abandonarlo todo al ímpetu del tema, al buen aire que respiran los pulmones del novelista. Rulfo, que también lo respira, ha construido, además, quince cuentos, la mayoría de ellos de una excelente factura técnica; ha levantado, sin apearse de lo literario y pagando las normales cuotas de realismo y fantasía, una novela fuerte, bien planteada, y ha preferido apoyarla en una sólida armazón. Es satisfactorio comprobar que, después de este alarde, el tema criollo no queda agostado sino enriquecido, y su esencia, sus mitos y sus criaturas, se convierten en una provocativa disponibilidad para nuevas empresas, con destino a más ávidos lectores.

(1955).
Notas
[1] Hoy Juan Rulfo es un clásico de la narrativa hispanoamericana; sus libros han sido traducidos al inglés, a francés, italiano, alemán, sueco, checo, holandés, danés, noruego, yugoeslavo y eslovaco; su obra ha sido objeto de numerosos y profundos estudios. Sin embargo, cuando el trabajo que aquí se incluye apareció, en 1955, en el semanario Marcha, Montevideo, acababa de publicarse Pedro Páramo y el nombre y la obra de Rulfo eran totalmente desconocidos en el Cono Sur. (Aun en 1958, no figura ningún cuento suyo en la buena Antología del cuento hispanoamericano, de Ricardo Latcham). No señalo esto, por cierto, para inventarle méritos a mi trabajo de hace doce años, sino más bien para pedir excusas al lector (y a Rulfo) por una interpretación que, debido a la razón apuntada, no tiene en cuenta toda esta vasta bibliografía posterior.

(Letras del continente mestizo, Arca, 1972)


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