miércoles, 6 de marzo de 2019

Richard Ford / Entre ellos / Reseña


Richard Ford

ENTRE ELLOS

Mirar hacia fuera

Richard Ford escribe de la muerte de su padre y su madre en 'Entre ellos', que ilustra la evolución de un autor que ha depurado su estilo y amansado el ego hasta hacerse grande



CARLOS ZANÓN
29 ENE 2018 - 06:19 COT



Rcihard Ford, visto por Sciammarella.
Rcihard Ford, visto por Sciammarella.

Richard Ford (Jackson, 1944) ha reunido en este volumen dos piezas escritas con una diferencia de más 30 años. La primera, dedicada a su padre, que murió de un ataque al corazón cuando él tenía 16 años, y la segunda, a su madre, muerta de cáncer ya en la vejez, en 1981, fue escrita al poco de fallecer ésta. Además del placer de leer a un escritor de la talla del norteamericano, esa diferencia de tres décadas y media de escritura nos muestra cómo un buen escritor puede depurar su estilo y amansar el ego hasta convertirse en un gran escritor, más atento a mirar y preguntar que a explicar(se).
El libro tiene también otros intereses y muchos méritos, en especial la parte dedicada a su padre, Parker, un comerciante de almidón, un hombre de otra época. Ford realiza un portento en cuanto fondo y forma en esta pieza. Y lo hace con amor y rigor pero al mismo tiempo reconociendo —con sus padres muertos y él, sin descendencia y de edad avanzada— que el misterio nunca es desvelado. La línea recta de aprovechar el tiempo para saber quiénes son los tuyos, con los que compartes casas, biografía, anécdotas y cataclismos, es recta, sí, pero nunca se cubre, porque siempre hay otras cosas que hacer porque la vida consiste en eso, hacer. El Ford anciano sabe más de la imposibilidad de acceder al otro en sus deseos y frustraciones. Un hombre es más que un cuerpo, pero también más que una cabeza. La vida, para la lucidez de Ford, son los hechos. No tus propósitos, intenciones o sueños. Y el escritor se pregunta sin contestar qué sentían sus padres cuando él aún no estaba, cuando el comerciante llegaba solo a una habitación de hotel y encendía un cigarro, o aquella vez que su madre le dejó llorando en un parque, abrumada de desarraigo y lloros de un crío que llegó 15 años tarde —deseado, esperado pero no imprescindible—. El retrato es certero porque la ficción no impone respuestas. No sabemos nada más que estuvieron y se quisieron y no estropearon a un niño. El misterio es postergado, nunca hay tiempo, no sabemos cómo hacerlo si no es desde querer y ser querido sin argumentario ni periodo de devolución por garantía.
El libro también es un retrato de un mundo muy distinto al nuestro. Con reglas, ritos y convenciones que indicaban que las cosas eran como habían de ser. Una manera correcta y algunas incorrectas. Un mundo más de mirar y mirarse hacia y desde fuera. La conducta y la vivencia eran casi el mismo sendero. Uno era lo que hacía y a eso se le llamaba comerciante, yerno, marido, padre, vecino, soldado o estafador. Ford mira a sus padres desde y hacia fuera, con ese soberbio tono seco marca de la casa, de latido limpio y preciso. Huecos en blanco asumiendo que hay acciones y planteamientos que, simplemente, sus progenitores nunca se plantearon. Las cosas eran, pasaban, se hacían o se soportaban. O no. El abuelo paterno del escritor se suicidó ante una ruina por malas inversiones, por ejemplo, pero suicidarse también es hacer algo, contribuir a que la vida de los otros se mueva. En ambas piezas elegiacas, sin ajustes de cuentas ni pornografía emocional, Ford comparece sólo como testigo, nunca víctima o denunciante. Anécdotas, casas, coches, intuiciones, ciudades, equívocos, sacrificios, trabajos, lucha y buena educación. Algo así como la vida.



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