Emma Reyes |
EMMA REYES
Cartas desde la otra orilla
Durante la pasada edición de la Feria del Libro de Madrid mi amiga Margarita me regaló un libro “por mi cumpleaños”, que es después de verano. “Hacía tiempo que no disfrutaba tanto un libro”, me dijo, y no sólo la creí: suscribo a pies juntillas sus palabras. En el blog de Cuatro, Aquí si, ahora sí, Marta Reyero dice “Hacía mucho que no sufría tanto con un libro”. Es otro modo de expresar lo mismo. Memoria por correspondencia, de Emma Reyes, publicado por Libros del Asteroide es una de esas obras literarioreales que le dejan a uno tocado. Historia interesantísima, por momentos surrealista, ritmo trepidante, voz narrativa lograda que nos atrapa a la primera frase y, no lo olvidemos, un halo de misterio alrededor de la historia en sí, de la autora y de la obra.
Componen esta Memoria por correspondencia (acertado título) veintitrés cartas que Emma escribió a su amigo Germán Arciniegas, al que conoció en París en 1947 en un acto de la Unesco. Emma, una mujer que en las fotos resulta hermosa, vestida a la moda de la época, y que irradia personalidad y carácter, vivía en París desde hacía ya unos años y tenía cierto prestigio como pintora en los círculos artísticos parisinos. Tras sincerarse con Arciniegas en sus numerosas conversaciones, este la animó a que escribiera lo que le estaba contando: la historia de su niñez. También lo hizo García Márquez, quien tuvo noticia de aquello porque el confidente se fue de la lengua. Emma Reyes envió su primera carta a Arciniegas el 28 de abril de 1969, y la última en 1997. Hay un paréntesis de veinticinco años causado por el mal sabor de la traición. A la muerte de Germán Arciniegas Emma Reyes y la familia de él acordaron cómo se publicarían las cartas, y también que no podrían salir a la luz mientras ella viviera.
Y entonces comienza de verdad la historia. Porque sobre el libro se ha escrito muchísimo: hay reseñas extraordinarias que nos permiten hacernos una idea de su valor literario y testimonial, y nos convencerán para leerlo. Lo más destacable, sin duda, el hecho de que más que un epistolario (es unilateral, aunque ¿cuántos epistolarios no lo son?), incluso más que una memoria, es una confesión. La autora se libera a través de la pluma de una colección de demonios que sin duda llevan años persiguiéndola. Abandonada en un orfanato junto a su hermana por una extraña con la que vivían ambas tras quedar huérfanas, el recuento de las peripecias de una niña sola en el mundo y sin referencias es descarnado y directo, sin retórica, sin filtros, salvo tal vez la picardía de un ser obligado a sobrevivir contra natura. Ese estilo directo y sin aditivos, esa mirada infantil que se ha mantenido intacta hasta el momento en que la protagonista, adulta, vierte la historia en el papel –pues ese es el punto de vista desde el que narra– y la propia naturaleza de las peripecias que cuenta, que van desde la crueldad más absoluta, incluidos la violencia, la muerte o el abandono, hasta el descubrimiento de lo que se prueba cuando uno siente amor o admiración por alguien, unido todo ello al ritmo trepidante de esa biografía que transcurre primero de huída en huída, después en planificación de la posible huida… hacen que el lector no pueda dejar de leer. Hasta que de pronto un día terminan las cartas. Se consuma la huída definitiva y el libro acaba de pronto, dejándonos tan solos, tan huérfanos y tan abandonados como a su protagonista. Uno siente que no puede ser. Comienza entonces el epílogo. Y es que si la historia de Emma Reyes narrada por ella misma es sorprendente y trepidante, lo que viene después no le va a la zaga.
Sé que es hábito malsano de los lectores saltarse el prólogo, el epílogo y las notas. En esta ocasión, no lo hagan, porque el libro les perseguirá, se meterá en sus sueños. ¿Es real la historia que cuenta Emma Reyes? ¿Toda? ¿Hasta qué punto? ¿Qué pasó después? Sí, se salió con la suya, cumplió su propósito e hizo realidad su sueño. Fue pintora de éxito y vivió en París. Aprendió a leer y escribir con dieciocho años y a desenvolverse en una sociedad selecta y en una época dorada. Fueron felices y comieron perdices. Para mí, que ya creía que el libro no me iba a deparar más sorpresas tras el final de la última carta y que también tengo el hábito malsano de saltar, a veces, prólogos y epílogos, todo eso que el lector impaciente considera “polvo y paja”, pelo y pluma… para mí empezaba entonces el misterio. Emma habla de sí misma casi como una niña sin nombre ni apellido, aunque en una de las cartas, de la época del orfanato, desvela su identidad. Algunos de los más sonados acontecimientos o personajes que aparecen en el libro no existieron, o no lo hicieron en ese lugar y en esa época. Como escritora, claro está, tiene todo el derecho a inventarse una identidad, una vida y una historia, en sentido amplio, o hacerla y deshacerla, torcerla a su antojo. Diego Garzón dice en uno de los textos que sirven de epílogo que tras salir del convento hizo autoestop hasta llegar a Argentina, se casó en Uruguay, vivió en Paraguay, ganó una beca y se fue a París, donde residió hasta su muerte en 2013, en Burdeos.
En París se casó con el doctor Jean Perromat, dejando atrás para siempre su vida anterior, o la de quien quiera que fuese. Un matrimonio fracasado con el escultor Guillermo Botero, enfermedades, penurias, un hijo muerto, tal vez asesinado por la guerrilla. Cortar para siempre con el origen y con la estirpe de uno. Botero la recuerda, cuando se conocieron, “contando su mala suerte. Igual que todos los colombianos que piden en el extranjero una ayuda”. ¿Estaba inventando, lloriqueando para conseguir su propósito? El interrogatorio al que la someten en Inmigración, o al menos el que ahí se reproduce, tampoco tiene desperdicio. ¿Se hacía la tonta para seguir medrando? ¿Era sincera y mostraba sus cartas –sus cartas de juego, no sus epístolas– porque no tenía nada que ocultar? ¿Tenía un único propósito en la vida y puso a su servicio todos los recursos de que disponía? No sé si todas estas preguntas tienen respuesta, pero el ansia de saber qué ocurrió “después” provoca en el lector el mismo efecto que girar mucho rato sobre el propio eje: uno sigue girando incluso después de parar. Me resulta difícil quedarme sólo en la infancia de esta mujer enigmática, y el hecho de que pare en seco su relato me lleva a preguntarme cuánto hay de estrategia en todo esto. Lo que es cierto es que la mayor parte no es invento. Y que el relato tiene un valor extraordinario. Y que ha convertido un epistolario/memoria/autobiografía en una novela de acción, en una especie de road movie en carro y por caminos de herradura. Y que hacía mucho, mucho tiempo que no disfrutaba tanto de un libro.
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