Obra de Emma Reyes |
Germán Arciniegas
De Flora Tristán a Emma Reyes
El Tiempo
9 de agosto de 1993
Hasta hoy, el libro de Flora Tristán de su viaje al Perú y los recuerdos de su infancia son el documento más dramático que haya dejado una mujer en relación con su experiencia en América. Flora, que para muchos nos resulta hija de Bolívar, fue la abuela de Gauguin y su vida bordeó muchas veces las amarguras del infierno. Pero sacó — Dios sabe de dónde— una rebeldía que la coloca como fundadora del socialismo internacional y su vida se estudia en las universidades como podría estudiarse la de su contemporáneo, Carlos Marx. Si Emma Reyes escribiera y publicara la historia completa de su vida, el libro podría tener más lectores que el de Flora. Siendo corrosiva e inteligentísima, tiene unos aciertos de gracia que la convierten en una fabuladora incomparable. Monta su tienda en cualquier sitio de Europa y quienes la escuchan querrían seguir oyéndola hasta pasadas las tres de la mañana.
Germán Arciniegas y Emma Reyes |
Salió de Bogotá sin más experiencia que la de una recogida en el hospicio, experta en dechados de costura. Y emprendió un viaje que paró en Buenos Aires, marchando a pie, en buses, trenes o lo que fuera, vendiendo cajas de Emulsión de Scott. De Buenos Aires pasó a Montevideo en plena guerra del Chaco, pasó la luna de miel en un garaje, se fue a vivir a la selva del Paraguay y los guerrilleros le asesinaron el hijo en una escena de crueldad infinita. En Buenos Aires, pintando, se ganó un concurso internacional y fue a dar a París. Tengo un cuadro suyo de la época, pintado como dora el sol las pinturas de Gauguin en Tahití (aquí se cruzan Emma y Flora) y cuando hace su exposición en la orilla izquierda del Sena, el último en salir estampa su firma en la hoja de visitantes que a lo mejor Emma conserva en algún baúl. La firma ya era conocida: Picasso.
De París pasa a Washington y México, conoce a Tamayo y Rivera. Las flores grandes que pintó entonces Rivera, ahora, a los cincuenta años, las convierte Emma en unas rosas, lirios, piñas o alcachofas de muchos metros de grandeza, hechos con una precisión de quien se ha educado cosiendo en un orfanato. Cuando regresa a París, monta su tienda como un beduino y pinta y pinta y pinta y habla y habla y habla y va introduciendo uno a uno a todos los pintores suramericanos que más tarde serán famosísimos en el mundo. Pero siempre rebelde, alerta, curiosa e informada como si fuera una india, que en el fondo no lo es, o una blanca de las izquierdas. Hasta que llega a Périgueux, de brazo de Jean, su médico, con quien se ha casado y que es su gran amor.
Périgueux tiene dos puntos que son las dos columnas propias de su edificio, Montaigne y el rey de la Patagonia. Montaigne vivió más de diez años con un indio guaraní con quien dialogó más que con Platón y Anaxágoras. Dos de sus mejores ensayos están hechos sobre las reflexiones que saca de dialogar con este criado que consiguió en Ruán, cuando la muestra brasilera que organizaron los de la Villa, para inaugurar al nuevo rey. Montaigne descubrió que, como poetas, los guaraníes estaban a la altura de los griegos y, por su dignidad, a una altura mayor que los franceses. Ya en nuestro tiempo, un francés de Périgueux resolvió proclamarse rey de la Patagonia y acabó convencido de serlo. El resto eran trufas y foie gras.
Emma y Périgueux se entendieron en los edificios públicos y en los patios del Liceo están unos murales gigantescos que Emma ha pintado, con el cariño con que se hace una flor de seis metros de altura para que quede como un recuerdo en la solapa de un pueblo. Ahora es una pintora celebrada, pero no hay que olvidar lo que dice su diario de la infancia. Una vez la induje a que lo escribiera y alcanzó a redactar unas cien páginas, que son un modelo por la manera de atropellar el castellano, escribiendo ilusión con c y metiendo palabras de «su» francés alternando con la de «su» recordado castellano. Quizá la única persona que ha leído esa parte, que se quedó en suspenso, en punto y coma, para seguirla con minúscula, fue Gabriel García Márquez, a quien se la mostré. Su entusiasmo fue como ha sido el mío. Y pensar que ese diario dejaría atrás al de Flora Tristán...
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