miércoles, 27 de marzo de 2019

Julian Barnes / El ruido del tiempo


Julian Barnes

El ruido del tiempo

Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2016. 200 páginas

RAFAEL NARBONA
13/05/2016

Ser un genio artístico en un régimen totalitario es una verdadera fatalidad. No es posible refugiarse en lo puramente formal, pues la forma siempre implica una posición estética con una resonancia política. Tímido, neurótico e inestable, Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906-Moscú, 1975) no podía predecir que su ópera Lady Macbeth en Mtsensk, estrenada en 1934, provocaría dos años más tarde la ira de Stalin, que asistió discretamente a una de sus representaciones. Dos días después, Pravda publicó un artículo titulado “Caos en vez de música”, acusando a la obra de ser un ejemplo de arte decadente y contrarrevolucionario. Se rumoreó que el autor de la crítica era el mismo Stalin, pero los historiadores no lo consideran probable. Sin embargo, nadie cuestiona que el texto reproducía la cólera del dictador ante una ópera formalista y desvinculada de los planteamientos del arte popular y socialista. Las representaciones se suspendieron de inmediato y Shostakóvich se vio forzado a elegir entre ser un mártir o un artista de la supervivencia. Prefirió sobrevivir.




En El ruido del tiempo, Julian Barnes (Leicester, 1946) relata las penalidades del compositor, que colaboró fielmente con las autoridades comunistas para no ser una víctima más de las terroríficas purgas orquestadas por Stalin. Shostakóvich, pusilánime y obsesivo, soportó durante años la angustia del que espera una visita a media noche, con la certeza de que no será un familiar, un amigo o el lechero. Muchas veces anheló la muerte, presumiendo que un tiro en la nuca siempre sería preferible a “un terror interminable”. Hannah Arendt nos enseñó que “el terror es la esencia de la dominación totalitaria”. Shostakóvich sufrió en sus carnes esa perversión de la política, que reduce al ser humano a la impotencia, el miedo y la indignidad, suprimiendo su autonomía y su autoestima. Shostakóvich podría haber enmudecido, pero la música era su forma de respirar, de hacer el mundo inteligible, de buscar un ideal, que en su caso no era una utopía política, sino la belleza artística. Además, su silencio podría haberse interpretado como un modo subrepticio de traición o sedición. Su destino habría sido semejante al de Ósip Mandelshtam o Isaak Bábel.



Para Stalin, caprichoso, paranoico y megalómano, la humanidad se dividía en revolucionarios -los que aceptaban su autoridad y acataban sus órdenes- y contrarrevolucionarios -los que se oponían a sus designios, los matizaban o, sencillamente, los contemplaban con indiferencia. Sus purgas se parecían a la tala de un árbol. Cada tajo hacía saltar infinidad de astillas. Shostakóvich había irritado a Stalin y si no quería ser una de esas astillas, debía manifestar públicamente su arrepentimiento, jurando lealtad incondicional al gran líder.



El compositor repudió su ópera y anunció que trabajaría para elaborar una obra al servicio de la Rusia soviética. Aceptó que el arte revolucionario sólo podía ser optimista, luminoso, pues los pueblos avanzaban inexorablemente hacia el paraíso socialista. No era una predicción, sino una ley histórica con el mismo grado de necesidad que cualquier ley física. En la intimidad, Shostakóvich nunca se engañó. Sabía que participaba en una pantomima. La propaganda sostenía que los soviets era la expresión del alborozo popular. No obstante, el alma rusa no era alegre, sino pesimista. La expresión “Rusia soviética” era falsa y profundamente contradictoria. Pero ¿qué importaba la verdad ante la urgencia de no hundirse en el Gulag? Shostakóvich se plegó a las exigencias de las autoridades, componiendo música sentimental y previsible para películas propagandísticas. Sus bandas sonoras fueron premiadas con la Orden de la Bandera Roja del Trabajo. Durante el asedio de Leningrado, compuso su Séptima sinfonía, un alegato antifascista que acreditó definitivamente su compromiso con la Unión Soviética. En apariencia, el “individualismo insano” y el “pesimismo” pertenecían al pasado, pero un compositor raramente puede sustraerse a los espasmos de su creatividad.


La Octava y la Novena sinfonías contenían pasajes experimentales, subjetivos y oscuros. Constituían una provocación inaceptable. El Politburó condenó a Shostakóvich por “formalista, desviacionista y antipopular”, prohibiendo su obra y retirándole sus privilegios. La sentencia impuso la misma pena a Prokófiev y Jachaturián. Maxim y Galia, los hijos de Shostakóvich, no quedaron al margen de las represalias. Maxim, que sólo tenía diez años, tuvo que denigrar la música de su padre en un examen de la escuela.

Julian Barnes despliega una prosa introspectiva, fluida y levemente lírica para recrear el descenso a los infiernos de Shostakóvich. Aunque el compositor repite las consignas oficiales, como “el arte pertenece al pueblo”, su clarividencia interior permanece intacta. Piensa que el arte no pertenece al pueblo, sino a sus creadores y a los que disfrutan con sus innovaciones: “El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del tiempo”.

Shostakóvich escribe para todos y para nadie. El arte no puede definirse con un eslogan y en ningún caso desempeña una función específica. Es pura forma, libertad absoluta, creación sin límites. Sus convicciones no coinciden con sus hechos, pues en 1949 aceptará el papel de embajador musical de la Unión Soviética, viajando a Estados Unidos para defender el arte popular. Ese mismo año, compuso su Canción de los Bosques, una cantata que elogiaba a Stalin, adjudicándole la condición de “Gran Jardinero”. En 1951, se premió su fidelidad con un acta de diputado en el Sóviet Supremo.

La muerte de Stalin en 1953 no cambió la actitud de Shostakóvich, quizás porque se había transformado en “un jorobado moral”. En su mesilla de noche, siempre conservó una reproducción de El tributo de la moneda, de Tiziano. Había pagado al César lo que era del César y a cambio había ganado seis veces el Premio Stalin y la Orden de Lenin. “Soy un gusano”, le confiesa a Jruschov, que le escucha divertido. La degradación espiritual es lo que más complace a los tiranos. En 1960, se afilia al Partido. No es Picasso ni Sartre, que pueden elogiar el comunismo porque no viven bajo su bota. “La línea de la cobardía -escribe Barnes- es la única que avanzaba recta y segura en su vida”. Shostakóvich firmó cartas públicas contra Solzhenitsyn y Sájarov. Ser cobarde es una forma de virtud cuando se persevera en lo abyecto, pensó alguna vez, pero al final de su existencia, sólo quedaba espacio para el pesimismo y la desolación. A pesar de ser el autor de sinfonías, cuartetos y tríos magistrales, no tenía claro si había compuesto algo digno de ser recordado. Sólo sabía con seguridad que “al permitirle vivir lo habían matado”.

El ruido del tiempo es una magnífica novela sobre un artista que no se atrevió a desafiar al poder totalitario. No podemos recriminarle su deseo de sobrevivir, pues el heroísmo es un gesto de grandeza, no un imperativo ético. Dmitri Shostakóvich fue humano, muy humano. Juzgarle hoy desde el paraguas de las libertades democráticas es injusto. Sería absurdo despreciar su música. El villano de esta historia es, sin duda alguna, Stalin, un mediocre “forjador” de hombres, que sólo dejó detrás un rastro de miseria moral y material. Las grandes obras de Shostakóvich han “sobrevivido a todo y a todos” y, con independencia de la biografía de su creador, nunca han perdido su valor como alimento para el alma.



EL CULTURAL





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