El corazón puede ser otro órgano
Para Jeanette Winterson, escribir es un ejercicio de riesgo y curiosidad, la exigencia de experimentar y ser artísticamente ambiciosa
5 ENE 2018 - 11:50 COT
"Eso es lo que la literatura ofrece: un lenguaje suficientemente poderoso para decir las cosas como son. No es un escondite. Es un lugar de encuentro”. Tanto esta cita de Jeanette Winterson (Mánchester, 1959) como la lectura de las dos obras que Lumen, con preciosas ilustraciones de Ana Juan, ha editado en español, Fruta prohibida (1985), su primera novela autobiográfica, y Escrito en el cuerpo (1992), me han llevado a recordar el debate sobre la conveniencia de que los escritores —las escritoras también— practiquen la crítica. He vislumbrado el peligro. Porque yo no fui adoptada por una familia evangélica pentecostal ni soy lesbiana ni inglesa ni jamás mi madre me habría dicho¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? (2012), una frase de mamá Winterson que titula las memorias de la autora. Sin embargo, me he identificado tanto con estos textos que caigo en la tentación de justificar cada palabra. Entiendo íntimamente de dónde provienen sus decisiones estilísticas. Leo desde un lugar privilegiado, pero no sé si ese lugar es crítico. Me parece honesto aclararlo igual que me parece honesto reconocer las similitudes en la concepción autobiográfica, en algunas asociaciones quizá tan obvias como la que enlaza clavícula con clave o en la centralidad del cuerpo que se encarniza en escritura y, a la vez, según Wikipedia, ha convertido a Winterson en dueña de una charcutería. Puede ser un fake, pero el asunto tiene gracia.
Descubro a Winterson con Fruta prohibida. Para la autora, escribir es un ejercicio de riesgo y curiosidad, la exigencia de experimentar y ser artísticamente ambiciosa, “una manera original de expresar las circunstancias de la condición humana”. En su intento de que el discurso sea y no sea autobiográfico, se oye la voz de la expósita adoptada que se rebela contra la obligación de ser agradecida. También articula una teoría del relato: la historia está llena de invención y las invenciones están llenas de historia. Esta declaración de principios, colocada justo en el eje de simetría del texto, es una justificación humanísima, un lanzar la piedra y esconder la mano: “Soy pero no soy”. Existe un prejuicio contra el impudor del yo, un residuo de espuria humildad aprendida de las religiones, que en Winterson se neutraliza con el dandismo de la diferencia sexual. Fruta prohibida está escrita en espirales, desde el presente hacia el pasado, y la palabra es cuchillo que rompe la piel de la fruta; en la narración autobiográfica —casi— se interpolan historias legendarias que contravienen los martillazos represores del verbo del predicador. Los escritores se parecen más a los creativos profetas dispuestos a clamar en el desierto. A los seis años, la autora pronunciaba sermones; pronto la apartaron de tan viril tarea que forjaría su vocación de escritora sin llegar a encorsetar su imaginación insumisa. El personaje de su madre, Constance, es magistral; contra ella proyecta su resentimiento, pero también su ternura. La contradicción se resuelve a través del humorismo: la madre relata a la hija sus escarceos en Francia y le revela que el mariposeo estomacal del amor fue, en su caso, una úlcera, así que “lo que parece el corazón puede ser otro órgano”. Fruta prohibida es una iconoclasta y divertidísima novela de aprendizaje sobre el proceso de socialización, el peso castrador o liberador de los relatos —míticos y religiosos, reales o fantásticos—, la construcción de la identidad sexual y el orgullo de la diferencia.
A través de la heterodoxia de sus textos, dinamita categorías, vocabularios y convenciones tristes
En Escrito en el cuerpo me deslumbra la capacidad de Winterson para transitar entre lo peor y lo mejor quedándose con lo mejor. Las frases sentenciosas cinceladas en torno al erotismo se transforman en pensamiento de la fiebre y en un lema: “Escrito en el cuerpo hay un código secreto”. Solo los dedos adecuados podrán desvelarlo. Los férreos límites entre homosexualidad, adulterio, vértigo y pasión y una domesticidad marcada por la hipocresía del matrimonio se empiezan a fundir cuando aparece un amor prohibido que aspira a perdurar. La narradora deja de sentirse cómoda en el territorio de los promiscuos diablillos, y el estilo oscilante constata una crisis: a Winterson le interesan la lealtad y el amor por encima del matrimonio. La escritura oscilante es artefacto: cuando aparece la enfermedad, Escrito en el cuerpo pierde su tono pequeñoburgués, deja de ser una novela de adulterio para erigirse en elegía romántica, tratado de anatomía y patología, poema de amor necrófilo que se apropia, en clave subversiva y lésbica, de ese tópico del romanticismo heterosexual que identifica las grandes pasiones con las diferencias insalvables entre los que aman, o de ese otro que liga el deseo de eternidad erótica con la inexorabilidad de la muerte. En un doble mortal, la normalidad se nutre y ensancha con el cambio de perspectiva que ofrece la diferencia. Winterson, oficial de la Orden del Imperio Británico, a través de la heterodoxia de sus textos, dinamita categorías, vocabularios y convenciones tristes. Una escritora maravillosa.
‘Fruta prohibida’. Jeanette Winterson. Traducción de M. Cavándoli y H. González Trejo. Ilustración de Ana Juan. Lumen, 2017. 240 páginas. 20,90 euros.
‘Escrito en el cuerpo’. J. W. Traducción de xxx. Ilustración de A. J. Lumen, 2017. 224 páginas. 19,85 euros.
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