lunes, 23 de noviembre de 2020

Walter Tevis / Mary Lou III / Seis de octubre


Gustav Klimt

Walter Tevis

MARY LOU III

SEIS DE OCTUBRE


Walter Tevis / Mary Lou I

Walter Tevis / Mary Lou II 

Walter Tevis / Mary Lou III / Seis de octubre

Walter Tevis / Mary Lou IV / Spofforth


    Casi había anochecido cuando pasábamos sobre el enorme, vacío, oxidado y viejo puente de la isla de Manhattan; en algunas de las pequeñas casas de Permoplástico, a lo largo del Paseo del Río, las luces estaban encendidas. Las aceras se hallaban vacías, excepto algún robot ocasional que empujaba un carro de materias primas hacia una de las tiendas de la Quinta Avenida, o un equipo de sanidad que recogía escombros. Vi a una mujer vieja en la acera, en Park Avenue; estaba gorda y llevaba un vestido gris sin forma y un ramo de flores en la mano.


    En la calle, nos cruzamos con algunos autobuses telepáticos, la mayoría de ellos vacíos. Un coche de Detección vacío nos adelantó a gran velocidad. Nueva York estaba muy pacífica, pero yo empezaba a volverme aprensivo. No había comido nada desde mi pequeño almuerzo del pícnic; había estado nervioso toda la tarde. No tenía miedo , como hubiera podido tenerlo en otro tiempo, solo estaba tenso. No me gustaba. Pero no podía hacer otra cosa más que soportarlo. En algunos momentos, pensé en beber más whisky , o en detener el autobús ante una máquina de expendeduría de drogas e intentar tomar por la fuerza algunos soporíferos —puesto que ya no tenía tarjeta de crédito—, pero tiempo atrás había decidido no ingerir productos químicos como esos. Así, pues, aparté esas ideas en la mente y me limité a soportar el hecho de sentirme incómodo e inquieto. Por lo menos, sabía lo que ocurría a mi alrededor.
    Los edificios de acero de la NYU estaban oscureciendo bajo el sol poniente. Al atravesar Washington Square, nos cruzamos con cuatro o cinco estudiantes con sus vestidos de mahón, cada uno de ellos en su camino aparte. La maleza cubría la plaza. Ninguna de las fuentes funcionaba.
    El aparcamiento de autobuses se hallaba frente a la biblioteca.
    Y allí estaba, el viejo y semioxidado edificio en el que había trabajado en los archivos y había vivido con Mary Lou. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando lo vi rodeado de hierbas y sin nadie a la vista.
    Tuve suficiente presencia de ánimo para darme cuenta de que podría perder mi autobús ante alguien que simplemente quisiera llevarlo a cualquier otra parte. Así, pues, cogí mi equipo de herramientas y retiré el panel frontal, desconecté lo que la Guía Audel llamaba el «Servo de montaje de activación de las puertas», y luego le ordené a la puerta que se abriera. Y no lo hizo. Puse el equipo de herramientas dentro de la abertura del cerebro. A nadie le molestaría.
    Un poco menos tembloroso, pero aún muy excitado entré en el edificio. Allí no había nadie. Los pasillos estaban vacíos; las habitaciones en las que me asomé estaban vacías; no se oía ningún ruido, excepto el eco de mis propias pisadas.
    No me sentía, como me hubiera ocurrido antaño, ni atemorizado ni excesivamente nervioso por la soledad del lugar. Llevaba uno de mis nuevos conjuntos de ropa de Maugre: ajustados tejanos, un cuello de tortuga negro y zapatos negros. Por la mañana, a causa del calor, me había subido las mangas del jersey y tenía los antebrazos tostados por el sol, flacos y musculosos. Me gustaba su aspecto, y me gustaba la sensación general que tenía en mi cuerpo y en mi mente, que ellos transmitían: primaveral, preparado y fuerte. Ya no estaba impresionado por este edificio moribundo; sencillamente, estaba buscando a alguien en él.
    Mi vieja habitación se hallaba vacía e igual que cuando yo estaba allí, pero la colección de películas mudas había desaparecido. Eso me defraudó, ya que, en el fondo de mi mente, había planeado llevármelas conmigo —o con nosotros— a dondequiera que fuera en mi autobús telepático.
    En mi vieja cama-mesa aún estaba la fruta artificial que Mary Lou había cogido para mí, en el zoo.
    Cogí la fruta y la embutí en el bolsillo lateral de los tejanos. Eché un vistazo a la habitación. No me interesaba nada más. Me fui y cerré la puerta de golpe tras de mí. Ya había decidido a dónde tenía que ir.
    Mientras volvía a colocar los cables en el autobús telepático, a la luz de una farola, levanté la vista y vi a un hombre gordo, medio calvo, que me miraba fijamente. Debió de llegar mientras yo estaba trabajando, sin que le viera. Tenía la cara hinchada  y carecía de carácter, pero expresaba una pétrea interioridad que, por un momento, resultó chocante de ver. Me di cuenta, al cabo de un rato, de que, a decir verdad, no era diferente a cientos de rostros que había visto antes, pero sí había dos cosas distintas ahora en mi modo de mirarle: ya no me interesaba la Intimidad, y, por lo tanto, le examiné con mayor detención de como lo hubiera hecho un año atrás; y me había acostumbrado a vivir cerca de los Baleen y, aunque también tomaban drogas, sus rostros no tenían la arrogante estupidez que exhibía la mayoría de gente ordinaria.

    Después de haberle estado mirando fijamente un momento, bajó los ojos y empezó a mirar a sus pies. Volví a los cables que estaba volviendo a conectar al servo del autobús, y le oí hablar con voz grave.
    —Eso es ilegal —decía—. Tocar la Propiedad del Gobierno.
    Ni siquiera me giré para mirarle.
    —¿Qué gobierno? —inquirí.
    Permaneció un momento en silencio. Luego, dijo:
    —Eso es tocar lo que no se debe . Tocar lo que no se debe es un Error. Podrías ir a la cárcel.
    Me giré y le miré. Tenía una llave en mi mano derecha, y sudaba un poco. Le miré directamente a los ojos, y a su idiota, necio y pastoso rostro.
    —Si no te vas de aquí ahora mismo —dije—, te mataré.
    Aflojó la mandíbula y me miró fijamente.
    —Muévete, idiota —dije—. Ahora mismo.
    Se volvió y se fue. Vi cómo se ponía la mano en el bolsillo y sacaba algunas píldoras y empezaba a tragárselas, manteniendo la cabeza hacia atrás. Me dieron ganas de tirarle la llave.
    Terminé de fijar los cables y, luego, subí al autobús y le dije que me llevara al «Burger Chef», de la Quinta Avenida.
    Ella no estaba en el «Burger Chef»; pero, en realidad no esperaba que estuviera allí. El lugar me pareció algo diferente, y luego me di cuenta de que eran las cabinas. Dos de ellas habían sido retiradas y la mayoría de las que quedaban estaban carbonizadas. Debieron de producirse varias inmolaciones desde que estuve allí por última vez.
    Me acerqué al mostrador y le dije al Modelo Dos femenino que me diera dos hamburguesas de algas y un vaso de té del samovar. Lo cogió, un poco despacio, y lo puso sobre el mostrador y esperó. De repente, me di cuenta de lo que estaba esperando: mi tarjeta de crédito. Y no tenía ninguna, me había olvidado por completo de ellas.
    —No tengo tarjeta de crédito —le dije.
    Me miró con esa estúpida mirada de robot —la misma mirada que los robots guardias en la prisión tenían siempre en su rostro— y luego volvió a coger la bandeja, se volvió, y empezó a llevársela hacia un cubo de basura.
    Le grité:
    —¡Detente! ¡Vuelve a traer eso!
    Se detuvo, se giró un poco, luego volvió a girarse hacia el cubo de basura. Empezó a avanzar hacia él, más lentamente.
    —¡Detente, idiota! —grité.
    Entonces, sin pensar apenas en lo que hacía, salté por encima del mostrador, avancé rápidamente hacia ella, y puse una de mis manos en su hombro. Le volví la cara hacia mí, y le quité la bandeja. Ella se limitó a mirarme de forma estúpida, por un momento y, luego, desde el techo de la habitación empezó a sonar furiosamente una alarma.
    Volví a saltar rápidamente el mostrador; y empezaba a irme, cuando vi a un grande y pesado robot deficiente mental con uniforme verde que se me acercaba desde una habitación trasera. Era como el del zoo, y empezó a decir:
    —Está usted arrestado. Tiene derecho a permanecer en silencio…
    —¡Vete a la mierda, robot! —le grité—. Vuélvete a la cocina y deja en paz a los clientes.
    —Está usted arrestado —dijo, esta vez más débilmente.
    Había dejado de avanzar.
    Me acerqué a él y le miré a los ojos, vacíos e inhumanos. Nunca había mirado a un robot tan de cerca, ya que se me había enseñado a temerles y respetarles. Y fui consciente, al mirar a su estúpido y fabricado rostro, de que estaba viendo por primera vez el significado de esta estúpida parodia de la Humanidad: nada, nada en absoluto. Los robots eran algo inventado una vez por un ciego amor a la tecnología que pudo permitir que fueran inventados. Habían sido fabricados y dados al mundo de los hombres como las armas que casi destruyeron al mundo que se les había dado, como una «necesidad». Y, más profundamente, bajo aquel rostro vacío y en blanco, idéntico a los miles de rostros de su modelo, podía sentir desprecio —el desprecio por la vida ordinaria de los hombres y mujeres que los técnicos humanos que los habían modelado habían sentido. Habían dado robots al mundo amparándose en la mentira de que nos eximirían del trabajo o de que nos aliviarían en los trabajos pesados para que nosotros pudiéramos crecer y desarrollar nuestra vida interior. Alguien debió de odiar la vida humana para haber hecho algo así— semejante abominación a los ojos del Señor.
    Esta vez le hablé y con furia.
    —¡Vete de mi vista, robot! —grité—. ¡Apártate de mi vista inmediatamente!
    Y el robot se volvió y se alejó de mí.
    Miré a las cuatro o cinco personas que estaban sentadas, cada una en su propia cabina, en el «Burger Chef». Todos tenían los hombros levantados y los ojos cerrados, en completo recogimiento.
    Me alejé rápidamente y me sentí aliviado al volver a encontrarme en mi autobús telepático. Le ordené en silencio que me llevara al Zoo del Bronx, a la Casa de los Reptiles.
    —Con mucho gusto —dijo.
    Todas las luces del zoo estaban apagadas. Había empezado a salir la luna. Yo tenía mi linterna de queroseno encendida cuando el autobús se detuvo frente a la puerta de la Casa de los Reptiles. Notaba el aire frío sobre la piel, pero no me puse ninguna chaqueta.
    La puerta no estaba cerrada con llave. Cuando la abrí y entré en la habitación, apenas pude reconocer lo que me rodeaba. En parte, debido a lo misteriosa que resultaba la débil luz de queroseno en el lugar, pero también debido al hecho de que había ropa blanca o algún tipo de toallas colgadas de las jaulas de la pared trasera.
    Miré el banco en donde Mary Lou había dormido. No estaba allí. Un olor extraño se esparcía por la habitación —cálido y dulce—. Y la propia habitación estaba caliente y poco ventilada, como si la temperatura hubiera subido. Permanecí quieto durante un rato, tratando de acostumbrarme al cambiado lugar a la débil luz de mi linterna. No pude ver ningún reptil en las jaulas; pero la luz era pobre. La jaula de la serpiente pitón parecía extraña, y había algo encorvado en el centro de ella.
    Encontré un interruptor en la pared, di las luces y pestañeé deslumbrado.
    Y, entonces, me llegó una voz frente a mí.
    —¿Qué diablos…?
    Era Mary Lou. El bulto en el suelo de la jaula se había reacomodado y vi que era Mary Lou. Tenía el pelo enmarañado y sus ojos bizqueaban semicerrados. Tenía el mismo aspecto que aquella noche, tiempo atrás, en que mi agitación me había conducido aquí y la había despertado y habíamos hablado.
    Abrí la boca para hablar, pero no dije nada. Ahora estaba sentada, en la jaula, y le colgaban las piernas por el lado. Ya no había cristal en la jaula —y, por supuesto, ninguna serpiente pitón—, y ella había puesto un colchón dentro para hacer una cama; era ahí en donde estaba sentada ahora, frotándose los ojos e intentando enfocarlos hacia mí.
    Por fin, hablé:
    —Mary Lou —murmuré.
    Dejó de frotarse los ojos y miró con fijeza.
    —Eres Paul —dijo suavemente—. ¿No es verdad?
    —Sí —afirmé.
    Bajó al suelo y empezó a caminar lentamente hacia mí. Llevaba un largo camisón blanco muy arrugado, y su cara estaba hinchada por el sueño. Andaba descalza; no hacía ningún ruido al caminar. Y cuando se me acercó y se detuvo, mirándome desde debajo de su pelo enmarañado, soñolienta, aunque con la misma mirada intensa de siempre, sentí que algo me oprimía la garganta y no intenté hablar.
    Me miró así de arriba abajo, detenidamente. Y luego, dijo:
    —Jesús, Paul. Has cambiado.
    No dije nada, pero afirmé con la cabeza.
    Movió la suya con admiración.
    —Pareces…, pareces dispuesto a todo.
    De pronto, encontré palabras.
    —Eso es —dije.
    Y entonces me adelanté y la rodeé con mis brazos y la abracé, muy fuerte. Y en un momento sentí que sus brazos me rodeaban la espalda, y me apretaban aún más fuerte. Mi corazón pareció ensancharse entonces; mantenía su firme cuerpo contra el mío, olía su pelo y el olor a jabón en su blanca nuca, sentía sus senos contra mi pecho, su estómago contra el mío, su mano, ahora, acariciándome la nuca.
    Empecé a sentir una excitación que nunca había experimentado antes. Mi cuerpo entero la sentía. Deslicé las manos por su espalda hasta que llegaron a las caderas, y la apreté contra mí. Empecé a besarle el cuello.
    Su voz era nerviosa, suave.
    —Paul —dijo—. Acabo de despertarme. Necesito lavarme la cara y peinarme…
    —No, no lo necesitas —dije, juntando las manos por detrás de ella, acercándomela más.
    Puso la palma de su mano sobre mi mejilla.
    —¡Cristo, Paul! —exclamó suavemente.
    Le cogí la mano y la conduje a la gran cama que había hecho en la jaula de la serpiente pitón. Nos desnudamos, mirándonos mutuamente en silencio. Me sentía más fuerte, más seguro de lo que jamás me había sentido con ella.
    La ayudé a entrar en la cama y empecé a besar su desnudo cuerpo, el interior de sus brazos, la zona que se extendía entre sus senos, su vientre, el interior de sus muslos, hasta que gritó; mi corazón latía con furia, pero mis manos eran firmes.
    Entonces, la penetré lentamente; me detuve un momento y entré luego más adentro. Estaba transportado, extasiado; no hubiera podido hablar.
    Seguimos moviéndonos, mirándonos a la cara. Ella se hacía más hermosa a medida que yo la miraba, y el placer de lo que estábamos haciendo juntos era asombroso, increíble. No era nada parecido al sexo que yo había conocido y que me habían enseñado. Ni tan solo había sospechado nunca que fuera posible esta forma de hacer el amor. Cuando me llegó el orgasmo, fue irresistible; grité fuerte cuando ocurrió, apretando a Mary Lou contra mí.
    Y luego nos retiramos, ambos mojados de sudor, y nos miramos fijamente el uno al otro.
    —Jesús —dijo Mary Lou con suavidad—. Jesús, Paul.
    Estuve recostado sobre un codo, mirándola durante un buen rato. Todo parecía diferente. Mejor. Y más claro.
    Por fin, dije:
    —Te amo, Mary Lou.
    Me miró y afirmó con la cabeza. Luego, sonrió.
    Estuvimos acostados juntos en silencio un largo rato. Después, se puso otra vez el camisón y dijo suavemente:
    —Voy a la fuente a lavarme la cara.
    Y se fue.
    Permanecí echado varios minutos; me sentía relajado, muy feliz y calmado. Luego, me levanté y me vestí y salí afuera para estar con ella.
    Fuera era de noche, luego, ella debió de encender un interruptor, ya que en la fuente se encendieron luces y empezó a sonar una especie de música de carrusel.
    Avancé por el camino que llevaba a la luz y el agua y la música. Mary Lou estaba encorvada sobre el estanque de la fuente, lavándose la cara vigorosamente con las manos. Cuando llegué a pocos pasos de ella, aún no me había visto. Dejó de lavarse, se sentó, y empezó a secarse la cara con el borde del camisón, levantándolo para ello hasta más arriba de las rodillas.
    La observé un momento. Luego hablé.
    —¿Quieres usar mi peine?
    Me miró, se asustó, y se bajó el camisón. Luego sonrió a conciencia.
    —Sí, Paul —dijo.
    Le di mi peine y me senté a su lado, al borde de la fuentecilla, y observé cómo se peinaba el pelo a la luz de los reflectores que se reflejaban en el agua.

    Con el cabello desenredado y su cara limpia y brillante, parecía sorprendentemente hermosa. Su piel era luminosa. Yo no quería hablar; la miraba fijamente, disfrutando tan solo de su vista, hasta que ella bajó la suya y sonrió.
    Entonces habló, vacilante:
    —¿Te dejaron salir de la prisión?
    —Me escapé.
    —Oh —exclamó, y me miró de nuevo, como si me viera ahora por vez primera—. ¿Estaba mal? La prisión, quiero decir.
    —Aprendí algunas cosas mientras estuve allí. Podía haber sido peor.
    —Pero escapaste.
    La fuerza de mi voz me sorprendió.
    —Quería volver contigo.
    Bajó de nuevo la mirada un momento, y luego la levantó hacia mí.
    —Sí —dijo—. Oh Jesús. Me alegro de que hayas vuelto.
    Afirmé con la cabeza. Luego, dije:
    —Tengo hambre. Prepararé algo para los dos.
    Me volví y me dirigí al camino.
    —No despiertes al bebé… —dijo.
    Me detuve y me giré hacia ella. Parecía un poco perdida, confundida.
    —¿Qué bebé? —pregunté.
    De repente, se echó a reír.
    —Dios mío, Paul. Lo olvidé . Ahora hay un bebé.
    La miré fijamente.
    —Entonces, ¿soy padre?
    Se levantó rápidamente, con su rostro juvenil, y corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello y, como una chiquilla, me besó en la mejilla.
    —Sí, Paul —dijo—. Ahora eres padre.
    Luego, me cogió de la mano y me condujo a la Casa de los Reptiles. Y comprendí lo que eran los trapos blancos que había allí dentro: pañales.
    Me llevó a una de las jaulas más pequeñas, en donde habían estado las iguanas; y allí, recostado sobre su gordo estómago, dormido y vistiendo un gran pañal blanco, había un bebé. Era pálido y regordete, y roncaba levemente. Tenía babas en las comisuras de la boca. Permanecí de pie mirándolo un largo rato.
    Luego, le pregunté a Mary Lou quedamente:
    —¿Es una niña?
    Afirmó con la cabeza.
    —La he llamado Jane. Como la esposa de Simon.
    Aquello me pareció bien. Me gustaba el nombre. Me gustaba ser padre. Ser responsable de otra persona, de mi propio hijo, parecía ser algo bueno.
    Luego, intenté imaginarnos a los tres juntos como si fuéramos una familia como las familias de las antiguas películas en blanco y negro; pero, en las películas, nada era ni remotamente como esto, como estar allí, en la Casa de los Reptiles, con pañales que colgaban de jaulas vacías de serpientes y lagartos, con el olor de leche caliente en la habitación y los leves ronquidos. Traté de imaginarme a mí mismo como padre del modo en que había pensado en ello cuando estaba en la cárcel y ansiaba tanto estar con Mary Lou de aquella manera impotente y suicida; pero vi que había pensado en algún niño que pudiera tener yo como ya semicrecido —como Roberto y Consuelo—. Y me di cuenta de que esos dos pertenecían a un mundo de carteros amistosos y «Chevrolet» y «Coca-Cola », y no a mi mundo.
    Pero no necesitaba aquel mundo de carteros y «Chevrolet»; este mundo, ligero como podía ser, serviría. Esta cosita gorda de aspecto cálido y que olía y que yacía allí con el rostro apretado contra una almohada frente a mí, era mi hija. Jane. Y era algo que me alegraba.
    Entonces, Mary Lou dijo:
    —Puedo conseguir un bocadillo. De pimiento y queso.
    Dije que no con la cabeza, y luego salí. Ella me siguió en silencio. Cuando estuvimos fuera me cogió del brazo, y dijo:
    —Paul, quiero que me cuentes tu fuga.
    —Más tarde —dije. Y luego—: Prepararé unos huevos.
    Me miró sorprendida.
    —¿Tienes huevos ?
    —Ven —dije.
    La conduje hasta el lateral del edificio en donde había aparcado el autobús telepático. Luego, la precedí llevando mi lámpara, y la colgué del techo. Encendí la otra lámpara, utilizando mi encendedor de la prisión, e hice subir la llama al máximo.
    Hice entrar a Mary Lou. Se quedó en el pasillo y miró a su alrededor. Yo no dije nada.
    En la parte de atrás había puesto una estantería que le daba la vuelta a uno de los asientos, y todos mis libros estaban allí, en una limpia hilera. Biff estaba enroscado arriba, dormido, sobre los libros.
    Mi ropa nueva, junto con la que había traído para ella, colgaba al lado de los libros. A mitad del autobús, al otro lado de mi zona de dormir, estaba el área de cocina, con una cocina de campo color verde, y cacerolas y platos y cajas de comida en conserva y cinco de los pasteles de café que había hecho con Annabel. Miré el rostro de Mary Lou. Parecía impresionada, pero no dijo nada.
    Puse la sartén para hacer tortillas en el hornillo y empecé a calentarla mientras rompía los huevos y los agitaba con salsa «Tabasco» y sal. Luego, rallé un poco de queso de un tipo que Rod Baleen hacía con leche de cabra y lo mezclé con un poco de perejil. Cuando la sartén estuvo lo bastante caliente, eché en ella la mitad de la mezcla y empecé a agitarla aprisa mientras deslizaba la sartén hacia delante y hacia atrás por encima del fuego. Luego, antes de que se tostaran los huevos y cuando el centro aún no estaba seco, añadí el queso y el perejil, dejé que aquel se fundiera un poco, lo doblé todo y lo hice resbalar sobre un plato. Le pasé el plato a Mary Lou.
    —Siéntate —le dije—, y te daré un tenedor.
    Ella se sentó.
    Cuando le pasé el tenedor pregunté:
    —¿Fue difícil? ¿Tener el bebé? ¿Y doloroso?
    —Jesús, sí —me respondió. Luego, tomó un pedazo de tortilla, lo masticó lentamente, se lo tragó—. Eh —dijo—. ¡Esto es delicioso! ¿Cómo lo llamas?
    —Es una tortilla —respondí. Luego, puse un poco de agua al fuego para hacer café y empecé a hacerme una tortilla para mí—. Antaño —dije—, las mujeres a veces morían al dar a luz.
    —Bueno, yo no me morí —observó—. Y tenía a Bob para ayudarme.
    —¿Bob? ¿Quién es Bob? —pregunté.
    —Bob Spofforth —me respondió—. El robot. Y decano. Tu antiguo jefe.
    Acabé de hacer la tortilla. Luego, serví café para los dos en unas tazas que Annabel había hecho, y me senté al otro lado del pasillo, en mi cama, frente a ella.
    —¿Spofforth te ayudó a tener el bebé? —pregunté.
    Me imaginé a aquel enorme robot en el papel de William S. Hart en Doctor Sagebrish , de pie junto  a la cama de una mujer que iba a dar a luz. Pero no me pude imaginar a Spofforth con un sombrero de vaquero.

    —Sí —respondió Mary Lou. Había algo extraño, una ligera pena se extendía por su rostro cuando hablaba de Spofforth. Noté que quería decirme algo, pero que aún no estaba preparada para ello—. Él cortó el cordón umbilical. O, al menos, es lo que me dijo después; yo me hallaba demasiado aturdida para estar segura. Meneó la cabeza. Qué extraño. La única vez en mi vida que quería realmente una píldora, y una semana después hice que Bob detuviera su distribución.
    —¿Detener la distribución? —dije—. ¿La de las píldoras?
    —Eso es. Habrá algunos cambios. —Sonrió—. Algunos grandes cambios.
    Eso no me preocupaba.
    —¿Aturdida? —dije—. No puedo imaginarte así.
    —No como lo estás cuando tomas drogas. Dolía mucho, pero no fue insoportable.
    —¿Y Spofforth te ayudó?
    —Después de que te apartara de mí, él…, él cuidó de mi embarazo. Y cuando el bebé nació, me trajo leche del «Burger Chef» y encontró un biberón antiguo en un almacén de alguna parte. Creo que sabe dónde está todo en Nueva York. Pañales. Y jabón de colada para lavarlos. —Miró un momento por la ventana—. Una vez, me trajo un abrigo rojo. —Sacudió la cabeza, como si intentara alejar el recuerdo—. He estado lavando pañales en la fuente. Ahora, Jane come bocadillos triturados, y también tengo mucha leche en polvo para ella.
    Acabé de comer la tortilla.
    —Yo he estado viviendo solo —dije—. En una casa de madera que arreglé. Con la ayuda de algunos amigos. —Aquella palabra, «amigos», parecía extraña. Nunca me había referido a los Baleen de ese modo; pero era la palabra correcta—. Te traje algo —anuncié.
    Me dirigí a la parte trasera del autobús y cogí los vestidos y tejanos y camisetas que había escogido para ella en el almacén de Maugre, y los coloqué sobre un asiento.
    —Eso —dije—. Y una caja de bombones.
    Saqué del compartimiento tapado por el panel, en donde guardaba las provisiones de comida, una caja en forma de corazón, y se la di. Parecía asombrada; sostenía la caja y no sabía qué hacer con ella. Se la cogí y la abrí. Había un papel sobre los bombones que decía, Sé mi Valentín . Lo leí en voz alta, fuerte. Era algo digno de ser leído.
    Me miró.
    —¿Qué es un Valentín?
    —Tiene algo que ver con el amor —dije.
    Y retiré el papel.
    Debajo, había piezas de chocolate, cada una de ellas envuelta en una cubierta de plástico transparente para conservar alimentos. Saqué un bombón grande y se lo di.
    —Quitas la envoltura con la uña. Por debajo, por el lado plano —dije.
    Se lo miró y probó con su uña.
    —¿Cómo le llamas a esto? —me preguntó.
    —Bombón. Se come. —Se lo cogí y quité el plástico. Me había convertido en un experto cuando aprendía a comer las diversas cosas que había en «Sears» durante el año anterior. Le pasé el bombón y ella lo miró un momento y le dio vueltas con sus dedos. Probablemente, jamás había visto chocolate; yo nunca lo había visto antes de llegar a Maugre—. Pruébalo —dije.
    Lo mordió y empezó a masticar. Luego, me miró con asombro, con la boca parcialmente llena, con una mirada de agradable sorpresa.
    —Jesús —exclamó con la boca llena—. ¡Es maravilloso!
    Luego le di la ropa, y ella la miró excitada.
    —¿Para mí? —preguntó. Y luego—. Es maravilloso, Paul. De verdad que es maravilloso.
    Permanecimos un rato allí, sentados en silencio; yo, con la caja de bombones en mi falda; ella, con la suya llena de ropa nueva. Yo observaba su rostro.
    La puerta del autobús estaba abierta. De repente, se oyó un sonido fuerte y como un lamento, algo parecido a una sirena, excepto que sonaba como humano y enojado.
    —¡Oh Señor! —exclamó Mary Lou, levantándose deprisa, con la ropa en los brazos—. ¡El bebé! —Salió corriendo del autobús y me gritó—. ¡Dame diez minutos! ¡Quiero probarme la ropa!
    Bajé del autobús, volví a la fuente, y me senté en el borde. La música, ligera y aérea, y el suave sonido del agua detrás de mí, eran agradables. Miré hacia arriba; la luna aún brillaba y no había señal alguna del amanecer. Me sentía completamente a gusto.
    Luego, Mary Lou salió de la Casa de los Reptiles con los brazos llenos. Con un codo, cerró la puerta tras ella elegantemente. Llevaba los tejanos y una camiseta blanca y sandalias y acunaba expertamente al bebé, en un brazo. Sobre el otro, llevaba el resto de ropa nueva y, encima de ella, un montón de pañales. La ropa que llevaba le ajustaba perfectamente. El pelo estaba bien peinado y su rostro estaba radiante mientras se acercaba a mí y la luz de la fuente caía sobre él. El bebé había dejado de llorar y parecía sentirse confortable recostado en los brazos de Mary Lou. Mirándoles a los dos, por un momento casi se me cortó la respiración.
    Luego, respiré y dije suavemente:
    —Puedo hacer una cama para el bebé con uno de los asientos del autobús. Y podemos irnos juntos.
    Ella me miró.
    —¿Quieres irte de Nueva York?
    —Quiero ir a California —puntualicé—. Quiero alejarme de Nueva York tanto como pueda. Quiero estar lejos de los robots, y de las drogas y de la gente. Tengo mis libros y mi música y te tengo a ti y a Jane. Es suficiente. Ya no quiero volver a vivir en Nueva York.
    Me miró un largo rato antes de responder. Luego, dijo:
    —De acuerdo. —Hizo una pausa—. Pero hay algo que tengo que hacer…
    —¿Para Spofforth? —pregunté.
    Sus ojos se dilataron.
    —Sí —dijo—. Es para Spofforth. Quiere morir. Hice un…, pacto con él. Para ayudarle.
    —¿Para ayudarle a morir?
    —Sí. Me da miedo.
    La miré.
    —Te ayudaré —dije.
    Ella me miró, aliviada.
    —Voy a coger las cosas de Jane. Supongo que es hora de dejar Nueva York. ¿Puede este autobús llevarnos a California?
    —Sí. Y puedo encontrar comida. Llegaremos allí.
    Miró el autobús, su fuerte, sólida figura, y luego me miró a mí. Pareció estudiar mi cara durante mucho rato, cuidadosamente y con un asomo de sorpresa. Luego, dijo:
    —Te amo, Paul. De verdad.
    —Lo sé —dije—. Vámonos.

Walter Tevis
Mockingbird, New York: Doubleday, 1980.




FICCIONES
Triunfo Arciniegas / Diario / Gambito de Dama
Casa de citas / Walter Tevis / The Queen's Gambit
Casa de citas / Michael Ondaatje / Gambito de Dama, de Walter Tevis




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