Rafael Narbona
COETZEE ANTES DEL NOBEL
Rafael Narbona
8 de enero de 2011
Hace unos años, Harold Bloom nos recordaba la imposibilidad de repetir el verso de Mallarmé: “la carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros”. Nuestra condición de seres mortales se ha acentuado ante la avalancha de títulos que inunda el mercado editorial. Nunca ha sido tan urgente discriminar entre lo esencial y lo irrelevante, pero en el caso de Coetzee no cabe ninguna duda. Sus novelas son obras esenciales, necesarias, que surgen en el contexto del apartheid, pero que nos ayudan a comprender al ser humano en todas sus flaquezas y virtudes, adquiriendo una resonancia universal. Su prosa depurada, sin retórica ni filigranas, garantiza una más que probable supervivencia. Al igual que Chejov o Walser, Coetzee sobrevivirá a los cambios de modas y estilos. De hecho, ya podemos considerarlo un clásico iracundo, desesperanzado, demoledor, que aprecia los gestos de redención, pero sin ninguna fe en una humanidad liberada de sus egoísmos, mezquindades y aberraciones morales.
Esperando a los bárbaros (1980) es su tercera novela y representó su madurez narrativa. Se trata de una fábula política y moral que especula sobre los efectos de la dominación y la tortura en un Imperio imaginario, cuyos caracteres intemporales posibilitan una amplia identificación. Se trata de un texto que recuerda la novela de ideas de la Europa de entreguerras, cuando autores como Kafka o Unamuno despojaban a sus ficciones de los rasgos circunstanciales que limitaban sus pretensiones de acceder a la universalidad del mito. La posibilidad de trasladar a otro contexto la historia del Magistrado que se rebela contra los métodos de la policía colonial imprime al relato una fuerza capaz de trascender cualquier circunstancia. El puesto fronterizo y el árido desierto que lo circunda desbordan la referencia a lo concreto. Se trata de un espacio metafórico donde se muestra el lenguaje del poder, su ambivalencia, sus oscilaciones entre la expresión y el ensimismamiento. La amenaza, a veces difusa, otras nítida y alarmante, de una invasión que reduciría a ruinas un orden identificado con la civilización, servirá de justificación para utilizar la violencia contra unas comunidades indígenas, cuya existencia frena la expansión de un Imperio que percibe la diferencia como una grieta, capaz de resquebrajar su unidad. La desproporción entre la maquinaria militar y los rudimentarios arcos de un pueblo de nómadas refleja la lógica de un poder que necesita evidenciar su fuerza. Cuando unos soldados torturan brutalmente a una mujer nativa, no esperan hallar información, sino aplicar esa biopolítica teorizada por Foucault en Vigilar y castigar. La búsqueda de pruebas es un pretexto, pero también el rasgo de una cultura que ha adoptado el dogma del positivismo científico. Frente a la intuición, la evidencia empírica de los huesos dislocados; frente al sentimiento telúrico, la explotación de la naturaleza hasta esquilmar la feracidad del suelo. No hay otro sujeto que esa civilización que conquista, clasifica, ordena y reprime. Fuera de ella, todo deviene objeto. Eso explica la deshumanización del otro, su asimilación con algo que puede ser destruido, sin recibir otra consideración que la piedra o el tronco que obstaculizan la marcha del arado.
El Magistrado se hará cargo de la muchacha torturada. Ciega y con los tobillos fracturados, no establecerá con ella una relación erótica, sino una servidumbre que incluirá abluciones y aceites. Al lavarla y perfumarla, tendrá la sensación de expiar la crueldad de una civilización que ha consumado la transmutación de los valores, identificando la potencia de obrar con la excelencia. Dentro de ese orden, la crueldad nunca es gratuita. Al martirizar la carne, habla el poder. El cuerpo es la tablilla sobre la que se escribe su alfabeto. La necesidad de redención del Magistrado le empujará a organizar una expedición para devolver la muchacha a su pueblo. Ese gesto le costará la pérdida de su cargo y la acusación de traición. Interrogado por un joven oficial, descubrirá el verdadero sentido de la tortura: recordarnos que vivimos en un cuerpo.
Un ejercicio de desposesión que reemplaza el yo por “un montón de sangre, huesos y carne”. Al torturado, se le despoja de todo. No es más que cuerpo, articulaciones doloridas, tumefacciones y edemas. Sólo gemidos que imploran, sonidos que sustituyen al lenguaje y al sentido. Sin embargo, cuando el dolor cesa el Magistrado ha recuperado la libertad. Su derrota es su victoria. Es por primera vez un hombre sin ataduras. Ya no está uncido a “la flor negra de la civilización”. Al arrojar sobre sus hombros la salvación de la muchacha martirizada, ha restituido en sí mismo esa humanidad que le habían arrebatado. Es un nuevo san Cristóbal, que soporta el peso del inocente para ayudarle a alcanzar la otra orilla. Su conocimiento del mal le revela la ignominia de las palabras solemnes, que hablan de orden y seguridad. “¡En verdad que el mundo debería pertenecer a los cantantes y a los bailarines!”. Los pueblos que bailan y celebran las estaciones, aceptando la necesidad de la muerte, no viven en la historia, sino en el tiempo y son “como el pez en el agua o el pájaro en el aire”. La redención del Magistrado se oscurece ante la sospecha de no ser más que el lado benévolo del Imperio. Sin embargo, la expiación se consuma cuando, sin negar la existencia de zonas de sombra en nuestra alma, asumimos que somos nosotros mismos y no los otros los que “debemos aceptar la crueldad que llevamos dentro”. El misterio de la escritura de los bárbaros, unas tablillas indescifrables con unos signos arcaicos, insinúa que el paraíso se encontraba en el estado anterior a la historia. La imposibilidad de regresar a ese momento sólo certifica el fracaso de una civilización que, al repetir una y otra vez sus gestos de violencia, ha caído en la esterilidad del movimiento perpetuo, una rueda que gira eternamente sobre el vacío. Pues es la Nada y no el Imperio lo que impone su dominio, convirtiendo cada puesto fronterizo en un Leviatán que permanece largo tiempo en estado de incubación para luego manifestarse brutalmente.
Al situar la acción en el límite entre dos mundos, Coetzee se aproxima a Buzzati, pero no se demora tanto en las expectativas incumplidas como en el análisis del poder, evocando las consideraciones de Canetti sobre el carácter paranoico del totalitarismo, cuya preservación depende de su capacidad de producir muerte, sin distinguir entre amigos y enemigos. Esta forma de obrar se apoya en la sombra de una amenaza inminente, anegando al individuo en la masa, borrando todo lo que nos garantiza una identidad, transformando nuestras palabras en el sonido inarticulado de un cuerpo que pierde su capacidad de hablar y argumentar, al ser derrotado por el dolor.
Vida y época de Michael K. (1983) comienza con la conocida cita de Heráclito que atribuye a la guerra la distinción entre reyes y esclavos. De escasa inteligencia y con el labio leporino, Michael K. es un humilde jardinero sudafricano acostumbrado a sufrir la discriminación inherente a su color y a sus limitaciones físicas e intelectuales. Sin horizontes, su existencia discurre con una amable monotonía hasta que su madre enferma gravemente y manifiesta el deseo de morir en su región natal. Los disturbios políticos en Ciudad del Cabo le ayudarán a emprender un viaje hacia el corazón del país que le irá alejando cada vez más del ya escaso contacto con sus semejantes. Pese a la muerte de su madre en el camino, Michael llegará hasta su destino y se instalará en una granja abandonada. Convencido de que su alma es una “tierra estéril”, intentará infundir vida en una propiedad invadida por el polvo y el olvido. Sembrará los campos con las cenizas de su madre y se adaptará a una existencia regulada por los cambios de luz y temperatura. Arrancar las malas hierbas, luchar contra el viento y el sol, distribuir las semillas por los surcos de tierra. Durante meses no conocerá otra rutina, hasta olvidarse de su vida anterior y experimentar “un vínculo de ternura” aparentemente indestructible. Por primera vez, es dueño de elegir sus servidumbres, pero esa situación apenas durará. La visita inesperada de un desertor le obligará a abandonar la granja. Refugiado en un campamento para vagabundos e indigentes, se hundirá de nuevo en esa apatía que siempre le ha impedido percibir su condición de sujeto, de hombre depositario de una conciencia capaz de elegir y planificar. Al observarse, se ve a sí mismo como “una partícula minúscula sobre la superficie de una tierra demasiado aletargada como para sentir el paso de las hormigas, el mordisqueo de las orugas, la caída del polvo”.
Su fuga del campamento y su regreso a la granja sólo le confirmará la indigencia de una época, donde un hombre sólo puede preservar su libertad viviendo escondido. Michael irá descubriendo que ha sido condenado a no ser nadie, a vivir como una bestia, sin descendencia ni amor, confundido con una tierra que le ofrece su útero para morir estragado por la sequía. No tiene nada que legar ni nada por lo que vivir. Su relación con la tierra no es la de una mano que siembra vida, sino la de un parásito que dormita en un pliegue del intestino. Su presencia en la granja le aproxima al menos al origen, a ese silencio anterior al tiempo, cuando aún no tenía un cuerpo que alimentar ni una conciencia donde enterrar emociones, condenadas a ser exhumadas por una mente sin control sobre sus pensamientos. Ensimismado, replegado sobre sus temores y fantasías, Michael se entregará a la contemplación, palpando las semillas que renuevan la vida, pero renunciando a alimentar un cuerpo cada vez más enjuto. Cuando el ejército ocupa la granja y le detiene como presunto colaborador de la guerrilla, el ayuno le ha situado al borde de la muerte. Su deteriorada conciencia no cesa de recordarle que, al igual que su madre, no quedará nada de él, salvo un puñado de polvo que el tiempo irá lavando, dispersando y transformando en hojas de hierba. Sin embargo, algo le ata a la granja, a esa tierra que ha cuidado durante meses en completa soledad. De hecho, cuando los soldados comienzan a sembrar de minas el huerto donde antes él cultivaba calabazas, no podrá evitar el sentimiento de asistir a una profanación.
Internado en la enfermería de una prisión, un compasivo médico se esforzará en salvarle la vida. En su diario, irá anotando la evolución del enfermo, advirtiendo que esa madre que primero le obligó a emprender el viaje y luego se encarnó en un pedazo de tierra, dejándole exhausto y en el límite de su resistencia física, es “la gran Madre Muerte”. A pesar de su voracidad, el alma de Michael todavía alienta, “virgen de historia”, moviendo sus alas, mostrando su sencillez, su proximidad a lo elemental. Su alma no habla; escucha. Es el hombre que precede al hombre, esa humanidad prerracional que no percibe ninguna heterogeneidad entre su yo y el mundo. Frente a ella, el Poder, el Castillo –la alusión a Kafka apenas se disimula- que no puede tolerar las regresiones hacia lo primordial. Ocupado en sembrar el desierto de hojas de calabaza, Michael está demasiado absorto en su tarea para “escuchar la rueda de la historia”. Su aparente insignificancia es completamente falsa, pues “significa algo”. De hecho, su existencia, de aspecto tan anodino, está saturada de sentido. Michael es un fugitivo, pero su huida no es la de un prófugo que huye del sistema carcelario, sino la de un hombre que renuncia a la civilización, a un orden establecido sobre el miedo, la culpa y la vergüenza. Su regreso a la tierra es un intento de recrear lo humano, de reemplazar la cultura de la muerte por una cultura de la vida, donde la semilla simboliza la posibilidad de un nuevo comienzo. Condenado a ser un extranjero en todas partes, Michael regresará a Ciudad del Cabo para comprobar una vez más que no pertenece a este mundo.
Foe (1983) no es un simple palimpsesto que recrea la historia de Robinson Crusoe desde la perspectiva de una mujer. No se trata de literatura sobre la literatura, sino de una triple indagación, donde se especula sobre la civilización, la escritura y la creación artística. Cuando Susan Barton es abandonada por una tribulación amotinada, su bote llega por azar a la isla de Crusoe. Acompañado de Viernes, el hombre que allí se encuentra no es un colonizador, sino un náufrago que sobrevive apáticamente, conformándose con construir inútiles terrazas, donde sembrar unas semillas inexistentes. No es esa mente cartesiana que recrea Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, sino un sujeto pasivo y desprovisto de ingenio. La presencia de una mujer apenas despertará su apetito sexual. Sólo unos instantes de intimidad tras quince años de abstinencia. Rescatados por un barco inglés, Crusoe muere durante el trayecto de regreso. Susan se hará cargo de Viernes y buscará a Foe para que novele su estancia en la isla. Sin embargo, su propósito es enormemente contradictorio, pues no ignora que su historia carece de interés y relevancia. Lo que les sucedió apenas serviría para componer una crónica del tedio. De hecho, siempre consideró que su rescate defraudaría al mundo, pues lo que allí vivieron nunca podría alimentar esa epopeya del espíritu humano, donde se manifiestan las excelencias de la civilización frente al desorden natural. Sin embargo, la isla no fue hostil, aunque tampoco se convirtió en esa gran Madre de los mitos telúricos. La isla era pobre en vegetación y recursos, pero siempre les abasteció de lo necesario para sobrevivir sin mucho esfuerzo.
La locuacidad de Susan contrasta con el silencio de Viernes, al que, según el incierto testimonio de Crusoe, le arrancaron la lengua unos traficantes de esclavos. Su necesidad de contar su historia, de objetivarla en la escritura de Foe, responde a su deseo de ser algo más que un testigo de lo ajeno, “un ser sin entidad propia, un fantasma al lado de un Crusoe de carne y hueso”. Necesita tener una identidad y sólo puede adquirirla mediante un texto que, lejos de referir su historia, eludirá su presencia, condenándola al olvido. Foe es un artífice de ficciones, un demiurgo que infunde vida, pero ¿cómo operar este milagro, cuando no hay una historia digna de contarse? Crusoe sólo construyó un mueble: una cama. Nunca fantaseó con una mesa sobre la que inclinarse para escribir un diario, cuyas páginas preservaran sus vivencias. Sus años en la isla fueron como un prolongado sueño sin imágenes. El silencio de Viernes le salvó de establecer una relación compleja con un ser humano, cuya conversación sólo habría evidenciado la futilidad de su rutina. No hay nada que contar, pero Susan no cesa en su empeño de urdir una historia, aunque sea de forma vicaria, depositando en otro la responsabilidad de tejer una trama. Sin expresión, sin una escritura que narra y evoca, lo humano se hunde en la indiferencia de las bestias, cuya conciencia apenas advierte las posibilidades de un tiempo percibido no ya como sucesión, sino como un proyecto que impregna de sentido la experiencia. Viernes es un idiota que bailotea con la toga y las pelucas de Foe. Es un bailarín sujeto a impulsos ciegos, irracionales. Sus actos parecen exentos de sentido. Sin embargo, pueden suscitar una historia. Son materia narrativa, mientras que la apatía de Crusoe apenas puede abastecer un testimonio forense. No obstante, hay algo común. Ambos carecen de deseo y el deseo es lo que articula la acción, transformando el trabajo del cuerpo en relato. Sin deseo, no sólo muere la ficción; también desaparece el otro, pues el deseo es un proyecto que presupone la alteridad, la existencia de algo externo a la propia subjetividad. De hecho, Viernes y Crusoe no vivieron como semejantes, pero tampoco como extraños. Su relación apenas difirió de la atonía en que se mecen las cosas, incapaces de trenzar una red que trascienda su ensimismamiento.
Vivir para recordar. Sin ese propósito, es inconcebible el acto de la escritura. Pero no sólo recordar. También hablar, escuchar, interpelar. El silencio de Viernes no es el silencio de un mutilado, sino el de un hombre que no comprende el lenguaje del otro. La causa de esta incomprensión no es su idiotez, sino la naturaleza del idioma del hombre blanco. Éste sólo utiliza las palabras para imponer su dominio. A pesar de la benevolencia de Crusoe y Sara, Viernes no es más que un esclavo y no se espera de él la condición de interlocutor inherente al semejante. Su danza, acompañada de los sonidos de una flauta mal tañida, es una forma de liberación. ¿Pueden las palabras expresar lo inexpresable, la imposibilidad de entendimiento entre dos lenguajes que han urdido mundos esencialmente diferentes, pero que se refieren al mismo objeto? Frege ya nos enseñó que el sentido y la referencia no coinciden necesariamente. ¿Podría esa otra forma de lenguaje que es la escritura disolver esta confusión?
Susan sostiene que lo real no puede encerrarse entre las tapas de un libro. El mundo es más vasto que la literatura, pero cuando se vive lo real de espaldas a la forma que lo recrea, la existencia se vuelve abyecta. “Es vivir como si uno fuera una cosa”. Susan se rebela contra su transmutación en literatura, pero sabe que si la ficción no reconstruye su peripecia, jamás disfrutará de una identidad. Es difícil no pensar en Hannah Arendt, cuando afirma que Ulises no accede a la condición de ser real hasta que su viaje se convierte en relato, ordenando la confusión de sus vivencias en una secuencia organizada. Cuando Susan se pregunta “¿quién soy yo?”, no ignora que sólo podrá encontrar la respuesta en la literatura. Se dice que Dios creó las cosas mediante el Verbo, pero acaso fue un error identificar el Verbo con la palabra hablada. No es improbable que el relato bíblico se refiriera a la escritura y que ésta no haya finalizado aún su despliegue. “¿No podría ser que Dios escribiera incesantemente el mundo, el mundo y todo lo que este contiene?” Escribir es una forma de recrearnos a nosotros mismos, preservando esa fuerza que va encadenando las cosas. Sin la escritura, el mundo se desvanecería. Dejaría de ser, como una llama que consume su pabilo. La expresión de los hechos no es suficiente. El mundo es algo más que acontecimientos verificables.
Es necesario hallar una forma para lo inefable, para lo que se resiste a perder su misterio y objetivarse. Sólo entonces habremos llegado al “corazón de la historia”. En el caso de los tres náufragos, esa imagen se corresponde con el gesto de Viernes, arrojando pétalos sobre el buque hundido en la bahía. Ese rito también es escritura, una escritura tan indescifrable como la de ese Dios que no cesa de crearnos mediante un texto, donde apenas somos una letra de un alfabeto inabarcable. Cuando Susan descubre que Viernes dibuja sobre una pizarra hileras de ojos andantes, advierte que su silencio es el silencio de un lenguaje que no utiliza signos, sino formas vivas, cuerpos que se dicen con su nuda presencia. Viernes no es un salvaje, sino un redentor que ofrece al hombre blanco la restitución de un mundo, donde la escritura ha perdido su condición de herramienta para recuperar su pureza original. Sus pétalos son semillas que dispensan vida.
En El maestro de Petersburgo (1994), Coetzee articula una ficción por medio de un personaje real. Dostoievski abandona su exilio en Dresde para regresar a San Petersburgo, donde acaba de morir en extrañas circunstancias su hijastro Pavel. Incapaz de averiguar si se ha suicidado o ha sido asesinado por la policía, conoce al pequeño círculo de revolucionarios que le habían reclutado para su causa. Alojado en casa de Anna Sergeyevna, la antigua patrona de su hijastro, inicia un descenso al fondo de sí mismo, donde irá descubriendo la ambivalencia de sus sentimientos. En un principio, le enloquece la idea de la muerte como separación irreversible, agravada por el olvido. El progresivo debilitamiento del recuerdo se hace menos doloroso, cuando advierte que mientras él viva, su hijastro no habrá muerto del todo. La lucha contra “una pasividad ciega y amoral” no le impide establecer una relación amorosa con la patrona, una viuda joven, con un carácter resuelto e intenso. En medio de terribles visiones y feroces ataques de epilepsia, Dostoievski utiliza a su amante para llegar hasta su hijastro. A su lado, experimenta la “voluptuosa necesidad de confesar”. Apretar su cuerpo contra ella, dejarse atrapar por sus brazos. Es como arder en la pira de Juana de Arco o como luchar contra el tiempo, experimentando la proximidad del amor y la muerte. En medio de ese vértigo, emerge esa fascinación por el pecado y la degradación, que alcanza su cenit cuando las fantasías toman como objeto a la hija de la patrona, “una de esas niñas que se entregan porque su inclinación natural no es otra que ser buenas, someterse”. No hay deseo capaz de profanar a esas niñas. A pesar de todos los ultrajes, siempre permanecen intactas, inviolables. La niña que se ofrenda a un hombre adulto tiene la pureza de la Virgen. Se prostituye como lo haría la Madre del Redentor. Nada puede mancillar su inocencia.
Durante su estancia en San Petersburgo, Dostoievski tendrá la sensación de que todas las abyecciones descansan sobre sus hombros. Condenado a buscar una expiación, intentará redimirse socorriendo a un mendigo, pero sus actos no pueden borrar su predisposición al pecado, la necesidad de cometer ignominias para experimentar más tarde el placer de la humillación. La intensidad de su sufrimiento es la fuente de su escritura. Sería un crimen renegar de ese fuego que le devora por dentro. No se escribe gracias a la plenitud. Es la angustia la que siembra en el corazón la semilla de la escritura. Ser “poeta, tañedor de lira, mago, señor de la resurrección” no es un don, sino una terrible maldición que retuerce sus raíces en un alma envenenada. Su vida es “un precio, una moneda. Algo que se paga por escribir”. Al leer los papeles de Pavel, que incluye algunos esbozos literarios, Dostoievski encuentra una nueva fuente de dolor. Su hijastro no le amaba. Le consideraba un hombre horrible, la causa de todas sus desgracias. Ese resentimiento le asegura un porvenir de infortunio. “Será imposible vivir los días que le queden con un niño en su interior, un niño cuya última palabra no ha sido de perdón”. Pavel es un ángel extraviado, con el alma de un campesino. No es un bailarín, sino uno de esos humillados que transitan por la obra de su padrastro. Su dolor no es menos intenso que el de un hombre que ha entregado su alma a cambio de escribir.
Reconstruir nuestra infancia es una forma de descubrir que nuestro pasado sólo nos pertenece a medias. No es fácil reconocerse en el niño que fuimos y mucho menos en el adolescente que precedió al adulto. Al hablar de nosotros mismos, aparece un extraño, alguien que forma parte de nuestra historia, pero que ya sólo habita en la memoria. Ésa es la causa de que Coetzee evoque sus primeros años en tercera persona, adoptando la perspectiva de un espectador que narra las peripecias de otro. En Infancia (1997), John es un niño de diez años que crece en la Sudáfrica del apartheid. Aunque sus padres tienen antepasados afrikanders, toda la familia presume de sus raíces inglesas. John vive en Worcester, pero siente que pertenece a la granja donde pasa los veranos, un reino infinito en el que los blancos sólo son “golondrinas pasajeras”, intrusos que ocupan un lugar arrebatado a sus legítimos propietarios. Su madre es una mujer extravagante, cuyo amor desmesurado le abruma y culpabiliza. Aunque es el primero de la clase, John se considera malvado y mentiroso. Podría cambiar, pero ya no sería él mismo. Prefiere seguir así y no ser como los demás. No quiere ser otro, pues entonces “ya no merecería la pena vivir”.
Benjamin decía que la infancia es la fuente de la melancolía. Las memorias de Coetzee nos revelan que la crueldad comparte el mismo el origen. El tránsito a la madurez no nos hace mejores. Sólo descubrimos que las cosas mueren del todo y que nuestra imagen, al desprenderse del velo de la infancia, pierde el beneficio de la indulgencia. Al final, sólo queda la escritura, que, al extender sus alas, relata lo que de otro modo se perdería en el olvido. La infancia no es “un tiempo de dicha inocente”. Es “un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta”. Durante ese período, la muerte parece algo improbable. No se puede imaginar a los padres muriendo, pero a veces su hora se anticipa y se impone una percepción del mundo que no excluye la imperfección.
Dentro de esos cambios que destruyen la estabilidad de un mundo falseado por los adultos, surge el erotismo, la turbia excitación ante los cuerpos que se exhiben sin conocer su poder de seducción. Ante los primeros brotes de sensualidad, las palabras se revelan impotentes. El diccionario elude todos los términos explícitos. Esa elipsis pone de manifiesto el vínculo del erotismo con el secreto, la culpa, la vergüenza. “La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable”. Sentirse atraído por los compañeros del mismo sexo es algo más. Es perverso. Frente a esa perversión, emerge la pureza de la granja, un lugar preservado de cualquier maldad. Es el territorio de la infancia, un espacio real y simbólico, donde no se vive en la historia, sino en el tiempo, disfrutando de la inmediatez, sin dilaciones ni aplazamientos. Sin embargo, esa tierra no es de la comunidad anglosajona o afrikánder. Sus verdaderos dueños son esos hombres de color que se inclinan sobre ella para escuchar sus sonidos o extraer sus frutos. La granja es un lugar infinito. Ni el tiempo ni las palabras pueden agotarla. Nada es suficiente “cuando se ama un lugar de manera tan devoradora”. En cierto sentido, no pertenece al mundo. Está fuera de él, pero es el lugar al que él pertenece, aunque en realidad nadie puede considerarse propietario de esa tierra. La granja seguirá ahí cuando todos lo que viven en ella hayan muerto. Sólo ella permanecerá, evidenciando su soberanía.
En la granja también se aprende que no hay nada detrás de la muerte. “La carne la roen las hormigas, los huesos los blanquea el sol, y ahí acaba la historia”. Ése es el precio de estar vivo, pero sólo los animales lo intuyen. Los hombres se obstinan en prolongar su existencia más allá de la muerte. De hecho, él mismo es incapaz de representarse su muerte. Puede imaginarse la ruina del cuerpo, pero no su desaparición. “Por más que lo intente, no puede aniquilar el último residuo de sí mismo”. Su existencia es como una nuez que perdurará en medio de la devastación. Esa percepción de sí mismo está en el origen de su escritura. La escritura es esa nuez que trasciende el tiempo, pero su curso, el encadenamiento de palabras e imágenes, no es un cauce regular. Fluye sin cesar, no deja de avanzar o retroceder, pero a veces lo hace en silencio, sin mostrarse o con un rumbo errático, imprevisible. Sin embargo, de ella surge el yo, la posibilidad de tener una identidad. Detrás de cada relato, de cada obra de ficción, sólo hay una historia que se repite bajo diferentes formas: “la historia de sí mismo”, una historia que no puede cesar, pues si se interrumpe la narración, si deja de contarse, el hombre se hundirá en la indiferencia de lo inerte. Será, pero no será humano.
Al igual que Nadine Gordimer, Coetzze rehuye el estereotipo de un país dividido en afrikanders brutales y víctimas de la segregación. Los negros sudafricanos viven a medio camino entre la picaresca y el odio. Varias décadas de discriminación han degradado las relaciones humanas e impiden una convivencia normalizada. La comunidad blanca acaricia el sueño imposible de conservar unos privilegios injustos y los negros, lejos del mito rousseauniano del “buen salvaje”, oscilan entre la hipocresía y las explosiones de violencia. Es la herencia del apartheid, que ha sembrado la sociedad de miedo y resentimiento, hipotecando el futuro de las nuevas generaciones.
Desgracia (1999) puede leerse como una novela política, pero también es la crónica de una derrota personal. Coetzee siempre ha mostrado predilección por los perdedores y, en este caso, ha fabricado un personaje, cuyo infortunio no alberga ni una pizca de dignidad y grandeza. Expulsado de la universidad por un escándalo sexual, David Lurie es un profesor cincuentón que ha perdido la ilusión por su trabajo y que vive los estragos de la vejez como una humillación a su pasado de donjuán. Huyendo de sí mismo, abandona Ciudad del Cabo y se refugia en la granja de su hija Lucy, una hippy algo trasnochada que vive de la artesanía y del cuidado de los perros de sus vecinos. La relación no es fácil y Lurie se refugia en un ensayo sobre Byron condenado a quedar inconcluso. Al regreso de uno de sus paseos, David y Lucy sufrirán una brutal agresión que les alejará aún más. La escena es de una crueldad casi insoportable.
Coetzee es un maestro en el retrato del mundo interior de sus personajes. Huyendo de alardes técnicos y explotando un humor impregnado de tristeza, construye un tratado de las pasiones que muestra todas las insuficiencias del género humano. En la inminencia de la vejez, Lurie percibe que su vida ha sido una sucesión de simulacros: sus matrimonios, que apenas le proporcionaron la satisfacción obtenida con Soraya, una prostituta que, a cambio de unos rands, le garantiza cada jueves hora y media de placer; su trabajo, que nunca pasó de una ficción académica, donde los exámenes y la rutina de los programas sustituyó a su incapacidad para explicar el valor de un soneto o el sentido de la poesía romántica; sus ensayos sobre Wordsworth, que se limitaron a satisfacer las exigencias de investigación presumibles en un profesor universitario. Sin embargo, lo más doloroso no es reconocer su fracaso humano y profesional, sino asumir su condición de viejo rijoso. Su pasión por las alumnas es puramente física; sólo desea hacer el amor con ellas y sentir que la intimidad de sus cuerpos todavía está a su alcance. En cierto sentido, David Lurie actúa con más libertad que el Humbert Humbert de Nabokov, pues no necesita justificar su deseo con elucubraciones metafísicas sobre la “gracia turbulenta” de las nínfulas. Sólo Cernuda ha abordado con tanta valentía la pervivencia del deseo en el declive de la vida, sin miedo a los tabúes que despierta el tema. Bioy Casares también ha explorado el rechazo a la vejez en el Diario de la guerra del cerdo y su perspectiva no es menos amarga.
Coetzee plantea un universo exento de trascendencia. “Esta es la única vida posible”, afirma Lucy cuando su padre le recrimina su amistad con un estrafalario matrimonio que mantiene un hogar para perros abandonados. David rechaza la posibilidad de sentirse culpable por el trato que el hombre depara a los animales, pero el contacto con los perros famélicos del refugio, transforma su visión del asunto. A fin de cuentas, se trata de criaturas inermes para las que el mundo sólo es un lugar de tránsito. La descripción que realiza Pascal del destino humano no es muy distinta. La necesidad de aplicar la eutanasia a los perros que nadie quiere, le confirma a Lurie su sensación de estar de paso hacia ninguna parte. Lucy se queda embarazada de sus agresores, pero rechaza la posibilidad de abortar. Incluso tolera la presencia en la granja de uno de sus violadores, que se llama Pólux. Coetzee recurre al mito de los Dioscuros (Cástor y Pólux) para teorizar sobre la reconciliación entre dos comunidades divididas por el odio. Sólo un hijo de la ira puede borrar las injusticias del pasado. La idea de que el fruto de una violación pueda ser la única esperanza de un país desgarrado, no puede resultar más inquietante. Solo, sin nada, sin derechos, sin dignidad, “como un perro”, David se refugia en sus tentativas sobre Byron, buscando en la ficción ese sentido que no encuentra en la vida.
La obra literaria y ensayística de Coetzee (su alegato en favor de los derechos de los animales combina magistralmente la provocación y el rigor argumentativo) ha obtenido el reconocimiento de escritores como Nadine Gordimer, Graham Greene, Vargas Llosa o Carlos Fuentes. Dos de sus novelas han recibido el prestigioso Booker Prize. La crítica no ha escatimado su admiración, pero el lector español apenas conoce su obra. De hecho, muchos de sus libros están agotados o ni siquiera han llegado a traducirse. Hace unos años, Rafael Conte describía las listas de obras más vendidas como la tumba de la literatura. La literatura de Coetzee nunca ha transitado por ese reino de gloria efímera. Sin realizar concesiones, ha logrado urdir un universo propio, donde no ha cesado de reflexionar sobre la constitución del yo, el sentido de la escritura y las distinciones morales. Su prosa, lejos del boato de la tradición francesa, nunca ha caído en la trampa de la oscuridad, pero su elegante nitidez no ha menoscabado su profundidad, esa capacidad de transformar la ficción en vivencia y la vivencia en alegoría. Su dominio de lo mítico y simbólico no le ha impedido integrar en sus relatos el compromiso político y la consideración moral. Literatura total, capaz de tejer una red, donde el mundo se convierte en materia narrativa y lo imaginario en experiencia, su capacidad de objetivar el matiz, explorando los límites de la palabra y la escritura, le garantiza un lugar de privilegio entre esos libros necesarios, donde adquirimos la posibilidad de comprendernos a nosotros mismos a través del otro.
Rafael Narbona
Into the Wild Union
8 de enero de 2011
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